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jueves, 17 de noviembre de 2011

Un Dios cotidiano: ¿una escritura impotente?




 El error del realismo tradicional era pensar que el mundo se ofrece a la percepción y es pasible de una descripción imparcial, “objetiva”, perfectamente comunicable.
Pero, a la luz de la dialéctica entre conciencia y mundo que es el conocimiento, “mostrar” no es inocente, es una elección y es ya empezar a cambiar el mundo. La percepción es una acción, y la descripción, la mostración, un llamamiento a la libertad sumergida del lector, para que asuma su responsabilidad.
Esta situación de “libre elección”, de estar “condenados” a ser libres, es la premisa fundamental del existencialismo: el hombre, entonces, es su propio proyecto; la vida y la historia no tienen un sentido, un fin, se trata de dárselos.
Por otra parte, la característica de la prosa es su predominio del significado sobre el significante. Esto no quiere implicar una ingenuidad, una actitud natural hacia el lenguaje: su condición de útil social lo expone al desgaste, a la tentación de destruirlo para superarlo (el surrealismo).
Una tarea central del escritor es, entonces, devolverle la dignidad al lenguaje; es lo único que tenemos para revelar al mundo y comunicarnos, y lo incomunicable es fuente de toda violencia.
La intención de Viñas parece ser la de constituir una subjetividad en su enfrentamiento con el mundo, en su toma de posición. Una conciencia que, en cierto nivel, al mismo tiempo que debe construirse, da el testimonio de esa auto-construcción.
Empresa peligrosa, que va más allá (o quiere ir más allá) de un problema de técnicas novelísticas. Aunque, sin duda, habría que analizar, al respecto, cómo usa Viñas un moderado fluir de conciencia, descripciones “objetivas”, diálogos muy cortados, asociaciones mentales que se contraponen a las percepciones de lo exterior, etc.
Así como en todo momento hay una dialéctica entre esa subjetividad que se constituye y una cierta objetividad que querría lograr (dialéctica que la primera persona no quiere anular sino potenciar), hay una contradicción permanente entre el deseo de Ferré de no definirse maniqueamente y los resultados concretos de su acción.
Admitir al otro, para Ferré, narrar al otro, para la escritura, son tareas vinculadas y cuya suerte corre pareja.
No existiendo absolutos (y el Dios de Ferré no lo es), no hay tampoco seguridades. Hay que elegir, inevitablemente, drásticamente. Jugarse. Y no sólo no hay garantías de estar haciendo lo correcto en cuanto a las consecuencias de los actos: tampoco las hay en cuanto a sus motivaciones. La elección de escribir, sartreanamente, no es ajena a esta problemática, es una de las formas más conscientes que puede adquirir. Escribir es un acto, con pretensiones de una unidad totalizadora de causas-medios y fines. Y, si la novela plantea el problema ético de Ferré, el problema ético de Ferré plantea el problema de la novela.
Ferré cree que su decisión de oponerse al maniqueísmo paterno es una elección libre, consciente y fundamentadora de su posición fluctuante, tolerante.
Pero la duda final es que la verdadera causa de su actitud conciliadora puede ser una impotencia total (no sólo sexual; pero tampoco necesariamente real, en la medida en que él la reconoce como mandato paterno y la ve confirmada por su fracaso con Bruno). Y, en el final, la voz (o, mejor, la escritura) de los otros, le informa que ni siquiera ha obtenido el resultado que esperaba.
Y, habida cuenta de las relaciones entre proyecto vital (ético-político) y proyecto narrativo, ¿tal “presunción de impotencia” no revierte sobre la escritura? ¿Cómo superar el maniqueísmo cuando se está obligado a elegir por sí o por no (que es siempre), cuando se elige narrar, es decir, tomar la voz desde la escritura y sostenerla desde una subjetividad inevitable, desde una autoridad incuestionada?
Dice Sartre: “Bajo el análisis del crítico estas novelas se resuelven en problemas, pero el crítico se equivoca, porque hay que leerlas en el movimiento (…) nace una literatura de la Praxis (…). Si el escritor toma conciencia (…) propondrá soluciones en la unidad creadora de su obra.”
Creo que la novela de Viñas trata de lograr su unidad en sus contradicciones; en el hecho de mostrar los fantasmas de su impotencia al tratar de exorcizarlos; finalmente, en plantear el problema ético del sujeto no (sólo) como tema sino como sustancia misma de la escritura.

30/9/1986

martes, 15 de noviembre de 2011

Don Segundo Sombra y El juguete rabioso: dos novelas de aprendizaje




Ya has corrido mundo y te has hecho hombre, mejor que hombre, gaucho. El que sabe de los males de esta tierra, por haberlos vivido, se ha templado para domarlos…
(de Don Segundo Sombra)

Es así. Es así. Se cumple con la ley de la ferocidad. Es así; ¿pero quién le dijo a usted que es una ley? ¿Dónde aprendió eso?
(de El juguete rabioso)



En el mismo año, 1926, se publican Don Segundo Sombra y la primera novela de Roberto Arlt. En El juguete rabioso, rechazada por Castelnuovo, del grupo de Boedo, y apadrinada finalmente por Güiraldes, su protagonista roba un libro de Lugones, ideólogo del nacionalismo de derecha y gran Padre literario que el martinfierrismo quiere superar. He aquí casi un mapa del campo intelectual argentino de la década del veinte. Quizás la comparación crítica de ambas novelas, fundamentales en la literatura argentina de este siglo, nos permita seguir algunas de las principales líneas de fuerza que cruzan ese campo, en el surgimiento mismo de problemas que aún hoy no parecen esencialmente distintos.
Algunas advertencias: los riesgos de una comparación así son obvios. El peor, tal vez, sería que los prejuicios o gustos personales del que escribe lo inclinen a consignar más divergencias de las que otra mirada encontraría, con la correspondiente y seguramente menos fundamentada de lo que cree, valoración. Ese desequilibrio puede extenderse hacia uno u otro lado en distintas etapas del análisis, por lo cual se tratará de no profundizarlo más allá de lo que permita el procedimiento más o menos arbitrario de la comparación propuesta. Que por otra parte no se basará en un concepto estructural del relato de aprendizaje sino que más bien lo considerará un supuesto para fijar la atención en otros aspectos de las dos obras.
En todo caso, y se ha dicho muchas veces antes, ambas novelas exhiben un proceso de aprendizaje, de una larga iniciación, con sus pruebas, sus fracasos, sus conquistas. Parten de una carencia inicial (simplificando: la miseria de Silvio en Arlt, el abandono de Fabio en Güiraldes; unificando: la falta de padre, el pasaje conflictivo a la adultez) y a través de la acumulación de experiencias (y de ciertas formas de saber) culmina en una transformación profunda de la conciencia de sus protagonistas. La constitución de esta subjetividad implicará una determinada visión del mundo presente en los textos, y nos servirá para reconstruir las variables ideológicas que los cruzan. Esto tratará de verse especialmente en relación al lenguaje, al mundo representado, la presencia del dinero (y de la propiedad) y los saberes que los relatos incluyen.
El lenguaje es el instrumento y el material básico del escritor. Con él no sólo “expresa”, “muestra”, el mundo, sino que (previamente, si podemos asignar una temporalidad a este proceso) lo “entiende”. Mejor: en un productor literario no puede concebirse una relación con el mundo distinta o separable de una relación con el lenguaje. Y al revés. Entendiendo, por supuesto, mundo como sociedad de los hombres y lenguaje como habla, lenguajes sociales, la voz de los otros.
El problema del lenguaje del escritor es uno de los que caracteriza al campo literario que antes mencionábamos. Quizás el fundamental, ya que sus múltiples niveles se conectan con otras cuestiones. En este sentido, la vanguardia martinfierrista pone en escena como su culminación y su límite, el debate que la ideología del Centenario había instaurado en torno de las relaciones entre literatura argentina y “ser nacional”. Es preferible no extenderse sobre este tema más de lo necesario y verlo concretamente en el análisis propuesto. (1)
Güiraldes no se adscribe totalmente a la revista Martín Fierro sino como uno de los modelos erigidos a partir de la nueva sistematización de la literatura argentina que aquélla propone. En ese contexto, representaría la posibilidad de un criollismo no localista, internalizado, soportado por un lenguaje que el escritor detenta como “argentino sin esfuerzo”. Suerte de legalidad, de derecho de sangre más que de competencia lingüística, esta concepción se complementa con una más o menos evidente xenofobia, el rechazo de los inmigrantes o hijos de inmigrantes, que hablan y escriben mal el español del Río de la Plata. Y que constituyen las nuevas clases sociales en ascenso. Una ideología estética, una ideología política. (2)
Lo vemos en la obra (3). El narrador, Fabio, resero convertido en estanciero, gaucho convertido en hombre culto, organiza el material narrativo a partir del recuerdo. Reproduce con intenciones de fidelidad el habla de los gauchos en los diálogos (“—Un peso? Te ha pasao la tranca Juan Sosa. —No…, formal; alcanzame un peso que vi’hacer una prueba” p. 14) y reelabora el resto de la narración desde un código vanguardista en el que se unen formas de simbolismo, de invencionismo, de coloquialismo (“El sueño cayó sobre mí como una parva sobre un chingolo” p. 28, “Mi vista cayó sobre el río, cuya corriente apenas perceptible hacía cerca mío un hoyuelo como la risa en la mejilla tersa de un niño” p. 62, “Los balidos formaban como una cerrazón de angustia en el aire” p. 108). (4) Es coherente: el gaucho mítico es narrado por el estanciero simbolista. Sólo al debate antes mencionado y el estado del campo literario argentino relacionado con la situación sociopolítica del alvearismo podía garantizar el éxito de ese programa estético-ideológico. La distancia que va del estanciero al resero, del vanguardismo literario al mundo que elige para representar (para inventar) es la misma que va desde una oligarquía que se repliega en sus fueros mantenidos duramente a ese mundo real pasado, que no puede o no quiere ver y por lo tanto mitifica. Buscando a la vez una justificación espiritualista de su subsistencia.
Se ha dicho muchas veces: el mundo de Don Segundo Sombra es un mundo integrado, armónico. El hombre se relaciona con la naturaleza tan satisfactoriamente como el escritor con su lenguaje: por derecho de propiedad. “Quién es más dueño de la pampa que un resero? … la pampa de Dios había sido bien mía…” p. 182 (5). Y hasta el dolor del aprendizaje se diluye en una especie de comunión con el ambiente que cura y santifica: “En la pampa las impresiones son rápidas, espasmódicas para luego borrarse en la amplitud del ambiente sin dejar huella. Así fue como todos los rostros volvieron a ser impasibles, y así fue también como olvidé mi reciente fracaso sin guardar sus naturales sinsabores.” p. 51 (6).
Volveremos otra vez sobre estos temas, pero retengamos el concepto de mundo armónico porque es un eje productivo para las contraposiciones que haremos en adelante.
Decíamos: la relación de un escritor con su lenguaje y su mundo. O, lo que sería lo mismo, su inserción concreta en una literatura, la piense o no. Y Arlt debe pensarla, está forzado a pensarla. Escribir no es para él un lujo, sino un esfuerzo, un trabajo, una profesión; sus derechos no son un dato sino una producción, él mismo debe autorizar su escritura, asumirse en situación en un medio donde el saber (siempre tan vinculado al poder) está distribuido excluyéndolo. Algunos textos marginales (el prólogo a Los lanzallamas, el aguafuerte “cómo se escribe una novela”) organizan una especie de puesta en escena de ésa, su situación concreta de escritura. Y sus novelas la revelan en una práctica neta. En El juguete rabioso hay dos escenas claves que entran a significar en este contexto (7). En el cap. II, cuando Silvio es forzado a tocar un cencerro en la puerta de la librería para llamar la atención de posibles compradores (p. 112). Y en el cap. IV, cuando refiriéndose a su nuevo trabajo de vendedor de papel, dice: “Para vender hay que empaparse de una sutileza ‘mercurial’, escoger las palabras y cuidar los conceptos…” (p. 180).
Entonces: la escritura como trabajo, situación concreta del escritor, clase social. Visión del mundo. Lenguaje.
En El juguete rabioso hay una evidente saturación de términos desvalorizadores del mundo representado. “La vida puerca” era su título original y podría señalar el campo semántico en el que se organiza la adjetivación: mugriento, siniestro, tenebroso, hediondo, vil, pringoso, miserable, grasiento. Lo que se corresponde con los espacios cerrados en los que transcurre gran parte de las acciones y que el narrador denomina: cuchitril, antro, caverna, bulín, letrineja, tugurio, covacha, caserón. Las mismas calles del arrabal que mitifica Borges y canta González Tuñón, son “miserables y sucias” y dirigen la mirada embelesada de Astier hacia la “cúpula celeste”. Mundo contrapuesto al de las casas de departamentos, que “hacen soñar a los pobres diablos” e incluso a la calle idílica, “románticamente burguesa” donde vive el ingeniero. Una topografía de abajo/arriba en la cual toda escapatoria es imposible. Mundo desintegrado, entonces, inorgánico. Recordemos que también Fabio ve a las casas y los pueblos con antipatía, como prisiones, pero su fuga está garantizada por los espacios libres, la Pampa y su emblema libertario (“Pero por sobre todo y contra todo, Don Segundo quería su libertad. Era un espíritu anárquico y solitario…” p. 64). Esta topografía adentro/afuera es reversible como toda la dialéctica que el texto establece.
El lenguaje del mundo desintegrado. Se ha dicho hasta el cansancio: Arlt escribe torpemente, en un español de traducciones (pelafustán, majadero). También, reproduce fonéticas de cocoliche: don Gaetano, el zapatero andaluz. Y un lunfardo con comillas: bondi, jetra, yuta, cachar, leonera. Como tomando distancias (8). Sus palabras, en verdad, son como la mujer de Gaetano le arroja: “pesadas, salitrosas”.
Y el mismo movimiento de alienación se registra en uno de los códigos metafóricos del texto, el que corresponde a un cierto saber tecnológico, científico (o cientificoide, para usar un sufijo caro a Arlt): “Amor, piedad, gratitud a la vida, a los libros, y al mundo me galvanizaba el nervio azul del alma” p. 177, “y a cada movimiento que hacía el lecho gañía, chirriaba con ruidos estupendos, a semejanza de un juego de engranajes sin aceite” p. 87. Alienación en la medida en que la tecnología puede representar una forma mediatizada de relación con la naturaleza, especialmente cuando la relación directa aparece imposible, como desde la ciudad arltiana. Además de proponer una forma de poder (de voluntad de poder), compensatorio en varios sentidos, que como resultante de una carencia nos reenvía a lo mismo: insatisfacción, conflicto, falta de armonía.
Veamos la relación que los textos establecen con el saber, especialmente a través de sus protagonistas, de los sujetos del aprendizaje. Es en esta zona, en efecto, donde las características de bildingsroman están más lexicalizadas. En El juguete rabioso, luego de un principio revelador (“Cuando tenía catorce años me inició en los deleites y afanes de la literatura bandoleresca…” p. 17), la cuestión aparece más lateralmente (“El aprendizaje de ratero tiene esta ventaja” p. 39).
En cambio, en Don Segundo Sombra las lexicalizaciones son más abundantes, tal vez porque sus características de relato iniciático quieren estar más a la vista. Bastaría ver la enumeración de saberes que abre el cap. X, cuando han pasado cinco años desde que Don Segundo llevó a Fabio “tras él, como podía haber llevado un abrojo de los cercos prendido en el chiripá” (p. 63) Como sea, lo importante es consignar las relaciones que Fabio tiene con los saberes que el texto despliega desde el principio. La primera oposición (coincidente con la topografía antes mencionada de adentro/afuera) es la de escuela/calle; esto podría aproximarse a la experiencia “truhanesca” de Silvio, pero evidentemente no es así: primero porque ante el riesgo de concluir “viviendo de malos recursos”, “una desconfianza natural me preservó de sus malas jugadas” (p. 14) y principalmente porque este adelanto rudimentario de su aprendizaje es sólo un curso de ingreso al otro, al básico, el que don Segundo y la pampa “ilimitada” van a ejercer sobre él. Para no entrar en detalles, remitimos nuevamente a la enumeración del cap. X. Que a su vez, y esto es lo fundamental, es la base de la inflexión final, la puesta a punto del estanciero que va a ser Fabio. Don Leandro reemplaza a don Segundo y “nos llamaba a su lado, para enseñarnos el manejo de un establecimiento” (p. 183). A lo que se suman “mis primeras inquietudes literarias” (p. 184). “Baste decir que la educación que me daba don Leandro, los libros y algunos viajes a Buenos Aires con Raucho, fueron transformándome exteriormente en lo que se llama un hombre culto”. Esta suerte de posgrado es la culminación no sólo del aprendizaje, exitoso y hasta placentero de Fabio, sino de todo el programa de la novela.
Ya adelantamos que en Arlt el problema es bien distinto. Silvio Astier hace un verdadero aprendizaje del mal, de la humillación y la miseria. Los títulos de los capítulos del libro son ilustradores al respecto: de “Los ladrones” a “Judas Iscariote”, pasando por “Los trabajos y los días”. Coincidente con lo conflictivo de la relación entre el hombre y el ambiente y entre el hombre y los otros hombres, se da una relación con el saber no menos problemática. Podemos relacionar esto con lo que decíamos antes respecto del discurso científico y tecnológico que cruza el texto, como parte de ese saber que Silvio procura. Un saber libresco (los folletines del principio, los libros que roban en la biblioteca pública, la librería de viejo, los “libros viciosos”, la biblioteca del ingeniero: una verdadera saturación) y marginal respecto de las instituciones (recordar cómo lo refuta el militar, p. 136). En este sentido, el robo a la biblioteca es una verdadera transgresión, que el personaje siente como ajeno, vedado. “Y yo era el que había soñado ser un bandido grande como Rocambole y un poeta genial como Baudelaire” (p. 82) Todo el relato puede verse como la lucha por obtener un saber que es también un lugar en la sociedad, un derecho: de hablar (aunque sea de delatar; en todo caso, autorización para emitir el discurso propio: Arlt como escritor). En definitiva, un cambio de posición respecto del poder.
Lo que nos lleva al tema del dinero y de la propiedad (9). En El juguete rabioso está en un primer plano. Dinero y saber (“por algunos cinco centavos de interés me alquilaba sus libracos”, p. 18, el precio de los libros que roban en la biblioteca, p. 57 y 63, las dificultades de Lila para estudiar, p. 73). Dinero y sexo (“un beso de propina” p. 109). Dinero y poder (“la voluptuosidad de las gentes poderosas en dinero” p. 103) (10). Y, se ha dicho, para Arlt hay dos clases de dinero: el que se gana “a fuerza de trabajo” es “vil y odioso”, en cambio el que se adquiere “a fuerza de trapacerías”, habla con “un expresivo lenguaje” (11). Si humillar y ser humillado son tensiones básicas en la obra de Arlt (12) esos tipos de dinero son las materializaciones de esas dos relaciones antitéticas con el poder. Y vamos viendo que esa desarmonía esencial con el mundo no es metafísica o meramente psicológica, sino que responde a una determinada y muy concreta visión de la realidad social.
En Don Segundo Sombra, siempre en su misma línea, ni el dinero ni la propiedad plantean problemas irresolubles. El primer sueldo de Fabio como resero le sobra para comprar el potrillo. Así como gana en las riñas de gallo (p. 87) pierde en las carreras (p. 140), sin mayores inconvenientes ni lamentos. Diríamos: una relación “aristocrática” con el dinero, como si fuera indigno de un gaucho (o de un hombre, a secas) preocuparse por él. Especialmente justificado si nunca falta trabajo ni solidaridad social como para reemplazar las posibles carencias. Que por otra parte están tan obturadas en el texto como los alambrados, que sólo aparecen para ser destruidos (simbólicamente) por la arremetida del ganado libertario, sin que se produzca ningún conflicto. Lo que se reproduce aquí es lo que a otro nivel se condensa en la expresión “orgullo de dueño y domador”, vale decir, la consecución de un derecho “natural” (o en todo caso “naturalmente” adquirido) de ser dueño, propietario, estanciero, argentino, escritor.
La traición final, la delación del Rengo, es la extraña culminación del aprendizaje de Silvio. Podríamos decir que en Don Segundo Sombra también hay una traición. Cuando Fabio recibe su herencia (“consejos, plata y nombre”, p. 173), de pronto siente que “había dejado de ser gaucho” (p. 175) y acude a su padrino, el símbolo de esa vida que va a abandonar: “—¿Es verdad que no soy el de siempre y que esos malditos pesos van a desmentir mi vida de paisano?”. Ante la duda, punto crucial del relato, don Segundo viene a cumplir su función: “—Mirá— dijo mi padrino, apoyando sonriente su mano en mi hombro— Si sos gaucho en de veras, no has de mudar, porque andequiera que vayas, irás con tu alma por delante como madrina’e tropilla”. Donde toda la dialéctica de autovalidación del texto culmina en el ademán simbólico de sacralización y justificación eternas (13). Además, paradójicamente equivalente al del ingeniero con Silvio Astier: “Y su mano estrechó fuertemente la mía” (p. 222).
Se han propuesto varias “explicaciones” para la delación arltiana: acto gratuito, creación de un mundo a través de un relato, autodestrucción por un chivo emisario, mostración de determinadas estructuras sociales (la relación entre humillados; la actitud básica de la clase media) (14). Lo que nos interesa rescatar acá es la culminación de lo que venimos viendo: en un mundo inarmónico, donde el conflicto y la insatisfacción son sus marcas básicas, la traición es el acto ideal y simbólico que cancela toda posibilidad de reconciliación, toda ilusión de consuelo (en Don Segundo, hasta esa “traición” del resero es reabsorbida y resemantizada por la armonía preestablecida).
Es, también, una relación con el lector. Si Güiraldes arroja la edición de Xamaica en el pozo de su estancia (en otro ademán emblemático que por ello se ha vuelto, con justicia, legendario) luego se volverá hacia sus admiradores iniciáticos del martinfierrismo, en quienes ve por fin a los deseados interlocutores, lejos de un público filisteo que no lo comprende. Tal vez no haya imaginado el éxito futuro de su última obra, que perdura como lectura escolar, aparentemente expurgada de los contenidos históricos e ideológicos que estuvimos tratando de dilucidar. La traición final de Silvio (y de Arlt) es, quizás en este sentido, una trampa permanente para cualquier posible comodidad o neutralización, un “cross a la mandíbula”. Como sea, no se lee El juguete rabioso en las escuelas.




Notas:

(1) Para este tema ver Carlos Altamirano y Beatriz Sarlo, “La Argentina del Centenario: campo intelectual, vida literaria y temas ideológicos”, “La fundación de la literatura argentina”, “Vanguardia y criollismo: la aventura del Martín Fierro” en Ensayos Argentinos, Buenos Aires, CEAL, 1983; y Beatriz Sarlo, “Sobre la vanguardia, Borges y el criollismo” en La crítica literaria contemporánea (antología), Bs. Aires, CEAL, 1981.
(2) Este tema, en relación con Güiraldes, lo desarrollé en mi monografía anterior: “Don Segundo Sombra: ser nacional yxenofobia”.
(3) Cito según Ricardo Güiraldes, Don Segundo Sombra, Bs. As., Losada, trigesimotercera ed., 1973.
(4) Esto se verifica graciosamente en otro nivel: si en un diálogo Fabio dice “culo”, más tarde como narrador dirá “nombre desdoroso” (el otro lado de la taba).
(5) Un excursus: en un programa de televisión durante la dictadura, el entonces famoso comodoro Güiraldes, de la familia del escritor, dijo algo así como que “a un gaucho verdadero (sic) jamás se le ocurriría pensar que las vaquitas son ajenas”, en obvia alusión a la canción de Yupanqui.
(6) Ver la célebre escena del rebencazo “casi insensible” (p. 56) y comparar con las escenas de Silvio en la Escuela Militar. “Obedeciendo a las voces de mando dejaba entrar en mí la indiferente extensión de la llanura. Esto hipnotizaba el organismo, dejando independientes los trabajos de la pena” (p. 132).
(7) Cito según Roberto Arlt, El juguete rabioso, Barcelona, Bruguera, 1981.
(8) Ver al respecto David Viñas, “El escritor vacilante: Arlt, Boedo y Discépolo” en La crítica literaria contemporánea (op. cit.)
(9) Ver Ricardo Piglia, “Roberto Aflt: una crítica de la economía literaria”, Los Libros, Bs. As. nro. 29, marzo/abril, 1973 y Ricardo Piglia, “Roberto Arlt: la ficción del dinero”, Hispamérica, Bs. As., año II, nro. 7, 1974.
(10) Registramos incluso una curiosa metáfora: “sólo una vez pudimos sangrar de su dinero a un cajón sin timbre de alarma”, p. 35, que recuerda el proverbio latino: “pecunia alter sanguis”.
(11) Dinero, ciencia, saber. Magia. “Nos parecía que en aquel momento (cuando prueban el cañón) habíamos descubierto un nuevo continente, o que por magia nos encontrábamos convertidos en dueños de la tierra”. Poder.
(12) David Viñas, op. cit.
(13) Ver David Viñas, Literatura Argentina y Realidad política, Bs. As., CEAL, 1982 (cap. sobre “Amos y criados…”).
(14) Ver Oscar Masotta, Sexo y traición en Roberto Arlt, Bs. As., CEAL, 1982

(julio de 1986)

miércoles, 2 de noviembre de 2011

Don Segundo Sombra: ser nacional y xenofobia




A David Viñas.


Yo miraba a mi alrededor.
En un lugar central, tres españoles hablaban fuerte y duro, llamando la atención sobre sus caras de baturros o dependientes de tienda. Vecinos a la entrada, un matrimonio irlandés esgrimía los cubiertos como lapiceras; ella tenía pecudas las manos y la cara, como huevo de tero. El hombre miraba con ojos de pescado y su cara estaba llena de venas reventonas, como la panza de una oveja recién cuereada.
Detrás nuestro, un joven rosado, con párpados y lacrimales legañosos de “mancarrón palomo”; debía ser, por su traje y su actitud, el representante de alguna casa cerealista.
—Yo he visto las romerías de Giles —decía uno de los españoles—, y no se diferencian en nada de las de aquí.
Otro de la misma mesa, dialogaba con un vecino sobre el precio de los cerdos, y el cerealista intervenía opinando con gruesas erres alemanas.
(…)
En el rincón opuesto al nuestro, como empujados por el ruido, una yunta de criollos miraba en silencio. Uno de ellos tenía una hosca onda volcada sobre el ojo izquierdo, y los dos estaban tostados de gran aire.
Comieron apurados. A los postres rieron sin voces, las bocas sumidas en sus servilletas.
Pero uno de los españoles relataba el suicidio de un amigo:
—Vino de una farra, se sentó al borde de la cama en que su mujer dormía, tomó el revólver y delante de ella: ¡pafff!
El de las romerías seguía pesadamente sus comparaciones con Giles.
Con gran contento pagamos nuestra comida, aunque cara, y salimos al sol de la calle.

Ricardo Güiraldes, Don Segundo Sombra,
Buenos Aires, Losada, 1973 (cap. XIII, p. 83).



Se ha elegido un fragmento especialmente denso en marcas de una formación ideológica particular, la xenofobia, que se analizará en relación con un sentido posible de toda la obra y algunas de sus determinaciones contextuales.
Hagamos un repaso previo de los párrafos en cuestión, situándolos en su contexto inmediato. Fabio y Don Segundo han llegado al pueblo de Navarro un domingo por la mañana y entran en una fonda para almorzar. La descripción de ese escenario, minuciosa, se impregna de la antipatía que Fabio, el narrador, siente hacia los pueblos y la gente que los habita. Su mirada en derredor circunscribe la escena que elegimos; su “yo” encabeza el fragmento pero luego va a fundirse en un “nosotros” (“detrás nuestro”, “pagamos nuestra comida”), él y Don Segundo, identificación aparentemente circunstancial, en este caso solidaria, como vamos a ver, y además significante de todo el programa de la novela. Volveremos sobre esto. Por otra parte, la pareja es reflejada simétricamente por la “yunta de criollos” que, sentados en el rincón opuesto, miran en silencio, “como empujados por el ruido” y a los postres ríen “sin voces”.
Aquí descubrimos el par de oposiciones que estructura la escena: criollos-silencio frente a ruido-… y los gringos, oposición lexicalizada en el “pero”. Porque lo que Fabio, Don Segundo y los otros dos criollos miran en silencio es una peculiar aglomeración de extranjeros: tres españoles, un matrimonio irlandés, un alemán cerealista. Que padecen, por boca del narrador, de una no menos llamativa acumulación de rasgos grotescos, negativos, desvalorizadores: manos pecudas, caras como baturros, huevo de tero o panza de oveja recién cuereada, ojos de pescado o con lacrimales legañosos, etc. Estas descripciones, pese a no ser ajenas a los códigos metafóricos de toda la obra, marcan un sentido. Y, como para corroborarlo, más adelante (cap. XXV), hacia la culminación de su periplo, Fabio recuerda la escena así: “Había unos gringos groserotes y charlatanes, ¿de qué nación?, y un gallego hablaba de romerías.” No es de extrañar que, luego de este disgusto, Fabio y Don Segundo salgan de la fonda “con gran contento”.
Pero detengámonos especialmente en la oposición silencio/ruido (hablar “fuerte y duro”, “pesadamente”, ser “groserotes y charlatanes”). A lo largo de toda la obra, el silencio del gaucho se muestra portador de una forma de saber, y de poder, cargado en general de connotaciones positivas y, unido al silencio de la pampa ilimitada, emblemático. Algunos ejemplos, entre muchos:
“Era el ‘tapao’, el misterio, el hombre de pocas palabras que inspira en la pampa una admiración interrogante” (p. 20).
“El domador, Valerio Lares, era un tipo forzudo, callado y risueño” (p. 29).
“Yo no sabía entonces a qué se debía ese silencio despreciativo que usan los que se van cuando hablan con los que se quedan en las casas” (p. 36).
“Me dominó la rudeza de aquellos tipos callados” (p. 43).
“Cada cual se esforzaba en lucir su crédito, su conocimiento y su audacia, con ese silencio del gaucho, enemigo de ruidos y alardes inútiles” (p. 111).
(Subrayamos los deícticos, que involucran al lector en una serie de presupuestos compartidos, como bien lo describió Roland Barthes en S/Z.)
Así, la oposición de pares criollo silencioso (como el campo)-valores positivos/gringo ruidoso (como el pueblo, la ciudad)-valores negativos se cierra en el texto y nos abre el terreno de sus sentidos contextuales, históricos e ideológicos. Lo recorreremos someramente.
En primer lugar, debemos mencionar el proceso histórico social de la inmigración, que a fines del siglo pasado produce lo que David Viñas llama “la inversión de la dicotomía de Sarmiento”. En efecto, la ideología romántico-positivista llevada al programa político liberal había situado la barbarie en el campo, brutal y regresivo, y la civilización en la ciudad, que se conectaba con Europa, fuente de toda cultura y progreso. Pero el aluvión inmigratorio resultante de este programa (en resonancia con la explosión demográfica e industrial de Europa, que piensa deshacerse a la vez de mano de obra desocupada y de elementos políticamente indeseables) invirtió esta visión de la realidad. No deja de ser significativa al respecto la expresión referida a Don Segundo: “¡Qué caudillo de montonera hubiera sido!” (cap. X, p. 64), que habría irritado notoriamente a Sarmiento.
Algunos hitos que marcan esta nueva sensibilidad hacia la amenaza de una nueva barbarie: la creación de la Facultad de Filosofía y Letras para salvaguardar el patrimonio cultural-lingüístico de la Nación en 1896 y la Ley de Residencia en 1902 (ambas, obras de Miguel Cané); el llamado primer nacionalismo, dentro de la ideología del Centenario; el debate sobre el Martín Fierro como manifestación del “ser nacional” (Lugones: bárbaro era el que no podía recitar los poemas homéricos, el tartamudo: nuestro gringo, la “plebe ultramarina”. Agregamos, volviendo a nuestro fragmento: el que habla mucho y mal, con “erres”; el cocoliche).
Una inflexión final: la vanguardia, la revista (precisamente) Martín Fierro. Para ella. Güiraldes llegó a representar la posibilidad de un criollismo no pintoresco (Borges: en el Corán no hay camellos), producto de una interiorización de lo local incluido el lenguaje, por supuesto, por parte de alguien que tiene el derecho natural de hacerlo, un “argentino sin esfuerzo”. Estética y xenofobia.
Pero hay más todavía. ¿Debemos aclarar que la amenaza del inmigrante, lingüística, cultural, estética, o como se pretenda, era ante todo política? La incipiente organización gremial fue una cara de este peligro. La consolidación de las capas medias y la llegada al gobierno de Yrigoyen, en 1916, otra. Como la Ley de Residencia fue una primera respuesta, y el golpe fascista de 1930, otra.
La instauración del “ser nacional”, de una literatura que lo expresa (la gauchesca, Martín Fierro) y un mito que lo encarna (el gaucho, Don Segundo Sombra), es también la coartada de una clase que se encierra en sus límites amenazados y se sacraliza para ganarse el derecho de sobrevivir, a cualquier precio. “En el fondo de toda alma argentina hay un estanciero”, decía Ramón J. Cárcano en 1943, y Fabio Cáceres parece ser el gaucho que hay “en el fondo” de todo estanciero. Dialéctica de autovalidación (lexicalizada fuertemente en el penúltimo capítulo: si Raucho es un “cajetilla agauchao”, Fabio es un “gaucho acajetillao”), en la que el gaucho, como símbolo de una tradición y de un saber, sanciona el derecho del estanciero, pero es el estanciero, el que, en definitiva, crea al gaucho. Luego de haberlo destruido en la realidad concreta. 

(1986)