Leer la
literatura del peronismo es, se nos ocurre, leer la literatura
argentina. Y no sólo del cincuenta para acá, sino desde su origen histórico, en
sus mitos fundacionales, constantemente redefinidos. Toda literatura aparece
tensionada entre esa reformulación de sus orígenes, su relación con lo
contemporáneo y su impulso utópico. Busca en el pasado la causa del presente, o
una metáfora iluminadora; causalidad y analogía, matrices ideológicas básicas
del pensamiento occidental, devienen así procedimientos estructurantes de
muchos textos que nos interesan.
“La
literatura argentina empieza con Rosas”, dice Viñas. En este preciso sentido
—la época rosista como cruce de tensiones ideológicas que generan por primera
vez una literatura con perfiles propios—, es que volvemos a proponer el lugar
común: la literatura argentina empieza con “El matadero”.
Escrito alrededor de 1838 y publicado recién en 1871,
el relato de Echeverría surge como la “puesta en narración” de la oposición
fundamental que el Facundo extiende por primera vez. Civilización y/o
barbarie, etcétera. No hay una división del trabajo estricta, ya que en ambos
hay “teoría” y “narración”, sólo que en diversas dosis. También los unen otras
características comunes: su intención polémica, su estructura argumentativa.
En todo caso, “El matadero” se nos aparece como el
gesto fundante de una forma narrativa que trata, por un lado, de ejemplificar
la dicotomía sarmientina y, por otro, de resolver, si bien precariamente, el
problema narrativo-ideológico de “contar al otro”. La otredad, ya en
Echeverría, se carga con las connotaciones que trazan una línea, una serie
literaria que queremos leer: es una fuente de constante amenaza (a la propia
vida, pero también a la integridad de sentido y, también por este lado, a la
tranquilidad, a la seguridad); consecuentemente, es un polo de seducción: se
desea lo otro, lo que no soy yo mismo, pero al reconocer en ese otro
parte de mí mismo, o a la inversa (y esto está clarísimo en Sarmiento), se
reinstala el verdadero objeto del deseo, la Totalidad perdida.
Amenaza/seducción, entonces. El camino que va desde Los años despiadados
(1956), de David Viñas, hasta La boca de la ballena (1974), de Héctor Lastra. Y pasa,
obviamente, por el primer Cortázar, el de “Ómnibus”, “Casa tomada” y, más que
nada, “Las puertas del cielo”, sin excluir la temprana novela, publicada
póstumamente, El examen.
El misterio de lo desconocido, lo indefinible, lo opaco, lo indecible (lo
incomunicable es fuente de toda violencia, decía por entonces Sartre).
Objetivación y exteriorización de lo irracional, lo intuitivo (valorado
positivamente desde el pensamiento populista o la intelligentsia
culposa). En suma, reificación de un polo de una contradicción real
ideologizada. Como siempre, bajo la forma de hipóstasis o elipsis, de negación
o desplazamiento, reencontramos, más sencillamente, la lucha de clases.
Ver en la oposición peronismo/antiperonismo una
reedición aumentada y corregida de las luchas entre unitarios y federales del
siglo pasado es un ejercicio particularmente infeliz, creo, de ahistoricismo,
por completo reaccionario, practicado tanto por las corrientes historiográficas
neoliberales como por las revisionistas, que al menos tienen la virtud de ser
contestatarias (virtud bastante menguada, por cierto, cuando disfrutaron la
gloria fugaz del oficialismo, de la hegemonía intelectual).
Pero justamente son estas matrices ideológicas las que
nos parecen eficaces para estudiar las formulaciones literarias del peronismo,
por la fuerza con que vuelven a actuar una y otra vez en las capas sociales
cuyo imaginario incide en la producción de los textos considerados. Con todas
las variantes posibles, pero con la determinación común de intentar abarcar,
delimitar, “explicar”, un fenómeno que parece exceder toda
estructuración. Si la escritura mantiene una relación de insuperable
exterioridad con lo real, en el caso del peronismo esta limitación se vuelve
acuciante, patética, acaso ridícula.
La revista Martín Fierro había propuesto, a
mediados de la década del veinte, una suerte de “populismo oligárquico”. La
segunda vertiente deriva en la revista Sur y su más notorio
representante es, obviamente, Borges. Pero también el Mallea que en Historia
de una pasión argentina propone otra dicotomía exitosa: la Argentina invisible
frente a la Argentina
visible, lo auténtico frente a lo artificial, lo telúrico frente a lo foráneo,
el interior frente a la ciudad, etc. Cuando aquella Argentina invisible se
muestra por fin y lava sus patas en la fuente impoluta de lo histórico, la
elite intelectual se repliega ante una realidad demasiado dura para aceptarla
de acuerdo con su propia teoría, y se refugia en ideales inmaculados, en un
idealismo, como siempre, sospechoso.
La otra línea, que volveríamos a llamar “populista” si
esta palabra no estuviera cargada tan negativamente, desemboca en ese monstruo
literario que es el Adán
Buenosayres de Leopoldo Marechal, y que, ejemplificando las tesis
del primer Borges en “El escritor argentino y la tradición”, arrastra a Joyce y
a Virgilio por las veredas de un Villa Crespo mitológico.
Y, si las revistas literarias marca(ba)n en la Argentina los avatares
generacionales de nuestra intelectualidad, no hay duda de que sigue Contorno.
La revista de los Viñas, Masotta, Jitrik, Sebreli y otros pocos se constituye a
partir de dos determinaciones principales, muy relacionadas entre sí, aunque
haya una ligera derivación cronológica de una hacia otra. Primero, hacer una
revisión de la literatura argentina al margen de la hagiografía oficial;
segundo, pensar la historia argentina desde un presente en el que el peronismo
aparece como referente global, como trauma estructurante, como deuda impaga.
Este juego de relaciones produce un equilibrio inestable, que puede rastrearse
privilegiadamente en las novelas de David Viñas.
Por un lado, hay que estar contra el peronismo sin ser
antiperonista (“Contreras pero no gorilas”); por otro, buscar o crear un
espacio de izquierda democrática y nacionalista entre el ala progresista de Sur
(la Unión
Democrática va convirtiéndose en un recuerdo vergonzante) y
algunos aspectos positivos del peronismo. Pero las superposiciones son
inevitables y llevan tanto a la crítica despiadada (y acaso injusta) de
Jauretche como a la utópica síntesis frondizista.
Contra el
maniqueísmo peronismo/antiperonismo, entonces, buscando soluciones dialécticas.
Pero, a la vez, con la impronta sartreana de “ensuciarse las manos” y enfrentar
ciertas opciones por sí o por no. Es en este campo de fuerzas discursivas donde
hay que leer, creo, Un Dios cotidiano, Los dueños de la tierra y,
sobre todo, Los años despiadados.
Desde el
título se plantea una polisemia triangular. Si esos “años” son los del
peronismo y a la vez los de la adolescencia, el texto postula la época
peronista como una forma de adolescencia: transición, crecimiento desgarrante,
aparición de lo que está oculto, larvado. Pero, por otra parte, el adolescente
prototípico es Rubén, con su ambigüedad sexual, sus vacilaciones, su inserción
de clase (Sebreli, por esta época, decía que la juventud es un mito de la
conciencia burguesa, que el proletariado pasa directamente de la niñez a la
adultez). Rubén-Rubi-el rubio representa esa suerte de “pecado original” de la
clase media que Masotta analizara en su libro sobre Arlt. Sus relaciones con
Mario, el “morocho”, son de una dominación reversible: si Mario es
todopoderoso, hace lo que le da la gana, “se los coje a todos”, Rubén lo domina
discursivamente (en el extraño capítulo VI, donde juegan de acuerdo con sus
reglas).
Rubén mira
al mundo desde arriba, desde su “torre”; su poder es visual, discursivo,
ficcional, “masturbatorio”. El lugar de Mario (del peronismo) es la realidad,
“las cosas”, el mundo verdadero, sobre todo la calle. Ése es el
escenario de la violación, que consuma lo no explicitado de “El matadero”, y de
alguna manera lo justifica.
El
peronismo aparece, entonces, no sólo como lo oculto de la sociedad argentina
(lo “invisible” de Mallea), sino también como una especie de culpa que
la clase media quiere o debe expiar. El objeto (inerte, explotable, narrable)
que se vuelve sujeto. La mirada desde arriba, correlativamente, se
vuelve desde abajo (la posición del violado).
Habría
que agregar a este esquema sus ratificaciones laterales (sin dudas, cualquier
texto de Viñas abunda en sobresignificaciones), especialmente en el personaje
de Ofelia, hermana de Rubén, en la que la fascinación ambigua hacia el
peronismo está explicitada hasta otras formas de consumación.
El texto
se construye en base a estas tensiones: el peronismo sigue siendo la masa
informe, agresiva, poderosa, inorgánica; pero también síntoma, emergente
de una realidad social de cuyas contradicciones el texto quiere hacerse cargo.
Esta realidad es vista bajo una forma sartreanamente totalizadora en la que cada
elemento puede y debe ser relacionado con otros, y cada nivel tiene su
correlato en otro nivel, apuntando hacia la recuperación de un sentido global.
De esta manera, la lucha de clases puede tener su manifestación en la
sexualidad y ésta, por lo tanto, ser metáfora de aquélla.
Estas
sobredeterminaciones de cada unidad narrativa hacen la lectura un tanto pesada,
reiterativa, quizás obvia. A esto también contribuye el “estilo” particular de
Viñas, en el que se mezclan constantemente la percepción, la reflexión y el
recuerdo (con abundancia de signos gráficos ad hoc, comillas, guiones
interiores, bastardilla). Esta proliferación parece inevitable cuando se
plantea la necesidad de dar cuenta de una realidad social, histórica,
psicológica, entendida como una dialéctica entre mundo e interioridad, y al
mismo tiempo se admiten las limitaciones de la escritura, siempre resistente a
las presiones de lo referencial. La distancia de lectura puede perjudicar un
poco al texto, pero no si se lo coloca frente a otras soluciones narrativas
contemporáneas.
El peronismo
como lo indecible, como lo inenarrable. Como maldición.
Otros textos,
intentan dar cuenta del fenómeno de una manera indirecta, perpleja, irritada. Fin de fiesta (1958),
de Beatriz Guido, desarrolla la historia de un caudillo conservador de
Avellaneda, en el que puede reconocerse claramente al famoso Barceló; sus
tácticas de dominación son descriptas con la frialdad cínica que sólo puede dar
una mirada demasiado cercana a ese mismo mundo decadente. Pero la estructura
general del libro reproduce el esquema argumentativo de “El matadero”: a partir
de la caída del caudillo provincial (que muere un 17 de octubre), toda la
política nacional se ve dominada por su estilo. El texto había sido una
metáfora del peronismo, cuyo significado se revela al final y que lo muestra,
otra vez pero desde un punto de vista opuesto, como el emergente de una vida
nacional metafísicamente predeterminada.
La ribera, de Enrique Wernicke (1955), y Nada que perder
(1982), de Andrés Rivera, también extienden dos largas historias cuyo tiempo
narrativo se detiene cuando aparece el peronismo. El primero contrapone el
individualismo de un burgués desarraigado con la militancia antinazi, durante
la dictadura militar previa al gobierno de Perón, pero acentuando la
continuidad final del régimen. El segundo hace un verdadero relevamiento del
sindicalismo clásico de izquierda, hasta la década del cuarenta, en la
que el peronismo puede verse, forzando los ojos, por contraposición.
Responso, de Juan José Saer, da otra respuesta, más
parcializada, tal vez más eficaz. El relato propone la decadencia personal de
un ex-sindicalista, a partir de 1955, pero su referencialidad es escasa,
indirecta, sutil. Saer acumula los rasgos de esta “caída” sin abundar en sus
causas, estableciendo todo un programa narrativo en el que la política sólo
podrá entrar sesgadamente a la ficción (como en Cicatrices, Nadie
nada nunca e incluso Glosa).
Del sesenta para
acá, cómo ignorarlo, las cosas cambian. Ocurre la “conversión” de gran parte de
la izquierda al peronismo; entra en crisis un modo de representación de la
realidad. Es la serie que incluye textos tan contrapuestos y a la vez
extrañamente relacionables como Operación masacre de Walsh y El frasquito de Gusmán. Ésta es otra
historia, pero todavía es nuestra historia.
(mayo-junio de
1989)