Conocí a Diana Eguía en la Comisión
de Pensamiento de la Acampada Sol. Diana es filóloga y especialista en
el Siglo de Oro. Me la volví a encontrar en marzo de 2012 en la
Universidad de Filadelfia donde vive y estudia ahora. Charlando durante
una cena surrealista, me explicó cómo algunas prácticas que hoy se
considerarían atentados piratas contra la cultura promovieron la
explosión creativa del Siglo de Oro, poniéndome sobre todo el ejemplo de
Quevedo. Le animé a escribir sobre ello y aquí está el resultado.
Agradezco a Javier de la Cueva su lectura y sugerencias [Amador Fernández-Savater]
Diana Eguía Armenteros, doctoranda de la UAM
Uno
de los argumentos esgrimidos con frecuencia por los últimos Ministros
de Cultura del Gobierno de España, así como por la Sociedad General de
Autores, es la lapidaria amenaza de muerte que persigue a la cultura si
no se pone freno a la copia. Sin los derechos de autor, cánones
digitales, cierres de páginas de descargas, persecución policial de
cibernautas, etc. los autores que producen cultura, nuestros artistas,
morirán irremediablemente de hambre, devolviendo al homo hispanicus a un
primitivo y peligroso estado precultural. Cabría preguntarse quiénes
son estos autores y qué entienden por cultura, aunque este debate mejor
se ubica en otro momento y lugar. De lo que voy a tratar aquí es de
recordar someramente a uno de los artistas más alejados de
cuestionamientos valorativos: don Francisco de Quevedo y Villegas,
Caballero de la Orden de Santiago y Señor de la Torre de Juan Abad.
Irónicamente, la SGAE reclama a esta villa castellano-manchega, que fue
propiedad de don Francisco, el impago de los derechos de las canciones
de su romería y del órgano barroco de su iglesia, donde
se interpretan piezas de los siglos xvi y xvii.
Desde
tiempos inmemoriales la cultura ha sido considerada como “peligrosa”;
no, como nos quieren hacer creer, en peligro de desaparecer, sino
peligrosa por su capacidad de expandirse, de multiplicarse, de llegar a
aquellos que podrían manejarla “peligrosamente”. Cuando el cauce por el
que discurría era la letra manuscrita, Mundo Antiguo y Edad Media, la
cultura quiso primero ser preservada de los metecos, las mujeres y los
esclavos, para restringirse posteriormente a la exclusividad de élites
monárquicas y religiosas. En la Edad Moderna, por el contrario, los
caminos de la cultura se dispararon de un modo que podríamos considerar
similar a lo que ocurre en la actualidad. Esto produjo una explosión
escrita sin precedentes conocida como el Siglo de Oro de las letras
españolas.
Con el libro impreso bien
establecido, la cultura manuscrita no solo no desapareció, sino que
empezó a ser utilizada para hacer circular textos de un modo más libre
y, frente a lo que pueda parecer, rápido. La copia de mano en mano podía
tener un efecto que hoy llamaríamos viral, puesto que permanecía exenta
del control legislativo que operaba sobre el libro impreso. Es el caso
de las dos obras en prosa más populares de Quevedo, a las que me
referiré en seguida. No obstante, el género que circuló con más soltura
de forma manuscrita fue el poético, debido a su extensión y facilidad de
memorización, pero también gracias a algunos subgéneros nuevos:
recuérdese por ejemplo el desafío que la poesía satírico-burlesca supuso
no solo para las costumbres religiosas, también para la política del
Imperio. Aún hoy, tras dos décadas de world wide web, los
textos breves se mueven y se comparten mejor en internet que los
extensos. Al tiempo, la cultura oral adquirió si cabe más energía al
hibridarse con la llamada poesía culta, que corría de mano en mano y de
boca en boca en los foros públicos. Debe puntualizarse que la lectura
silenciosa era considerada aún por muchos casi un rasgo de
extravagancia, por tanto, toda literatura demandaba ser compartida
simultáneamente por un grupo de personas para existir.
La
imprenta asimismo introducía en el tablero todo un nuevo mundo de
posibilidades. La copia impresa pirata no fue infrecuente. El mismo Lope
de Vega se hartó de ver Madrid inundado de sus comedias pirateadas y
decidió ejercer un activo e infrecuente rol en la moderna industria
editorial, la publicación de sus propias obras, convirtiéndose en lo que
denominaría uno de los primeros poetas auto editados de Europa.
La
prueba histórica de la peligrosidad del nuevo formato nos la da la
prohibición de imprimir en los Reinos de Castilla “libros de comedias,
nouelas ni otros deste género” de 1625 a 1634. La literatura en general,
pero sobre todo el teatro, estaba viviendo una verdadera revolución,
uno de esos desafíos que asustan. ¿Aplacó la medida tomada por Felipe IV
dicha explosión cultural? El ejemplo del Rey Planeta (la Ley Habsburgo,
que apodaríamos por imitación a la Ley Sinde-Wert) serviría de
inspiración para nuestros políticos si no fuera porque los impresores se
limitaron a cultivar su oficio en otros reinos, como el de la vecina
Corona de Aragón, en ocasiones incluso sin trasladarse, simplemente,
falseando los datos del pie de imprenta. En conclusión, la prohibición
sirvió para aumentar la piratería. (Del mismo modo, la Ley Sinde no
afecta a proveedores extranjeros de servicios, por lo que las páginas
piratas pueden migrar para seguir funcionando).
Vayamos al caso particular de Quevedo. El primer Sueño, El sueño del Juicio final, debió redactarse en Valladolid, adonde se había trasladado el joven autor, en 1604 y el último, El sueño de la muerte, en 1628. También por 1604 y en la misma ciudad, comienza a correr manuscrito el Buscón.
El éxito y el escándalo explican la veloz difusión de ambas obras.
Lógicamente, en el proceso de la copia, el lector-copista se torna
co-autor, reescribiendo el texto, engordándolo, democratizándolo,
exactamente igual que ocurre en la red. Conservamos como ejemplo curioso
la anotación de un estudiante que mientras duplicaba la parte de El Alguacil alguacilado en que se habla de la falta de pretendientes de las feas, añade: “pues vénganse a Salamanca y no tendrán hambre”(1).
¿Sabía Quevedo que los textos de los Sueños y del Buscón
iban a ser alterados cuando los puso a circular? Podemos especular que
conocía lo suficiente los circuitos de la cultura como para utilizarlos
en su favor, por tanto, además de ser consciente de las posibles
consecuencias de lanzar un texto manuscrito al bullicio copista-lector,
las avivó. ¿Qué mejor manera de burlar los flujos inquisitoriales que
con el astuto tráfico manuscrito? Por otro lado, las diez primeras
ediciones de los Sueños fueron pasadas a las planchas sin su
autorización, a cargo de editores que hoy recibirían la categoría de
impresores piratas o hackers de la imprenta. La primera de ellas, en
Barcelona, 1627, es decir, tras 13 años de carreras manuscritas. La
versión autorizada de estos textos, Juguetes de la niñez, ve la
luz en 1631, no siendo más que un pacto con la Inquisición. Aún hoy los
editores modernos se dividen entre quienes editan la tradición
manuscrita, aunque tratando de eliminar todo lo que no se cree original
del autor, y los que publican la versión inquisitorial. Personalmente
como lectora me pregunto qué preferimos leer: ¿la adaptación de los
lectores o la de la Iglesia Contrarreformista?
¿Quiere
esto decir que Quevedo era un autor jocoso que solo se movía en
círculos alternativos? Nada de eso, Quevedo supo identificar qué canal
convenía a cada ocasión, exactamente igual que un autor contemporáneo
juega con los formatos de blogs, Facebook, libro en papel, ebook,
Twitter, etc. en función del contenido que desea transmitir. Algunos de
sus textos religiosos fueron a las planchas con total ortodoxia. La vida de Santo Tomas de Villanueva constituye su primera publicación en letra de molde. Otros, como la Carta al Serenísimo Rey de Francia,
fueron mandados copiar a todo lujo por calígrafos profesionales con el
fin de regalar escogidamente a personajes influyentes de la corte o al
mismísimo monarca. Curiosamente, el modo en que se propuso ante la
pléyade como autor serio fue el de la traducción de Anacreonte y
Focílides, sin que esto quiera decir que se considerase un traductor
como lo entenderíamos hoy. Traducción, imitación y plagio no cargaban en
la época con las pesadas fronteras de la actualidad. Si para componer
su aspiración poética más importante, las silvas, hubiera tenido que
pagarles derechos de autor a los descendientes del poeta latino Estacio,
la poesía carecería de algunos de sus más significativos ejemplos. ¿Se
imaginan qué hubiera pasado de haberse podido registrar legalmente las
formas estróficas? ¿Qué hubiera ocurrido si el soneto en castellano les
hubiera pertenecido legalmente a Garcilaso y a Boscán? La diferencia es
que el diálogo artístico entre los clásicos se llama estudio de fuentes
en el ámbito académico, mientras que para la SGAE y referido a autores
contemporáneos el mismo vaivén se tacha de plagio. Y no solo eso,
algunos poemas quevedianos no son otra cosa que traducciones, véase el
caso del poema Le pinceau del francés Belleau y El pincel de nuestro poeta, por poner solo un ejemplo(2).
Quevedo
fue un ávido lector, se preciaba de ejecutar una lectura humanista, es
decir, una lectura intertextual, en la que se cotejan diferentes textos a
la vez registrando activamente, interpretando, ordenando, relacionando,
catalogando y aderezando materiales para un uso futuro, donde las citas
(con referencia expresa o no) son obligadas para cualquier intelectual
del momento que se precie. Veamos un ejemplo del google books de la época en esta rueda atril inventada por Agostino Ramelli en 1588.
(Tomado de Peraita)
Otra
faceta destacable que confirma la imagen del escritor como agitador
cultural es la del Quevedo editor. A él le debemos la publicación de la
poesía de Fray Luis de León y de Francisco de la Torre. Sin este trabajo
ambos poetas hubieran quizá caído en el olvido.
Manuscritos,
impresos, copias piratas impresas, copias piratas manuscritas,
oralidad, etc. Lo interesante aquí es como, a pesar de los intentos por
controlarlo, la multiplicación de los canales, sus combinaciones, juegos
y posibilidades resultó en una explosión cultural como nunca se había
vivido antes y de la que aún debemos estar agradecidos.
La
pregunta que algún candidato a carteras ministeriales tendrá en mente
será la de qué relación guardan los hábitos de escritura, lectura y
difusión de los textos en la Edad Moderna con la necesidad de proteger
el derecho económico de los autores, o dicho de otro modo ¿vivían
nuestros artistas del Siglo de Oro de su obra? La respuesta inmediata es
que el dinero no era aún el motor de la maquinaria cultural. En el
supuesto imaginario de que alguien le hubiera preguntado a don Francisco
si consideraba su arte un trabajo, además del anacronismo
incomprensible, hubiera contestado quizá con una sátira contra los
oficios. No olvidemos que aquellos susceptibles de enriquecerse con las
nuevas profesiones liberales, tales como taberneros, sastres, médicos,
cerrajeros, buhoneros, alguaciles, escribanos, etc. fueron blanco
predilecto de sus críticas. Debe entenderse por tanto que el desafío era
otro, fundamentalmente político y moral, no económico, y en este
sentido podemos decir que los grandes pusieron toda la carne en el
asador. Quevedo, Lope, Cervantes, Fray Luis, San Juan, incomparables
artistas y biografías, aunque con dos circunstancias en común: todos
vivieron en la distintiva España de los Austrias y todos sufrieron la
cárcel o el destierro por una razón u otra en algún momento de su vida.
Entonces,
¿qué papel jugaba el dinero? ¿de qué vivieron nuestras plumas áureas?
Lo cierto es que cada uno se buscaba los maravedíes como podía,
exactamente igual que hacen hoy la amplia mayoría de los artistas.
¿Cuántos escritores viven de los royalties? No planteo la vuelta al
mecenazgo como forma de patrocinio artístico, idea tan rocambolesca como
la de poner frenos legales y económicos a la libre difusión de la
propia obra. Desde mi punto de vista la disputa ha sido desplazada con
los siglos del contenido a la forma. Los Sueños y el Buscón
se copiaron para evitar la Inquisición porque su mensaje se antojaba
desafiante a las instituciones. Por el contrario, ahora cualquier
contenido es bienvenido por más antisistema que parezca, no así el medio
que se escoja para difundirlo. Es en esto donde encuentro en los
clásicos un ejemplo de valentía doble por cuanto no tuvieron miedo de
retar ambos tejidos. Por ello, creo que determinados políticos deberían
preguntarse si no están contribuyendo a estancar el mismo proceso que
dio origen a la identidad cultural de la que tanto hacen gala, y con
cuya defensa se llenan la boca, a pesar de que en mi opinión tienen un
pobre conocimiento de la misma.
J. O. Crosby, La tradition manuscrita de los Suenos y la primera edicion, West Lafayette: Pardue University, 2005, p. 9.
R. Cacho Casal, “La silva ‘El pincel’ de Quevedo y Remy Belleau”, en Studies in honor of James O. Crosby, Newark: Juan de la Cuesta, 2004, pp. 49-68.
La ilustración se atribuye a Alonso Cano y se supone que la realizó cuando murió Quevedo para la publicación de su poesía.