Me topé con un monstruo en la escalera. Sus dificultades para subirla hacían, al mirarlo, un daño atroz.
Y no obstante sus muslos eran formidables. Hasta se podría decir que era todo muslos. Dos ponderosos muslos encima de patas de plantígrado.
La parte superior no la vi distintamente. Bocas menudas de sombra, ¿de sombra o de...? Ni cuerpo tenía en realidad el monstruo, excepto ese conjunto de zonas mollares y confuso trasudor que basta para tentar al sexo soñador de algún varón ocioso. Pero acaso no se trataba de esto en absoluto, y el enorme monstruo, probablemente hermafrodita, subía —desdichado, aplastado y bestial— una escalera que sin duda no le llevaría a ninguna parte. (Aunque me dio la impresión de que no había emprendido la ascensión por unos pocos escaloncitos).
Su aspecto desazonaba, y de seguro no era buena señal topar con semejante monstruo.
De que era inmundo uno se percataba enseguida. ¿Por qué? No sabría decirlo.
Parecía llevar en su bulto indefinido lagos, lagos pequeñísimos, ¿o bien eran párpados, inmensos párpados?
(Henri Michaux: Adversidades, exorcismos)