Respecto de Invasión,
de Hugo Santiago (1969), hay que despejar primero dos equívocos o lugares
comunes de la crítica. Uno, que pertenece al género fantástico. Supongo que hay
en ella algunos elementos que producen ese engaño, aparte de la tracción de los
nombres de Borges y Bioy (que sólo escribió el argumento).
Precisamente, en el Prólogo a su famosa antología del
cuento fantástico, los autores del filme y Silvina Ocampo clasifican el género
según su explicación:
“a. Los
que se explican por la agencia de un ser o de un hecho sobrenatural.
b. Los
que tienen una explicación fantástica, pero no sobrenatural.
c. Los
que se explican por la intervención de un ser o de un hecho sobrenatural, pero
insinúan, también, la posibilidad de una explicación natural; los que admiten
una explicativa alucinación”.
Hay que
forzar mucho la película para que entre, quizás, en la última categoría, que
nos remite parcialmente a la famosa definición de Todorov. Según éste, el
fantástico estaría situado en la grieta, en la incertidumbre, en la vacilación
entre una explicación natural o realista, pero extraña, y otra sobrenatural o
maravillosa. En Invasión, no parece
haber nada para sospechar elementos sobrenaturales, y el final es contundente
al respecto.
El otro
equívoco es la supuesta ausencia de “color local” en una película donde se toma
mate, se cantan milongas, y abundan los colectivos y los bares antiguos. Aparte
de la cancha de Boca. Que estos elementos estén sometidos a un proceso de
desrealización es otra cosa, y voy a tratar de explicar cómo y para qué sucede.
Intentaré
demostrar que el núcleo de Invasión
está en su pulsión estructuralista, metalingüística, autorreferencial, sostenida
por dicotomías que remiten a un significado o, mejor, a un campo semántico que
no se agota en lo fantástico ni en el universalismo borgeano.
La
acción de la película es escueta y, pese a sus dos horas de duración, el
espectador no se ve abrumado por numerosas peripecias o giros en la acción.
Transcurre
en 1957, en una ciudad ficticia que se llama Aquilea y comparte (de una forma
que ya vamos a ver) ciertos rasgos con Buenos Aires. Un grupo innominado de sujetos, generalmente
vestidos con trajes o impermeables blancos, se apronta a invadir la ciudad, sin
otro propósito explícito. Del otro lado, un grupo de amigos, vestidos
generalmente de negro, organizan una precaria resistencia para impedirlo.
Otra
forma —similar— de contarla es que se trata de un relato policial sin detective
y casi sin intriga central; un thriller,
con una banda de gángsters tecnócratas (hoy
podríamos llamarlos CEOs) que se enfrentan a un grupo de amigos sostenidos en
la lealtad y en el coraje personal, condenados al fracaso. Un tema obviamente
borgeano: el culto al coraje, el desprecio de la propia vida, la atracción por
las causas perdidas (“Para otros la fiebre / y el sudor de la agonía. / Para mí
cuatro balas / cuando esté clareando el día”).
El grupo
resistente está comandado por un anciano ascético, don Porfirio (Juan Carlos
Paz), cuya imagen remite al Macedonio Fernández clásico, el de los últimos
años, que sobrevivía en pensiones, visitado por sus amigos.
Dentro
de este grupo se destacan Herrera (Lautaro Murúa) y su esposa Inés (Olga
Zubarry). Ambos participan de la resistencia, pero cada uno por su lado, sin
saberlo. Don Porfirio lo ha preferido así, para que no se preocupen el uno por
el otro, pero con esa extraña táctica ha logrado que la pareja como tal se
resquebraje. Ésta es una de las partes más conmovedoras y a la vez más
convencionales del filme, pero también remite a una de las oposiciones que lo
estructuran: el amor/la amistad.
Es
momento, entonces, de hablar de las otras dicotomías: lo blanco/lo negro
(connotados a la inversa de lo habitual, como negativo/positivo); el afuera
(que acecha)/el adentro (que resiste); entrar/no dejar entrar; no juego/juego
(la contradicción es enunciada por Inés); cine clásico/nuevo cine. Seguramente
hay más, pero voy a tratar de extender sólo algunas de ellas.
En estas
oposiciones binarias, como sucede con las dicotomías de Saussure, suele haber
un término privilegiado, o considerado más importante. Yo diría: positivo.
Recapitulando: la amistad, lo negro (lo oscuro), el adentro, el no dejar
entrar, el jugar(se), el cine nuevo.
Hay
también otros juegos de oposiciones diferenciales, no necesariamente binarias o
contradictorias, y a veces relacionadas con las anteriores, como modulaciones
de un mismo tema. Por ejemplo, el grupo de amigos excluye lo femenino, salvo
como algo a conquistar o a relegar; sin embargo, lo femenino sobrevive. Las
cuatro fronteras de la ciudad simulan connotar algo que permanentemente se nos
escapa; en cuanto reconocemos un referente, éste se diluye o debe ser
cuestionado.
La
construcción de la banda sonora es otro punto alto. Pocas veces se ha intentado
algo así en el cine argentino, salvo las colaboraciones esporádicas,
precisamente, de Juan Carlos Paz. Pero creo que, en cuanto al diseño del
sonido, había que esperar a Lucrecia Martel para encontrar no algo similar sino
de igual nivel de elaboración.
Edgardo
Cantón por un lado, compone un tango moderno, piazzolliano, pero también diseña
una estructura auditiva totalmente abstracta, hecha de sonidos inesperados y
disonantes. Estos sonidos especiales invaden la banda sonora, pero a veces
también “intervienen” en la acción (los personajes los oyen, sin justificación
alguna).
Y esto
sí es parte ya del proceso de desrealización que mencioné antes, al romper la
oposición tradicional entre música incidental/música de fondo. Y podría ser un
rasgo de género fantástico si tuviera alguna función narrativa, alguna
continuidad; pero no, sólo es una forma de subrayar el carácter de artificio de
la narración, que es justamente uno de los elementos del policial que Borges
solía destacar.
En
cuanto a Aquilea, como adelanté, es una transfiguración, una transposición
topológica (en el sentido simple de espacio simbólico, y específico de rama de
la matemática que estudia las propiedades de los cuerpos geométricos que
permanecen inalteradas por transformaciones continuas) de Buenos Aires, similar
a la del cuento de Borges “La muerte y la brújula”. Se reconocen muchos lugares
(la cancha de Boca, por ejemplo, que es esencial para la acción; el Bajo), pero
en una posición incógnita, distorsionada o yuxtapuesta de maneras que parecen
caprichosas o arbitrarias. Hay zonas desérticas, vacas que se cruzan en la
ruta, la presencia final de una montonera de gauchos. El espacio es el lugar de
la acción, casi nunca de las transiciones.
Este
procedimiento fue llevado a su culminación, diez años después, en otro filme de
Hugo Santiago, Ecoute voir…, conocido
aquí como El juego del poder. En él,
espacios que ya hemos visto separados por cierta distancia (por ejemplo,
recorridos por un automóvil) de pronto se yuxtaponen y se pueden trasponer
mediante una puerta. Si en el cine, como arte de montaje, la elipsis es la
figura por antonomasia, Santiago lo muestra de manera ostensible para, entre
otras cosas, resaltar su estatus de artificio.
Y hace
lo propio con el género policial. El detective es una mujer, Catherine Deneuve,
siempre vestida (anacrónicamente) con sombrero e impermeable, como los
exponentes arquetípicos del género hollywoodense. La trama es una casi
inextricable sucesión de macguffins, de artilugios, que no llevan prácticamente
a nada, salvo a reflexionar sobre la estructura misma del género. El espectador
debe “llenar los huecos” con su memoria cinéfila, como en cierto cine de Wim
Wenders, especialmente El amigo americano,
o incluso en algún western de Clint Eastwood.
(Me
atrevería a proponer que el western Los
rápidos y los muertos, de Sam Raimi, con Sharon Stone como pistolera, le
debe mucho a Ecoute voir…).
Otra
operación autorreferencial que realiza Invasión
es un ajuste de cuentas con el cine tradicional argentino, tantas veces
limitado al melodrama o a un realismo costumbrista empobrecedor. No es la
primera película que lo intenta, decir esto sería injusto. En todo caso, lleva
a su extremo más audaz una línea particularmente fértil, aunque por lo general
fallida, de la generación del 60. Pienso en Manuel Antín y, sobre todo, en su
intento estructuralista de Los venerables
todos.
Dentro
de este marco habría que ubicar una curiosa escena de la película: el (falso)
desnudo de Olga Zubarry, que remite precisamente al llamado “primer desnudo del
cine argentino”, también falso, el de la misma actriz en El ángel azul. Y habría mucho para decir sobre el engolamiento o la
inexpresividad de ciertos diálogos, que, lejos de remitir al cine clásico,
contribuyen aun más al extrañamiento de la acción.
Volviendo
a la fecha, 1957, en la que se supone transcurre la acción, los autores han
argumentado que la eligieron por no prestarse a ninguna connotación precisa. Esto,
si no es una gigantesca denegación, es una boutade,
teniendo en cuenta los acontecimientos políticos de 1955/1956.
Y esto,
sin contar con el carácter premonitorio del final, en el que la juventud se
hace cargo de la nueva etapa de la lucha, una vez producida la invasión y eliminados
todos los amigos resistentes, menos don Porfirio e Inés. Justamente, mientras
ésta reparte armas a los jóvenes, ya no más vestidos de negro, el personaje de
Lito Cruz dice que esta vez la lucha será “a nuestro modo”.
Y don
Porfirio observa todo, sin decir nada, como un Perón agobiado pero
sobreviviente a pesar de su aparente fragilidad, y más pragmático de lo que
habíamos supuesto (recordemos que manda a Herrera a una misión suicida y que en
algún momento ha dicho “la ciudad es más importante que los hombres”). Si
recordamos que en Las veredas de Saturno,
película posterior de Santiago, Aquilea, más que ciudad es un país del que el
protagonista se ha exiliado por una dictadura, y ese país es la Argentina,
tenemos toda una afirmación de ética revolucionaria.
En este
sentido, me encantaría proponer, incluso en tono de broma, que Hugo Santiago le
hizo escribir a Borges la mejor alegoría, la mejor exaltación posible, de la
resistencia peronista.
(Ponencia
en las II Jornadas de Literatura y cine policiales argentinos "El grupo
Sur, la Argentina peronista y el género policial", 29 y 30 de noviembre
de 2016, Buenos Aires, Museo de la Lengua, Biblioteca Nacional.)