Era una magnífica noche de primavera de 1931. Estábamos bromeando y el negocio iba viento en popa. Arriba, las hojas del Árbol de la Esperanza mantenían su propia y susurrante conversación llena de dobles sentidos. Desde la parte superior del tronco serpenteó el rumor y se coló por mis oídos. “Sí, tío”, zumbó, “en Memphis se la tienen jurada a tu chico”.
Louis Armstrong había bajado a Nueva Orleans y luego había vuelto a subir a Memphis. La señora Collins, esposa de su representante, estaba a cargo del transporte y había alquilado un enorme y flamante autobús de la Greyhound para que la banda pudiera atravesar el Cinturón Asesino sin tener que subirse en aquellos sucios y demoledores vagones repletos de racistas. Ella siempre se sentaba delante, junto a Mike McKendricks, el guitarrista, que la ayudaba con el equipaje y cosas por el estilo.