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11.2.16

Izquierda Unida, 1989

Mi nota en Panamá Revista

Acá.




"En las elecciones de 1989, fui candidato a diputado nacional sin saberlo.  Sin embargo, no esto lo principal que quiero contar. Ya veremos.
Durante la primera mitad de ese año, en el que cayó el Muro de Berlín, tuve mi única experiencia de militancia política activa; fue en una coalición que se llamaba Izquierda Unida, formada principalmente por el PC y el MAS, y que realizó la primera interna abierta de la historia electoral argentina".

14.1.15

Sinopsis de Una sirvienta se escapa



Una sirvienta se escapa

de Pablo Valle

Sinopsis

Novela policial “negra”, lineal, en primera persona.

Diego Quiroga, el protagonista-investigador, es un periodista joven, de la televisión y de un diario importante, lanzado precozmente al estrellato porque tuvo la fortuna de ver el cadáver de un empresario famoso que se suicidó.
Al principio de la novela, lo aborda una chica aun más joven que él, Fabiana, que se ha escapado de una escuela de personal de servicio del Opus Dei. Le pide que la ayude a averiguar qué ha pasado con una de sus compañeras, Clarita, súbitamente desaparecida luego de una paliza que le dieron en la escuela como castigo por no haberse comportado bien en su destino laboral.
Diego, que bajo su máscara cínica es, clásicamente, un sentimental, se involucra en la investigación... y con Fabiana. Pero tendrá que enfrentarse a un poder demasiado grande, apenas ayudado por algunos amigos: su socio en un portal privado de noticias online, un cura villero, un hacker fumón, un periodista veterano caído en desgracia.
Uno de ellos lo va a traicionar.
El desenlace es, en cierto sentido, previsible, pero incluye un par de sorpresas de último momento.


Fortalezas: la voz narrativa es seductora; hay mucho diálogo rápido, cinematográfico. Relatos (verídicos) intercalados y personajes en clave, reconocibles.
Debilidades: la trama “policial” quizás es demasiado laxa; las referencias al Opus Dei son agresivas (aunque absolutamente ciertas).

Pablo Valle

9.9.14

La inspección

 (fragmento de novela)

¿Una mirada puede tocar?
Eso se le ocurrió a Fabiana, palabras más, palabras menos (¿qué importan las palabras?) durante la primera “inspección”.
Era un día esperado y temido por todas las internas. Tenían muy poca información sobre lo que ocurría exactamente, sólo sabían que debían estar impecables y permanecer mudas, erguidas y con la mirada perdida en un punto predeterminado. Esto era lo más difícil.
Las formaban en dos filas parejas. El inspector pasaba por el medio, primero revisaba una fila, después otra, seguido por un grupo de asistentes e instructoras. Éstas tampoco podían hablar, salvo que el inspector les hiciera una pregunta sobre alguna de las chicas. Un asistente llevaba una carpeta con las fichas de las alumnas, y le iba alcanzando al inspector la ficha correspondiente a la chica frente a la cual se detenía. Decir que la mirada del hombre era penetrante es obvio e insuficiente. Era radiográfica. Miraba a las chicas de arriba abajo, durante un largo rato, sin ningún pudor, como si fueran cosas. O algo peor que cosas.
El procedimiento era largo y penoso. Esa vez, Fabiana estaba ubicada como una de las últimas de la segunda fila, así que, cuando el inspector y su séquito llegaron a ella, ya se sentía muy mal, mareada y dolorida por la rigidez antinatural de la posición. Por un momento, pensó que no iba a aguantar, que se iba a desplomar a los pies del hombre que la miraba. Que la miraba de una manera especial, para colmo. ¿Especial? ¿Qué quería decir eso? Apenas se atrevió a confesárselo: se sentía desnuda, desnudada por esa mirada. Qué raro. Seguramente era una tontería de ella, propiciada por el cansancio y los nervios. Después de todo, ¿qué sabía sobre miradas masculinas?
Sin embargo, aguantó. Pero era evidente que el hombre se detenía en ella más que en otras. La escrutaba, sí. Algo raro había visto. Con dos gestos bruscos, casi uno solo, el inspector devolvió la ficha a su asistente más cercano e indicó a una de las instructoras que se acercara. Era mala señal, sólo había ocurrido eso una vez en esa inspección. Y la otra chica cuestionada había sido Clarita.
—Nombre.
La instructora lo dijo en voz alta pero notoriamente temblorosa. Otra cosa rara, porque eso figuraba en la ficha, como lógico encabezamiento. Se veía que no había prestado atención a los detalles.
—¿Por qué nunca fue castigada?
La pregunta era extraña también. A Fabiana le costaba cada vez más mantener la vista fija en un punto; se le nublaba. Sentía que iba a llorar, y eso le daba estremecimientos de pánico. Sabía que había sido castigada más de una vez. ¿Por qué no figuraba en la ficha, resumen de su legajo?
La instructora también parecía desconcertada.
—No sé, señor inspector —alcanzó a articular—. Supongo que nunca fue necesario. Tiene un buen comportamiento.
El inspector murmuró algo que no alcanzó a oírse, aunque el tono podía adivinarse despectivo. Y luego, más alto:
—No tiene ojos de buen comportamiento. Vigílenla mejor.
La comitiva siguió su camino. Fabiana casi baja la cabeza, avergonzada, pero una mirada oportuna de la última instructora la detuvo. Siguió aguantando, sólo faltaban unos minutos para que todos se fueran.
Cuando todo terminó, pidió permiso para bañarse. Extrañamente, la dejaron. Estuvo un rato bastante prolongado debajo de la ducha, sintiendo especialmente el golpe del agua, casi fría, en su cara. Y todo el tiempo sintió la mirada de ese hombre paseándose por su cuerpo, hasta que su propia desnudez la avergonzó y se cubrió. Al cerrar el grifo, sintió que por su cara todavía corría agua. Tenía frío, quizás fiebre, y el cuerpo sacudido, más que por un llanto liberador, por la sensación de haber sido, una vez más, vejada.

22.7.14

El caso del cuento soñado




Tuve un sueño extraño. Sé que es un comienzo flojo para un cuento, pero es que la frase, de alguna manera, forma parte del sueño, y no quiero empezar traicionándolo. Y digo bien, un sueño, a pesar de que se desarrolló en varias noches sucesivas. Pese a esto, la continuidad era tan evidente como rara en mi estilo de soñar. ¿Cómo contarlo? ¿Cómo no agregar pormenores, detalles, con el correr del cursor por esta pantalla negra* que parece reclamar el ser llenada con pequeñas letras amarillas,** titilantes? Bueno, en realidad no importa, porque —a pesar de lo que dije al principio— la índole misma del sueño admite, quizás exige, rellenar los huecos con invenciones de dudosa fidelidad. Ya se verá por qué.
En principio, quiero decir, la primera noche en que el sueño apareció, todo era bastante confuso. O confuso fue el recuerdo que de todo ello me quedaría. Yo estaba con mi novia, en medio de una calle ancha, de localización indefinible. Otro joven nos agredía, se burlaba de nosotros. Recuerdo perfectamente que tenía la cara de un compañero de secundario a quien no veo desde hace quince años. No sé, en cambio, qué era exactamente lo que nos decía. Pero sí mi reacción, bastante inusual y poco esperable en mí: le hacía frente, lo obligaba a huir y refugiarse en una casa de las inmediaciones, tampoco identificable. Todavía siento, como con una especie de cosquilleo, la impresión de orgullo y satisfacción que me dejó mi propia actitud resuelta. Aquí hay un hiato, una transición en el sueño, con brusco cambio de escenario.
En las siguientes noches... (ésta es la parte que se repite con más nitidez, pero como si cada vez se agregara un episodio más a la saga del sueño).
Ahora viajábamos en un tren; creo que también estaba presente mi novia. En un momento dado, se descubre un cadáver, que resulta ser mi “compañero de secundaria”. Profusión de policías, sobre todo uno de civil con aspecto de protagonista de novela policial. ¿Bueno o malo? No sé. Pero sí sé que de pronto, en medio de las investigaciones y de los futuros interrogatorios inevitables, empecé a temer que se supiera de mi “pelea” anterior con el muerto y, consecuentemente, se sospechara de mí. Esta sensación va creciendo y haciéndose insoportable.
Entonces pasa lo siguiente: en una especie de duermevela se me ocurre que debo introducir en mi propio sueño a un detective que me ayude a probar mi inocencia. Me levanto semidespierto y anoto la idea en un papel sucio que estaba en mi mesa de luz. Idea, por supuesto, para un futuro cuento. La cuarta o quinta vez que se repitió el sueño, la impresión de inminencia es casi asfixiante. Se aproxima el momento de mi interrogatorio y no sé si contar o no mi relación con el muerto. En realidad, yo no sé quién es, pero pudo haber testigos de lo que pasó. Por ejemplo, mi novia. ¿Me pongo de acuerdo con ella? ¿Y si el inspector (voy a llamarlo así) ya sabe la verdad? ¿No sería (yo) más sospechoso? Debo tener en cuenta que no soy bueno para mentir. Claro, como después de todo soy inocente, es mejor contar toda la verdad... y que la policía se arregle.
Pero ¿soy inocente? (¿Esto me lo estoy preguntando en el sueño, al despertarme o cuando lo cuento?) No es tan fácil. Ya dije que hay un hiato, una brusca elipsis narrativa entre la “pelea” en la calle y el misterioso viaje en tren. ¿Qué pasó entre una cosa y la otra? ¿Por qué mi compañero-adversario estaba justo en el mismo tren que yo? ¿Por qué tengo tanto miedo de que me descubran?
Me parece que necesito un abogado. O un detective.
A la segunda semana que sueño lo mismo, me decido. La próxima vez que sueñe, debo tratar de “introducir” en mi sueño a algún detective que me dé una mano. ¿Cómo hacerlo? ¿De dónde saco un detective? Bueno, si es por eso, yo ya inventé uno para un cuento medio en broma/medio en serio que escribí para leer entre amigos, “El caso del corrector asesinado”. Se llama Carlos (que es mi habitual seudónimo) Leinad (Daniel, como el profeta, primer detective de la historia según Rodolfo Walsh, al revés). ¿Aceptaría el caso? Bueno, como se trata de un álter ego mío, no le sería fácil rehusar.
Con esta certeza, ya no me resulta tan temible el interrogatorio del inspector. Hasta me parece un buen hombre, por lo menos bien intencionado. El miedo vuelve, es claro, cuando me pregunta si conocía al muerto. Elijo responder parte de la verdad (solución muy mía). Digo que sí, que se parecía a un antiguo compañero de colegio, y que me lo había cruzado antes de tomar el tren. El inspector parece satisfecho, pero ahora lo fundamental es decirle a mi novia que repita lo mismo.
Cuando salgo del compartimiento donde se llevan a cabo los interrogatorios, me encuentro con que Leinad ya está allí. Me guiña un ojo y me señala un extremo del vagón. Le hago una seña de que espere y me acerco a saludar a Lidia (voy a llamar Lidia a mi novia; veo que es un poco tarde). Cuando me agacho para darle un beso, le cuento lo que le había dicho al inspector. Ella asiente. Entonces sí voy a donde está Carlos Leinad.
—¿Comprendió algo de la situación? —le pregunto. Me parece que es mejor tratarlo de usted.
—Algo. De lo que no estoy seguro es de qué quiere que haga, exactamente —me dice, con cierta dureza. Tal vez no quiere estar allí, o quiere asumir su papel de detective duro con todos los chiches. Esto me gusta. Además, aunque sea creación mía, tengo que darle algo de libertad, porque tiene que averiguar cosas que yo no sé.
—Quiero saber qué pasó. Ese tipo murió poco después de tener una discusión conmigo. ¿Eso no me convierte en el principal sospechoso?
—Puede ser. Pero todos dicen que parece un suicidio. Tiene cortes en la muñeca.
Entonces recordé ese detalle, que se me había escapado totalmente (¿en el sueño, al despertarme, o al escribirlo?). Yo vi el cadáver de mi excompañero. Tenía un corte profundo en la muñeca izquierda, con una forma rara en realidad, como el corte doble, angular, que se hace en un árbol para hacharlo. Como la boca de un muñeco de trapo.
—Sí, claro —admití—. Pero si se sabe que yo discutí con él...
—¿Quién más sabe eso, además de usted y su novia? —preguntó Leinad, interrumpiéndome.
—No sé, hombre. Todo eso es lo que quiero que averigüe.
—No se irrite. En estos sueños hay que tener paciencia. No todo sucede como y cuando uno quiere.
Eso sonaba como una advertencia. Nada bien. Tuve que darle a Leinad todos los detalles que aún recordaba: quién era mi compañero de escuela, cómo se llamaba, qué estaba leyendo yo antes de dormirme, por qué el inspector me parecía bueno. Más que un detective, parecía un psicoanalista. Además, por momentos me sentía tentado a inventar cosas, cuando no recordaba bien o creía que algo era ineficaz estéticamente.
—No importa, todo sirve —decía él, enigmático.
Yo tenía un poco de miedo de dejarlo suelto en mi sueño. ¿Y si empeoraba las cosas? Por otra parte, me sentía un poco celoso por mi novia. Ya se sabe cómo son los detectives (y las novias). No sabía si debía tranquilizarme o preocuparme más el hecho de que éste fuera mi otro yo.
En todo caso, ya estaba hecho. Le pedí discreción y que me hiciera un buen precio por sus servicios. Sólo logré que me mirara con ironía. Se fue sin una palabra más.
En las noches siguientes, mis sueños fueron algo nebulosos. No pude retener casi nada, ni levantarme en medio de la noche para anotar alguna otra idea. No recuerdo si los protagonizaba yo o Leinad. Mientras tanto, en la vigilia, trataba de recordar algún detalle que pudiera ser de interés para la investigación. Una vez, Leinad me preguntó:
—Cuando usted discutió con el muerto, ¿él le mencionó a Daniel Bartero?
Mi sorpresa fue mayúscula. La pregunta del detective trajo a mi memoria un montón de cosas, entre ellas precisamente lo que él me exigía. Atiné apenas a decir que sí.
—Lo suponía —sonrió Leinad, agrandado.
Al poco tiempo de esta charla, me encontré con mi novia. La noté rara. No pude menos que sentirme intranquilo, sobre todo cuando ella me dijo, a regañadientes, que había hablado con Leinad.
—No sé si hiciste bien en soñar con él —me dijo, lo que me alarmó más todavía.
—¿Qué te preguntó?
—Cosas...
—¿Qué cosas? ¿Sobre nosotros? —mi voz tenía notas de histeria.
Lidia me miraba con cierto asombro.
—Sí... No... Quiero decir, qué hacíamos en ese tren y esas cosas.
—¿Y vos qué le contestaste?
—Que no sabía. Yo no era la que soñaba, ¿no?
Tenía razón, pero no pude admitirlo así no más.
—¿Y qué más te preguntó?
—Sobre tu amigo... ¿Daniel Bar... Bartero?
Otra vez. Indudablemente, Leinad había encontrado una pista importante. ¿Cuál sería la conexión? Mi amigo Daniel (nada que ver con el detective) estaba en Italia desde hacía mucho tiempo y no tenía noticias recientes de él. ¿Cómo habría averiguado Leinad estos datos? ¿O sería una pista falsa? ¿“Dirigida” a qué o a quién? Por más que lo intenté, no pude soñar nada al respecto.
Tuve que responder otro interrogatorio del inspector. Esta vez ya no me pareció tan bueno. ¿Estaría haciendo por fin la transferencia? Se había descubierto que el muerto tomó un fuerte sedante antes de morir. Tal vez estaba inconsciente antes de cortarse las venas, lo cual sugería... Razón de más para no contar toda la verdad de la historia. Ya estaba jugado. Podía percibir hasta qué punto el inspector sospechaba de mí. Por supuesto que no tenía pruebas, pero todo reposaba en mi aplomo para mantener mi versión y en la solidez relativa (era mi novia) de mi coartada.
Esa misma noche apareció Leinad. Su cara no me gustó nada. Sentí, con esa certidumbre propia de los sueños, que se aproximaba el final del caso. ¿Es bueno saber la verdad? ¿Es, al menos, inevitable?
—¿Averiguó algo, además de ese albur sobre Bartero?
Leinad me miró como con lástima.
—Averigüé demasiado.
—¿Alguna vez se sabe demasiado?
—Claro, piense en Edipo.
—No tengo ganas. Vaya al grano, por favor. Después de todo, yo lo inventé, y lo estoy soñando, o al menos escribiendo.
—Las cosas no son tan fáciles, Valle. Ojalá lo fueran. ¿En serio no recuerda nada? ¿No sospecha, ni siquiera ahora, lo que pasó? Usted mismo dijo que lo inventó, lo soñó o lo escribió.
—Me refería a usted. Además, si lo supiera, no lo hubiera llamado para investigar.
—Sí, eso es razonable. Y es lo único que me hace confiar en usted...
—No lo entiendo.
—Vea, la cosa es así. El muerto era Cossi, ¿lo recuerda? El piola de la división. Una vez se peleó a trompadas con su amigo Bartero, en un episodio que se hizo famoso, porque éste, el más grandote, le tiró dos tremendas trompadas y el otro, el más chiquito, las esquivó impecablemente. Usted siempre deseó vengar a su mejor amigo, por esa humillación.
—Casi todo es cierto, pero no admito esto último.
—Haga lo que quiera. Yo sigo. Su amigo Bartero está en Italia desde hace mucho tiempo y usted nunca se ha comunicado con él. No respondió sus últimas cartas, vaya a saber por qué. En cambio, por fin se decidió a visitar a sus padres. Seguramente para sentirse menos culpable. De allí venía cuando se cruzó con Cossi: pude identificar la calle. Tal vez hablaron de aquella famosa pelea, tal vez Cossi seguía siendo un piola insoportable...
—Intentó propasarse con mi novia.
—Eso dice usted. Quizás esto le sirvió para desplazar en el sueño el verdadero tema de esa conversación. Lo cierto es que Cossi los siguió y subió en el mismo tren que ustedes. Posiblemente para vengarse de usted, para borrar su anterior acto de cobardía. Aquí podemos imaginar el resto.
—Yo creo que Cossi se suicidó para inculparme.
Leinad esbozó una sonrisa canchera, escéptica.
—Puede ser. ¿Quién se lo va a discutir? Nota no dejó. Pero también es posible lo siguiente. Su novia dice que usted salió del vagón por lo menos una vez. Yo creo que usted se encontró de nuevo con Cossi, le administró de alguna manera el sedante que lo dejó inconsciente y después le cortó las venas de la forma que aprendió en una novela de P. D. James que estaba leyendo antes de dormirse.
—Usted está loco.
—Usted lo estará, entonces. Yo sólo digo lo que he averiguado. ¿Usted no me soñó para eso?
—Tengo coartadas.
—Sí, de su novia...
—¿Y qué duda cabe?
—Para la policía, ninguna. Ojalá.
Me corrió un escalofrío que me hizo revolver en la cama.
—¿Qué quiere decir?
—Nada. En todo caso, su secreto está a salvo con nosotros, Valle.
—¿Nosotros?
Leinad no contestó. De hecho, se desvaneció. Tal vez porque me desperté. Fui casi corriendo a hablar con Lidia. ¿Qué le había contado, exactamente, al detective? ¿Sostendría hasta el final mis coartadas?
—Ah sí, yo también quería hablar con vos —me dijo cuando apenas me vio.
Eso era el fin. El resto era previsible.
—No sé, estoy confundida, tenés que entenderme... Tal vez si nos separamos por un tiempo... para pensar mejor...
No quise escucharla más. Me aseguré de que sostendría mi versión de los hechos y me fui. No sé si a seguir soñando o a despertarme.





* Se refiere a la primera versión del cuento, escrita en Word Perfect 4.2 para DOS. La definitiva fue terminada en Word 6.0 para Windows, así que habría que poner “pantalla blanca”.

** Por lo mismo de la nota anterior: se trataba de un antiguo monitor monocromo, color “ámbar”.

20.4.14

El castigo

(fragmento)




Salir del dormitorio colectivo en último lugar era considerado una falta leve. Pero no podía ocurrir más de dos veces. A la tercera, había un castigo. No se sabía cuál, no estaba estipulado, para que la incertidumbre fuera un estímulo más en el cumplimiento de la consigna. En todo caso, estaba prohibido hablar de eso, como de tantas otras cosas.
Fabiana no era particularmente remolona, pero algo la llevó a caer en el peligro. Una vez, se levantó más tarde porque —creyó recordar luego— la campanilla de la celadora se integró en un sueño que estaba teniendo, y ella tardó un par de segundos más de lo habitual en comprender de qué se trataba. La segunda vez fue simplemente una aglomeración de compañeras que buscaban lo mismo que ella: no quedar última. En un momento cedió a un empujón y, al darse vuelta, no había nadie detrás.
A partir de entonces, cada “despertar” era un suplicio que culminaba una noche de insomnio, o por lo menos de un sueño salteado. La pesadilla recurrente era que venían a despertarla. Se incorporaba de golpe y sólo la total oscuridad, y el total silencio, la convencían, después de un breve tormento, de que aún no era hora.
Pero tenía que pasar.
Agotada, después de unas dos o tres semanas de mal dormir (que también le habían acarreado reprimendas durante las tareas del día), una madrugada volvió a demorarse. Luego recordaría que algunas compañeras trataron de ayudarla; pero tampoco ellas podían arriesgarse mucho. La que más insistió fue la Clarita, que la sacudió varias veces con esa risa cristalina, aguda, y un poco insoportable, que tenía. Pero no fue suficiente.
La celadora la llevó a ver a la directora.
Había entrado algunas veces en la imponente oficina de Dirección, pero ahora le parecía distinta, como si los muebles, las paredes, y la misma señora, estuvieran envueltos, distanciados, por brumas. Claro, eran sus lágrimas, que luchaban por abrirse paso.
—De nada sirve llorar —le dijo la directora, con una especie de afecto helado.
Fabiana bajó aun más la mirada.
—Sabes que debes ser castigada.
Ella asintió.
—¿Sabes cómo vas a ser castigada?
Ella negó con la cabeza, enfáticamente. Por el movimiento, una lágrima salió disparada hacia un costado. Iba a enjugarse las otras, pero se contuvo. La directora estaba sonriendo, apenas.
—Bien.
Pasaron unos segundos. Fabiana, siempre con la mirada baja, percibió que la directora dejaba su puesto detrás del enorme escritorio de roble y se le acercaba. Traía algo en la mano; algo largo y fino, también de madera.
—Mirá.
Que la directora hubiera pasado del tuteo al voseo perturbó a Fabiana más que la visión del objeto: una simple, antigua regla, desgastada por el uso. Por los usos.
—Acercate, chiquita.
La voz de la directora era meliflua, insinuante. Fabiana sintió que sus piernas se aflojaban. ¿Resistiría el dolor? ¿O estaba temiendo, anticipando, algo más? El dolor físico en sí no era tan importante. Alguna vez había sido algo cotidiano en su vida.
Con un movimiento brusco, casi violento, la directora tomó la mano derecha de Fabiana y puso en ella la regla. Después, se la hizo cerrar hasta tenerla bien aferrada de un extremo.
—Pegame.
Fabiana no entendió. Dio una mirada fugaz a lo que tenía adelante. La directora se había apoyado en el escritorio, dándole la espalda. Estaba ligeramente inclinada. Pese a su delgadez casi enfermiza, acentuada por un vestido holgado, sin forma, las caderas le sobresalían.
—¿Sos sorda o estúpida? —una nota histérica ya se había instalado en la voz, siempre amenazante, de la mujer.
Ella sacudió la cabeza, pero no sabía si para decir que no o que sí, o respecto de qué.
—Pegame con la regla. ¡Ahí! ¡Ya!
Fabiana negó esta vez, a punto de estallar en llanto. La directora se dio vuelta y se le acercó; es decir, acercó su cara a la de Fabiana, mucho más baja e inclinada.
—Más vale que hagas lo que te digo, chiquita. Más vale. No te imaginás lo que te espera, si no.
La directora volvió a acomodarse. Esta vez, incluso, se levantó un poco la larga falda gris, dejando al descubierto sus pantorrillas flacas, resecas; nada más. Era como una parodia de la sensualidad, pero Fabiana no podía saber eso.
—¡Pegame, negra puta!
Fabiana dio un respingo y, casi en el mismo acto, como estimulada por el grito (no necesariamente por el insulto), descargó la regla sobre el trasero infeliz de la directora. Una vez.
—Más, y más fuerte —esta vez era un susurro.
Le pegó más. Y más fuerte. Hasta cinco veces (no las contó).
—Listo —ordenó la mujer, aun de espaldas—. Bajá la vista y andate. Ya.
La voz. Lo que había en la voz.
Fabiana salió de la dirección y buscó el baño más cercano. La celadora, que la esperaba en la puerta, no intentó detenerla, pero la siguió y se quedó a ver, impertérrita, sin siquiera amagar con intervenir, cómo Fabiana se inclinaba sobre un inodoro y vomitaba hasta el alma.


2.1.14

¿Cuento o novela?


A cierta edad, uno ya ha leído, por así decir, un puñado de novelas (más o menos voluminosas: Ulises, La montaña mágica, Los demonios) y algunos miles de cuentos.
De las primeras, quizás sienta que conserva un recuerdo fiel, más o menos acabado, cuando en realidad lo más probable es que sólo retenga, en algún rincón de la memoria, algunas escenas características (Leopoldo Bloom terminando de de defecar, Hans Castorp echado en la reposera de la galería, la heroína lapidada junto a su amante platónico) que bien le podrían haber sido contadas o glosadas por otros.
Pero ¿qué pasa con esos “miles” de cuentos? ¿Qué queda de ellos?
(Pregunto pero queda claro que hablo por mí, no hice otra cosa hasta ahora.)
Los cuentos, salvo tal vez aquellos que uno debe (por distintas razones) releer una y otra vez, son demasiado breves para ser recordados. Es cierto, también hay partes que han quedado grabadas en el “ojo de la mente”, según la expresión de Stevenson que le gustaba a Borges: Dahlmann (ya que estamos) saliendo a la llanura, los dos hermanos abandonando una casa tomada, el personaje Fogwill introduciéndose un consolador con sus propios pies.
Pero hablo, insisto, de miles de cuentos. ¿Dónde están los demás?
En una época me impuse, cada vez que leía un libro de cuentos, hacer un resumen de todos, con la secreta esperanza de, así, recordarlos mejor. Por ahí andan los resúmenes, fácilmente hallables gracias al buscador de Windows. De vez en cuando, me topo con una de esas listas: nombre del libro, nombre de cada cuento, breve resumen. Casi nunca siento que los he leído. Esas apretadas y (literalmente) insignificantes sinopsis pudieron haber sido redactadas por otro.
Es curioso que este fenómeno de la (mi) memoria invierta la doctrina borgeana pro cuento y antinovela. El cuento, con su forma perfecta (ideal), se convierte en una esfera impenetrable contra la que reboto una y otra vez. La novela, informe y lábil como una gelatina sin recipiente (fea imagen si las hay), parece reclamar del viejo lector una fidelidad a los tiempos en que, más que leerla, la habitó. Madame Bovary con su luto exagerado, las manos palmípedas de Leni, el innombrable en un tacho de basura. Sí, me lo pudieron contar, pero no fue así. Yo conviví con ellos un cierto tiempo; me invadieron.
Los cuentos se leen –se ven– sinópticamente (como se dice de los evangelios “sinópticos”, porque pueden abarcarse de una sola mirada y comprobar que son casi iguales). La novela se vive, se sufre o se goza desde adentro, panópticamente.
Es más. Puedo haber leído sólo un par de tomos de Balzac o de Proust, pero tengo la sensación de haber habitado, recorrido, el espacio interior de sus sagas. ¿Cuáles de las novelas de Saer tienen un asado? Varias (también algún cuento…), no recuerdo ahora cuáles, pero yo estaba allí, mientras la carne crepitaba y la grasa caía lentamente sobre las brasas.
Por supuesto, seguiré leyendo cuentos; otros miles, si tengo tiempo. Pero aun los más perfectos seguirán pareciéndome que terminan antes, demasiado pronto.


(Barracas, 13 de noviembre de 2013, tomando parcial de Semiología.)

27.10.13

Algunas notas sobre Tierra de los padres (Nicolás Prividera, 2011)



… que cada uno hable en su nombre
cuando salga del cine o del cementerio,
y diga: Yo me reconozco en esta fastidiosa historia,
soy hijo de la estafa y de los muertos recurrentes,
me ha tocado la usura y tengo tiempo.
Giannuzzi

1. El cementerio como “ciudad de los muertos” es una metáfora ya puramente retórica, casi lexicalizada, una kenning. Necrópolis. Sin embargo, en la película está tan utilizada como desmentida (o habría que pensar en qué proporción cada cosa): los muertos (¿algunos muertos?) pesan más que los vivos, como dice la trillada cita de Marx, uno de los dos epígrafes de apertura. En cierto(s) sentido(s), están más vivos que los vivos. Sobre todo, cuando nuestra historia está cortada por la emergencia de esa nueva categoría que alguien (un perfecto miserable) describió con justeza: los desaparecidos, los que no están muertos ni vivos.

2. En todo caso, un cementerio: ciudad dentro de otra ciudad, casi en el centro de otra ciudad (ver el plano final). Una ciudad otra. Un lugar desde el cual se puede contar la historia de la Nación. Pero ¿cómo?

3. “El verdadero cementerio es la memoria” (Rodolfo Walsh, en la carta a su hija Vicky). ¿No debería ser el olvido? Pero el olvido, como decía Nicolás Rosa (El arte del olvido, sobre la autobiografía en Sarmiento), sólo es la forma (¿exterior?) de la memoria.
En uno de los epílogos a Operación Masacre, Walsh compara a Aramburu con Lavalle, y dice que ya le llegará su Sábato. (Bueno, ya le llegó, hace rato; hacen fila, de hecho.) Sin embargo, estas comparaciones son riesgosas. Veamos.

4. El pasado como origen y como metáfora (me autocito). “Podría decirse que hay dos maneras fundamentales de utilizar el pasado histórico para investigar narrativamente el presente. Una, considerarlo el origen de ese presente (explicación por casualidad). Otra, como una metáfora (explicación por analogía). Es preciso ver también que ambas formas están relacionadas entre sí y por eso mismo se prestan a confusiones, a sobreentendidos ideológicos y, tal vez, en el límite, a mala fe.
Halperín (en su artículo de Ficción y política) propone que Respiración artificial y Cuerpo a cuerpo tienen en común ver al presente en feroz ruptura con el pasado. Como si investigaran la historia argentina para hallar las causas de un presente atroz y descubrieran que, pese a las apariencias, éste es radicalmente nuevo y extraño. Se podría discutir: el periplo Descartes-Hitler que propone Piglia puede homologarse a la trayectoria proyecto liberal-dictadura del ’76, como también parece plantear la progresión de epígrafes en Viñas (de Alberdi a Saint-Jean)”.
La frase famosa de Saint-Jean (“Primero aniquilaremos a los subversivos…”) está, no podía no estar, en la película. Viñas, entre los agradecimientos.

5. Sigue la autocita (es lo que hay): “Pero acá volvemos a lo mismo: ¿origen o metáfora? La respuesta parece clara en estos ejemplos: origen. Pero, cuando Viñas dice (en otro trabajo reciente) que los indios son los desaparecidos de 1879, ¿qué operación semántica e ideológica está haciendo? ¿Qué relación, qué continuidad en el tiempo puede asignarse a los masacrados-masacradores de entonces y los de ahora? Ésta es la zona más nebulosa de la cuestión. (Ver también los anacronismos deliberados del Dorrego.)
La época de Rosas es particularmente fecunda para estos malentendidos. Desde la famosa comparación Rosas-Perón (en J. M. Rosa, en Borges, con distinta valoración) hasta otras propuestas (ver En esta dulce tierra, La malasangre, etc.). Hasta el libro de John Lynch sobre Rosas abunda en comparaciones tendenciosas, llamando a la Mazorca “grupo de tareas” o “parapoliciales”. De vuelta a Lo Mismo: ¿se compara para iluminar o para señalar un origen y una continuidad nunca aclarados del todo?” (“Bosquejo de cuatro tesis sobre literatura argentina contemporánea”, 1988).

6. Muchos de los fragmentos que se leen en la película son de los más transitados por profesores y alumnos de Filosofía y Letras. Incluso el fragmento de Moreno sobre cambiar de tiranos sin cambiar la tiranía se oía en un programa de Tato Bores; para los de mi edad, hasta causa un poco de risa, por el recuerdo de aquellos domingos y de la gestualidad del cómico.
Pero no se puede negar que uno de los fragmentos más soprendentes es el de Massera, en el juicio a las juntas (lo espoileo): “¿De quién son los muertos?”. De nadie, se contesta. Pero la pregunta queda en pie.

7. El “choque” de los fragmentos me recuerda los dos discursos que Spike Lee pone al final de Haz lo correcto. En uno, Martin Luther King Jr. invoca la paz; en el otro, Malcolm X incita a la violencia. El espectador, parece decir Lee, debe elegir. ¿Entre dos propuestas igualmente válidas? Pero él, después, filma la biografía de Malcolm X, no la de Luther King. Siempre se elige. Las elecciones del autor implícito de Tierra de los padres parecen estar claras. ¿Y las del espectador?
Pero ¿podemos elegir no tener Padres?

8. Todos los que leen textos en el filme lo hacen del “mismo libro”, un volumen grande, de tapa roja o rosa. Ésa es otra elección fuerte. Podrían haber leído de hojas sueltas o de varios libros, “reales”. La historia, la palabra de la historia, ¿está toda en un solo “libro”, es un solo texto, como querían los posestructuralistas? Correlativamente, las voces se van mezclando al final.

9. El diseño visual de la película está trabajado en dos direcciones, vertical y horizontal, en cruz. Lo vertical es obvio: las líneas, infinitamente repetidas, acumuladas, de los panteones; y (otra vez obvio) esta dirección conecta el suelo y el cielo (obsesión farettiana), la vida y/hacia la muerte, lo inmóvil, lo determinado, la historia (muerta).
La dirección horizontal es menos obvia; la gente que transita los pasillos del cementerio y, en especial, los ataúdes acarreados permanentemente: lo móvil, lo actual, la historia (viva). Y, a la “línea de fuga”, espacial y figurativa en la perspectiva, de los panteones, se opone otra línea de fuga, horizontal, metafórica: los aviones.

10. Pero, si el cementerio es una ciudad, debe de tener su propia topografía y su propia topología. Por ejemplo: en la Recoleta, Sarmiento está (fue) relegado a un pasillo lateral. Podría haberse aprovechado algo de esto. Ni la muerte (ni el cementerio) igualan del todo.
(Dicho sea de paso: la Recoleta es un cementerio, pero no un “camposanto”; le fue retirada esa condición porque está lleno de masones.)

11. Algo sólo anecdótico (quizás). Vi una versión subtitulada en inglés, lo que ya de por sí produce un efecto de extrañamiento más que interesante. No sé cómo será en la “versión argentina”, pero hay un error llamativo: la fecha atribuida a Facundo es 1935, 10 años antes de su publicación.

12. El mismo director lee un impresionante poema de Giannuzi, “Progenitores”, del libro Contemporáneo del mundo. Parece escrito ayer, parece escrito para la película, pero es de 1962. Lo copio entero:

Es muy difícil explicar el mundo
que nos están dejando los que a morir empiezan.
Correspondió a nosotros
partir de la neurosis o el alcohol, como a otros
de la mugre, las bombas, la poesía de vanguardia
o simplemente el vaso de cicuta. Se trataba
de asumir la discontinuidad
en el orden fallido de los otros. Finalmente,
jugando al desencanto o la profecía social,
nos hemos puesto graves sin sacar conclusiones.
El crimen no es mentira y la mentira
fue imposible enterrarla. 
Una tumba para ellos. Un puñado de tierra
en despedida y en acción de gracias.
Ahora es nuestra vuelta pensativa del sepelio:
padres irónicos, ¿qué inocencia nos dejaron
aparte de la música y los dientes,
para intentar la construcción de algo
importante y real? 
Vacío en la retórica y el hueso íntimo:
“Sois la nueva era y arreglaos”.

Si nos toca partir
desde el engaño, desde el hierro al rojo,
ya no es posible simular mas tiempo
mirando hacia otra parte.
Porque si es difícil explicar un mundo
que insiste en reclamar nuestra complicidad, 
eso no es decisivo; un ademán cargado de sentido,
es decir, de justicia, importa más
que obtener conclusiones ya sepultas
con la acción de los otros. 
Pero si alguno afirma que está solo
frente a su propio perro pues no está papá,
y que no puede dar un paso
sin continuar la peste que heredó,
entonces, que cada uno hable en su nombre
cuando salga del cine o del cementerio,
y diga: Yo me reconozco en esta fastidiosa historia,
soy hijo de la estafa y de los muertos recurrentes,
me ha tocado la usura y tengo tiempo.

Claro, es significativo que sea el mismo director quien lo lea. Quizás la película fue hecha, en cierto sentido, para ilustrar este poema.


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Algunos links

Trailer:

En La Otra

En Micropsia

Poemas de Carlos Aiub