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martes, 13 de diciembre de 2016

Borges x Hugo Santiago: el espacio transfigurado





Respecto de Invasión, de Hugo Santiago (1969), hay que despejar primero dos equívocos o lugares comunes de la crítica. Uno, que pertenece al género fantástico. Supongo que hay en ella algunos elementos que producen ese engaño, aparte de la tracción de los nombres de Borges y Bioy (que sólo escribió el argumento).
Precisamente, en el Prólogo a su famosa antología del cuento fantástico, los autores del filme y Silvina Ocampo clasifican el género según su explicación:
“a. Los que se explican por la agencia de un ser o de un hecho sobrenatural.
b. Los que tienen una explicación fantástica, pero no sobrenatural.
c. Los que se explican por la intervención de un ser o de un hecho sobrenatural, pero insinúan, también, la posibilidad de una explicación natural; los que admiten una explicativa alucinación”.
Hay que forzar mucho la película para que entre, quizás, en la última categoría, que nos remite parcialmente a la famosa definición de Todorov. Según éste, el fantástico estaría situado en la grieta, en la incertidumbre, en la vacilación entre una explicación natural o realista, pero extraña, y otra sobrenatural o maravillosa. En Invasión, no parece haber nada para sospechar elementos sobrenaturales, y el final es contundente al respecto.
El otro equívoco es la supuesta ausencia de “color local” en una película donde se toma mate, se cantan milongas, y abundan los colectivos y los bares antiguos. Aparte de la cancha de Boca. Que estos elementos estén sometidos a un proceso de desrealización es otra cosa, y voy a tratar de explicar cómo y para qué sucede.
Intentaré demostrar que el núcleo de Invasión está en su pulsión estructuralista, metalingüística, autorreferencial, sostenida por dicotomías que remiten a un significado o, mejor, a un campo semántico que no se agota en lo fantástico ni en el universalismo borgeano.
La acción de la película es escueta y, pese a sus dos horas de duración, el espectador no se ve abrumado por numerosas peripecias o giros en la acción.
Transcurre en 1957, en una ciudad ficticia que se llama Aquilea y comparte (de una forma que ya vamos a ver) ciertos rasgos con Buenos Aires. Un  grupo innominado de sujetos, generalmente vestidos con trajes o impermeables blancos, se apronta a invadir la ciudad, sin otro propósito explícito. Del otro lado, un grupo de amigos, vestidos generalmente de negro, organizan una precaria resistencia para impedirlo.
Otra forma —similar— de contarla es que se trata de un relato policial sin detective y casi sin intriga central; un thriller, con una banda de gángsters tecnócratas  (hoy podríamos llamarlos CEOs) que se enfrentan a un grupo de amigos sostenidos en la lealtad y en el coraje personal, condenados al fracaso. Un tema obviamente borgeano: el culto al coraje, el desprecio de la propia vida, la atracción por las causas perdidas (“Para otros la fiebre / y el sudor de la agonía. / Para mí cuatro balas / cuando esté clareando el día”).
El grupo resistente está comandado por un anciano ascético, don Porfirio (Juan Carlos Paz), cuya imagen remite al Macedonio Fernández clásico, el de los últimos años, que sobrevivía en pensiones, visitado por sus amigos.
Dentro de este grupo se destacan Herrera (Lautaro Murúa) y su esposa Inés (Olga Zubarry). Ambos participan de la resistencia, pero cada uno por su lado, sin saberlo. Don Porfirio lo ha preferido así, para que no se preocupen el uno por el otro, pero con esa extraña táctica ha logrado que la pareja como tal se resquebraje. Ésta es una de las partes más conmovedoras y a la vez más convencionales del filme, pero también remite a una de las oposiciones que lo estructuran: el amor/la amistad.
Es momento, entonces, de hablar de las otras dicotomías: lo blanco/lo negro (connotados a la inversa de lo habitual, como negativo/positivo); el afuera (que acecha)/el adentro (que resiste); entrar/no dejar entrar; no juego/juego (la contradicción es enunciada por Inés); cine clásico/nuevo cine. Seguramente hay más, pero voy a tratar de extender sólo algunas de ellas.
En estas oposiciones binarias, como sucede con las dicotomías de Saussure, suele haber un término privilegiado, o considerado más importante. Yo diría: positivo. Recapitulando: la amistad, lo negro (lo oscuro), el adentro, el no dejar entrar, el jugar(se), el cine nuevo.
Hay también otros juegos de oposiciones diferenciales, no necesariamente binarias o contradictorias, y a veces relacionadas con las anteriores, como modulaciones de un mismo tema. Por ejemplo, el grupo de amigos excluye lo femenino, salvo como algo a conquistar o a relegar; sin embargo, lo femenino sobrevive. Las cuatro fronteras de la ciudad simulan connotar algo que permanentemente se nos escapa; en cuanto reconocemos un referente, éste se diluye o debe ser cuestionado.
La construcción de la banda sonora es otro punto alto. Pocas veces se ha intentado algo así en el cine argentino, salvo las colaboraciones esporádicas, precisamente, de Juan Carlos Paz. Pero creo que, en cuanto al diseño del sonido, había que esperar a Lucrecia Martel para encontrar no algo similar sino de igual nivel de elaboración.
Edgardo Cantón por un lado, compone un tango moderno, piazzolliano, pero también diseña una estructura auditiva totalmente abstracta, hecha de sonidos inesperados y disonantes. Estos sonidos especiales invaden la banda sonora, pero a veces también “intervienen” en la acción (los personajes los oyen, sin justificación alguna).
Y esto sí es parte ya del proceso de desrealización que mencioné antes, al romper la oposición tradicional entre música incidental/música de fondo. Y podría ser un rasgo de género fantástico si tuviera alguna función narrativa, alguna continuidad; pero no, sólo es una forma de subrayar el carácter de artificio de la narración, que es justamente uno de los elementos del policial que Borges solía destacar.
En cuanto a Aquilea, como adelanté, es una transfiguración, una transposición topológica (en el sentido simple de espacio simbólico, y específico de rama de la matemática que estudia las propiedades de los cuerpos geométricos que permanecen inalteradas por transformaciones continuas) de Buenos Aires, similar a la del cuento de Borges “La muerte y la brújula”. Se reconocen muchos lugares (la cancha de Boca, por ejemplo, que es esencial para la acción; el Bajo), pero en una posición incógnita, distorsionada o yuxtapuesta de maneras que parecen caprichosas o arbitrarias. Hay zonas desérticas, vacas que se cruzan en la ruta, la presencia final de una montonera de gauchos. El espacio es el lugar de la acción, casi nunca de las transiciones.
Este procedimiento fue llevado a su culminación, diez años después, en otro filme de Hugo Santiago, Ecoute voir…, conocido aquí como El juego del poder. En él, espacios que ya hemos visto separados por cierta distancia (por ejemplo, recorridos por un automóvil) de pronto se yuxtaponen y se pueden trasponer mediante una puerta. Si en el cine, como arte de montaje, la elipsis es la figura por antonomasia, Santiago lo muestra de manera ostensible para, entre otras cosas, resaltar su estatus de artificio.
Y hace lo propio con el género policial. El detective es una mujer, Catherine Deneuve, siempre vestida (anacrónicamente) con sombrero e impermeable, como los exponentes arquetípicos del género hollywoodense. La trama es una casi inextricable sucesión de macguffins, de artilugios, que no llevan prácticamente a nada, salvo a reflexionar sobre la estructura misma del género. El espectador debe “llenar los huecos” con su memoria cinéfila, como en cierto cine de Wim Wenders, especialmente El amigo americano, o incluso en algún western de Clint Eastwood.
(Me atrevería a proponer que el western Los rápidos y los muertos, de Sam Raimi, con Sharon Stone como pistolera, le debe mucho a Ecoute voir…).
Otra operación autorreferencial que realiza Invasión es un ajuste de cuentas con el cine tradicional argentino, tantas veces limitado al melodrama o a un realismo costumbrista empobrecedor. No es la primera película que lo intenta, decir esto sería injusto. En todo caso, lleva a su extremo más audaz una línea particularmente fértil, aunque por lo general fallida, de la generación del 60. Pienso en Manuel Antín y, sobre todo, en su intento estructuralista de Los venerables todos.
Dentro de este marco habría que ubicar una curiosa escena de la película: el (falso) desnudo de Olga Zubarry, que remite precisamente al llamado “primer desnudo del cine argentino”, también falso, el de la misma actriz en El ángel azul. Y habría mucho para decir sobre el engolamiento o la inexpresividad de ciertos diálogos, que, lejos de remitir al cine clásico, contribuyen aun más al extrañamiento de la acción.
Volviendo a la fecha, 1957, en la que se supone transcurre la acción, los autores han argumentado que la eligieron por no prestarse a ninguna connotación precisa. Esto, si no es una gigantesca denegación, es una boutade, teniendo en cuenta los acontecimientos políticos de 1955/1956.
Y esto, sin contar con el carácter premonitorio del final, en el que la juventud se hace cargo de la nueva etapa de la lucha, una vez producida la invasión y eliminados todos los amigos resistentes, menos don Porfirio e Inés. Justamente, mientras ésta reparte armas a los jóvenes, ya no más vestidos de negro, el personaje de Lito Cruz dice que esta vez la lucha será “a nuestro modo”.
Y don Porfirio observa todo, sin decir nada, como un Perón agobiado pero sobreviviente a pesar de su aparente fragilidad, y más pragmático de lo que habíamos supuesto (recordemos que manda a Herrera a una misión suicida y que en algún momento ha dicho “la ciudad es más importante que los hombres”). Si recordamos que en Las veredas de Saturno, película posterior de Santiago, Aquilea, más que ciudad es un país del que el protagonista se ha exiliado por una dictadura, y ese país es la Argentina, tenemos toda una afirmación de ética revolucionaria.
En este sentido, me encantaría proponer, incluso en tono de broma, que Hugo Santiago le hizo escribir a Borges la mejor alegoría, la mejor exaltación posible, de la resistencia peronista.


 (Ponencia en las II Jornadas de Literatura y cine policiales argentinos "El grupo Sur, la Argentina peronista y el género policial", 29 y 30 de noviembre de 2016, Buenos Aires, Museo de la Lengua, Biblioteca Nacional.)




martes, 29 de octubre de 2013

Algunas notas sobre Tierra de los padres (Nicolás Prividera, 2011)

… que cada uno hable en su nombre
cuando salga del cine o del cementerio,
y diga: Yo me reconozco en esta fastidiosa historia,
soy hijo de la estafa y de los muertos recurrentes,
me ha tocado la usura y tengo tiempo.
Giannuzzi





1. El cementerio como “ciudad de los muertos” es una metáfora ya puramente retórica, casi lexicalizada, unakenningNecrópolis. Sin embargo, en la película está tan utilizada como desmentida (o habría que pensar en qué proporción cada cosa): los muertos (¿algunos muertos?) pesan más que los vivos, como dice la trillada cita de Marx, uno de los dos epígrafes de apertura. En cierto(s) sentido(s), están más vivos que los vivos. Sobre todo, cuando nuestra historia está cortada por la emergencia de esa nueva categoría que alguien (un perfecto miserable) describió con justeza: los desaparecidos, los que no están muertos ni vivos.

2. En todo caso, un cementerio: ciudad dentro de otra ciudad, casi en el centro de otra ciudad (ver el plano final). Una ciudad otra. Un lugar desde el cual se puede contar la historia de la Nación. Pero ¿cómo?

3. “El verdadero cementerio es la memoria” (Rodolfo Walsh, en la carta a su hija Vicky). ¿No debería ser el olvido? Pero el olvido, como decía Nicolás Rosa (El arte del olvido, sobre la autobiografía en Sarmiento), sólo es laforma (¿exterior?) de la memoria.
En uno de los epílogos a Operación Masacre, Walsh compara a Aramburu con Lavalle, y dice que ya le llegará su Sábato. (Bueno, ya le llegó, hace rato; hacen fila, de hecho.) Sin embargo, estas comparaciones son riesgosas. Veamos.

4. El pasado como origen y como metáfora (me autocito).“Podría decirse que hay dos maneras fundamentales de utilizar el pasado histórico para investigar narrativamente el presente. Una, considerarlo el origen de ese presente (explicación por casualidad). Otra, como una metáfora (explicación por analogía). Es preciso ver también que ambas formas están relacionadas entre sí y por eso mismo se prestan a confusiones, a sobreentendidos ideológicos y, tal vez, en el límite, a mala fe.
Halperín (en su artículo de Ficción y política) propone queRespiración artificial y Cuerpo a cuerpo tienen en común ver al presente en feroz ruptura con el pasado. Como si investigaran la historia argentina para hallar las causas de un presente atroz y descubrieran que, pese a las apariencias, éste es radicalmente nuevo y extraño. Se podría discutir: el periplo Descartes-Hitler que propone Piglia puede homologarse a la trayectoria proyecto liberal-dictadura del ’76, como también parece plantear la progresión de epígrafes en Viñas (de Alberdi a Saint-Jean)”.
La frase famosa de Saint-Jean (“Primero aniquilaremos a los subversivos…”) está, no podía no estar, en la película. Viñas, entre los agradecimientos.

5. Sigue la autocita (es lo que hay): “Pero acá volvemos a lo mismo: ¿origen o metáfora? La respuesta parece clara en estos ejemplos: origen. Pero, cuando Viñas dice (en otro trabajo reciente) que los indios son los desaparecidos de 1879, ¿qué operación semántica e ideológica está haciendo? ¿Qué relación, qué continuidad en el tiempo puede asignarse a los masacrados-masacradores de entonces y los de ahora? Ésta es la zona más nebulosa de la cuestión. (Ver también los anacronismos deliberados del Dorrego.)
La época de Rosas es particularmente fecunda para estos malentendidos. Desde la famosa comparación Rosas-Perón (en J. M. Rosa, en Borges, con distinta valoración) hasta otras propuestas (ver En esta dulce tierraLa malasangre, etc.). Hasta el libro de John Lynch sobre Rosas abunda en comparaciones tendenciosas, llamando a la Mazorca “grupo de tareas” o “parapoliciales”. De vuelta a Lo Mismo: ¿se compara para iluminar o para señalar un origen y una continuidad nunca aclarados del todo?” (“Bosquejo de cuatro tesis sobre literatura argentina contemporánea”, 1988).

6. Muchos de los fragmentos que se leen en la película son de los más transitados por profesores y alumnos de Filosofía y Letras. Incluso el fragmento de Moreno sobre cambiar de tiranos sin cambiar la tiranía se oía en un programa de Tato Bores; para los de mi edad, hasta causa un poco de risa, por el recuerdo de aquellos domingos y de la gestualidad del cómico.
Pero no se puede negar que uno de los fragmentos más soprendentes es el de Massera, en el juicio a las juntas (lo espoileo): “¿De quién son los muertos?”. De nadie, se contesta. Pero la pregunta queda en pie.

7. El “choque” de los fragmentos me recuerda los dos discursos que Spike Lee pone al final de Haz lo correcto. En uno, Martin Luther King Jr. invoca la paz; en el otro, Malcolm X incita a la violencia. El espectador, parece decir Lee, debe elegir. ¿Entre dos propuestas igualmente válidas? Pero él, después, filma la biografía de Malcolm X, no la de Luther King. Siempre se elige. Las elecciones del autor implícito de Tierra de los padres parecen estar claras. ¿Y las del espectador?
Pero ¿podemos elegir no tener Padres?

8. Todos los que leen textos en el filme lo hacen del “mismo libro”, un volumen grande, de tapa roja o rosa. Ésa es otra elección fuerte. Podrían haber leído de hojas sueltas o de varios libros, “reales”. La historia, la palabra de la historia, ¿está toda en un solo “libro”, es un solo texto, como querían los posestructuralistas? Correlativamente, las voces se van mezclando al final.

9. El diseño visual de la película está trabajado en dos direcciones, vertical y horizontal, en cruz. Lo vertical es obvio: las líneas, infinitamente repetidas, acumuladas, de los panteones; y (otra vez obvio) esta dirección conecta el suelo y el cielo (obsesión farettiana), la vida y/hacia la muerte, lo inmóvil, lo determinado, la historia (muerta).
La dirección horizontal es menos obvia; la gente que transita los pasillos del cementerio y, en especial, los ataúdes acarreados permanentemente: lo móvil, lo actual, la historia (viva). Y, a la “línea de fuga”, espacial y figurativa en la perspectiva, de los panteones, se opone otra línea de fuga, horizontal, metafórica: los aviones.

10. Pero, si el cementerio es una ciudad, debe de tener su propia topografía y su propia topología. Por ejemplo: en la Recoleta, Sarmiento está (fue) relegado a un pasillo lateral. Podría haberse aprovechado algo de esto. Ni la muerte (ni el cementerio) igualan del todo.
(Dicho sea de paso: la Recoleta es un cementerio, pero no un “camposanto”; le fue retirada esa condición porque está lleno de masones.)

11. Algo sólo anecdótico (quizás). Vi una versión subtitulada en inglés, lo que ya de por sí produce un efecto de extrañamiento más que interesante. No sé cómo será en la “versión argentina”, pero hay un error llamativo: la fecha atribuida a Facundo es 1935, 10 años antes de su publicación.

12. El mismo director lee un impresionante poema de Giannuzi, “Progenitores”, del libro Contemporáneo del mundo. Parece escrito ayer, parece escrito para la película, pero es de 1962. Lo copio entero:

Es muy difícil explicar el mundo
que nos están dejando los que a morir empiezan.
Correspondió a nosotros
partir de la neurosis o el alcohol, como a otros
de la mugre, las bombas, la poesía de vanguardia
o simplemente el vaso de cicuta. Se trataba
de asumir la discontinuidad
en el orden fallido de los otros. Finalmente,
jugando al desencanto o la profecía social,
nos hemos puesto graves sin sacar conclusiones.
El crimen no es mentira y la mentira
fue imposible enterrarla. 
Una tumba para ellos. Un puñado de tierra
en despedida y en acción de gracias.
Ahora es nuestra vuelta pensativa del sepelio:
padres irónicos, ¿qué inocencia nos dejaron
aparte de la música y los dientes,
para intentar la construcción de algo
importante y real? 
Vacío en la retórica y el hueso íntimo:
“Sois la nueva era y arreglaos”.

Si nos toca partir
desde el engaño, desde el hierro al rojo,
ya no es posible simular mas tiempo
mirando hacia otra parte.
Porque si es difícil explicar un mundo
que insiste en reclamar nuestra complicidad, 
eso no es decisivo; un ademán cargado de sentido,
es decir, de justicia, importa más
que obtener conclusiones ya sepultas
con la acción de los otros. 
Pero si alguno afirma que está solo
frente a su propio perro pues no está papá,
y que no puede dar un paso
sin continuar la peste que heredó,
entonces, que cada uno hable en su nombre
cuando salga del cine o del cementerio,
y diga: Yo me reconozco en esta fastidiosa historia,
soy hijo de la estafa y de los muertos recurrentes,
me ha tocado la usura y tengo tiempo.

Claro, es significativo que sea el mismo director quien lo lea. Quizás la película fue hecha, en cierto sentido, para ilustrar este poema.




***

Algunos links

Trailer:

En La Otra

En Micropsia

Poemas de Carlos Aiub

jueves, 10 de enero de 2013

An imaging cure?

(reseña de Un método peligroso, de David Cronenberg, 2011)

La historia de un triángulo perverso y productivo (el de Sabina Spielrein, Sigmund Freud y Carl G. Jung) prometía más de lo que logra. ¿En qué residen sus imposibilidades (y su fascinación a pesar de ellas)?


Locura.

Como se sabe, Cuéntame tu vida (Spellbound, 1945), de Alfred Hitchcock, fue uno de los primeros filmes que contaron un psicoanálisis. Si bien éste era más que nada una excusa para desarrollar el tópico hitchcockiano de la «caza del hombre» (ver el libro de reportajes de Truffaut), también estaba claro que se prestaba muy bien para un relato puntuado por las nociones (poco precisadas, desde ya) de trauma, amnesia histérica, transferencia, asociación libre, trabajo/interpretación del sueño (con la famosa colaboración de Dalí), etc.
Claro que, en definitiva, el relato de ese psicoanálisis (mezclado con una historia de amor y una historia policial) sólo pudo aparecer bruscamente recortado, resumido, como sucede con las peleas en las películas de boxeo o con los juicios en las películas de juicios. El psicoanálisis, que en cierto sentido es esencialmente narrativo (una historia de amor y una historia policial), se nos presenta así, paradójicamente, como algo irrepresentable.

Triángulo y gadgets.

¿Será este uno de los factores que hacen que la película de Cronenberg Un método peligroso no termine de cuajar? Veamos.
Sabina Naftulovna Spielrein (rusa, 1885-1942) es una de las primeras psicoanalistas. Pero antes fue paciente del suizo Carl Gustav Jung, el entonces discípulo preferido de Freud, que la curó de su histeria traumática aplicando los métodos, aún incipientes, de su maestro. La apertura de los archivos de Spielrein, en 1980, desencadenó una suerte de moda, integrada, entre otras obras, por el filme Prendimi l’anima, de Roberto Faenza (2002); de este mismo año es la pieza teatral de Christopher Hampton The Talking Cure (2002), basada a su vez en el libro (de no ficción) de John Kerr A Most Dangerous Method (1993). Hampton (adaptador en la inolvidable Relaciones peligrosas, de Frears) guionó el filme de Cronenberg.

Curada.

Se afirma que los aportes de Sabina (Keira Knightley) fueron fundamentales para que Freud (Viggo Mortensen) ajustara la noción de pulsión de muerte, basándose en lo que ella investigó sobre el sadismo y la autodestrucción, luego de que Jung (Michael Fassbender) la «curara», y la hiciera su amante intermitente, prácticas SM mediante.
Un método peligroso es, entre otras cosas, la historia de cómo esa primera relación Sabina-Jung se espeja y se triangula (no hay dos sin tres claro) en la relación Jung-Freud. Un espejo que multiplica los Edipos de manera abismal. Jung resiste hasta el final el (para él) excesivo énfasis en «lo sexual», que Freud no está dispuesto a sacrificar, porque es la piedra de toque de su teoría. Y no sólo en lo científico sino también (y principalmente) en su posicionamiento intelectual, social, profesional. Aun con sus enormes costos (entre ellos, renunciar a ser heredado por su hasta entonces predilecto).
Este «material» parecía mandado hacer para el realizador de espléndidos relatos perversos (léase relatos en los que la perversión es tanto la forma como la sustancia); Dead Ringers, Crash o M. Butterfly, por ejemplo.
Sin embargo, en varios aspectos de la película, parece que Cronenberg se hubiera quedado a mitad de camino, quizás demasiado atado a un guión profuso, rebosante de clichés (pero que la puesta en escena tampoco evita: ¿era necesario que Freud siempre tuviera un habano en la boca, hasta cuando se desmaya?; ¿era necesario que Vincent Cassel repitiera su habitual personaje oscuro/seductor?). En este sentido, la evitable maqueta de Nueva York hace juego con la inevitada frase de Freud, «¿sabrán que les traemos la peste?».

Les llevamos la peste.

Pero, sin duda, lo mejor de la película es el contraste de esos atildados decorados finiseculares aristocráticos (Jung) o pequeñoburgueses (Freud) con las corrientes oscuras, ocultas u ocultadas, de la enfermedad mental y el sexo prohibido. Sin que ese contraste sea reflejado por cambios obvios en la ambientación o la iluminación, al contrario. Ahí está el Cronenberg de M. Butterfly, seguramente (de hecho, Fassbender a veces parece actuar como Jeremy Irons, sin lograr las sugestivas ambigüedades de éste). Y el de Dead Ringers fulgura en el infaltable gadget cronenberguiano, esta vez un galvanómetro y sus accesorios, que Jung usa para experimentar con Sabina y su esposa, Emma (Sarah Gadon).
Y he aquí otra clave para destacar. Si no hay dos sin tres, quizás tampoco haya tres sin cuatro. La esposa de Jung, que lo ama a toda prueba y lo mantiene, cumple un rol fundamental en la historia, manejando los hilos desde un lugar aparentemente secundario, pero consciente de todo. (El matrimonio como cárcel tolerada: Naked Lunch.)

Cosas de mujeres.

Guillermo Cabado, comentando la película, afirma. «Año curioso [1925] para la relación entre cine y psicoanálisis. Una serie de acontecimientos se van sucediendo a partir del intento de algunos productores cinematográficos por lograr el aporte del psicoanálisis a sus proyectos. En todo ese rosario de episodios hay un hilo que perdura: la negativa de Freud a participar de esos intentos. En una carta a Abraham dice que “no creo que sea posible representar gráficamente nuestras abstracciones de un modo digno”.» Y agrega, más específicamente, sobre el filme del canadiense: «Cada espectador juzgará el valor de Un método peligroso, en particular los seguidores del cine de Cronenberg. Pero acaso haya quien guste además dialogar con ella a la hora de abordar esta pregunta: la sexualidad de la que habla el psicoanálisis, ¿es la sexualidad de los hechos que le acontecen al paciente afuera del consultorio?, ¿o la del erótico hecho de decir que sucede en transferencia? Si nos atenemos al antiguo debate Jung-Freud, habrá que afirmar que es una pregunta que ha atravesado el siglo con la potencia de lo que no cesa de no inscribirse... ¿se puede filmar un saber, no ya referencial, sino textual?»
La última pregunta suena retórica. Posiblemente, la única respuesta que admite es no.
Sin embargo, es sugerente esa referencia al siglo XX. Hablando con un célebre crítico, me sugirió algo parecido. Un método peligroso sería un intento de relevar cómo se prefiguraba el siglo XX en esa lucha edípica, triangular-cuadrangular, Jung-Freud-Sabina(-Emma). Quizás, agrego yo, en la estela de Más allá del bien y del mal, de Liliana Cavani («Celebran el nuevo siglo, ¡es nuestro siglo, Fritz!», dice al final Lou-Andreas Salomé, otra psicoanalista famosa).

Freud en su laberinto.

Pero aquí surge otro problema. Recordando a Cavani, ¿no habría también algo de Portero de noche? ¿Por qué en Un método peligroso la biografía final de Jung omite su discutida relación con el régimen nazi que terminaría sacrificando (no en lo imaginario, como él, sino en lo Real) a Sabina? Si en la historia de la película es tan importante la relación entre el protestantismo de Jung y el judaísmo de Freud (que quería ser «blanqueado» por aquél), esa omisión final se agiganta hasta límites insospechados. Precisamente como lo oculto, lo reprimido que, retrospectivamente, podría explicar muchas cosas.

(Publicada en revista digital El Gran Otro, mayo de 2012.)






sábado, 23 de junio de 2012

Herencia, territorio y orden familiar


Los descendientes, de Alexande Payne


(para Silvia, que me ayudó a ver esta película)



Matt King (George Clooney) es, más que el rey, el heredero (uno de ellos), y el custodio legal, de una herencia bicentenaria: una fortuna que no le gusta gastar y terrenos que deben ser vendidos cuanto antes por razones legales. Cuando su mujer, Elizabeth, queda en coma irreversible tras un accidente náutico, Matt tiene que retomar también las riendas de su pequeña familia: dos hijas a las que nunca les dedicó mucho tiempo y que se lo van a cobrar con creces. Para peor, descubre que su esposa lo engañaba con un agente inmobiliario, «casualmente» involucrado en la venta de aquellos paradisíacos terrenos.



Planteado así el argumento, parece que vamos a estar ante un drama denso. El filme de Payne no deja de serlo, pero también se atreve a intentar un tono más ligero, incluso con cierto humor negro. Al principio, esto es una grata sorpresa para el espectador; pero, cuando uno se acostumbra, y el tono deja de ser novedad, el filme se alarga un poco, y las peripecias de la trama se vuelven más previsibles.
Pero veamos un poco más allá de esa superficie.



Es un acierto la significativa ubicación (la misma de la novela original de Kaui Hart Hemmings, por supuesto) en Hawai, la tierra natal del presidente Obama, ese estado tan excéntrico respecto de unos Estados Unidos de por sí mucho más heterogéneos de lo que la comodidad hace creer. Las islas que los personajes atraviesan varias veces (mostrado con dibujitos kitsch) son más protagonistas que ellos mismos. «El último paraíso virgen» va a ser vendido a algún consorcio. Matt y la mayoría de sus primos quieren que el comprador sea local. Los hawaianos parecen pasar sus días vestidos con camisas, bermudas y sandalias, sean pobres o millonarios, jóvenes o jubilados.
Sin embargo, tanta libertad y tanta tranquilidad son sólo aparentes, y Matt lo sabe bien, porque es abogado y su vida se ha deslizado monótonamente entre pleitos y «papeles». Dos manojos de estos son significativos (y paralelos) en el filme: el testamento en el cual su mujer estipula una «muerte digna» para sí y el acta de acuerdo para la venta de los terrenos. Esas vidas tan pacíficas y tan en contacto con la «naturaleza», en verdad, están regidas por una maraña de dispositivos legales y administrativos, y por rituales sociales que, casi vacíos, terminan filtrando hasta las manifestaciones de afecto.


No se puede adelantar acá muchos pormenores de la trama; menos, los finales. Baste decir que el filme de Payne puede verse como una suerte de parábola sobre cómo se (re)construye una familia: asumiendo y, al mismo tiempo —quiero decir, en distintas medidas o aspectos—, traicionando la herencia; aferrándose a un territorio natal, condenado a desaparecer o transformarse; resignificando el pasado para construir un nuevo futuro.
Debe quedar claro, desde ya, que esta solución, formulada sin matices, sólo puede ser reaccionaria, en la medida en que parece intentar espiritualizar lo crudamente material de las relaciones de propiedad. Es una tensión la que se pone en juego, quizás homóloga a la que hay entre la tragedia contada y el tono elegido para hacerlo. Como dije al principio, no siempre funciona.


Por eso quizás el personaje más interesante de un filme en que hay muchos (y tan bien actuados) es el de la mujer agonizante, la esposa insatisfecha cuya alegría postrera constituye la primera secuencia del filme. Como ella no tiene voz, todos la hablan. ¿Cuál es su historia real (aparte de la que cuenta el padre)? ¿Cuáles fueron sus razones, sus deseos (aparte de los que describen los «amigos de la pareja»? ¿Cuáles hubieran sido sus palabras (aparte de cómo las transmite la hija mayor, que en cierto sentido ocupará su lugar)?
Las respuestas (imposibles) a estas preguntas iluminarían desde afuera la verdadera, u otra, cara de la familia King. Como alguien le dice a Matt: «Es irónico: Elizabeth en esta situación desgraciada (misfortune), mientras tú te haces rico (fortune)». La muerte —tal vez como todas— es, en realidad, una inmolación.