Voy a hablar (muy
brevemente) del concepto de mediación
editorial,(1)
de su influencia en el producto final, que es el libro —objeto real e ideal a
la vez—; y, sobre todo, de su pertinencia para la teoría y el análisis literarios.
Para acotar un campo tan amplio, y adelantarme a las conclusiones, diré que mi
idea central es que la mediación editorial es una instancia que aparece muy
poco en los análisis literarios o textuales en general. Correlativamente, lo mismo
pasa con los mediadores editoriales, los agentes que realizan ese proceso:
editores, traductores, correctores, revisores, diseñadores, etc.(2)
Creo que la falta
de una consideración objetiva y concreta de la instancia de la mediación
editorial conduce a análisis de tipo idealista, ya que implica una denegación
de un aspecto material esencial en la producción del libro (proceso,
precisamente, material en varios sentidos).
Un ejemplo de
este tipo de análisis lo constituye el (por otra parte, excelente) libro de Patricia
Willson La constelación del sur. Traductores y traducciones en la literatura
argentina del siglo XX. Una tesis de la que la autora afirma: “Esta
investigación tuvo como primer supuesto la pertinencia de analizar la
literatura traducida desde una perspectiva crítica situada en el marco de la
cultura receptora” (p. 15). Con este punto de partida y esta perspectiva,
analiza especialmente a Victoria Ocampo, Jorge Luis Borges y Pepe Bianco; y también,
colecciones famosas como la
Biblioteca de La Nación y las
traducciones publicadas por la editorial Sur y sus continuadoras.
Es cierto que
Willson menciona varias veces las “estrategias editoriales”; pero las define
como “los modos de construcción de lo foráneo por parte del aparato editorial”
(p. 28). No parece suficiente, sobre todo porque no se detiene para nada a, por
lo menos, describir ese “aparato editorial”, que así deviene en una suerte de
fantasma, no se sabe si causa o consecuencia de qué cosa. Otra vez: “... antes
de reprochar la selección de algunos textos y la omisión de otros, el crítico
puede reflexionar sobre los criterios
editoriales subyacentes. Esa reflexión ha de ser situada...” (pp. 28-29, subrayado mío), afirmación que en principio
promete, pero luego deriva hacia consideraciones sobre la “institución
literaria” (de cuño derrideano, quizás), que no satisfacen en absoluto por su
cualidad, lo repito, idealista (“hay todo un aparato más o menos formal que
acompaña y sostiene la importación”: p. 247. Sí, pero ¿sólo formal? O, en todo
caso, ¿qué significa exactamente formal?).
Más allá de las
obligadas referencias al auge de la industria editorial entre guerras o al
precio del papel después de la primera guerra mundial, me parece que urgirían
consideraciones aún más concretas, materialistas.
Para dar un ejemplo contemporáneo: habida cuenta del estado actual de las
cosas, ¿por qué no hacer una historia de las traducciones en la Argentina a partir del tipo de cambio? ¿O bien de —como
correlato o no— los “honorarios” de los traductores? (Espero que esto se
entienda como exageraciones deliberadas... de caminos perfectamente posibles.)
Digo: la función
del editor como mediador entre la “literatura” y el mercado. O, directamente,
por qué no, como representante del mercado.
Y, más aún, el editor como el que da —por ahora no se me ocurre otro verbo— la forma definitiva, material (o gran parte de ella, o sólo una parte, cuya dimensión habría que evaluar con toda la precisión alcanzable) al texto, y cuya mera existencia, ineludible, podría llegar a inhibir análisis definitivos respectos del por qué tal cosa o la otra en cuanto a la “intención” del autor, de la obra, etc.(3)
Y, más aún, el editor como el que da —por ahora no se me ocurre otro verbo— la forma definitiva, material (o gran parte de ella, o sólo una parte, cuya dimensión habría que evaluar con toda la precisión alcanzable) al texto, y cuya mera existencia, ineludible, podría llegar a inhibir análisis definitivos respectos del por qué tal cosa o la otra en cuanto a la “intención” del autor, de la obra, etc.(3)
Un ejemplo entre
otros: el tema de la función y el sentido de las notas al pie de “Borges” en su
famosísima traducción de Las palmeras salvajes (pp. 173-174). La
interpretación de la autora es brillante, sí, pero ¿cómo está tan segura de que
el “autor” de las notas sea Borges? (Willson cita, precisamente a F. Aparicio,
para quien, en su traducción de Orlando, Borges obra como “editor”, y no
sólo como traductor del texto; p. 152. Pero es sabido que siempre hay un editor, sea quien sea.) En la interpretación
willsoniana, la atribución de la autoría de las notas a un sujeto “real” (Borges,
traductor y escritor), o a otro, no es indiferente; al contrario, es el centro
de una deriva interpretativa muy interesante..., pero quizás completamente
falsa. ¿Es esto irrelevante? No lo creo.
Este mismo
problema lo revolotée en un artículo anterior sobre la célebre cuestión de las
comillas que Roberto Arlt utilizaba (supuestamente, adelanto) para las palabras
en lunfardo; comillas que fueron diversamente interpretadas por David Viñas y Raúl
Larra.(4) (En el
libro de Willson aparece también este tema de los valores diferenciales de las
comillas y las bastardillas —p. 178—, y se da por supuesto que es Borges quien
toma esas arduas decisiones tipográfico-semióticas.)
En aquella nota (Valle,
2002), puse: “Todos los que trabajamos en la tarea de edición sabemos que la
explicación de Larra (que Arlt no era el responsable de las comillas) tiene
todas las chances de ser acertada. Más cuando también se sabe, por otro lado,
que Arlt no tenía tiempo ni, probablemente, ganas de repasar las pruebas de sus
textos y reafirmar (o no) sus intenciones tipográficas. Pero esta explicación
es meramente empírica (y a la vez, a estas alturas, incomprobable). Lo que
Viñas afirmaba era otra cosa e implicaba una cierta teoría de la literatura
para la cual ciertos datos supuestamente empíricos (las ‘intenciones del
autor’, la mediación de editores o correctores) son, en un cierto nivel,
irrelevantes. Para decirlo algo pedantemente (y con comillas), para Viñas,
‘Arlt’ no es (sólo) un nombre propio, sino la designación metalingüística, casi
convencional, de una escritura: un proceso de producción en que el individuo
‘autor’ es sólo una parte.”
Pero esto último
no deja de padecer bastante del idealismo que le reprocho a Willson. En todo
caso, la ironía del comentario era atribuir a Viñas, un crítico “realista” y
“materialista”, cierto matiz posestructuralista, o “neorretórico”, como diría
él, que seguramente no le gustaría nada. En el presente artículo, mi punto de
vista está en el otro extremo, y termino por “darle la derecha” al bueno de
Larra.
En todo caso, y
fuera de broma: ¿cuál es la verdadera injerencia de los mediadores editoriales?
No puedo extender una respuesta satisfactoria aquí, ya que por la índole misma
del tema se requerirían estudios empíricos y desarrollos teóricos que hoy por
hoy son del todo insuficientes.
Pero es cierto
que un punto de vista más atento a estas cuestiones lo da la investigadora
sueca Cecilia Alvstad en su tesis reciente, La
traducción como mediación editorial.
Alvstad parece
coincidir, en general, con Willson cuando dice que “los libros constituyen el
resultado de diversos perfiles editoriales” (p. 191). Aunque en todo momento aclara
(su estudio es cuantitativo, pero no carece de teoría) que “los mediadores
dejan huellas estilísticas en los libros que publican” (p. 35) y que “es
posible que las cuestiones que tienen que ver con la práctica mediadora de la
editorial y su política de edición y publicación en muchos estudios se adscriban
erróneamente a otros factores” (p. 15).
Su concepto de
que “la tendencia general es restar importancia al contexto editorial” (p. 14)
ha inspirado mi artículo. Éste podría considerarse, sin falsa modestia, como
una mera paráfrasis de aquél.
Notas
(1) Para el tema de la mediación editorial, ver Alvstad (2005), que por
otra parte comento más detalladamente al final del artículo. Por ejemplo: “Los
mediadores toman continuamente decisiones en el proceso de traducción” (p.
110); “Considerar la traducción como mediación editorial significa concebirla
como el resultado de trabajo de una serie de mediadores editoriales y no de un
solo traductor” (p. 184). Etcétera.
(2) Cuando aparece alguna referencia a esa instancia, es para ser
denigrada, no siempre sin razón. Por ejemplo, veamos un ejemplo típicamente
plañidero, de Milan Kundera (1995): “Muchas veces me enfurecí con las traducciones
traicioneras sin dar a entender más claramente que los responsables no son
necesariamente los traductores. Hace poco leí: ‘A veces, los escritores
extranjeros reprochan a sus traductores franceses que edulcoran la expresión —y
por ende también el contenido— de sus obras. Esos escritores deben saber que
las edulcoraciones no son necesariamente obra de los traductores: a veces son
impuestas por las editoriales.’ Fue Pierre Blanchaud quien escribió estas
palabras en un notable artículo publicado en el último número de la revista L’Atelier
du roman. Cuenta también allí la historia tan increíble como común de su
traducción de Kleist. El editor, que exigía un texto elegante, ‘bien escrito’,
fácilmente legible, impuso modificaciones que el traductor, fiel al estilo
extraño, áspero de su autor, se negó a aceptar. Hubo juicios, enredos,
humillaciones (para el traductor, naturalmente, porque en la pareja
traductor-editor el débil es él) y, al final, una nueva edición de Kleist
(hecha por otro) que es tan legible como lamentable, lo que Blanchaud demuestra
con ejemplos en la mano. Y resume así la situación que, doy fe, es cada vez más
frecuente en todas partes del mundo: ‘Cuando [el traductor] entrega el
manuscrito le dicen que las ‘torpezas’ halladas en su texto exigen una
intervención minuciosa del revisor (elegido por el editor)... Lo que tienen en
común todas esas revisiones es que hacen decir cualquier cosa a los autores
traducidos... Si sus frases son largas, se recortan; y se alargan si son
cortas. Se adornan inútilmente las cópulas pero se eliminan las repeticiones
significativas... ¿Cuáles son las razones de esta censura, de esta reescritura
salvaje?... La sumisión total a cierto estilo con gancho, a una escritura de
supermercado, que es [para el editor] la única capaz de vender el libro.’”
(3) Un ejemplo, no por obvio menos interesante: ¿quién pone título al libro,
con todo lo importante que eso puede ser? Una
vuelta de tuerca: idea genial del traductor, Pepe Bianco, que se extiende
hasta hoy sin atribuirle el justo mérito. Anécdotas sobre decisiones “éticas”:
Liliana Heker negándose a cambiar Zona de
clivaje y retirando la novela de una importante editorial. Reciente cambio
de la última novela de Alan Pauls: de Ex
a El pasado. Ver, para esto, los
libros del editor-dueño de Anagrama, Jorge Herralde, sobre todo el último, Por orden alfabético (Barcelona, 2006).
Fuente inestimable para lo que estamos comentando: cómo se construye una
“literatura” desde instancias para las cuales el tibio nombre de “paratexto” se
queda corto (pujas en Frankfurt, presentaciones de prensa, reseñas favorables
de “amigos de la casa”, premios más o menos amañados, etc.).
(4) “Pero ocurre [con el
lenguaje] como al hacer el amor con la Bizca o al sentirse
pringosamente querido por el Rengo: el
miedo a ‘la caída’, el terror a
quedar pegado, Antes el conjuro se lograba con el toque sobre algo duro:
era la forma de distanciarse; con las palabras lunfardas el procedimiento es
semejante: se escribe chorro y guita, pero entre comillas. Es decir, si
me atraen desciendo hacia ellas, y porque me seducen las utilizaré para
fascinar montando un espectáculo alrededor de mi lenguaje. Pero con cautela,
entrecomillándolas y tomándolas con la punta de los dedos, no sea que me quede
pegado en ellas y me desmorone en eso que presiento un tembladeral” (Viñas). “En
su nihilista de Sarmiento a Cortázar [Viñas] le reprocha a Arlt, tan luego a Arlt, que
entrecomillara las palabras lunfardas. A Viñas, que le parece revolucionario
escribir peuyó, por Peugeot, se le escapa que Arlt fue de los primeros en
lunfardear en nuestra literatura. Las entrecomillas corrieron por cuenta del
editor o del diario ‘El Mundo’, que no admitía que cuando se hablara del furbo
o del squenun se tipografiaran como palabras corrientes. ¿Y aún
entrecomillándolas significa desmedro por la palabra lunfarda o por los
vocablos populares frecuentemente utilizados por Arlt?” (Larra). (Curiosamente,
cabe suponer que a Viñas le ha pasado algo parecido que a Arlt según Larra,
porque “alguien” le puso en bastardilla palabras que, si no me equivoco,
debieron ir entre comillas.)
Bibliografía
Alvstad, Cecilia (2005): La traducción como mediación editorial,
Gotemburgo, Acta Universitatis Gothoburgensis.
Herralde, Jorge (2004): El observatorio editorial, Buenos Aires,
Adriana Hidalgo.
Herralde, Jorge (2006): Por orden alfabético, Barcelona,
Anagrama.
Kundera, Milan (1995): “El arte de la
fidelidad”, trad. de Cristina Sardoy, en Clarín Cultura y Nación,
Buenos Aires, 13 de julio.
Larra, Raúl (1986): Roberto Arlt, el torturado, Bueno Aires, Futuro (primera ed.,
1950).
Viñas, David (1982): Literatura argentina y realidad política, Buenos
Aires, CEAL (primera ed., 1964).
Willson, Patricia (2004): La constelación del sur.
Traductores y traducciones en la literatura argentina del siglo XX, Buenos Aires, Siglo XXI.
(Boletín de Humanidades, nueva época, año 7, Buenos Aires, Colegio
de Graduados de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de
Buenos Aires, 2007.)