Renán: Muchas
veces hay textos literarios que son bellos en sí mismos pero poco trasladables
en cuanto a la posibilidad de ser dichos con verdad y con los sentimientos que
les dan origen.
Bioy: De eso
estoy absolutamente seguro.
“A lo largo de tres días y de tres noches del carnaval de 1927 la
vida de Emilio Gauna logró su primera y misteriosa culminación.” Éste es
seguramente el comienzo más famoso de la literatura nacional. Y El sueño de los héroes (1954) es una de
las tres novelas argentinas más codiciadas por nuestros cineastas (las otras
son Adán Buenosayres y Rayuela).
Los admiradores (y los críticos) de Bioy Casares suelen dividirse
entre los que reivindican La invención de
Morel y los que apuestan por El sueño
de los héroes. En general, en la primera suele verse con excesiva nitidez
la sombra de Borges (Bioy habría escrito las novelas que su maestro no pudo o
no quiso escribir): trama perfecta, geométrica, lenguaje barroco, sentimientos
muy filtrados por una distancia gélida; de aquí también su revaloración posmo,
su lado cool. El sueño… sería una evolución hacia cierto “realismo fantástico”
-contradicción aparente-, más cercano a Cortázar, un intento más o menos
logrado (según el crítico) de reproducir el lenguaje popular y de situar
ciertos temas filosóficos en un ambiente urbano identificable.
Sin embargo, La invención…
y El sueño… no son tan radicalmente
opuestas. Tienen en común algo fundamental: la narrativización de variantes
sobre el eterno retorno, es decir, el destino humano visto como una
combinatoria mecánica y recurrente, cuya percepción subjetiva adopta la forma
paradójica -y cruel- de la libertad. Dicho de otra manera, se trata de un
oxímoron narrativo y metafísico: el hombre acepta libremente (y hasta con
alegría) lo prefijado por un destino inexorable.
Sobre los supuestos ideológicos de tal concepción, Jorge Rivera
afirma, en un artículo de 1968: “Esta insistencia en destacar la
inmodificabilidad del tiempo -la espacialización del continuum temporal- comporta la afirmación de que nada puede ser
cambiado, y permite negar de paso la factibilidad de la praxis humana. (...)
Abolida esta dialéctica [de la temporalidad] mediante la congelación del tiempo, se oscurece sensiblemente la posibilidad de
comprender la Historia,
la que se nos ofrece desrealizada y desestructurada en su duración; pero
también se diluye la posibilidad de hacer
la Historia
como proyecto humano, se anula la
acción humana sobre el futuro por mediación del azar, de la fatalidad o de la
intervención de poderes y mediaciones (...). Se trata, en síntesis, de actuar
sobre el presente a través de un bloqueo de lo porvenir, típico juego
mitificador, desdialectizador y utopista que revela en el plano filosófico los
concretos intereses de la clase.”
En este sentido preciso, Bioy puede, sí, asimilarse a Borges. Y El sueño…, verse como una suerte de
ampliación novelística de “El Sur” (en la escena culminante del filme, esto
está acentuado, porque Antúnez le da un cuchillo a Gauna para que pelee con
Valerga -como pasa en el final del cuento de Borges-, lo cual no es del todo
verosímil; en la novela, de hecho, Gauna tiene un “cuchillito” propio, como
corresponde a un aprendiz de guapo).
Y, en cuanto al lenguaje supuestamente coloquial, más de uno se ha
dejado engañar, creo, con las localizaciones en apariencia precisas de un
Buenos Aires ido: Villa Urquiza, Barracas, la quema, etc. Los personajes, sin
embargo, hablan como el “argentino exquisito” del diccionario de Bioy: un kitsch urbano bastante mal intencionado.
Que detrás de la permanente desvalorización -parodia o mera caricatura- pueda
asomarse algún dejo de ternura e identificación con los personajes, es otro de
los logros (muy ambiguo, por cierto) de la prosa bioycasareana.
Por otra parte, y volviendo a la película que nos ocupa, la
solidez exterior de la historia que cuenta la novela se prestaba engañosamente
para su adaptación cinematográfica. Renán y Goldenberg eligieron una fidelidad
máxima a “la letra” (hay parlamentos enteros transcriptos, sobre todo los de
Valerga y Taboada, “padres” antitéticos de Gauna; éste conserva hasta el
detalle de sus ojos verdes…), con aparentemente mínimas pero esenciales
infidelidades.
En realidad, había dificultades insuperables para una adaptación
más profunda de ciertos aspectos formales que -me atrevo a conjeturar- son lo
mejor que la novela tiene: la ironía permanente pero casi imperceptible, el
distanciamiento variable del narrador, ese punto de vista desde el personaje
principal, que colorea todo y sin embargo deja que el lector comprenda “a
través” de esa mirada opaca. (El procedimiento es marca de fábrica en Bioy, y
fue llevado a su exasperación paródica en, por ejemplo, Dormir al sol.) ¿Un prodigio técnico sólo permitido a la literatura?
Quizás, si exceptuamos el cine expresionista, desde Caligari hasta Antonioni (El
desierto rojo, Blow-up), pero donde el realismo está proscripto desde el
vamos. El distanciamiento en sí es “fácil”: pensar en Chabrol o en cierto
Visconti. El problema es establecer las adecuadas distancias
narrador-personaje-lector/espectador, cosa que el cine, arte objetivador por
excelencia, parece, en principio, cohibir.
El mejor ejemplo de esto es el personaje de Valerga. En la novela,
es un héroe para Gauna y sus amigotes oligofrénicos. Sin embargo, el lector va
adivinando, progresivamente, que el falso doctor -que en su habla ampulosa se
come sistemáticamente las b intermedias- es también un energúmeno, un
fanfarrón, un mentiroso, un violento. Pero su figura apenas deja de ser
grotesca en el duelo final, sólo entrevisto por y desde Gauna. En la película,
el personaje se transforma en una encarnación del Mal casi en estado puro, un
“villano” metafísico, sabatiano, que Lito Cruz (últimamente condenado a este
tipo de papeles) lleva a su punto máximo. Risible a veces, sí, pero de manera
involuntaria; por ejemplo, en sus desplantes en medio del corso… ¡cubierto de
papel picado! (casi tan risible como Fabián Vena haciendo de guapito y cantor
de tangos). No es que esta connotación estuviera ausente en la novela, lo que
se pierde es la ambigüedad que deriva de ese manejo del punto de vista
descripto antes.
En este contexto, era inevitable que se perdiera mucha de la
sugestión del duelo final, entrevisto por Gauna en flashes constantes y certeros. Tampoco fue muy acertado dejar la
explicación del enigma en boca de una Clara demasiado histérica.
Hay que decir, sin embargo, que mucha de la magia del relato se
extiende al filme, aunque hubiera sido deseable menor fidelidad exterior y
mayor reelaboración formal. La reconstrucción de época por ejemplo, es cara
pero rutinaria (cada vez que se enfoca la calle, pasa un auto “antiguo”…). El
Armenonville nunca llega a ser el lugar mágico que el texto sugiere, agobiado
por tanto detalle de reconstrucción y un cantante meloso.
Sobre el casting, poco
que decir. Bien Cruz (por barroco) y Palacios (por sobrio). Soledad Villamil no
siempre logra ser la Clara
que el texto exigía: la que lucha contra el destino y sólo pierde al final. Los
demás, en general, demasiado pegados a tics televisivos. Tal vez el tiempo los
(nos) libere de ese condicionamiento perceptivo. Por algo el cine es, de
verdad, La invención de Morel, una
forma limitada, e implacable, de la inmortalidad.
(Reseña de El sueño de los héroes, de Sergio Renán, en revista La Vereda de Enfrente, núm. 13, Buenos Aires, diciembre de 1997.)