Bicheando por la red nos encontramos con esta genial correspondencia ficticia ideada por Sergi Sánchez para El Cultural del Mundo hará unos quince años entre Hunter S. Thompson y Terry Gilliam con motivo del estreno de la película Miedo y Asco en Las Vegas. Contiene auténticas perlas.
Los
genios también se escriben cartas. Uno no sabe si Terry Gilliam y
Hunter S. Thompson se han escrito cartas o han hablado por teléfono,
porque en la dimensión desconocida de “Miedo y asco en Las Vegas” todo
es posible: lo cotidiano se convierte en lo lisérgico, y viceversa.
Gilliam es el representante díscolo de los Monty Python, un hombre que
luchó para que “Brazil”, su primera obra maestra, se estrenara en
América sin ser remontada por el presidente de la Universal; doce años
después, su segunda obra maestra, “Doce monos”, se convertía en uno de
los éxitos sorpresa de la temporada... y fue producida por la
Universal. Mientras, Thompson vivía en Kentucky, dormido en los laureles
del lenguaje “gonzo”. Veinticinco años antes, revolucionó la gramática
del periodismo: se podía permitir un descanso. Estaban hechos el uno
para el otro; y sí, Gilliam ha conseguido adaptar la obra de Thompson,
una novela inadaptable. ¿Qué tal si nos tomamos la libertad -después de
todo, la pirámide invertida fue aniquilada por Thompson- de inventarnos
su correspondencia? Un aviso: aunque parezca mentira, cuanto se cuenta
en ellas es rigurosamente cierto.
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Terry Gilliam |
Querido
Terry:
He visto dos veces “Miedo y asco en Las Vegas”. La he visto dos
veces en uno de esos multicines del centro comercial de Aspen, en uno de
esos cementerios cristalizados en los que, en cualquier momento, se
puede presentar un tipo disfrazado de oficinista y volarte la tapa de
los sesos. Ésa es una de las ventajas de vivir en Woody Creek, Colorado. Todo vale, todo puede ocurrir, como en Las Vegas,
ese lugar donde los modernos se reunirían los sábados por la noche si
los nazis hubieran ganado la guerra. Creo que esto lo he escrito antes,
pero no importa.
Johnny Depp se parece a mí. Es Raoul Duke, el protagonista de tu película, y es Hunter S. Thompson. No lo digo como un cumplido, pero estoy orgulloso de haberme metido en su cabeza durante los días que estuvo en mi casa.
Los dos, supongo, nacimos en Kentucky. Es una pena que yo naciera un 18
de julio de 1937. Podríamos haber esnifado éter juntos si hubiéramos
pertenecido a la misma generación.
Creo que a Kate Moss, la percha que lo acompañó el primer día de su
visita, no le caí bien. Una lástima: tal vez la bomba que hice detonar
en el jardín de mi casa no le pareció un buen recibimiento. A Johnny se le veía a gusto.
Le puse a ordenar mi correspondencia en un sótano. Luego me acompañó en
mi gira de promoción de “Proud Highway”, y se vistió de guardia de
seguridad para protegerme.
Johnny es como una palabra en estilo “gonzo”, que, como
sabes, es el que me hizo célebre en los desiertos de Nevada. Mutante,
eléctrico, obediente en su creativo mimetismo. Algo así como un camaleón
borracho, así se comportó cuando se hizo pasar por mí en ese absurdo
homenaje que le hizo la Universidad de California a Ginsberg.
Me alegró no haber insistido en mi obsesión por Jack Nicholson -“¿Hunter
es Jack Nicholson? Vamos, no me tomes el pelo y apura el canuto”-, y me
alegró que Brad Pitt y Woody Harrelson se alejaran de tu proyecto,
Terry. Sólo recordar a Bill Murray intentando reproducir mi entrecortada dislexia gestual
en “Where the Buffalo Roam”, esa película inspirada en mis “deliriums
tremens” periodísticos que dirigió Art Linson -espero que no le
conozcas-, se me escama la piel.
El tramposo no miente
Hace poco, en una pesadilla terrible, releía algo que había escrito por
5.000 dólares. Había sido publicado, cómo no, en “Rolling Stone”. Apostado junto a mí, ese millonario con el corazón roto que frecuenta a gente que me irrita, Tom Wolfe.
Vestido con su traje blanco, me susurraba algo sobre la importancia del
nuevo periodismo, y yo le decía: “Todo fue una mentira, y como todas
las mentiras, fue bella”.
Y entonces leí en voz alta: “Sólo soy el médium, el canal, un pararrayos
humano para las sulfurosas y trémulas visiones y los horribles
flash-backs' de ácido de toda una generación... que son preciosas,
aunque sólo sea como monumentos vivos y salvajes de un sueño que nos
embruja”. ¿Qué aprendí de esa pesadilla? Que soy un tramposo que cuenta la verdad.
Incluso cuando escribí ese reportaje sobre cómo estuve a punto de ser
elegido sheriff de Aspen (Colorado) -creo que se titulaba “El poder
freak en los rockies”-, luchando contra todos los barberos y contables
que no entendían mi acérrima defensa del consumo de drogas, quería decir la verdad.
Mi buen amigo Jann S. Wenner, fundador de esa revista que convirtió en
arte la crónica musical (y cualquier crónica), lo sabe muy bien: con él
he compartido más de una docena de cervezas enlatadas.
¿Por dónde íbamos? Estábamos en Las Vegas. No te puedes imaginar lo que
era eso. Continuos brotes de locura. Vampiros reflejados en las gafas de
sol. Voces insufribles que llegaban, a todo volumen, a través de la pared.
Todos esos lagartos jugando a las tragaperras, y los dibujos de la
alfombra hechizados por una serpiente imaginaria. ¿Cómo lo has hecho? Ya
lo sé: con efectos digitales, con filtros de colores, con grandes
angulares, pero, repito: ¿cómo lo has hecho?
Los editores del “Sports Illustrated”, los que me enviaron a cubrir esa
extraña carrera de motocicletas Mint 400 en medio de la nada, no lo
sabían, pero América era eso: el pánico de los hombres vestidos con camisas de chorreras y las mujeres de lentejuelas, el pánico del juez de paz al casarlos, el del autoestopista del comienzo de mi novela. Una América llena de pánico y polvo.
“Miedo y asco en Las Vegas” era eso. El abogado samoano, el doctor Gonzo
(que en la vida real se llamaba Oscar “Zeta” Acosta), gritando en una
habitación iluminada por el neón rojo -por cierto, Benicio del Toro ha
engordado 20 kilos y se ha tomado unos cuantos ídem de mescalina, ¿no?-,
eso era la América del Vietnam. Íbamos a buscar el sueño americano y nos volvimos locos. No fue el LSD, ni el éter, ni la cocaína, ni la marihuana: fue lo que vimos al otro lado del espejo.
Ni siquiera en mis días del reformatorio, ni siquiera cuando escribí
sobre Brando o sobre Hemingway, ni siquiera cuando mecanografié “La gran
caza del tiburón”, ni siquiera en mis excursiones al interior del mundo
de Los ángeles del Infierno -que casi acaban con mi vida-, ni siquiera entonces me di cuenta de la magnitud de nuestra tragedia. Vivíamos (y seguimos viviendo) en el averno americano. Tal
vez por eso me gustaron tanto esa habitación rosa inundada hasta la
rodilla, ese circo de monstruos que Fellini hubiera aplaudido, esa voz
en off obstinada en representar la polisemia de la locura.
Siempre en camas incómodas
Sigo sintiéndome tan enfermo como entonces y, por supuesto, tan confiado
y tan seguro. Los depresores han hecho su efecto. Si no fuera por
ellos, no podría soportar la acidez del pomelo que, ahora mismo, estoy
pelando con un cuchillo de caza.
Gracias, Terry.
Hola, Hunter:
Acabo de regresar del Festival de Cannes y me apetecería esconderme en el sótano de unas catacumbas florentinas.
Ni el público ni la crítica han reaccionado bien a “Miedo y asco en Las
Vegas”. Excesivo, delirante, hiperbólico, abrumador, derrochador,
imbécil: todo esto ha salido de sus bocas. Soy así (tal vez lo
de imbécil es ir un poco lejos), y no lo puedo evitar. Por lo demás, no
me parecen calificativos peyorativos. ¿Cómo, si no, hubiera soportado un
rodaje como el de “Las aventuras del barón de Mönchausen”, con un
productor, Thomas Schuhly, cuyos bolsillos estaban llenos de dinero
sucio, un hombre incapaz de diseñar un plan de rodaje factible? ¿Cómo
hubiera luchado contra los gigantes de la Universal cuando sus
directivos me confesaron que no entendían “Brazil”?
A la película le van de perlas esos adjetivos. Me han bastado poco menos
de 20 millones de dólares y 8 semanas de rodaje. Quien me conozca sabe
que no me gustan las camas cómodas. Supongo que por eso adapté tu
novela. Leí el libro en 1971, cuando se publicó. Me lo perdí cuando salió por entregas en el “Rolling Stone”.
Realmente captaba el signo de los tiempos con una actitud con la que
podía identificarme. Pero, si he de ser sincero, no se me ocurrió
adaptarlo. El guión me llegó en 1989, pero estaba demasiado ocupado como
para convertirlo en película.
Luego apareció Alex Cox, y creo que no os caísteis muy bien, y digo
“creo” porque nunca has querido hablarme de él. Les prometió el oro y el
moro a los productores, los de la Rhino: que si un presupuesto de siete
millones, que si todo estaría listo en cuatro meses escasos. Alex me
dio problemas. Cuando se apartó del proyecto -a instancias tuyas
y de Laila Nabulsi, tu “ex”, negociadora de los derechos del libro-, se
atrevió a pedirme cuentas del guión que escribí junto a Tony Grisoni.
¡Dijo que estaba basado en el suyo! Es obvio que los dos
partíamos del mismo libro, y eso ya fue motivo suficiente para que los
miembros de la Writer's Guild of America se me lanzaran encima para
imponerme la inclusión de Alex y Tod Davies en los créditos. Me faltó
tiempo para quemar en público mi tarjeta de socio de la WGA.
No me importa lo que la gente piense de mí. A decir verdad, creo que a
Raoul Duke y al doctor Gonzo tampoco les importa demasiado. De hecho, y
estoy seguro de que es algo inconsciente, ellos son una prolongación psicotrópica de mi anárquica personalidad. Hago lo que me da la gana desde que, trabajando con los Monty Python, no enseñaba mis “sketchs”,
realizados en formato “cut out animation” -especie de collage con vida
propia diseñado a partir de una combinación entre materiales ajenos y
dibujos hechos ex profeso-, hasta el día de emisión del programa.
Esa adicción al libre albedrío es algo que comparto con todos mis personajes:
el Kevin de “Los héroes del tiempo”, el Sam Lowry de “Brazil”, el Barón
Mönchausen, el Parry de “El rey pescador” y el James Cole de “Doce
monos”. Ellos, como yo, tienen que pagar las consecuencias de su
libertad: incapaces de dar su brazo a torcer mientras buscan la
realización de sus sueños más ocultos (y, con frecuencia, imposibles),
sucumben a la locura o al aislamiento. Duke y Gonzo son, otra
vez, Don Quijote y Sancho Panza encarcelados en sus alucinaciones,
atrapados entre las aspas de sus peculiares molinos de viento.
Pienso en ellos como los últimos románticos en un mundo de pesadilla,
lírico y poético, cuyo horizonte visual abarca desde el Bosco y Doré a
Goya y Botticelli.
La guerra química
“Miedo y asco en Las Vegas” se parece a un cuadro de Bacon pintado por
Robert Crumb o, en su defecto, por un historietista de la revista “Mad”,
a ser posible su creador y fundador, Harvey Kurtzman. Quería
que tu universo, ese lugar donde se libra una guerra química entre
bandos enemigos, se consolidara en un infierno de colores primarios, un
infierno al que Duke es enviado para sufrir los pecados de América.
Creo, sin embargo, que la película no es nada moral, y espero que estés
de acuerdo conmigo. No hay nadie que busque una redención porque, a
simple vista, todo parece irremediable. Es una película hecha con los colores de la rabia y el sarcasmo, como tu novela.
A Nicola Pecorini (le llamábamos el Tuerto; es, de hecho, el primer
director de fotografía tuerto que conozco) le di instrucciones claras al
respecto: cada droga debía tener su color, su desenfoque, su sonido.
No es, tampoco, una película sobre las drogas, a pesar de que la cadena
de televisión ABC prohibiera la emisión de trailers por considerarla una
glorificación del dopaje. “Miedo y asco en Las Vegas” es América, y si la película es así tal vez sea porque yo me fui de América a finales de los 60, en plenas manifestaciones anti-guerra del Vietnam. Odiaba todo aquel conserva- durismo, me aburría e irritaba. Por
aquel entonces, cualquier valor americano se fue al garete, y Las Vegas
era el gran escaparate de América, el lugar que mejor sintetiza su
infantilización. Lo sigue siendo. Por suerte, tú y yo hemos conseguido
nuestro objetivo, o al menos lo hemos intentado: derrocar el mito de las
utopías para convertir sus cenizas en imágenes (o metáforas)
inolvidables.
Gracias por todo.
Terry
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