O
melancolia!
Escribí en otro lugar:(1) “La
tarea del corrector en la actualidad está decayendo, es menospreciada o no
cuenta con el apoyo necesario”.
Un poco después, agregaba: “El
equívoco primero... consiste en confundir función con funcionario, oficio con
oficiante, es decir, la tarea con el que la realiza.
La artesanía del corrector
puede estar decayendo, sin duda, pero su función, paradójicamente, es cada vez
más necesaria, en un contexto en el que cada vez menos gente sabe escribir bien; y entiéndase ‘bien’
no sólo en el sentido gramatical (que, en última instancia, no sería nada) sino
en el sentido meramente comunicativo.
(...)
Con la corrección pasa algo
parecido a lo del manual de estilo. Si no existe de derecho, existe de hecho. Alguien la realiza, mal o bien, a
sabiendas o no. Es una función delegable, pero imprescindible”.
Hoy por hoy, suelo pensar que
era demasiado optimista en ese momento...
Encabezaba entonces mis
consideraciones con una cita extraída del famoso y consultado Libro de
estilo del diario El País de España, que decía: “Todo redactor tiene
la obligación de releer y corregir sus propios originales cuando los escribe en
la Redacción
o los transmite por télex, videoterminal o un instrumento similar. La primera
responsabilidad de las erratas y equivocaciones es de quien las introduce en el
texto; y sólo en segundo lugar, del editor encargado de revisarlo”.
Esta disposición tajante,
taxativa, demostraba un evidente desplazamiento de la responsabilidad hacia el
redactor; pero, si bien no se nombraba al corrector, es cierto que, por lo
menos, había un “editor”, quien, como el mismo párrafo termina sugiriendo,
cumpliría esa tarea de “corrección que no se atreve a decir su nombre”, que mi
optimismo de entonces postulaba.
Sin embargo, de la disposición
de El País a la ausencia definitiva de corrector-corrección había apenas
un paso, que muchos se apresuraron a dar, en un contexto de permanente “ajuste”
económico que parece destinado a autorizar cualquier trastada (hablo
especialmente de la
Argentina, pero sé que esto podría extenderse a otros
países).
Diarios grandes y pequeños
decidieron prescindir, de a poco o bruscamente, de estos molestos y costosos
operarios, cuya función nunca parece estar del todo clara... salvo cuando
brilla por su ausencia, como suele ser el caso.
Es el reino de los “editors”
(pronúnciese esdrújula, por supuesto), a uno de los cuales oí afirmar una vez,
con una mezcla de excusa y orgullo: “Yo no soy corrector”. Que es como si un
ingeniero dijera: “Yo no sé nada de matemática”.
¿Es para ponerse melancólico?
¿Para entonar una lamentación interminable que nadie escuchará? ¿Para archivar
el pasado y dedicarse a otra cosa?
Quizás. Pero, también, para
razonar un poco y quizás sacar algunas conclusiones.
Ser dijital
Aunque corroborarlo exigiría un
trabajo estadístico riguroso, es intuitivamente evidente que los estándares de
calidad del lenguaje escrito han variado de manera considerable. No es posible,
o por lo menos no es útil, plantearse qué fue primero: el huevo o la gallina,
la decadencia del oficio del corrector o la importancia que se le da a la
corrección lingüística en los medios gráficos, editoriales, etc.
Es una larga historia.
Alguna vez, también he
intentado razonar(2) sobre la influencia que ciertas teorías lingüísticas y
semiológicas (de la década del sesenta) tuvieron sobre las nociones
tradicionales de “arte”; quizás involuntariamente, al someter al mismo tipo de
análisis (de esto se trataba) La divina Comedia y una publicidad de
jabón, terminó infiriéndose que ambos “productos” podían ser equiparados en
términos de calidad. Por otra parte, esta misma noción de calidad (la
jerarquía, los niveles, qué es y qué no es arte, etc.) quedó, bastante
rápidamente, en desuso.(3) Todo esto pudo tener su parte positiva, al permitir
dejar de lado prejuicios conservadores y aristocratizantes, y enfocar de manera
renovada producciones como las del arte popular, incluyendo géneros
habitualmente despreciados: la novela policial, el melodrama, la historieta, el
cine mismo.
Claro que, algún tiempo después
(década del ochenta), los flujos y reflujos de las modas académicas hicieron
que los estudios semióticos y culturales fueran respondidos por engendros
neoconservadores (aunque respetables, a su modo), como los de Harold Bloom y su
“canon occidental”,(4) que pretende “volver a las fuentes”; lo que implica
retornar a una jerarquización del hecho estético y (a la vez y por lo tanto) a
una revaloración de la norma.
¿Qué tiene que ver esto con la
corrección de estilo?
Poco o mucho, según se vea.
Poco, si medimos la importancia relativa de ambas áreas. Mucho, si
consideramos, en cambio, su homología, su semejanza estructural e ideológica.
Un nuevo medio masivo de
comunicación ha llegado para quedarse: Internet. Y es fácil comprobar cómo en
ella los estándares de calidad, de los que antes hablaba, han sufrido un
cimbronazo cuya superación es difícil de vislumbrar. Las páginas web
tienen también editores y, como es hoy la regla, carecen de correctores. No
creo que nadie, en el ambiente informático, se plantee siquiera la inclusión de
esta categoría de empleado. Otra vez, la responsabilidad de la corrección queda
repartida (diluida) entre redactores, editores y ¡diseñadores!
Y, cabe acotarlo porque es
esencial a mi argumentación, una decadencia de la “forma” va de la mano con una
decadencia en los “contenidos” (quiero que se me permita el recurso a una vieja
y superada dicotomía, ya que este último término es usual en la Red); esto es fácilmente
comprobable si se chequean, aunque sea someramente, las enciclopedias de todo
tipo que pululan en el espacio virtual, algunas como versiones degradadas de
una “edición en papel”.
La corrección de estilo parece
condenada al desván de las antiguallas, quizás entre compañeros ilustres (como
la misma noción de “estilo”). Atacados como puristas u obsesivos, despreciados
como gasto inútil, los correctores apenas nos consideramos con derechos a
levantar la voz y hacer una pequeña sugerencia... “¡Es lo mismo, de todas
maneras nadie se da cuenta!”, será la respuesta generalizada.(5)
Todo esto, claro, hasta que nos
necesitan.
La guerra del Golfo no a tenido lugar
Basta leer los periódicos desde
el 11 de septiembre para acá.
El panorama es desolador. (Lo
digo a propósito, acudiendo otra vez a la dicotomía “forma-contenido”. Porque,
¿qué importancia tiene una errata o incluso un error de traducción ante la
magnitud de los hechos narrados?)
Veamos.
¿Todo el mundo entenderá qué es
“retaliación”, traducción o, más bien, castellanización apresurada del término
inglés retaliation, es decir, “venganza, represalia, compensación”? (El
término es muy usado en psicoanálisis, pero esto es otro problema, que trataré
más adelante.)
¿Y qué decir de la insólita
expresión “santuario de terroristas”? Sanctuary, en inglés, no sólo
significa “santuario”, “templo”, sino también, y más habitualmente, “refugio,
asilo”. La rimbombante palabrita ya había aparecido en expresiones tan
peregrinas como “santuario de ballenas”, cuya misma ridiculez las ponía a salvo
de causar algún daño, por así decirlo. Pero afirmar que “se van a destruir
todos los santuarios de terroristas” (cito de memoria) es un despropósito
doble, ya que la innegable connotación religiosa del término en castellano hace
decir algo muy peligroso. ¿Acaso se van a destruir sus templos?
¡Menuda “retaliación” buscarían ellos luego, y tendrían sus razones!
Como otra paradoja, pensemos en
la cuestión de los talibanes. Súbitamente, se ha (im)puesto de moda la
expresión “los talibán”, es decir, un plural castellano muy extraño, pero que
tiene antecedentes en expresiones similares, referidas sobre todo a etnias o
tribus: “los mapuche”, “los ona”, etc. Según parece, el lenguaje políticamente
correcto pretende respetar los derechos humano-lingüísticos de los otros,
violentando el propio idioma de manera ilógica; desde todo punto de vista, un
despropósito.(6)
Cito el excelente artículo al
respecto de la sección Español Urgente del sitio web de la Agencia EFE: “Talibán.
En las noticias procedentes de Afganistán aparece el nombre de un nuevo grupo
guerrillero que intenta tomar el poder: Talibán. Y aparecidos el nuevo grupo y
su correspondiente nombre, se nos plantea la duda de su flexión en cuanto al
número: ¿Talibán es singular o plural? ¿Podemos decir talibanes? En Afganistán
se habla el pasto (o ‘pashtu’), una variante dialectal del persa que también
utiliza el alfabeto árabe. Pero no sólo tiene en común con el árabe su
alfabeto, sino que en el léxico pasto hay multitud de voces procedentes de la
lengua sagrada del islam, y ese es el caso de ‘taliban’. La raíz árabe ‘talaba’
significa estudiar, y el sustantivo ‘talib’ (plural ‘talibun’ para el
nominativo, ‘talibin’ para el genitivo o ‘taliban’ para el acusativo) significa
estudiante. Parece pues bastante claro que se trata de la misma palabra en
árabe y en pasto, teniendo en cuenta además que el núcleo del grupo guerrillero
afgano está formado por estudiantes de teología islámica. Aunque el nombre de
la organización esté en plural, al adaptarlo al español este nombre funciona
como cualquier otra palabra; es decir, tiene flexión de género y de número, y
su plural en nuestra lengua es ‘talibanes’”.(7)
Vale
decir que, si escribimos “los talibán”, queriendo usar un plural más
“respetuoso” de la lengua original, deberíamos escribir, por ejemplo, “el
régimen talib (o talibin)”, un “guerrero talib”, etc. Y,
en lo posible, en bastardilla, y sin acento, para indicar que se trata de una
palabra extranjera, transliterada.
¿Qué todas estas disquisiciones
son irrelevantes? ¿Qué a nadie le importan? Claro, si ése es el problema.
Porque todo esto nos lleva a no
tener en cuenta la verdadera catarata de
erratas-errores-equivocaciones-oscuridades que nos asaltan al abrir cualquier
periódico, aunque sea al azar.
Dos ejemplos:
- “EE.UU. derribará aviones
civiles secuestrados” (un insólito titular del diario Clarín del
28/9/01). Quiero creer que ningún lector desprevenido (ni siquiera yo) habrá
interpretado que los EE. UU. estaban listos para derribar aviones secuestrados
en ese mismo momento o inminentemente.
- “Es un código de honor que el
que lo deshonra lo paga con su vida” (Clarín 25/9/01). Sin dudas, esto
parece una muestra de “purismo” irremediable, pero ¿se debe escribir tan mal?
¿Nadie se da cuenta de que cualquier corrector con un mínimo de oficio hubiera
arreglado esa frase de un plumazo?
- “[el gas mostaza] es uno de los llamados
gases persistentes y causa serios daños al sistemas respiratorio y causar
ceguera” (Clarín 30/9/01). Sin comentarios.
Juro que son dos ejemplos tomados
al azar, aunque el primero, por tratarse de un titular, saltó a la vista. Pero,
eso sí, no son casos aislados, sino de lo más frecuente.
Y sigue el baile.
La Hacademia, ¿un santuario?
Si la corrección de estilo en
el medio periodístico está en una irremisible pendiente, ¿qué queda para el
ámbito académico, que parecería el hábitat natural de la norma, la razón y el
equilibrio?
Nada de eso.
La Academia es el reino del lenguaje técnico y, por lo tanto, del
neologismo. Esta respetable institución de la lengua, que la hace enriquecer y
“avanzar”, si tal cosa es posible, no deja de ser una especie de altar
intocable para los autores y editores.
Claro que el corrector debería
descansar, dentro de este ámbito, en colegas tales como el asesor de contenidos
o corrector conceptual, y, por qué no, el director de colección, el editor o el
jefe de sección: cualquiera ubicado en un escalón más alto de la jerarquía
editorial; pero nada es tan fácil, ya que la desocupación (y la desidia)
también han hecho presa de ellos. Así que muchas veces tendrá que vérselas a
solas con textos que son verdaderos diccionarios encubiertos de una materia
dada; claro que diccionarios sin la parte de los significados...
Se me perdonará otra anécdota
personal. Hace poco, amablemente provisto del delicado criterio de que no hay
que corregir a los expertos, dejé pasar una bella palabrita neonata:
“otroridad”. Mea culpa, no reflexioné lo suficiente, ya que el autor del
texto se refería a la “cualidad de ser otro”, es decir, a la “otredad”, palabra
ésta sí con cierta prosapia y más o menos entendible con rapidez. La otra, tal
como quedó,(8) remite indigeriblemente a “otrora”, y simplemente no quiere
decir nada en su cotexto, salvo que medie un gran esfuerzo del lector, experto
o no.
El lenguaje técnico es una
cuestión de léxico y debería adecuarse a los demás niveles (fonológico,
morfológico, sintáctico) de la lengua general. A veces lo hace, no digo que no:
mucho más mérito del que se supone es atribuible a los correctores, que dedican
mucho tiempo a revisar concienzudamente textos plagados de neologismos
innecesarios pero muy difíciles de diferenciar de los correctos, por lo menos
para alguien que no sea a la vez un experto en la materia tratada y un
lingüista responsable. Sobre todo, en lo que hace a verbos realmente horribles,
como “recepcionar”, “intencionalizar”, “mapear”, “indigenciar”,
“conflictivizar”, etc. Muchos de ellos remplazan sin ventaja (sin diferencia) a
palabras ya existentes; apenas sirven, pensándolo con mucha buena voluntad,
para connotar de/en qué ciencia estamos hablando. Otros quizás estén bien
formados y no tengan un equivalente exacto, previo, en castellano, pero no
dejan de cargar con la rémora original de ser traducciones literales, a veces
muy poco imaginativas.
Ni qué decir si el texto se
dirige a un público más general que el imaginado por el autor...
En este co(n)texto, el
corrector deberá (como siempre, por otra parte) hacer su adecuada composición
de lugar y obrar en consecuencia. Esto le servirá, entre otras cosas, para no
caer en un defecto muy común: encerrar los neologismos, legales o no, entre
infinitas comillas que los separen del resto del texto como si fueran “voces de
otro”. El reconocimiento de cada isotopía estilística (que incluso remite a una
unidad semántico-ideológica, supuesta en el texto aunque idealmente decidida en
otros niveles superiores de incumbencia) le permitirá al corrector prudente
evitar este riesgo, que remite al siempre temido de la “sobrecorrección”.(9)
Coda
(sin erratas)
Para concluir este breve y algo descuajeringado
texto, quisiera retomar dos o tres hilos sueltos y enhebrarlos en algo que se
parezca a una conclusión.
Si
toda idea de corrección o norma está en decadencia y suena irremediablemente a
reaccionaria y hasta a poco democrática, sólo nos queda esperar un reflujo de
esta moda y que la oscuridad general exija una fuente de luz.
La globalización, ese signo
irrenunciable de la pos-pos-modernidad, trae consigo, junto y debido a la
manipulación galopante de los media, unas exigencias nuevas para la
comunicación, a todo nivel. La
corrección de estilo, oficio humilde y artesanía de la palabra, tiene allí un
lugar reservado, y habrá que ocuparlo.
Referencias
1. Cómo corregir sin
ofender. Manual teórico-práctico de corrección de estilo, Buenos Aires,
Lumen-Hvmanitas, 1998, pp. 105-106.
2. “Para acabar con el cine
bizarro”, inédito.
3. Para este tema, véase
Alberto Arbasino, Off-off, Barcelona, Anagrama, 1971.
4. El canon occidental,
Barcelona, Anagrama, 1995.
5. Me atrevo a sugerir que la
reciente edición de una Nueva ortografía de la lengua española (1999),
por parte de la venerable Real Academia, no contribuye precisamente a poner las
cosas en su lugar; más bien, se deja llevar por el “permisismo” en boga, y deja
a los hablantes muchas facultades para elegir. Huelga decir que los hablantes
nunca las necesitaron, e hicieron muy bien. El problema es dar la errónea
impresión de que “todo vale”, a todo nivel. De hecho, es muy frecuente que los
alumnos cuestionen a sus profesores de Lengua, ¡basándose en el “revisor
gramatical” del procesador de texto Word! (Si unimos ambos datos, el reciente
convenio entre la RAE
y Microsoft no es precisamente para que durmamos tranquilos...)
6. Excursus para una
futura profundización. El estilo “políticamente correcto” no sirve porque: 1. el
lenguaje no cambia la actitud (la realidad, la acción, etc.): nominalismo mal
digerido; 2. no se pueden controlar todas las connotaciones: “compañero
animal”, “afroamericano” (mucho menos, en la traducción); 3. el sintagma
influye sobre el signo aislado: “a ese barrio no se puede ir porque está lleno
de afroamericanos...”, “esos talibán
de m...”; 4. elementos de la enunciación legitiman (o deslegitiman) el
enunciado: un chiste judío significa distinto si es contado por
un judío, por un no judío, por un nazi, etc.
7. Ver http://www.efe.es/esurgente/lenguaes/
(Tengo entendido que el artículo ha sido redactado por Alberto Gómez Font, a
quien agradezco, o bien pido disculpas si la atribución es errónea.)
8. Recordar que, de todas
maneras, “la culpa es del corrector”. Siempre que lo haya, por supuesto.
9. Correctores bisoños y
alumnos de las nuevas carreras de corrección literaria, o (pretenciosamente
quizás) edición, (se) interrogan incansablemente: “¿Qué, hasta dónde,
corregir?” Pregunta imposible de responder con brevedad, puesto que abarca toda
la extensión de la tarea del corrector, desde su razón de ser epistemológica,
por así decir, hasta lo más ínfimo de sus cotidianas decisiones.
(Artículo encargado por la Universidad Javeriana en 2002, para una antología que finalmente no fue publicada.)
También se puede reinventar la corrección, con nuevos enfoques.
ResponderEliminarMuy cierto, Silvia, en eso estamos. ¡Gracias por inaugurar los comentarios! Tuve que moderarlos porque en otros casos me abrumaron con spam.
ResponderEliminarMe encantó el artículo. Me parece sumamente interesante. Gracias.
ResponderEliminarGracias a vos, Victoria, me alegro.
ResponderEliminarLa lengua escrita y oral, por lo menos en nuestro país, está totalmente devaluada. Muchos editores consideran nuestra profesión "prescindible" y aunque nuestro oficio se vuelve cada día más necesario, lamentablemente, no estamos saturados de trabajo. En fin, seguiremos corrigiendo. Cariños
ResponderEliminar¡Gracias por el comentario!
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