Tuve un sueño extraño. Sé que es un comienzo flojo para un cuento,
pero es que la frase, de alguna manera, forma parte del sueño, y no quiero
empezar traicionándolo. Y digo bien, un sueño, a pesar de que se
desarrolló en varias noches sucesivas. Pese a esto, la continuidad era tan
evidente como rara en mi estilo de soñar. ¿Cómo contarlo? ¿Cómo no agregar
pormenores, detalles, con el correr del cursor por esta pantalla negra que parece reclamar el ser llenada con
pequeñas letras amarillas,
titilantes? Bueno, en realidad no importa, porque —a pesar de lo que dije al
principio— la índole misma del sueño admite, quizás exige, rellenar los huecos
con invenciones de dudosa fidelidad. Ya se verá por qué.
En principio, quiero decir, la primera noche en que el sueño
apareció, todo era bastante confuso. O confuso fue el recuerdo que de todo ello
me quedaría. Yo estaba con mi novia, en medio de una calle ancha, de
localización indefinible. Otro joven nos agredía, se burlaba de nosotros. Recuerdo
perfectamente que tenía la cara de un compañero de secundario a quien no veo
desde hace quince años. No sé, en cambio, qué era exactamente lo que nos decía.
Pero sí mi reacción, bastante inusual y poco esperable en mí: le hacía frente,
lo obligaba a huir y refugiarse en una casa de las inmediaciones, tampoco
identificable. Todavía siento, como con una especie de cosquilleo, la impresión
de orgullo y satisfacción que me dejó mi propia actitud resuelta. Aquí hay un
hiato, una transición en el sueño, con brusco cambio de escenario.
En las siguientes noches... (ésta es la parte que se repite con
más nitidez, pero como si cada vez se agregara un episodio más a la saga del
sueño).
Ahora viajábamos en un tren; creo que también estaba presente mi
novia. En un momento dado, se descubre un cadáver, que resulta ser mi
“compañero de secundaria”. Profusión de policías, sobre todo uno de civil con
aspecto de protagonista de novela policial. ¿Bueno o malo? No sé. Pero sí sé
que de pronto, en medio de las investigaciones y de los futuros interrogatorios
inevitables, empecé a temer que se supiera de mi “pelea” anterior con el muerto
y, consecuentemente, se sospechara de mí. Esta sensación va creciendo y
haciéndose insoportable.
Entonces pasa lo siguiente: en una especie de duermevela se me
ocurre que debo introducir en mi propio sueño a un detective que me
ayude a probar mi inocencia. Me levanto semidespierto y anoto la idea en un
papel sucio que estaba en mi mesa de luz. Idea, por supuesto, para un futuro
cuento. La cuarta o quinta vez que se repitió el sueño, la impresión de
inminencia es casi asfixiante. Se aproxima el momento de mi interrogatorio y no
sé si contar o no mi relación con el muerto. En realidad, yo no sé quién es,
pero pudo haber testigos de lo que pasó. Por ejemplo, mi novia. ¿Me pongo de
acuerdo con ella? ¿Y si el inspector (voy a llamarlo así) ya sabe la verdad?
¿No sería (yo) más sospechoso? Debo tener en cuenta que no soy bueno para
mentir. Claro, como después de todo soy inocente, es mejor contar toda la
verdad... y que la policía se arregle.
Pero ¿soy inocente? (¿Esto me lo estoy preguntando en el sueño, al
despertarme o cuando lo cuento?) No es tan fácil. Ya dije que hay un hiato, una
brusca elipsis narrativa entre la “pelea” en la calle y el misterioso viaje en
tren. ¿Qué pasó entre una cosa y la otra? ¿Por qué mi compañero-adversario
estaba justo en el mismo tren que yo? ¿Por qué tengo tanto miedo de que me
descubran?
Me parece que necesito un abogado. O un detective.
A la segunda semana que sueño lo mismo, me decido. La próxima vez
que sueñe, debo tratar de “introducir” en mi sueño a algún detective que me dé
una mano. ¿Cómo hacerlo? ¿De dónde saco un detective? Bueno, si es por eso, yo
ya inventé uno para un cuento medio en broma/medio en serio que escribí para
leer entre amigos, “El caso del corrector asesinado”. Se llama Carlos (que es
mi habitual seudónimo) Leinad (Daniel, como el profeta, primer detective de la
historia según Rodolfo Walsh, al revés). ¿Aceptaría el caso? Bueno, como se
trata de un álter ego mío, no le sería fácil rehusar.
Con esta certeza, ya no me resulta tan temible el interrogatorio
del inspector. Hasta me parece un buen hombre, por lo menos bien intencionado.
El miedo vuelve, es claro, cuando me pregunta si conocía al muerto. Elijo
responder parte de la verdad (solución muy mía). Digo que sí, que se parecía a
un antiguo compañero de colegio, y que me lo había cruzado antes de tomar el
tren. El inspector parece satisfecho, pero ahora lo fundamental es decirle a mi
novia que repita lo mismo.
Cuando salgo del compartimiento donde se llevan a cabo los
interrogatorios, me encuentro con que Leinad ya está allí. Me guiña un ojo y me
señala un extremo del vagón. Le hago una seña de que espere y me acerco a
saludar a Lidia (voy a llamar Lidia a mi novia; veo que es un poco tarde).
Cuando me agacho para darle un beso, le cuento lo que le había dicho al
inspector. Ella asiente. Entonces sí voy a donde está Carlos Leinad.
—¿Comprendió algo de la situación? —le pregunto. Me parece que es
mejor tratarlo de usted.
—Algo. De lo que no estoy seguro es de qué quiere que haga,
exactamente —me dice, con cierta dureza. Tal vez no quiere estar allí, o quiere
asumir su papel de detective duro con todos los chiches. Esto me gusta. Además,
aunque sea creación mía, tengo que darle algo de libertad, porque tiene que
averiguar cosas que yo no sé.
—Quiero saber qué pasó. Ese tipo murió poco después de tener una
discusión conmigo. ¿Eso no me convierte en el principal sospechoso?
—Puede ser. Pero todos dicen que parece un suicidio. Tiene cortes
en la muñeca.
Entonces recordé ese detalle, que se me había escapado totalmente
(¿en el sueño, al despertarme, o al escribirlo?). Yo vi el cadáver de mi
excompañero. Tenía un corte profundo en la muñeca izquierda, con una forma rara
en realidad, como el corte doble, angular, que se hace en un árbol para
hacharlo. Como la boca de un muñeco de trapo.
—Sí, claro —admití—. Pero si se sabe que yo discutí con él...
—¿Quién más sabe eso, además de usted y su novia? —preguntó
Leinad, interrumpiéndome.
—No sé, hombre. Todo eso es lo que quiero que averigüe.
—No se irrite. En estos sueños hay que tener paciencia. No todo
sucede como y cuando uno quiere.
Eso sonaba como una advertencia. Nada bien. Tuve que darle a
Leinad todos los detalles que aún recordaba: quién era mi compañero de escuela,
cómo se llamaba, qué estaba leyendo yo antes de dormirme, por qué el inspector
me parecía bueno. Más que un detective, parecía un psicoanalista. Además, por
momentos me sentía tentado a inventar cosas, cuando no recordaba bien o creía
que algo era ineficaz estéticamente.
—No importa, todo sirve —decía él, enigmático.
Yo tenía un poco de miedo de dejarlo suelto en mi sueño. ¿Y si
empeoraba las cosas? Por otra parte, me sentía un poco celoso por mi novia. Ya
se sabe cómo son los detectives (y las novias). No sabía si debía
tranquilizarme o preocuparme más el hecho de que éste fuera mi otro yo.
En todo caso, ya estaba hecho. Le pedí discreción y que me hiciera
un buen precio por sus servicios. Sólo logré que me mirara con ironía. Se fue
sin una palabra más.
En las noches siguientes, mis sueños fueron algo nebulosos. No
pude retener casi nada, ni levantarme en medio de la noche para anotar alguna
otra idea. No recuerdo si los protagonizaba yo o Leinad. Mientras tanto, en la
vigilia, trataba de recordar algún detalle que pudiera ser de interés para la
investigación. Una vez, Leinad me preguntó:
—Cuando usted discutió con el muerto, ¿él le mencionó a Daniel
Bartero?
Mi sorpresa fue mayúscula. La pregunta del detective trajo a mi
memoria un montón de cosas, entre ellas precisamente lo que él me exigía. Atiné
apenas a decir que sí.
—Lo suponía —sonrió Leinad, agrandado.
Al poco tiempo de esta charla, me encontré con mi novia. La noté
rara. No pude menos que sentirme intranquilo, sobre todo cuando ella me dijo, a
regañadientes, que había hablado con Leinad.
—No sé si hiciste bien en soñar con él —me dijo, lo que me alarmó
más todavía.
—¿Qué te preguntó?
—Cosas...
—¿Qué cosas? ¿Sobre nosotros? —mi voz tenía notas de histeria.
Lidia me miraba con cierto asombro.
—Sí... No... Quiero decir, qué hacíamos en ese tren y esas cosas.
—¿Y vos qué le contestaste?
—Que no sabía. Yo no era la que soñaba, ¿no?
Tenía razón, pero no pude admitirlo así no más.
—¿Y qué más te preguntó?
—Sobre tu amigo... ¿Daniel Bar... Bartero?
Otra vez. Indudablemente, Leinad había encontrado una pista
importante. ¿Cuál sería la conexión? Mi amigo Daniel (nada que ver con el
detective) estaba en Italia desde hacía mucho tiempo y no tenía noticias
recientes de él. ¿Cómo habría averiguado Leinad estos datos? ¿O sería una pista
falsa? ¿“Dirigida” a qué o a quién? Por más que lo intenté, no pude soñar nada
al respecto.
Tuve que responder otro interrogatorio del inspector. Esta vez ya
no me pareció tan bueno. ¿Estaría haciendo por fin la transferencia? Se había
descubierto que el muerto tomó un fuerte sedante antes de morir. Tal vez estaba
inconsciente antes de cortarse las venas, lo cual sugería... Razón de
más para no contar toda la verdad de la historia. Ya estaba jugado.
Podía percibir hasta qué punto el inspector sospechaba de mí. Por supuesto que
no tenía pruebas, pero todo reposaba en mi aplomo para mantener mi versión y en
la solidez relativa (era mi novia) de mi coartada.
Esa misma noche apareció Leinad. Su cara no me gustó nada. Sentí,
con esa certidumbre propia de los sueños, que se aproximaba el final del caso.
¿Es bueno saber la verdad? ¿Es, al menos, inevitable?
—¿Averiguó algo, además de ese albur sobre Bartero?
Leinad me miró como con lástima.
—Averigüé demasiado.
—¿Alguna vez se sabe demasiado?
—Claro, piense en Edipo.
—No tengo ganas. Vaya al grano, por favor. Después de todo, yo lo
inventé, y lo estoy soñando, o al menos escribiendo.
—Las cosas no son tan fáciles, Valle. Ojalá lo fueran. ¿En serio
no recuerda nada? ¿No sospecha, ni siquiera ahora, lo que pasó? Usted mismo
dijo que lo inventó, lo soñó o lo escribió.
—Me refería a usted. Además, si lo supiera, no lo hubiera llamado
para investigar.
—Sí, eso es razonable. Y es lo único que me hace confiar en
usted...
—No lo entiendo.
—Vea, la cosa es así. El muerto era Cossi, ¿lo recuerda? El piola
de la división. Una vez se peleó a trompadas con su amigo Bartero, en un
episodio que se hizo famoso, porque éste, el más grandote, le tiró dos
tremendas trompadas y el otro, el más chiquito, las esquivó impecablemente.
Usted siempre deseó vengar a su mejor amigo, por esa humillación.
—Casi todo es cierto, pero no admito esto último.
—Haga lo que quiera. Yo sigo. Su amigo Bartero está en Italia
desde hace mucho tiempo y usted nunca se ha comunicado con él. No respondió sus
últimas cartas, vaya a saber por qué. En cambio, por fin se decidió a visitar a
sus padres. Seguramente para sentirse menos culpable. De allí venía cuando se
cruzó con Cossi: pude identificar la calle. Tal vez hablaron de aquella famosa
pelea, tal vez Cossi seguía siendo un piola insoportable...
—Intentó propasarse con mi novia.
—Eso dice usted. Quizás esto le sirvió para desplazar en el
sueño el verdadero tema de esa conversación. Lo cierto es que Cossi los siguió
y subió en el mismo tren que ustedes. Posiblemente para vengarse de usted, para
borrar su anterior acto de cobardía. Aquí podemos imaginar el resto.
—Yo creo que Cossi se suicidó para inculparme.
Leinad esbozó una sonrisa canchera, escéptica.
—Puede ser. ¿Quién se lo va a discutir? Nota no dejó. Pero también
es posible lo siguiente. Su novia dice que usted salió del vagón por lo menos
una vez. Yo creo que usted se encontró de nuevo con Cossi, le administró de
alguna manera el sedante que lo dejó inconsciente y después le cortó las venas
de la forma que aprendió en una novela de P. D. James que estaba leyendo antes
de dormirse.
—Usted está loco.
—Usted lo estará, entonces. Yo sólo digo lo que he averiguado. ¿Usted
no me soñó para eso?
—Tengo coartadas.
—Sí, de su novia...
—¿Y qué duda cabe?
—Para la policía, ninguna. Ojalá.
Me corrió un escalofrío que me hizo revolver en la cama.
—¿Qué quiere decir?
—Nada. En todo caso, su secreto está a salvo con nosotros, Valle.
—¿Nosotros?
Leinad no contestó. De hecho, se desvaneció. Tal vez porque me
desperté. Fui casi corriendo a hablar con Lidia. ¿Qué le había contado,
exactamente, al detective? ¿Sostendría hasta el final mis coartadas?
—Ah sí, yo también quería hablar con vos —me dijo cuando apenas me
vio.
Eso era el fin. El resto era previsible.
—No sé, estoy confundida, tenés que entenderme... Tal vez si nos
separamos por un tiempo... para pensar mejor...
No quise escucharla más. Me aseguré de que sostendría mi versión de
los hechos y me fui. No sé si a seguir soñando o a despertarme.