Llevaba un par de noches durmiendo mal, la anterior no había pegado ojo y ésta parecía que iba por el mismo camino. Me levanté de la cama y cogí un comic de Enigma que me picaba la curiosidad desde hacía tiempo. Tenía muy buena pinta, pero no había tenido tiempo ni de ojearlo. De repente noté una presión familiar. “Otra vez al baño” suspiré. Era realmente un engorro, pero está claro que el embarazo viene unido a hacer del váter tu mejor amigo.
Me llevé un pequeño susto cuando vi que el papel higiénico estaba teñido de un leve rosita (Y no es que yo tenga la costumbre de mirar el papel higiénico cuando me limpio mis partes, pero me obsesionaba manchar y no darme cuenta. Puede ser el inicio de un aborto). Aparentando toda la tranquilidad de la que fui capaz entré en la habitación donde Raul roncaba muy bajito. ¡Dichoso de él! Muy pocas cosas le quitan el sueño. Le llamé en susurros y le expliqué de forma concisa que tocaba irnos a urgencias. Ahora a seguir las instrucciones de la matrona: duchita, comprobar la canastilla, mucha tranquilidad y al coche. Eran las cinco de la mañana, me pareció una señal extraña que coincidiera con la hora a la que me levanto de lunes a viernes para ir a trabajar.
Una vez en urgencias Raul se fue a buscar sitio y yo me encaminé a la sala de espera hasta que llegara él. Y allí nos pusimos todo lo cómodos que pudimos, cargándonos de paciencia para lo que sabíamos iba a ser una pesada espera. Para mi sorpresa no tuve que esperar tanto. Ahí estaba…EL DOLOR, el dolor en letras mayúsculas. Vino sin avisar y me dejó sin aliento. “Raul me estoy poniendo muy malita”. “Pues ve a buscar a la enfermera” me contestó con toda su pachorra. Así que me levanté con dificultad y le expuse a la enfermera que me dolía mucho y que la cosa iba en aumento. “Bueeeno, pues siéntate allí y ahora te atenderemos” Ya sabéis como van los "ahora" de la seguridad social. A lo mejor no fue mucho rato el que esperé, pero se me hizo eterno. Cuando por fin apareció alguien. Yo ya no podía sentarme recta en la silla. “¿Cada cuanto te dan las contracciones?” “¡Yo que sé!” “¿Cada cuanto te duele?” “¡¡¡SIEMPRE!!!” “Que venga de inmediato el tocólogo”. “¡Hombre! ¡Por fin!” pensé en ese momento, pero enseguida me di cuenta de mi error “Inmediato” en la seguridad social tiene un significado subjetivo. Para entonces a mi ya se me escapaban los gemidos. Al fin llegó el tocólogo y me despatarró en la típica camilla infernal para estos efectos.
¡Qué casualidad! El tocólogo era canario como yo. En ese momento maldecí para mis adentros la coincidencia porque le desató la lengua. Él no paraba de hablar mientras yo me retorcía en la camilla. No me extrañó mucho su comportamiento poco solidario, ya que enseguida me di cuenta de que era chicharrero. Es muy posible que me torturara conscientemente, pues él también tenía muy claro que yo era canariona. ¡Dios!! La rivalidad fronteriza me tenía que perseguir hasta un hospital de Madrid, ¡Y en qué momento más delicado! “Acelera Pepe que nos pare aquí mismo”, menos mal que la enfermera era más realista. “Bueno, pues ya está. Hacedle la ficha y la mandáis directa a Dilatación”.
¡¡¡La ficha!!! Pero si me estoy muriendo. Mandadme directamente a una cubeta llena de epidural malditos sádicos. Pero no lo hicieron. La enfermera metió el turbo y, afortunadamente, acabó la ficha en un periquete (como se nota que ella no era chicha).
Así que me vi volando por los pasillos en una silla de ruedas y con el dolor en letras mayúsculas creciendo a cada segundo. En Dilatación me esperaban tres matronas para subirme a una cama-camilla y hacerme entrar en razón. Nada más difícil. En esos momentos mis gritos se oían en Sebastopol. “¡¡¡Epidural!!! ¡¡Epidural!! Seré buena, por favor, no me torturéis máaaaaaaaaaaas”, pero las insensibles sólo sabían responderme con exasperantes “Respira” “Calmate” “Tranquila”. Odio que me digan “Tranquila”, si quisiera estar tranquila no estaría gritando como una energúmena. Para más INRI se atrevieron a comentar divertidas anécdotas de su vida personal entre ellas mientras yo agonizaba, con lo que tuve que redoblar el volumen de mis chillidos para que no se pudieran oir entre ellas y pusieran su atención donde debían: en mi, por supuesto.
De repente Raúl asomó la nariz por la puerta de la habitación. Y debió pegarse un buen susto cuando descubrió que su dulce mujercita se había convertido en la niña del exorcista. Pálido tomó asiento en un rincón, aunque no por mucho tiempo. Una de las matronas lo mandó al pasillo temiendo que acabara convirtiéndose en una urgencia más. Raul no se lo pensó dos veces y salió escopetado de la habitación. “¡Que pasa con la maldita epidural, incompetentes!”, está claro que esta situación sacó lo peor que hay en mi. Afortunadamente esto lo pensé y no lo dije en voz alta. Mi yo interno es un contestatario, pero mi yo externo es encantador y siempre sonriente. Es una pena que el interno de vez en cuando salga a tomar el aire y la tome con la pobre víctima propiciatoria que se cruce en ese momento. Y…sí. La víctima suele ser Raul, pero no hay de qué preocuparse. Ya está acostumbrado a estos arrebatos.
“¡Aleluya! Ahí llegaba la epidural. Rápido, rápido metedla en vena”. Pero no iba a ser tan fácil. “Fuiste a las clases preparto?” “Sí, síiiiiiiiiii ¡Epidural!” “¿Te acuerdas de la postura del gato?” “El Gato, sí, el gato, epiduraaaaaaaaaaaaaaaal” “Es muy importante que te acuerdes de cómo era” “Aaaaaaaaaaaaaaaaaaarg”. “A ver, encógete así, saca la columna vertebral hacia afuera…pero mujer, pon más empeño que no es así”. Para mis adentros “matar, matar”. “Muy bien, así, muy bien. Ale! Ya está el pinchacito, a que no has notado nada”. “Pues no, la verdad es que si te cortan la pierna no notas el dolor de cabeza, so vacaburraaaaaaaaaaaaaaa”, esto también lo pensé, pero no lo dije. En realidad sólo podía decir: “Aaaaaaaaaaah, aaaarg, ayayayayay”
De repente la droga salvadora empezó a correr por mi mitad inferior y todo cambió. Oye, que majas eran todas de repente, que amables, que calidad humana, que…zzzzzzzzzzzz. Pero no, no llegué a dormirme, casi, pero no. Me dió vergüenza en pleno parto.
Raúl volvió a la habitación y seguro que se alegró al ver cómo me había cambiado la cara. El dolor se había ido. Estaba tan a gusto que por mi el niño podía haber tardado una semanita en nacer. Pero Daniel no quiso esperar tanto.