¡Cómo iba a poder conmigo un pedazo de selva!
Esos insectos. El caucho irreal atestado de lascivia.
El agua de esos pantanos caliente como sopa.
Lejos estaban los metales de la maestranza
esa siesta de Navidad que caminé entre las nubes.
Lejos, muy lejos, las enjaezadas crines,
los maricones cuellos desbordados de aprestos.
Eran dientes de caimán, no aserrines,
los mármoles donde pisaban estos zapatos,
acacias envenenadas de belleza,
roedores como tarascas, víboras a considerar.
¡Qué podían saber los cleriguillos de palacio
con sus latines inútiles debajo de estos truenos!
¡A qué podían aspirar los miriñaques de las damas
en el reino demencial del rugido y del zarpazo!
No fui un emisario de príncipes bobos. Fui el príncipe
de todo este desborde, del pánico, del alud,
de la tierra firme que duerme bajo la hojarasca,
del papagayo que se refleja en el arco iris.
Fui el sirviente también.
Fui el sirviente del príncipe que fui,
la nube cargada de ponzoña a punto de reventar.
Fui el contador que asentó en libros
esos ángeles desplumados como gallinas
que flotaban en los charcos. Fui yo.
Fui ella. Fui el fruto de los dos.
Fui un trozo de metal culpable en esas carnes mestizas
que hice nacer o que ayudé a morir.
¿Quién podría enrostrarme mi presunción de génesis
si puse mi cabeza a multiplicar hogazas de oro
sólo para reconciliarme con un niño que mendigaba desayunos?
Cercado de venéreas escapé de las confesiones.
Con una capelina me protegí de los pájaros que entran en los sueños
decididos a escaparse con mis ojos en el pico.
¡Cómo iba a poder conmigo ese telón de verde sobre verde
imaginado por dioses principiantes!
¡Cómo iban a poder con este marañón aquellos soldaditos imperiales
oliendo a esencias parisinas!
El agua caía en delgadas cataratas
como estrías de la ladera, como canales del cielo
abriéndose paso en aullidos hacia el abismo.
Allá abajo la culebra custodiaba su escondrijo
en el punto donde se abrazan los cobardes.
Mi mano no dudaría en repetir historias
si la vida no fuese una pieza de teatro, entiéndanlo.
La vida es la muerte, y quien la siga seguirá la ley eterna.
Todos lo sabían, pero lo callaban.
Apresada por la telaraña de tamaños árboles
la luna espantaba caballos que huían hacia el fin
sólo para perpetuarse de otra manera
entre esclavos y moscas y esa peste,
reyerta de cráneos aplastados como guijarros,
sanguijuelas que lloran porque lloran remontando el Orinoco,
última luz de esas bóvedas.
Ya sé que he corrido detrás de un imposible,
sería una vergüenza aceptar que fue un equívoco.
¡Lo negaré! Negaré cualquier indicio de fracaso.
Yo, Lope de Aguirre, natural del Señorío de Oñate,
endemoniado y rabioso como habitante de las profundidades
maldigo la hora en que alguien acercó a mis oídos
la historia enferma de una ciudad de oro y de diamantes,
la ampolla de una codicia que no supe dominar.
Lejos, tras la mar océano, se sacuden los abanicos
que ningún calor espantan, mero emperifollo de las cortes,
mientras mi cabeza, aquí, drena líquidos embotantes,
intercambio de mi persona con los insectos
que sin ningún respeto me visitan.
Yo, Lope de Aguirre, el Peregrino, el Traidor,
que fui príncipe de estas tablas cuando todavía eran naves,
que fui cañones sin el reproche de tontas leyes,
que me permití pecar de lesa majestad y por escrito,
soy apenas el rostro de un vasco delirante surcado de lengua bárbara,
indiano de imposible retorno, falso criollo,
tosca pincelada de ambición y avaricia en todo caso
esquivando flechas envenenadas sobre una balsa de troncos
entre monos que chillan sin parar.
Yo, Lope de Aguirre, la ira de Dios,
entregaré mi cuerpo a esta isla con nombre de mujer
para que alguien lo desguace con mi propio cuchillo
y lo lleve en trozos selva adentro, para regocijo de los perros.
(Rogelio Ramos Signes)