Pobre niño pálido, ¿por qué gritar en la calle a voz en cuello una canción aguda e insolente, que se pierde entre los gatos, señores de los techos?, pues ella no atravesará los postigos de los primeros pisos, tras los cuales ignoras los grávidos cortinajes de encarnada seda.
Sin embargo, cantas fatalmente con la tenaz seguridad de un hombrecillo que va solo por la vida y, sin contar con nadie, trabaja para sí mismo. ¿Tuviste un padre alguna vez? Ni siquiera tienes una vieja que te haga olvidar el hambre pegándote cuando regresas sin un centavo.
Pero trabajas para ti mismo: parado en las calles, con desteñidos vestidos hechos como los de un hombre, enflaquecido prematuramente y demasiado crecido para tu edad, cantas para comer, con encarnizamiento, sin humillar tus ojos perversos hacia los otros niños que juegan en la calzada.
Y tu lamento es tan, pero tan sonoro, que tu desnuda cabeza, elevándose en el aire a medida que sube tu voz, parece querer partir desde tus pequeños hombros.
Hombrecillo, ¿quién sabe si ella no se irá un día, cuando, después de gritar largo tiempo en las ciudades, hayas cometido un crimen? No es tan difícil cometer un crimen, prosigue, basta con tener coraje después del deseo, y algunos... Tu figurilla es enérgica.
Ni un centavo cae en la cesta de mimbre que tu gran mano tiene suspendida sin esperanza sobre tu pantalón: te volverás malo y un día cometerás un crimen.
Tu cabeza siempre se alza y quiere dejarte, como si desde el comienzo lo supiese, mientras cantas de un modo que se vuelve amenazante.
Te dirá adiós cuando pagues por mí, por los que valen menos que yo. Probablemente para eso viniste al mundo y ayunas desde ahora; te veremos en los periódicos.
¡Oh, pobre cabecita!
(Stéphane Mallarmé)