En una polémica célebre pero ya algo anticuada, Foucault
se negaba a reconocerse como “homosexual”, porque sostenía que el homosexual es
una invención, un objeto creado por determinada formación discursiva, por un
discurso de Otro en el cual él no tenía por qué reconocerse, por qué quedar
atrapado. Al mismo tiempo, reconocía que era necesario, aunque en otro orden, luchar por los derechos civiles y humanos de
los “homosexuales”.
Mi pregunta, muy ambiciosa, sería, entonces: ¿Cómo no
quedar cautivo del discurso del otro, de la mirada organizadora y definidora
del otro? Esto equivale, en cierto sentido, a intentar responder otras preguntas
cruciales: ¿Todo discurso sobre la identidad es esencialista? O bien: ¿se puede
historizar una esencia?
Voy a tratar de pensar estas preguntas, sin
necesariamente responderlas, en relación con los ensayos calibanescos de
Roberto Fernández Retamar; es decir, tentar sus límites y calibrar sus posibilidades.
Es muy conocido el origen, la matriz del discurso de
Retamar: “Caliban es anagrama forjado por Shakespeare a partir de ‘caníbal’
—expresión que, en el sentido de antropófago, ya había empleado en otras obras
como La tercera parte del rey Enrique VI y Otelo—, y este término,
a su vez, proviene de ‘caribe’. Los caribes, antes de la llegada de los
europeos, a quienes hicieron una resistencia heroica, eran los más valientes,
los más batalladores habitantes de las tierras que ahora ocupamos nosotros.”[1]
Calibán, “concepto-metáfora”
o “personaje conceptual”, deviene entonces emblema de la mirada del
conquistador-colonizador que caracteriza al nativo de estas tierras como un
monstruo, mitad demonio, salvaje prácticamente irredimible, “hombre bestial situado irremediablemente al margen de la
civilización, y a quien es menester combatir a sangre y fuego”.[2]
Esta imagen, junto con la del “buen salvaje”, sólo aparentemente
contradictoria, se difunde desde los primeros textos de los cronistas,
empezando por los del propio Colón.
Por otro lado, el
personaje de Calibán, y su aparente contraparte, Ariel, tienen una larga
historia en Occidente y sus aledaños. Ernest Renan, el filósofo francés autor
de “Qué es una nación”, escribe una suerte de continuación o reelaboración de La
Tempestad, en la que claramente el monstruo es
identificado con el “pueblo” o, mejor dicho, el “populacho”, la “plebe”, que ya
se había expresado peligrosamente en los días de la Comuna de París, poco tiempo
antes. Seguramente, de Renan pasa al trío Groussac-Darío-Rodó, que coinciden en
un nuevo desplazamiento que asigna el “personaje-símbolo”, esta vez, a los
Estados Unidos, la civilización “salvajemente” materialista por excelencia.
No es exactamente éste el camino elegido por Retamar.
Curiosamente, para él, Calibán sería el indígena americano, primero, y por
extensión, el hombre latinoamericano, “mestizo por excelencia”, tal como lo
designa el “nosotros” con que termina la cita que mencioné al principio y
muchas otras. “Nuestro símbolo no es
pues Ariel, como pensó Rodó, sino Caliban.” Se entiende que esta deixis remite
a la situación de discurso creada por Martí en “Nuestra América”, tema sobre el
que volveré.[3]
La propuesta central, engañosamente sencilla, de
Retamar, es asumir esa imagen calibanesca y resignificarla, cambiarla de signo,
de valoración, para oponer a la mirada del colonizador la propia mirada, forzosamente
simétrica. Y de ello extraer consecuencias positivas, que, adelanto, serían
estratégicas: “El colonizador es quien nos unifica, quien hace ver nuestras similitudes profundas más allá
de accesorias diferencias.” Aquí, el nosotros
se extiende para incluir a los pueblos del llamado Tercer Mundo (tema sobre el
que también volveré). Por eso, en el contexto de escritura de las primeras
versiones del ensayo, la hipótesis aparece, repito, como estratégica y, más
específicamente, como defensiva. Recordemos que se trata de la época del “caso
Padilla”, que marca una divisoria de aguas, quizás no tanto en la política
cultural del régimen cubano como en la actitud de algunos intelectuales
latinoamericanos hacia ella.[4]
Otra
consecuencia es una idea, de obvio cuño hegeliano, de la interdependencia entre
colonizador y colonizado: “En un pasaje revelador, Próspero advierte a su hija
Miranda que no podrían pasarse sin Caliban: ‘De él no podemos prescindir. Nos
hace el fuego, / sale a buscarnos leña, y nos sirve / a nuestro beneficio.’”
Sin embargo,
Retamar mismo no tarda en darse cuenta de las limitaciones de estos
procedimientos.
Por un lado, de hecho, la polaridad Ariel-Calibán falla
en un punto importante: ambos son esclavos de Próspero.
Por otro lado, y más importante: en el artículo “Nuestro
símbolo”, con una brusca transición, sin aviso y sin mucho desarrollo anterior,
Retamar dice: “Al proponer a Caliban como nuestro símbolo, me doy cuenta de que
tampoco es enteramente nuestro, también
es una elaboración extraña, aunque esta vez lo sea a partir de nuestras
concretas realidades. Pero ¿cómo eludir enteramente esta extrañeza” (p. 30, subrayado mío).
Aquí viene el ejemplo de “mambí”, una palabra, de oscuro
origen, que los españoles impusieron peyorativamente a los independentistas
cubanos de fines del siglo XIX, como sinónimo de “esclavos fugitivos”,
“bandidos” o algo así, y que éstos tomaron como punto de honor, revirtiendo la
injuria. (Similarmente a lo que sucedió en Argentina con el apelativo “descamisados”.)
A esto lo llama Retamar la “dialéctica de Calibán” (p. 30). Pero también alude
a la cuestión central del lenguaje. Por un lado, dice Retamar, “seguimos con
nuestros idiomas de colonizadores”. Por otro, “el deforme Caliban, a quien Próspero
robara su isla, esclavizara y enseñara el lenguaje, lo increpa: ‘Me enseñaron
su lengua, y de ello obtuve / el saber maldecir. ¡La roja plaga / caiga en
ustedes, por esa enseñanza!’”. Vale decir, el lenguaje participa de una doble
naturaleza instrumental: como herramienta del colonizador y como herramienta posible del colonizado. Medio con que el
colonizador transmite sus saberes e impone sus imágenes del colonizado, y
recurso que le permite a éste, por lo menos, “maldecir”.[5]
En términos de Sartre, el lenguaje no es lo mejor de que disponemos, necesita
una profunda limpieza y un uso cuidadoso, pero es lo que tenemos. Hay que
desconfiar de lo “incomunicable”.[6]
Sin embargo, esto coloca al intelectual
(especialmente al intelectual) en un brete ideológico y práctico: ¿debe romper
con la cultura metropolitana, dominante, pero al mismo tiempo conservar su lenguaje,
con gran parte de lo que éste implica, una visión del mundo, un aparato
conceptual y técnico? ¿Cómo romper, en todo caso, la profunda imbricación
cultura-ideología-lenguaje? Hay que “repensar la historia desde otro lado”,
está claro, pero ¿cómo? ¿Con qué instrumentos?[7]
Ahora bien, sabemos que la misma constitución de un
“nosotros” ofrece más de una dificultad.
Walter Mignolo, en un contexto reivindicatorio de otro
artículo de Retamar, “Nuestra América y Occidente”,[8]
de 1976, recuerda que las mismas denominaciones que recibió “nuestra América”
son significativas. La primera, “Indias occidentales”, alude precisamente al
intento de “anexión de la diferencia”, contradiciendo la caracterización de
América como la otredad irreductible de Europa, según una errónea visión de
Todorov.[9]
El nombre “América latina”, por su parte, sería la huella del frustrado intento
imperialista francés, que lanza el discurso sobre la “latinidad”, tan
fructífero ideológicamente como inútil en la práctica para la que fue creado. Hoy
por hoy, lejos de su ambiguo origen, es la denominación más exitosa, ya que
permite distinguirnos de la
América “sajona” y al mismo tiempo, incluyendo a Brasil,
zafar de por lo menos uno de los polos del desdichado tándem lengua-religión,
caro al pensamiento hispanófilo más reaccionario como garantía de una supuesta
unidad.
Pero no podemos dejar de ver que el problema de América
latina es el de una entidad geocultural creada por las pujas y los diseños
imperiales, tal como ocurre, de manera homóloga, con la polaridad
Ariel-Calibán.
La idea de Retamar que Mignolo reivindica es la de una
especie de salto, en alguna medida voluntarista, entre un mundo paleoccidental (el que realizó la
conquista y la colonización de estas tierras, es decir, España y Portugal) y un
mundo posoccidental, para el cual la Revolución Cubana
y el tercermundismo serían las plataformas inevitables. En efecto, el
capitalismo occidental, expresión que resulta una especie de pleonasmo, se
desarrolló gracias a América, pero América misma, como bien lo señalaba
Mariátegui, llegó tarde al reparto; financió un modo de vida del que jamás
logró disfrutar. Por lo tanto, la posoccidentalización aparece como una
propuesta de superación dialéctica, un “proyecto crítico” (Mignolo).[10]
América debe superar a Occidente, insertarse en el mundo todo desde el Tercer Mundo, desde las
naciones en proceso de descolonización: ser posoccidental. En este contexto,
Cuba (última colonia de España, primer país socialista de América) sería el
gran ejemplo: no renuncia a la cultura occidental (lo que equivaldría a renunciar,
entre otras cosas, al marxismo), sino a las relaciones de explotación
capitalista que conlleva. Una nueva manera de ser universal sería ser
posoccidental.
Las preguntas del
principio se modularían, entonces, de esta manera: ¿Qué posibilidades hay de
“trascender el occidentalismo” construyendo categorías geohistóricas que no
sean imperiales ni esencialistas?
Como se adelantó, la respuesta no es fácil (y no se va a
dar acá). La de Mignolo, “crear nuevos mapas” (Jameson), movimientos sociales
que puedan articular las clases con las etnias y los géneros, una epistemología
permanentemente fronteriza, “pensar desde los intersticios”, son, en principio,
tan metafóricas como el personaje de Calibán. La de Richard Morse, que ve en
América latina (en su literatura, por ejemplo) la sede de la utopía, parece tan
precaria y anacrónica como la de Vasconcelos, o incluso la del mismo Retamar,
que, para eludir la idea de raza y de mestizaje, intenta acudir a la noción de
“transculturación”, de Fernando Ortiz.
Sin embargo, hay una vislumbre de respuesta en un
ejemplo que Retamar da cerca del final de la edición actual de su libro, y en
el contexto de una ardua discusión sobre la raza y el mestizaje, temas álgidos
si los hay. Este ejemplo recuerda el apotegma sartreano para definir la
“esencia judía”: “Ser judío —dice Sartre— es ser perseguido como judío.” Retamar,
por su parte, dice: “No es necesario consultar las estadísticas para comprobar la
sobrevivencia de los llamados indios en buena parte de nuestros países: basta
con visitar en ellos un hotel, un restorán, una tienda, un banco. No miremos
allí al gerente, al chef, al
administrador, al director, que si no son del todo ‘blancos’, harán lo posible
por disfrazar su mestizaje étnico; busquemos a quienes limpian el piso, lavan
la ropa, botan la basura, realizan las tareas más humildes; y en sus caras
encontraremos repetidos los rasgos que en espléndidas obras de arte
multiseculares se muestran a turistas, para muchos de los cuales aquellos
laboriosos apenas si existen como estorbos necesarios, como robots parlantes”
(p. 89).
Sólo desde estas circunstancias concretas se puede
hablar de calibanes y arieles, de miradas, simétricas o no, y de esencias,
historizadas o no.
[1] Cito por Roberto Fernández Retamar, Todo Calibán, La Habana, 2000. La versión
original, mucho más breve, es de 1965. Los diversos artículos fueron rehechos
varias veces por Retamar, que trató de incorporar las nuevas opiniones, e
incluso confiesa que no ha podido leer todo lo publicado sobre el tema, que ya
constituye una especie de “calibanología”. Una de esas incorporaciones
bibliográficas es el temprano artículo de Rubén Darío “El triunfo de Calibán”,
publicado en el diario El Tiempo,
Buenos Aires, 20 de mayo de 1898 (http://ensayo.rom.uga.edu/antologia/XIXA/dario/).
[2] “Se trata de la característica versión
degradada que ofrece el colonizador del hombre al que coloniza” (p. 12).
[3] “Existe en el mundo colonial, en el
planeta, un caso especial: una vasta zona para la cual el mestizaje no es el
accidente, sino la esencia, la línea
central: nosotros, ‘nuestra América mestiza’. Martí, que tan admirablemente
conocía el idioma, empleó este adjetivo preciso como una señal distintiva de
nuestra cultura...” (p. 7; subrayado mío). Sin duda, esto le permite a Retamar
afirmar, por ejemplo, que La raza cósmica,
de José Vasconcelos es “un libro confuso... pero lleno de intuiciones” (p. 8).
Por otra parte, Retamar afirma que “Nuestra América” es una “visión calibanesca
de nuestra cultura”.
[4] “¿Por qué debemos estar dando
explicaciones...?”, se pregunta Retamar. Para este tema, consultar, Claudia Gilman, Entre la pluma y el fusil. Debates y dilemas
del escritor revolucionario en América Latina, Buenos Aires, Siglo
Veintiuno, 2003.
[5] “Próspero invadió las islas, mató a nuestros
ancestros, esclavizó a Caliban y le enseñó su idioma para entenderse con él:
¿Qué otra cosa puede hacer Caliban sino utilizar ese mismo idioma para
maldecir, para desear que caiga sobre él la ‘roja plaga’? No conozco otra
metáfora más acertada de nuestra situación cultural, de nuestra realidad.”
[6] Ver Jean-Paul Sartre, Qué es la literatura, Buenos Aires, Losada, 1950.
[7] La posición del intelectual, según
Retamar, debe ser “desvincularse de las clases explotadoras para ponerse al
servicio de las clases explotadas”. Fórmula engañosamente simple o
simplificadora, que sin embargo no llega a ocultar la aporía básica del
intelectual. Retamar cita frecuentemente el célebre discurso del Che en la Universidad (1959):
“hay que pintarse de negro, de mulato, de obrero y de campesino; hay que bajar
al pueblo, hay que vibrar con el pueblo...” Las metáforas, sin querer agrandar
su importancia, son efectivamente desafortunadas, como anota maliciosamente
Emir Rodríguez Monegal (“Las metamorfosis de Calibán”, en http://mll.cas.buffalo.edu/rodriguez-monegal/bibliografia/prensa/artpren/vuelta/vuelta_25.htm).
[8] Walter Mignolo, “Postoccidentalismo: el
argumento desde América latina”, en Santiago Castro-Gómez y Eduardo Mendieta
(eds.), Teorías sin disciplina
(latinoamericanismo, poscolonialidad y globalización en debate), México, Miguel
Ángel Porrúa, 1998 (también en
http://ensayo.rom.uga.edu/critica/teoria/castro). “Nuestra América y Occidente”
puede consultarse en Algunos usos de
civilización y barbarie, Buenos Aires, Letra Buena, 1993. Para la cuestión
de los nombres de América latina, ver Miguel Rojas Mix, Los cien nombres de América, Barcelona, Lumen, 1991. Mignolo llama
a estas denominaciones “macrorrelatos del occidentalismo”.
[9] Maliciosamente también, agrega que Todorov
concibió (copió) esta mala idea al traducir al francés el libro de Edward Said Orientalismo. En efecto, es sabido que
Oriente sí se “construye” como la otredad absoluta de Occidente. Y, si se
quiere, viceversa. Richard Morse (El
espejo de Próspero, México, Siglo XXI) comenta que en Japón aún se habla de
ropa, pintura, historia, salas de museo occidentales.
José Luis Romero afirma que América es el “primer territorio occidentalizado
metódicamente”.
[10] “‘Post-colonialismo"
calza bien en el discurso de descolonización del ‘Commonwealth’,
‘post-occidentalismo’ sería la palabra clave para articular el discurso de
descolonización intelectual desde los legados del pensamiento en Latinoamérica.
Digo ‘en Latinoamérica’ y no ‘Latinoamericano’ porque me es importante distinguir
las historias locales (en Latinoamérica) de su esencialización geo-histórica
(Latinoamericano).”
(Ponencia en el congreso internacional Debates Actuales. Las teorías
críticas de la literatura y la lingüística, Buenos Aires, 18 al 21 de
octubre de 2004.) (También en Susana Santos y Jorge Panesi (coords.) Debates actuales: las teorías críticas de la literatura y la lingüística (CD-ROM), Buenos Aires, Facultad de Filosofía y Letras, 2005.)
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