Es bueno empezar recordando que el
cine nació como documental. Los primeros filmes cortos de los hermanos Lumière
reproducían situaciones más o menos cotidianas. El famoso tren que se lanzaba
sobre aterrorizados espectadores, obreros que salían de una fábrica.
Por alguna extraña razón, el primitivo espectador de cine se sentía
fascinado por la proyección en una pantalla plana (plateada, como se decía
entonces), de escenas que podía ver, en cierto sentido mucho mejor, a su
alrededor. Se pensaba que esas proyecciones, que ahora vemos como fantasmales,
eran extraordinariamente fieles, “realistas”, pese al blanco y negro y al
movimiento espasmódico.
Pero enseguida se descubrió, de la
mano de un ilusionista, el gran Meliés, que el cine era también un vehículo
privilegiado para la representación de la fantasía, de lo onírico, del absurdo,
del delirio. Vale decir, de intensas manifestaciones de la subjetividad, de lo
invisible.
Entre estos dos extremos, lo
documental y lo fantástico, vino a instalarse el cine industrial
norteamericano, que es heredero a la vez de dos grandes tradiciones del siglo
XIX: el folletín de aventuras y la novela realista. Este tipo de ficción se
hizo hegemónico muy rápidamente, a partir de su poder económico y su eficacia
narrativa, dos cosas que suelen ir juntas. Hegemonía que persiste en la
actualidad.
Pero en las primeras décadas del
siglo surgieron dos corrientes estéticas, no exclusivamente cinematográficas,
por supuesto, que propusieron otros caminos: el expresionismo y el surrealismo.
El expresionismo se desarrolló
especialmente en Alemania, a partir de 1919, año en que se conoce la famosa
película El gabinete del doctor Caligari,
de Robert Wiene. En esta película, como en otras de Friedrich Murnau y Fritz
Lang, el audaz tratamiento plástico de las imágenes y los decorados
extravagantes crean un clima onírico y delirante donde se pierden los límites
entre realidad y fantasía. Curiosamente, en este filme en particular, y por
razones de censura, al final todo es explicado mediante un recurso
racionalista, muy habitual desde entonces: se trataba del delirio de un loco.
Precisamente, se trata de esto. La
objetividad de las imágenes, su fuerza analógica actúan como apoyo para un
anclaje realista del relato cinematográfico. Pero, a la vez, hacen difícil la
distinción entre lo real y lo ficticio, entre lo que pasa “de verdad” (en la
estructura narrativa que se nos ofrece) y lo que un personaje, por ejemplo,
sueña o delira.
En las estéticas masivas, que
generalmente se ven forzadas a ser muy claras, muy entendibles, los límites
tienen que estar siempre bien establecidos. Por eso se usan recursos muy
remanidos para indicar sin lugar a dudas que un personaje sueña o se imagina
cosas. Antes o después, quedan claros los distintos niveles de la narración.
Todo debe ser entendido, porque de lo contrario el público sufriría esa
peculiar “neurosis de la falta de sentido” de la que hablaba Roland Barthes.
Para ese tipo de angustia, basta la vida misma. Casi nadie quiere
encontrársela, además, en el cine. Dicho de otra manera: un público angustiado
no da ganancias.
El surrealismo, por su parte,
profundizó sobre todo en el sueño, lo onírico, que siempre formó parte de sus
presupuestos estéticos e ideológicos.
Artaud escribió mucho sobre y para
cine. Varios filmes de René Clair y Jean Cocteau fueron decididamente
surrealistas. Pero, por supuesto, el cineasta más brillante del período es Luis
Buñuel, con sus dos primeros filmes, Un
perro andaluz (1929) y La edad de oro
(1930), ambos escritos con Salvador Dalí.
Aquí la anarquía es total,
felizmente, y no es posible distinguir los famosos niveles. Realidad, sueño,
fantasía, delirio, símbolo se entremezclan, justamente para desafiar el modo
burgués de entender el mundo. Y, también, de vivir el mundo. En cierto sentido,
la mezcla de esos niveles trata de destruir las distinciones tradicionales
entre el interior y el exterior, el alma y el cuerpo, la vida privada y la vida
pública, la moral privada y la moral pública. Y, al goce diferido,
típico de esta moral burguesa, se le opone el goce inmediato, sin barreras
temporales, espaciales o morales. De ahí que la representación de la fantasía y
del delirio, en este caso gozoso, ocupe un lugar central.
Estamos hablando del cine mudo, y
no es casualidad.
El advenimiento del sonido, a
principios de la década del treinta, representa un nuevo “ataque” del realismo.
El agregado del diálogo sincronizado precipita al cine hacia una vuelta de lo
teatral. Que no es necesariamente malo, pero implicó un cierto retroceso de la
imagen, y de sus potencialidades para representar también lo irreal.
Y además es un retroceso del
universalismo de la imagen, que hasta entonces no tenía restricciones
idiomáticas; todo esto parece confluir en el definitivo predominio
hollywoodense. Con las características que antes vimos.
Por supuesto, hay excepciones.
Entre ellas, Alfred Hitchcock, que en Cuéntame
tu vida incluye una extraordinaria escena onírica diseñada por Salvador
Dalí. O el ominoso Macbeth de Orson
Welles, con reminiscencias del expresionismo.
Hubo que esperar hasta que en la
década del cincuenta apareciera un nuevo sistema de estrellas, no el star-system de Hollywood, sino el director-system europeo.
Aparecen entonces directores como
Antonioni, Bergman, Fellini. Vamos a hablar de ellos brevemente.
Antonioni, como todos los cineastas
italianos de su generación, empieza en el neorrealismo o sus derivados más
complejos. Pero pronto se aparta hacia un cine más intimista, que retrata la
descomposición existencial de las clases altas italianas y europeas en general.
Ya en la década del sesenta, El desierto
rojo es una muestra de expresionismo contemporáneo. Antonioni utiliza la
ambientación, los oprimentes decorados urbanos, la fotografía en colores
intensos y difusos a la vez, para exteriorizar el mundo interior, esquizoide,
de la protagonista. En un cierto punto, la vemos desde afuera y al mismo tiempo
vemos a través de sus ojos, sin poder distinguir claramente entre lo objetivo y
lo subjetivo.
Si mencionamos a Bergman, estamos
refiriéndonos ya al cineasta que más profundizó en las posibilidades del cine
para representar la angustia y el delirio.
Habría que mencionar, por ejemplo, Noche de circo (1953), Detrás de un vidrio oscuro (1961), La hora del lobo (1966).
En Detrás de un vidrio oscuro, el delirio de la protagonista (Harriet
Andersson) es relatado por ella, verbalmente, pero con tanta fuerza expresiva,
contrastando con la sobriedad de la imagen, que prácticamente pasamos a
experimentar junto con ella su definitivo alejamiento del mundo, en una extraña
locura mística desencantada. Cuando ella grita que el dios que sale del
inofensivo empapelado de la pared es una araña, estamos tentados de ver ese monstruo
creado sólo por su deseo siempre insatisfecho.
En La hora del lobo, en cambio, los delirios de los protagonistas son
plenamente escenificados, y terminan confundiéndose todos los niveles de
realidad, locura y simbolismo. No se sabe de quién es el delirio. Seguramente,
del realizador. Quizás, también del espectador. El resultado a veces se parece
a una sofisticada película de terror. El personaje de Liv Ullman se llama Alma
y finaliza la película abruptamente diciendo: “Pienso mucho en estas cosas. Me hago
preguntas. A veces no sé qué hacer, entonces me quedo callada.”
Finalmente, Fellini.
Fellini es quizás el cineasta que
mejor ha escenificado su propia fantasía desbordante, casi sin límites. Su
exageración, su gratuidad, su deliberada falta de sinceridad son factores que,
lejos de entorpecer su discurso, lo potencian hasta un punto insuperable.
Gracias al éxito mundial de La dolce vita, Fellini comenzó a tener
carta blanca para hacer lo que quería. Y Ocho
y medio es la puesta en escena de sus dudas y angustias frente a esa
libertad, ante el hecho de tener entre manos un juguete tan desmesurado como es
el cine.
Pero Fellini era consciente de que
todo ese despliegue de fantasía, delirio y aparente libertad era más un
resultado que un punto de partida. Un resultado de una cuidadosa planificación
de cada detalle. Por más improvisación que pueda haber, el cine es una máquina
compuesta de muchas máquinas, que deben funcionar bien para producir lo que la
imaginación del realizador quiera mostrar.
“¿Qué significa hacer un film? —se
preguntaba Fellini—. Naturalmente, se trata de poner orden en ciertas fantasías y narrarlas con cierta precisión.”
Para terminar, voy a dar un salto
al momento presente, para hablar brevemente de una película que tuvo un
insólito y prolongado éxito en Buenos Aires, El sabor de la cereza, del iraní Abbas Kiarostami. Quisiera hacer
notar que la representación de lo subjetivo en el cine no es tarea sencilla y
tiene muchas variantes.
Por ejemplo, la angustia en el El sabor de la cereza está representada
por las casi infinitas evoluciones del auto del presunto suicida, que pasa una
y otra vez por los mismos caminos polvorientos, por las mismas colinas casi
indistinguibles. Estos movimientos repetidos contagian al espectador una
incomodidad fundamental, que rápidamente le hace percibir la serena, definitiva
angustia del protagonista.
Pero tengo que volver a Fellini. En
un reportaje, se refiere a una extraña y poco recordada escena de La strada, en la que unos chicos llevan
a Gelsomina a la habitación de otro chico, una suerte de autista. La escena es
especialmente fantasmal.
Dice Fellini: “Me parece que esta
aparición de una criatura aislada, presa
del delirio —por consiguiente situada en una dimensión extremadamente misteriosa—, al unirse con el primer
plano de Gelsomina, que viene inmediatamente después, y en el cual ella lo mira
con curiosidad, es capaz de enfatizar con bastante poder de sugerencia la
soledad de Gelsomina.”
Creo que, en efecto, es así: el
delirio de los otros, absolutamente impenetrable, nos pone frente a nuestra más
profunda e inevitable soledad.
Bibliografía recomendada
Abbas Kiarostami. Textes, entretiens, filmographie complète, París, Éditions de l’Étoile/Cahiers du Cinéma, 1997.
Artaud, Antonin, El cine, Madrid, Alianza, 1992.
Buñuel, Luis, Mi último suspiro, Barcelona, Plaza & Janés, 1987.
Eder, Klaus y otros, Buñuel, Buenos Aires, Kyrios, 1978.
Gibson, Arthur, El silencio de Dios. Una respuesta creativa
a los filmes de Ingmar Bergman, Buenos Aires, Megápolis, 1973.
Gubern, Román, Cien años de cine, Barcelona, Bruguera, 2 vols., 1983.
Jacobs, Lewis (comp.), El arte del cine, Buenos Aires, Peuser,
1963.
Salachas, Gilbert, Fellini, Caracas, Monte Ávila, 1972.
Schwarz, Michael, Luis Buñuel, Barcelona, Plaza &
Janés, 1988.
(Intervención en la mesa redonda “Angustia y delirio
en la mitología, el arte y la vida”, auspiciada por AEPA (Asistencia y Estudios
Psicoanalíticos Argentinos), Centro Cultural Recoleta, 11 de noviembre de 1998.
Publicada luego en el boletín cultural de esa fundación, febrero de 1999.)