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El baile de disfraces de los Yippies.



El jueves 4 de julio dedicábamos una entrada a la utilización del disfraz por parte de los yippies, que se abría con esta cita de Abbie Hoffman: “Cualquier uniforme es nuestro enemigo. No son más que una extensión de la vida maquinal. La forma en que nosotros vestimos —con disfraces— está en oposición total a la cultura del uniforme. Los disfraces son lo contrario de los uniformes”.  Hoy, a modo de ilustración, os ofrecemos este texto de Norman Mailer en el que describe Los Ejércitos de la Noche (Anagrama, 1995) de la Marcha al Pentágono del  21 de octubre de 1967.



“[…] Se acercaban caminando: un ejército de ciudadanos de todos los tamaños aunque sin formar por estaturas, un ejército de ciudadanos de ambos sexos representados de modo casi paritario, de todas las edades aunque jóvenes en su mayoría. Algunos vestían bien, otros eran de clase humilde; muchos tenían un aspecto convencional, otros muchos no. Había numerosos hippies; se aproximaban por la colina vestidos como las huestes de la Sgt. Peper’s Band, como jeques árabes, con largos gabanes de portero de Park Avenue, al modo de Rogers  y de Clark y otros héroes del Oeste como Wyatt Earp, Kit Carson, Daniel Boone y su traje de ante, con grandes mostachos que evocaban a paladines legendarios, como feroces pieles rojas con plumas, uno de ellos disfrazado de Batman y otro de Claude Rains en El Hombre Invisible (con el rostro totalmente vendado y sombrero de copa)… Un buen número de ellos llevaba capa; gastadas capas de color caqui, utilizadas para dormir y como mantas, toallas y macutos improvisados; o capas elegantes, con forro anaranjado o de un luminoso rosa, con los bordes desgarrados, hechos casi jirones, y las hebras al viento, pero con sombreros de mosquetero en la cabeza. Un hippie parecía ir disfrazado de Charles Chaplin; también Buster Keaton y W. C. Fields podrían haber asistido al baile. Había marcianos y selenitas, y un caballero sin caballo que avanzaba con paso majestuoso bajo el peso de la armadura. También había un centenar de hippies con el uniforme gris de los soldados confederados, y tal vez doscientos o trescientos con guerreras azul oscuro de oficiales de la Unión


Sin duda habían elegido sus disfraces en almacenes de saldos, en tiendas de artículos extravagantes, en puestos de baratillo y en cubiles psicodélicos de fruslerías hindúes. Se veían soldados de la Legión Extranjera, jóvenes con saharianas tropicales, con uniformes de sarga y de San Quintín, con camisas y pantalones a rayas de California, con imitaciones inglesas de las chaquetillas Eisenhower, disfraces de pastores turcos, de senadores romanos, de gurús, de samuráis con sucios ropones. Era todo un muestrario de indumentarias híbrido entre la historia y los cómics, entre la leyenda y la televisión, entre los arquetipos bíblicos y el mundo del cine. La visión de aquellas tropas, de aquel ejército de millares de disfraces, se ajustaba a la perfección a la más vieja idea de la guerra de nuestro General, que postula que cada hombre se vista como le venga en gana a la hora de entrar en combate, porque está en su derecho, y la variedad no ha de menoscabar el brío de los mejores hombres de cada batallón (estos se contaban por millares, con cazadoras a cuadros, pantalones de pana, tejanos… ¡listos para el ataque!). Si la visión de tal mascarada carecía de la usual y festiva connotación de “damas disfrazadas en el salón y niños famélicos en la calle”, no era solo por lo raído de los trajes (gran parte de ellos sin duda eran usados por los hippies diariamente), sino también porque la estética había irrumpido al fin en la política: el baile de disfraces se aprestaba a la batalla […]”.

Las aventuras de los yippies (4.3): El Festival de la Vida - El OM de Allen Ginsberg frente a las porras



(Continuamos con las acciones de los yippies y la brutal represión policial durante la Convención Demócrata de Chicago en 1968. Recurrimos de nuevo a un fragmento de Norman Mailer y su Miami y el sitio de Chicago -publicado en Capitán Swing, con traducción de Antonio G. Maldonado-, ilustrado con un vídeo de Allen Ginsberg y los yippies en la playa del lago Michigan poco antes de la batalla de Chicago; cerramos la entrada con la descripción de la escena junto al lago por el propio Abbie Hoffman en Yippie! Una pasada de revolución.)


OM FRENTE A PORRAS (Norman Mailer)

[...] Sin embargo, muchos de los que se quedaron eran en teoría pacifistas, manifestantes admiradores de Gandhi -defendían la no violencia, la interposición mística de los cuerpos frente al ataque, como si la violencia del enemigo pudiera aplacarse mediante la acción espiritual de resistir pacientemente, resistir pasivamente los miles, las decenas de miles, los cientos de miles de golpes recibidos a lo largo de los años-. Ahora era Allen Ginsberg el que les dirigía la palabra.

La policía, mirando a través de las viseras de plexiglás, que habían bajado de los cascos, se vio obligada a contemplar al poeta, calvo, con los ojos agrandados por las gafas con monturas de carey, y una espesa barba oscura, mientras pronunciaba su discurso con voz de rana. El lunes por la noche y el martes por la noche le habían rociado gas, y había estado en la playa de madrugada, leyendo los tantras hindúes a algunos yippies. La unión de sus cantos y los gases le había arruinado por completo la voz, su preciosa voz. Uno de los instrumentos más poderosos e hipnóticos del mundo occidental había quedado reducido a los estertores de una garganta resentida, en carne viva.

Lo mejor que podéis hacer -les decía Ginsberg- en casos de histeria, angustia o miedo, sigue siendo cantar OM, todos juntos. Ayuda a aquietar los cosquilleos en el estómago. Uníos a mí, voy a intentar enseñaros.

La multitud siguió a Ginsberg. Aquélla era una generación dispuesta a probar cualquier idea, cualquier droga, cualquier forma de acción -incluso es posible que hubiera intentado colocarse con gas lacrimógeno durante los últimos días-, de modo que repetían OM.

LÁGRIMAS AL AMANECER (Abbie Hoffman)

El martes por la mañana hace fresco. Convenzo a los polis que me siguen para que me lleven a North Beach. Camino por la arena y me arrodillo junto a Ginsberg, cantando «Hare-Hare, Hare-Hare, Krishna». Voy con la chaqueta de karate, la porra y el casco. Me siento como un samurai en una iglesia. Es un grupo pequeño y están temblando, cubiertos con unas mantas. Contemplo las olas grises del lago Michigan desplegándose en la playa. Veo cuatro coches de policía aparcados en la carretera. Lloro lágrimas de verdad durante 10 minutos. Suelto un breve discurso diciendo que eso no sale en los telediarios, que esa noche eso no saldría en televisión ya que en su lugar habría violencia en las calles.

Me puso muy triste y me cagué en este puto país. Cuando me fui, los polis que me siguen dijeron:

—Qué extraño, ¿por qué vas a eso?
—Un buen político siempre va a la iglesia por la mañana —respondí.

Las aventuras de los yippies 1: Levitando el Pentágono
Las aventuras de los yippies 2: Tirando dinero en la bolsa
Las aventuras de los yippies 3: Vota al Cerdo
Las aventuras de los yippies 4.1:  El Festival de la Vida
Las aventuras de los yippies 4.2: El Festival de la Vida según Norman Mailer

Las aventuras de los yippies (4.2): El Festival de la Vida, según Norman Mailer

(Si antes dejamos que Abbie Hoffman y Jerry Rubin nos acercaran a la 'contracumbre' de Chicago en el 68,  ahora vamos a darle la palabra a Norman Mailer,  que nos describa los acontecimientos, en otro fragmento del muy recomendable Miami y el sitio de Chicago, publicado en Capitán Swing, con traducción de Antonio G. Maldonado; por otra parte, al leer el texto -al igual que con los otros textos de Mailer que hemos subido al blog, es fácil comprender por qué Hoffman lo admiraba tanto y llegara a decir que era "el mejor periodista de Estados Unidos".)
 
[...] se había librado una batalla en el Lincoln Park y los yippies habían sido expulsados finalmente, mucho después de la hora límite de las 23:00, con gases lacrimógenos. Y, lo que era mucho más llamativo, que algunos cronistas y fotógrafos de la prensa, pese a exhibir sus credenciales, habían sido golpeados junto al resto. El lunes por la noche la ciudad estaba cubierta por una atmósfera de guerra. En los corralones, varias horas después de que la convención diera comienzo a sus sesiones, las calles estaban vacías except5o por las patrullas y las barricadas de la policía que controlaban todas las vías de acceso. El hedor de los corralones era fuerte esa noche, y en un barrio cercano, donde el alcalde tenía su casa, una pequeña casa de madera como las del resto de vecinos, la sensación de Chicago como una ciudad en la llanura (semejante a cualquier de las pequeñas ciudades ferroviarias de Dakota del Norte o Nebraska) se venía a la mente, y en las luces mortecinas de las calles, y en las calladas aceras, porque casi nadie salía a la calle en esa zona, las cosas eran de un marrón ubicuo y el miedo que encerraban casi podía palparse desde fuera. El burgués medio de Chicago, maldito con esa mediocre cultura punzante de la religión americana, que cubría como un manto húmedo la mentalidad de los americanos, carecía de aquellos bulevares y mansiones y monumentos de la mente que una cultura real ofrece a la paranoia colectiva para su enriquecimiento; no, los habitantes de Chicago, escondidos aquella noche de lunes (tal y como lo harían el martes por la noche, y el miércoles por la noche, y el jueves por la noche) en sus casas, estaban esperando una explosión de los negros, o una avalancha de yippies que tomara por la fuerza la pureza de sus trincheras familiares. De modo que el miedo estaba en esas calles vacías, así como la rabia de la ciudad ante su propio medio, una rabia que no se rebajaría con medidas menos drásticas que las de una tiranía.

Más de diez kilómetros hacia el noreste, tanto como desde Greenwhich Village hasta el centro de Harlem, en el Lincoln Park, se habían encendido los fuegos de los hombres prestos para luchar. Eran más de las 23:00, cerca de la medianoche, ylos patrulleros circulaban por doquier, y había pelotones de policías en cada manzana, tan numerosos que parecían ir a un desfile. En el prado entre la calle North Clark y la avenida La SAlle, donde el periodista había estado escuchando música la tarde del día anterior, había unos pocos cientos de personas dando vueltas, remozando. En la oscuridad era imposible saber cuántos eran. Quizá hubiera unos mil en todo el parque, jóvenes listos para la acción, con toda la variedad de emociones entremezcladas, el miedo tan puro como el de los esquiadores ante una pendiente pronunciada y una alegría pujante y loca, como la de los estudiantes que preparan bromas pesadas en los dormitorios de sus compañeras y les roban las bragas, y sin embargo, la noche estaba cargada de horror, sí, sobre todo cargada de horror, como si un espeluznante accidente de coche hubiera tenido lugar pocos minutos antes y la gente tuviera miedo de que en el próximo recodo del camino pudieran salirle al paso cuerpos envueltos en mantas manchadas de sangre. Muy cerca, la luz azul de un patrullero giraba en las tinieblas, la amenazadora luz azul dando vueltas de trescientos sesenta grados, una y otra vez, y también una luz blanca plateada que perforaba la retina, en los intervalos, iluminando los rostros de aquellos muchachos que aún no habían cumplido veintidós años, algunos ni siquiera veinte, algunos envueltos en mantas indias, otros en ponchos, otros con camisas blancas y pantalones caqui, arremangados, algunos con sudaderas, otros con cascos de moto, otros con cascos de fútbol, una o dos casacas de esgrima, y el presentimiento de unos pocos con armas privadas, muchachos con navajas que se deslizaban, entrando y saliendo, emitiendo ese humo de la acción que se lleva de noche en noche en el frío electrificado de la sangre.


Las aventuras de los yippies 1: Levitando el Pentágono
Las aventuras de los yippies 2: Tirando dinero en la bolsa
Las aventuras de los yippies 3: Vota al Cerdo
Las aventuras de los yippies 4.1:  El Festival de la Vida

Pezones, sobacos, ombligos: los yippies según Norman Mailer

Diseño: Carlos Ruano.
(fragmento de Miami y el sitio de Chicago, publicado en Capitán Swing, con traducción de Antonio G. Maldonado)

Los yippies eran el ala militante de los hippies, el Partido Internacional de la Juventud, y el movimiento estaba sustentado sobre un zumo, no el zumo alcohólico que manda de la misteriosa fermentación -¡oh, Dios mío!, cuando las frutas y el grano comienzan a pudrirse, el destilado en descomposición de este arte de la tierra, ¿no tiene acaso el poder de inflamar la conciencia y procurarnos visiones del Cielo y del Infierno?-. No, estamos hablando, más bien, del zumo que proviene de otro misterio, el del tránsito de un cable metálico por un campo magnético. Sirve para engendrar la bestia de toda la tecnología moderna, la electricidad en persona. Los hippies cimentaron su templa en  esa encrucijada en la que el LSD se cruza con las pulsaciones de una guitarra eléctrica a todo volumen en el oído, en el plexo solar, en el vientre, en los lomos. Una unidad tribal atravesó la juventud americana (y de la mitad de las naciones del mundo), una exaltada visión de fiestas orgiásticas, no violentas, y hasta de la diferenciación entre los sexos. En el hervidero oceánico de una fiesta no violenta y tribal de las drogas, pezones, brazos, falos, bocas, úteros, sobacos, vellos público, ombligos, senos y mejillas, incienso oloroso, florecimiento y evasión, se estremecieron juntos y se entrechocaron en el Camino de la Liberación, y los drogados muchachos vieron el Valhalla, el Pephtene y el Taj Mahal. Algunos se evadieron para siempre, algunos salieron aullando por los callejones de la locura, donde las cucarachas circulan como Volkswagens sobre el encerado de la luna, los golosos hallaron el vértigo de la centrifugación de la conciencia, vomitorios de la ingestión; otros hallaron el amor, alguna manifestación del amor en la luz, en los trozos del Nirvana, resplandores de satori y volvieron, regresaron al mundo, tribu del siglo XX, vestidos con cascabeles y ropa sucia. Los hígados ajados daban a su piel un color pálido enfermizo y el pelo les tapaba el rostro como maleza. Sin embargo, habían tenido una visión incontestable del bien -el Universo no les parecía algo absurdo; como peregrinos miraban a la sociedad con ojos de niños: la sociedad sí era absurda-. Todos los emperadores que desfilaban ante sus ojos estaban desnudos. Y ofrecieron flores a los policías.

No podía durar; los barrios miserables que escogieron para vivir —porque en su mayoría eran refugiados de barrios de clase media— se sintieron incómodos con ellos, con su mugre, su cohabitación espontánea y casual, su altruismo. El altruismo es siempre la mayor de las ofensas en el gueto, porque el altruismo para los pobres es un lujo, retrata al que se humilla, al indiferenciado, al inepto, al descastado, al que se está hundiendo (un pobre no es nada sin las puntiagudas espinas de su ego). De modo que los hippies se la pegaron con los tugurios, y fueron apaleados y robados, esquilados, se les pegó, se les enterró, se les metió en la cárcel y algunos fueron asesinados; otros salieron adelante, porque a veces se daban conexiones con las pandillas, con los Panteras Negras, con los portorriqueños de la costa este y con los mexicanos en el oeste. Llegó un momento en el que, como la mayoría de las tribus, se dividieron. Algunos, entre los más débiles, entre los menos comprometidos, regresaron a sus barrios y comenzaron de nuevo con alguna empresa o en las comunicaciones. Otros buscaron hogares más cálidos, con un sol afable y abundantes flores; otros se endurecieron y, dado que los peregrinos tienen su propia visión de la tierra prometida, comenzaron a aprender a construirla, a luchar por ella. Así fue como los yippies nacieron de los hippies, antiguos hippies, excavadores, corredores de fondo, universitarios, desencantados, inadaptados del sur. Integraban una comunidad, una especia de comunidad, porque sus principios eran básicos: a todos, evidentemente se les debe dejar hacer (y no valen excusas en estas tres palabras) lo que quieran, siempre que no hieran a nadie al hacerlo -todavía tenían que aprender que la sociedad está construida sobre mucha gente que hiera a mucha otra gente, las querellas giran siempre alrededor de la cuestión de quién hiere a quién-. No todos eran conscientes de lo que molestaba a muchos ciudadanos honrados el mero hecho de su presencia -los hippies, y probablemente los yippies, no habían identificado todavía esa esquizofrenia sobre la que está fundada la sociedad. La llamamos hipocresía pero es en realidad una esquizofrenia, una modesta vida de apacible campesino con aventuras militares draconianas; una nación que proclama el principio de la igualdad de oportunidades para todos, con una cultura blanca apoltronada sobre una cultura negra; una sociedad horizontal de amor cristiano con una jerarquía vertical de iglesias -¡qué buen diseño el de la cruz!-; una nación de familias, una nación de impulsos ilícitos; una política de principios, una política de propiedad; un país de higiene mental, con un cine y una televisión convertidos en porquerizas mentales; patriotas que detestan la obscenidad pero contaminan los ríos; ciudadanos que detestan el control gubernamental y tienen miedo de las situaciones fuera de control. La lista debe ser infinita, los beneficios del humor escasos -la sociedad era capaz de seguir tambaleándose como un policía de doscientos kilos subiendo una cuesta, porque al vivir en un estado de abandono y obesidad por lo menos no tendría que explotar en una esquizofrenia-, la vida sigue adelante. Los chicos podían seguir acudiendo regularmente a la iglesia, hasta que les llegara el turno de meter fuego a pueblos en Vietnam. Lo que los yippies no supieron ver es que su exigencia de entrar a toda máquina en la utopía del siglo XX (en la cual el hombre masa moderno tendría ante sí todas las oportunidades de inmediato y podría crear o saquear con idéntica conciencia -de cara al paredón, hijo de puta, déjame que te bese los pies-), sin importar si se trataban de una visión deseable o aborrecible, era sin remedio alguno una locura para el Buen Americano Medio. Porque la expresión liberada de sí misma probablemente no sería el desbordamiento del amor sino el incendio del granero del vecino. O, ya que nos encontramos en Chicago, aplastarle el cráneo al vecino con un ladrillo de su propio patio. Los yippies, y hasta los partidarios de McCarthy, representaban con su mera presencia nada menos que la destrucción de toda hipocresía redentora con el consecuente choque para uno -no es tan fácil vivir cada día, toda la vida, sujetando los diques de la propia salud-. No es extraño que los blancos de los barrios obreros de Chicago, así como muchos blancos provincianos de todo el país, adoraran a George Wallace -venía a la carga como caballería-, el reparador de cualquier grieta de las murallas del fuerte.

A propósito de la violencia policial (III): Norman Mailer en el Pentágono, 1967.


 

Las chicas hacían su propia guerra. Se paseaban ante los soldados, les hablaban, se detenían para observarles, introducían flores en los cañones de sus fusiles, les sonreían... algunas eran dulces y amables, genuinas chicas "de las flores"; otras eran atrevidas, con aire maduro y "picante" (...): se abrían las blusas, exhibían un generoso escote, sonreían ante los ojos de los soldados, lanzaban risas de vampiresa, luego carcajadas de buscona -más hondas, desde el vientre- ante la impotencia de aquellos hombres en uniforme que no podían dejar la formación para tomarlas. Los marshals, situados detrás de los soldados, tensos como perros policía, iban de un lado a otro del frente, miraban airadamente a los manifestantes, se daban golpecitos en la mano con la porra, ansiosos por poner en práctica sus modos específicos de acción.

De cuando en cuando se producía una detención. Al parecer sin mucho sentido. Un manifestante sentado, por ejemplo, tocaba accidentalmente a algún soldado; el marshal más próximo lanzaba los brazos entre las piernas del soldado, agarraba al manifestante, lo arrastraba hacia sí a través del hueco; venía en su ayuda un segundo marshal, y -tras un rápido empleo de sus porras- se llevaban al detenido al furgón o camión. A lo largo de todo el día se habían producido detenciones sin sentido. Al principio hubo un claro intento de limitar el número de detenciones: luego, cuando un contingente de los Estudiantes para una Sociedad Democrática (ESD) tomó un lado de la explanada, se produjo una ola de detenciones masivas; y, finalmente, durante el largo lapso desde el atardecer hasta la medianoche, hubo detenciones al azar, esporádicas y sin sentido.

Sin embargo, tal estrategia tenía un sentido, una suerte de hondo sentido tecnológico: la técnica de evitar que surgieran mártires en los disturbios. La esencia de esa técnica consiste en efectuar detenciones al azar. El detenido, que no ha hecho nada en particular en ningún sentido, se ve como una víctima o como un estúpido. Una vez en libertad, sus amigos lo reciben como a un héroe. Pero es un héroe que acaba por decepcionarles. Ahí reside en parte la sabiduría técnica de las detenciones al azar. Se trata, además de una técnica inquietante, pues ante ella no caben los preparativos para protegerse, se hace inviable asumir gradualmente la posibilidad de ser detenida,y proliferan sobremanera los rumores (las detenciones al azar dan siempre una impresión de mayor brutalidad que las detenciones más o menos lógicas; son, de hecho, más brutales).

En tales detenciones, sin embargo, se daba un elemento en absoluto fortuito. El número de detenidos del sexo femenino era extraordinariamente elevado en relación con el de los varones. Las mujeres, además, eran golpeadas con saña en las detenciones. Dagmar Wilson, líderes del Movimiento Femenino Pro Paz, fue tratada con mayor brutalidad que cualquier otro notable del sexo masculino. Y no habría de ser la única. Existen numerosos y sobrecogedores relatos de testigos oculares que dan fe de la ferocidad con que marshals y soldados se ensañaron con las mujeres. Examinemos, pues, tales relatos.

Poco antes de medianoche, se convocó a los periodistas a una conferencia de prensa -la última de la jornada- en el interior del Pentágono. El secretario de Defensa se había marchado a casa, las cámaras de televisión se habían retirado de la escena. Se producía un paréntesis en la cobertura informativa de los acontecimientos. Se trataba de un momento sin duda previsto por los altos mandos militares. Nuevas columnas de soldados salían ahora del edificio: los soldados de primera línea iban a ser relevados. Los recién llegados eran veteranos del Vietnam. Había veteranos en la explanada desde el anochecer, pero éstos parecían especialmente adiestrados; mediaba un abismo entre ellos y la más medrosa tropa de primera línea a comienzos de la tarde (aquella que en la primera hora fue derrotada por los manifestantes en la contienda de miradas). La fuerza conquistada entonces por los manifestantes iba a ser sometida a prueba en un fuego distinto. Lo que más tarde se conoció como la Batalla de la Cuña había comenzado. Tengamos noticia de ella a través de unos retazos del relato de la testigo ocular Margie Stamberg, aparecido en Free Press (Washington):
    
Cuando aparecieron los paracaidistas, con sus fusiles M-14, sus bayonetas y sus porras y sus caras de piedra, los manifestantes pidieron ayuda a través de los megáfonos a los que se hallaban en el Mall alrededor de las hogueras.

Repárese en que la llamada a través de los megáfonos fue, al parecer, inmediata. Cuán palpable debió de ser, pues, el súbito cambio de ánimo en todos los presentes...
    
Se formó una sólida barrera (varias hileras yuxtapuestas) de personas sentadas con los brazos enlazadas. Y entonces comenzó el estrujamiento. Al principio vimos cómo gente de primera línea era arrastrada hasta la retaguardia de la tropa y sacada de la escena. De pronto, los soldados que cargaban en hileras simples formaron una cuña en el lado derecho. Al parecer su táctica consistía en partir en dos a los manifestantes y obligarles luego a retroceder. No se dio explicación alguna de aquella súbita acción. Los furgones celulares avanzaron, entre la tropa aparecieron soldados con lanzaproyectiles de gases lacrimógenos; del parque a nuestra espalda iban llegando refuerzos.
La cuña fue adentrándose despacio entre la gente. Con las bayonetas y las culatas en ristre, los paracaidistas cargaron primero contra las chicas de la primera línea: les daban patadas, les lanzaban continuas estocadas con los fusiles, les golpeaban en cabeza y brazos para romper la cadena de brazos unidos... La multitud rogó a los paracaidistas que se retiraran, que se unieran a ella, que actuaran como seres humanos. Entonó 'Bandera Estrellada' y otros himnos. Pero los soldados ya no eran humanos, y todos los llamamientos resultaron vanos.
Militantes del ESD, a través de megáfonos, trataban de convencernos de que, vista la situación tácticamente insostenible, debíamos retroceder,