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martes, 9 de mayo de 2017

Esa luz, Noemí Sapiña

Bien. Aquí estoy. Esto no va a ser fácil, porque no soy dada a escribir sobre ello. Hace tiempo que me he dado cuenta que necesito hacerlo, pero no sabía cómo. 

Siempre he buscado excusas para ser quién soy. Yo misma me he cerrado las puertas, nadie me las cerraba, yo me auto-encerraba dentro de lo que yo pensaba que era una cárcel.

No había tal cárcel. Nadie me mantenía encerrada. Lo hacía yo misma.

Y todo por el miedo a la reacción de los demás al leerlo. Al hablar de mi misma por primera vez sin esconderme, sin hacer como que es un personaje o le pasa a otra persona, puedo por fin liberarme. 

Yo me había atado, encerrado, escondido… y no he permitido que mis alas desplegaran y volaran hacia lo que yo en realidad quería ser.






Cuando era pequeña le tenía miedo a todo:

- miedo al ridículo

- miedo a la soledad

- miedo a equivocarme en cualquier cosa

- miedo a que se rieran de mi por cualquier motivo por tonto que éste fuera

- miedo a las gallinas, a las aves en general (¿premonitorio?)

- miedo a los perros y a que me pudieran morder, ya que por aquél entonces no era obligado que tuvieran que ir por la calle atados, andaban sueltos por la calle, y claro, podían morderme. Porque yo pensaba que me odiaban. Normal, no me conocen. Lo normal es que me muerdan… (o no?, pero eso pensaba la niña pequeña que yo era).

-miedo a pasar por una casa abandonada…

Cuando mi hermana y yo éramos pequeñas, mi padre aún fumaba. Nos mandaba a buscar el tabaco a un estanco. El problema era que para llegar allí debíamos pasar por medio de una casa abandonada. Nosotras la llamábamos “La casa de la bruja”. No veíamos nunca a la anciana que se suponía que la habitaba y en nuestra imaginación infantil pensábamos que era una bruja que perseguía a los niños. Solíamos pasar por ahí hacia el atardecer, un poco antes de que fuera totalmente de noche, momentos antes de la cena, si mi memoria no me falla.

La recompensa era que cuando entrábamos a ese lugar donde vendían el tabaco, el dueño nos regalaba algún detallito como podría ser una pirueta o alguna chocolatina, un caramelo… y eso hacía que valiera la pena pasar ese miedo caminando frente a la casa abandonada.

Nunca llegó a pasar nada realmente serio, nada malo, nada en ninguno de esos viajes a por tabaco, y fueron unos cuantos. 

Fuimos creciendo y con la edad, a la vez, en mi interior fueron creciendo otro tipo de miedos más profundos, unos miedos a lo desconocido, a todo aquello que no podía entender con respecto al mundo de los adultos, y por ser aún una adolescente no podía entender, o en mi mente yo intentaba explicarlo de alguna manera pero que realmente no lo terminaba de entender del todo bien y terminaba por hacerse mucho más grande. 

El miedo crecía y crecía hasta el punto de no querer saber nada sobre ese tema, o no querer “disfrutarlo”, no querer experimentarlo aunque en realidad fuera una cosa buena. 

A pesar de esos miedos y de ese puzzle que poco a poco intentaba formar en mi cabeza para intentar que todo tuviera sentido, mi infancia fue muy feliz en general. Crecí en una familia muy pacífica, muy tranquila, donde las voces nunca eran una más alta que la otra, no había ni gritos ni momentos malos en general, a mi parecer. Somos cuatro hermanas y siempre nos hemos llevado bien. Todo parecía estar bien. 

Pero yo no lo estaba. No sabía el motivo, pero no estaba “tranquila”. 

Con el tiempo veía como iban pasando los años, y otro nuevo miedo crecía dentro de mí. Esta vez era algo que yo no podía tocar, ver, oler, intuir, sentir… no era algo que yo pudiera enseñar a nadie.

Sentía una soledad enorme. Estaba rodeada de compañeros en el colegio, estaba rodeada de familiares en las cenas de Navidad, había gente por la calle, demasiada a veces. Había gente los domingos en la iglesia donde yo asistía. Siempre había gente… pero ninguna de esas personas se acercaba a mí. Quizá yo era la que provocaba ese miedo en los demás, no lo sé con certeza.

¿Podría ser que mi miedo se transparentara?

Pensaba que esas personas no se acercaban a mi, a hablar conmigo a solas, porque yo les daba miedo. Pero la que tenía miedo era yo en realidad. Ni siquiera lo quería aceptar en muchos momentos y llegué a no darle importancia.

Pero los problemas no se resuelven porque miremos hacia otro lado. El problema seguía ahí dentro haciéndose fuerte. Y yo intentaba ignorarlo.

De nuevo tuvieron que pasar unos años más para identificar a qué le tenía miedo, y era algo tan simple y a la vez tan complicado como esto: 

- tenía miedo a no tener nunca una mejor amiga, o al menos una amiga, así, sin más. 

Es curioso porque yo soy una persona muy solitaria, estoy muy acostumbrada a pasar largas horas sola leyendo, escribiendo a veces, pensando, viendo alguna película, y en esos momentos yo no siento miedo a la soledad, ni mucho menos. No me asusta estar sola en un lugar, físicamente. Es más, lo disfruto muchísimo, porque me permite poder cultivar mi interior. 

Pero ese miedo era real: no tenía a nadie a quién contarle mis pensamientos, así como sucede ahora mismo, por eso los estoy escribiendo. 

En aquellos años yo tenía ya 13 años. Ese miedo había crecido tanto que se convirtió en ansiedad, aunque por aquél entonces esa enfermedad no se conocía, no se hablaba de ella, era casi desconocida en un entorno normal a nivel de calle. 

No llamaba la atención a nadie una niña llorando, los niños lloran todo el tiempo por las cosas más absurdas.

Pero una maestra sí debió darse cuenta. Llegaba la hora de la clase y faltaba yo. No entraba. Imagino que debió empezar a buscarme, esa parte yo no la viví, solo tengo vagos recuerdos de mi punto de vista. 

Yo estaba encerrada en un lavabo llorando y llorando. No podía parar. Era un llanto que no puedo explicar. No sucedía nada, al menos aparentemente. 

Llamaron a mi madre que por aquél entonces ayudaba a una maestra en otra de las clases, así que estaba cerca. Ella llamó a la puerta insistentemente y me decía: “Noemí, abre, soy la mama, te quiero…” y un montón de palabras más.

Yo estaba en shock, no podía razonar. De verdad que quería poder moverme, pero no podía. En ese lavabo empezó todo. Mi miedo había salido fuera y ya no lo podía ocultar. Otras personas se habían dado cuenta de que algo sucedía, de que aquello no era normal. Me pasaba algo raro.

Yo pensaba: "no puedo salir, por favor que se vayan todos, no puedo moverme, duele demasiado, que se callen las voces, que me dejen sola".

Curioso. Me sentía sola pero no quería que nadie se aproximara a mi, quería estarlo. Quería estar sola. Así me sentía y no entendía el porqué. 

Tenía una angustia terrible, me dolía el pecho muchísimo, no podía casi respirar. 

Yo me sentía tan enormemente mal que no quería ni abrir la puerta a mi madre, y eso que con ella siempre he tenido confianza para hablar de cualquier cosa que me sucedía. Pero esto era completamente diferente, esto no me había pasado nunca y yo no sabía qué sucedía, y mucho menos el porqué. Sólo sabía que tenía ganas de llorar y de estar sola, y no quería que nadie me encontrara.

Tardé un poco pero al final abrí la puerta. Mi madre me abrazó y me dijo si yo sabía que ella me quería. Yo le dije que sí, supongo, no lo recuerdo bien. Pero para mí no bastaba. No me sentía completa.

Con el tiempo fui entendiendo lo que me pasaba, o mejor dicho, la etiqueta o nombre que un psicólogo infantil le puso a lo que me pasaba. Tenía ansiedad.

Yo en aquella consulta no sabía ni lo que hacía. Intentaba entender quién era ese hombre al que nunca había visto y porqué me hablaba así de esa manera tan pausada y tan bajito, con esa voz tan tranquila y un tono suave como si me fuera a romper en cualquier momento.

Era, a ojos de ese extraño, como una copa de cristal que en cualquier momento se puede caer y romper en mil pedazos. Así actuaba conmigo.

Y es que quizá era eso en realidad lo que estaba pasando conmigo. Me estaba rompiendo en mil trozos pequeñitos y no había manera de recomponerme. Al menos, no era posible con mis propias fuerzas, ni tan siquiera parecía que lo que el hombre decía tuviera sentido. No para una adolescente que no entiende nada del mundo adulto.

El psicólogo le aconsejó a mi madre que me llevara a lugares donde hubiera más niños y niñas de mi edad, algo así como campamentos, colonias, cumpleaños, fiestas, esplais… donde poder relacionarme con alguien más a parte de con mi propia familia.

Pero yo eso ya lo había vivido. No había funcionado. 

Yo me preguntaba porqué nadie había contado conmigo a la hora de llevarme a un sitio lleno de “gente” que no conocía de nada. ¿Porqué pensaba ese hombre que yo iba a estar mejor, a sentirme menos sola si estaba rodeada de otras personas?. Esas personas siempre me habían rehuido. Por lo que sea. Aún hoy, esta misma mañana que he estado en un cursillo de trabajo, ha sucedido. ¿Porqué iba a ser diferente?. 

Sigue sucediendo. La gente sigue rehuyéndome. Y no sé el porqué.

Como ya debéis suponer, eso no me ayudó en nada. Quizá tuvo el efecto contrario más bien, pues el hecho de estar mucho tiempo rodeada de otras personas a las que no conocía de nada todavía agravaba más mi sentimiento de soledad, pues uno de mis problemas era precisamente que me costaba entablar conversación con personas cuando había mucha gente alrededor. 

Yo soy más de hablar a solas con una sola persona, y hablar de lo que sea, soy capaz de contarle mi vida entera según cojo confianza, pero poco a poco y sin espectadores. Y si podía ser, en un lugar tranquilo, sin ruidos.

Ese es otro problema. El ruido. 

Hasta hace unos pocos años, ya pasada la cuarentena, no he descubierto que soy hipersensible al ruido. Normal que me pusiera a llorar cuando entraba al colegio con todos esos niños corriendo, dando pisotones y patadas a diestro y siniestro, chillando… 

Mi abuelo me contó una vez que yo me tapaba los oídos durante todo el trayecto desde casa al colegio. Supongo que él pensaba que era porque hacía viento o frío. Yo ahora que lo recuerdo sé que no era ese el motivo.

Y ahí estaba yo. En el colegio. Pequeña como un corderito, flacucha porque nunca fui de comer mucho. Ante una jauría de lobos hambrientos. Sí, eso es lo que yo sentía. 

De echo me daba miedo salir al patio porque siempre terminaban dándome con la pelota de fútbol, o me daban patadas o lo que fuera si intentaba ir de un lugar del patio al otro. Siempre estaban jugando a fútbol. Con mucho ruido, muchos gritos, muchas risas, muchos círculos de niños y niñas riéndose a todo volumen. 

Y yo. En medio.

Recuerdo que para pasar de un lugar del patio al lado contrario, me agarraba a la pared e iba caminando sin despegarme nunca, con las dos manos y agachando la cabeza. Aún así siempre llegaba a casa con algún chichón.

Lo peor era el día que había excursión. Sí, para mí era lo peor. Prefería las clases donde había silencio y todos escuchaban al profesor, ahí no chillaban ni me sentía tan desprotegida.

Cuando había excursión yo le pedía a mis padres que por favor no me obligaran a ir. Sobretodo porque no tenía con quién. Quizá recordéis de pequeños que se suele ir en pareja para que los niños no se pierdan, o agarrados a una cuerda. 

Yo no tenía esa mano amiga al otro lado. Iba sola. Detrás de algunas parejas de niñas, y delante de otras parejas de niños. Imagino que era la profesora quién terminaba cogiendo mi mano. Nadie más lo hacía.

Yo estaba tan asustada que no me atrevía a acercarme a nadie. Me sentía abandonada, desprotegida.

Siempre estaré agradecida a mis padres en esos días porque no me obligaban a ir. Al menos yo recuerdo viajes de fin de curso a los que nunca fui, y excursiones a las que iban los demás y de las que yo, por lo que fuera, me libraba. Quizá mis padres no le dieran importancia a que no fuera, por suerte para mí.

Tampoco iba a las fiestas de cumpleaños, y cuando era el mío lo celebraba siempre en familia, protegida, con mis padres, hermanas, abuelos y quizá primos y tíos alguna vez. 

Cuando no haces caso de un problema y siempre impides acercarte a él o encontrarte en esa situación, cuando lo evades y miras hacia otro lado, no se soluciona. El problema va contigo. 

El miedo que al principio no era tan grande, se fue transformando en un miedo irracional a que las personas me hicieran algo si me acercaba, ya fuera reírse de mí o pegarme o qué sé yo. Tenía mucho miedo en especial a los grupos de adolescentes. Antes porque los veía mayores que yo, después porque seguí viéndolos así en mi mente, aunque yo fuera mayor que ellos.

Ya de adulta yo salía a comprar sólo cuando era mediodía y la mayoría de personas está comiendo, para evitar que nadie me viera por la calle, para no cruzarme con grupos de adolescentes, y también para no tener que sufrir largas colas en el supermercado.

Iba al trabajo con miedo. 

Para variar, sí, otra vez el miedo irracional a todo. 

Con el tiempo y conforme he ido reflexionando sobre ello me he dado cuenta de que tenía una imagen muy distorsionada de la realidad, pues mirando hacia atrás no logro encontrar el verdadero motivo de ese miedo a relacionarme con los demás.

Lo curioso de todo el asunto es que yo era una niña muy alegre y extrovertida, me encantaba hablar y reír, explicaba todo lo que sucedía en mi día a día a mis padres y mis hermanas, no parecía ser una persona tímida en absoluto. Yo nunca me hubiera definido así.

Recuerdo que cuando nos visitaban mis tías o abuelos yo iba corriendo a sus brazos, a diferencia de mi hermana que empezaba a llorar y llorar sin parar y se escondía tras la falda de mi madre. Ella sí era tímida y sólo asomaba su cabecita cuando ya se habían ido. Yo no era así de cara a los demás, yo no era tímida, sino una chica dicharachera que no paraba de hablar y reír, al menos con mis familiares.

Ese estado de ansiedad y miedo se ha agravado con los años, pues ya no hay nadie que pueda en cierta manera “obligarme” a relacionarme con otras personas que pueda considerar como extraños o desconocidos.

Así he llegado a la edad adulta. 

De joven sólo contaba con la compañía de mi novio a los 16 años y con mi familia, y sin ninguna experiencia de lo que era tener una amiga o amigo. Nada de nada. Cero absoluto. 

Pero mi primer novio me demostró que no me quería. Yo tardé en darme cuenta pero al final lo vi. Y yo corté con él porque él nunca se atrevió a decírmelo. Fue un cobarde. De hecho en mi mente siempre me decía que él me había abandonado, que era él quién me había dejado, quizá para auto convencerme de que yo no podía hacer nada contra eso. Pero lo que en realidad había pasado es que yo había sido valiente, y aún queriéndolo, había dado el paso de dejarlo. 

Estuve un año teniendo pesadillas. Estaba estudiando COU por aquél entonces, y tenía la selectividad encima. Todo eran presiones y me daba por reír y llorar de manera indistinta, sin motivo. Tenía muchos nervios. Todo eso lo pasé sola, sin amigos, pero lo pasé. De nuevo, sin yo haberlo sentido así, fui valiente. Aprobé todas las asignaturas aún siendo el año en que había cortado con mi novio y todo se había derrumbado en mi interior. 

Siempre digo que en aquél momento lo poco que quedaba dentro de mí de entereza, se rompió para siempre. Yo nunca me volví a sentir entera, feliz, como lo había sido antes aunque no tuviera amigos. Ya no podía confiar en nadie, pues la persona a la que yo le había abierto por fin mi corazón, no me quería en realidad.

Pero… llegó la Universidad. Y todo cambió. El primer día dirigí mis pasos por ese pasillo que en aquél momento estaba vacío, pues yo siempre llegaba pronto a los sitios por el miedo a llegar tarde. Me acerqué a leer el cartel del aula que iba a ser mi clase durante tres años. 

No sé porqué de repente las cosas fueron totalmente distintas. Un chico se acercó a mí y me preguntó alguna tontería. Luego vino otro y otro y otro y poco a poco fuimos un grupo. Todo chicos y yo, la única chica. Luego se añadió otra chica a ese mismo grupo. Lo pasábamos muy bien como compañeros, incluso íbamos juntos en el trayecto de vuelta a casa, en el metro. Pero claro, luego yo debía seguir sola hasta mi pueblo, pues vivía más lejos que los demás.

Nunca he sabido qué hubo de diferente en mí, que vio aquél compañero que se acercó que no le diera miedo de mí, pues yo  tenía muy claro que la gente no se me acercaba porque veían algo raro en mí, aunque no supiera bien qué era eso. Y lógicamente los otros chicos también se habían acercado, luego tampoco me tenían miedo ni me veían rara.

Pero bueno, ese grupo de compañeros no pasó de ahí, nunca fuimos tampoco realmente amigos, simplemente íbamos a la misma clase, nos sentábamos juntos, hacíamos los trabajos juntos pero nada más. Aunque yo era tan feliz de que eso sucediera que me daba igual que no habláramos de otras cosas y solo los pudiera ver en clase, para mí era más que suficiente. Iba todos los días contenta a la Universidad. Me sentía especial porque parecía que no era tan rara como había creído antes.

No sabía lo que era tomar un helado en una heladería al lado de una amiga, o ir a hacer deberes a casa de un amigo. Nunca lo había hecho y nunca lo hice de adulta.

Me fui obsesionando con la idea de conseguir una amiga, y no una cualquiera, una mejor amiga especial, una que no me abandonara, que me quisiera como yo era. Centraba todos mis esfuerzos en conseguirlo, pero como ya podréis suponer, eso tampoco funcionó. 

Seguí y seguí buscando, sin encontrar. 

Ahora que reflexiono sobre el tema me debí perder muchos años del presente por pensar en ese futuro ideal que nunca llegaba. Quizá dejé de conocer a personas que sí hubieran valido la pena y no me daba cuenta. Yo no quería conocer a nadie de manera superficial, no me bastaba con que fueran conocidos. Quería compartir mis momentos de vida con esa amiga. Quería a toda costa una. Tenía derecho, todas las otras chicas las tenían, ¿porqué yo no? ¿porqué era tan difícil?. 

El problema era que como más empeño ponía yo en esa búsqueda, más difícil era encontrarla. 

Así fueron pasando años y años de mi vida, en los que no reparaba en nadie, no daba oportunidad a nadie a acercarse a mí porque no eran suficiente, no eran “esa amiga verdadera“, o al menos no lo que yo entendía por amistad.

Si la amistad verdadera y real existía, yo quería tenerla.

En cierta manera, yo estaba idealizando de nuevo esa situación. Otra vez distorsionaba la realidad tanto que llegó a ser ficción, pues era casi imposible que nadie reuniera esas condiciones que yo requería de otra persona para ser mi amiga. Yo misma hice eso totalmente imposible, pues nadie es perfecto. La gente te falla.

Todos fallamos a los demás. Estaría bien darnos cuenta de eso. No hay nadie perfecto.

Me había hundido en mi propia búsqueda, como quién se cae a un pozo profundo y no logra salir de ahí. Como un ratón en una jaula dando vueltas y vueltas sin llegar a ningún sitio, como en un bucle.

Durante mucho tiempo ese camino de búsqueda de amigos y amigas estuvo lleno de decepciones, una tras otra. Si lograba abrirme un poquito, me pisoteaban una y otra vez, y yo me volvía a encerrar en mi caparazón.

No asomaba la cabeza ni para respirar. El miedo se hacía grande de nuevo y creaba una dura capa de hormigón alrededor mío.

Un nuevo miedo asomó en mi edad adulta, años antes de casarme. Ese miedo no lo puedo contar, al menos no hoy. Pero ha afectado a mi matrimonio durante más de veinte años. Todo por miedo. Porque nunca tuve verdaderas ganas de volver a salir del caparazón. No volví a ser valiente. Era demasiado difícil para mí.

Durante muchos años he seguido teniendo miedo. En el trabajo, a los compañeros, jefes, vecinos… daba igual. A todos. 

Un día llegué al tope de mi miedo. 

Tenía pánico. Por primera vez y por un motivo real. 

A mi marido le diagnosticaron una enfermedad grave, y otra y otra… creo que nunca me enfrenté realmente a ello, y estuve aguantando el miedo sin dejarlo salir.

Esa vez mi marido había estado en el hospital a punto de morir. No podía respirar, tenía los pulmones encharcados de agua, el corazón no le latía con la mínima intensidad que se requiere para la vida. Pero logró seguir respirando.

Llegamos a casa por la noche. Al estirarme en la cama entré en pánico. Recuerdo que no podía ni hablar, no podía respirar, tenía muchísimo miedo a perderle.

Yo me había sentido más o menos segura a su lado, su sonrisa y su positividad cuando lo conocí me habían dado mucha fuerza para volver a ser yo de nuevo, poco a poco pero volvía a ser feliz. Pero al sentir que le perdía para siempre, no pude más.

Entonces sucedió.

Sucedió esa cosa extraña en la que yo no creía. Tuve una especie de visión. 

Durante lo que debieron ser unos segundos, quizá ni siquiera un minuto, vi una escalera.





Miré hacia arriba, yo estaba abajo de las escaleras, como en un pozo profundo. Una sombra apareció, yo no podía ver su rostro. Se acercó un poco y desde allá arriba, con una luz blanca y potente detrás, me dijo: “Tranquila, yo estoy contigo“.

Automáticamente una paz me inundó. Es imposible poder transmitir lo que esa paz me hizo sentir porque os aseguro que en este mundo no existe esa luz tan blanca y azul, tan pura y que dé tanta paz, al menos nada que podamos ver.

Supe que ese ser, esa persona, era Jesús. El Hijo de Dios. Y lo supe sin lugar a dudas. 

Desde pequeña he ido a la iglesia y he oído hablar de él. Mi familia también es cristiana, mi marido y su familia también, aunque ellos lo conocieron más en su edad adulta. Pero mi visión de ese Dios era como si fuera una especie de general que nos vigila y nos castiga si hacemos algo mal. No conocía cómo era realmente. No conocía de su amor, de su protección, no había aceptado que era mi Padre, que eso era real, que su amor era de verdad y que Él nunca me había engañado.

Las personas me habían decepcionado, no tenía amigos ni amigas, pero os aseguro que ese amigo es de verdad, esa amistad verdadera que tanto había buscado había estado siempre a mi lado, cuidándome, sin yo aceptarlo del todo aunque sí lo sabía de manera racional. Pero no lo había interiorizado.

La mañana siguiente a esa visión fue el día más extraño de mi vida. 

Ya no tenía miedo. No existía la ansiedad, se había ido para siempre.

Los problemas, y esta vez sí eran graves, seguían existiendo, pero la ansiedad no. Mi marido seguía y sigue enfermo, pero yo ya no tengo miedo. 

Siempre he sabido donde vamos cuando morimos. La muerte, curiosamente, nunca me ha dado miedo, porque siempre he tenido claro donde voy, y de donde vengo. Soy su hija, Dios es mi Padre, y lo ha sido y será siempre, también después de la muerte física. 

No puedo tener miedo a la muerte si sé lo que hay detrás. El abrazo de mi Padre para toda la eternidad. No hay enfermedades, ni dolor, ni pecado, ni nadie hace daño a otro. No hay miedos, ni guerras. No hay envidias, ni celos, ni ira.

Allí solo hay paz. 

Mi médico de cabecera me dijo que la ansiedad volvería, que iba por épocas, que aunque yo ahora notaba que no estaba, ésta volvería. 

Yo sabía que eso no era cierto, porque toda mi vida había vivido con miedo, con ansiedad, y por primera vez ya no estaba ahí. Esa maleta llena de piedras no estaba. Iba sola, era libre.

Y así sigo. Soy libre. Se ha ido para siempre. 

Desde ese día no puedo decir que no haya habido problemas. Claro que los hay, de hecho aún hay más gente, y esta vez de verdad, que quiere intentar hacerme daño. Sobre todo en el trabajo. Los jefes quieren que me vaya porque no soy de su partido político, y porque piensan que los quiero denunciar. A saber porqué, pero lo piensan. Y creen que yo algún día les voy a hacer algo porque alguna vez sufrí bullying y tienen miedo de que yo les denuncie.

Pero a mí la empresa no me ha hecho nada. Si acaso algunas personas, algunos jefes y compañeros. Pero ahora son ellos los que tienen miedo. De mí. Miedo a que les denuncie, a que simplemente se lo cuente a alguien. 

Pero ya no necesito hacer eso. Si quiero lo digo sin problemas, pero ya no tengo esa necesidad, porque ya no tengo miedo.

Yo veo ese miedo a diario en sus caras, veo esa ansiedad y estrés, veo el llanto y las depresiones. Las identifico en seguida… ¿cómo no hacerlo cuando he pasado la mayor parte de mi vida con eso dentro?.

Tengo paz. El miedo se ha ido para siempre. Ojalá algún día tú puedas sentirlo también. No hay nada que desee más en esta vida que ver a los demás felices. 

Sin miedo. Con paz. De la buena. 

Seguramente habré roto todos los esquemas predefinidos de lo que es una buena narración, una narración correcta. Pero es cierta, toda ella. Y eso importa.






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