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13.1.10

Cuarteles de verano

Vacíos, casi muertos, los cuarteles (por suerte), hay algo de ellos, quizás muy lateral, que se ha extendido por el resto de esto que pretenciosamente llamamos "nuestra sociedad".
Cuando hice la colimba, una de las primeras cosas que me enseñaron fue que en el cuartel no se dice "por favor" ni "gracias"; "permiso" y saludos, sólo con indicación expresa del grado de aquel a quien iban dirigidos (y guarda con equivocarse: si se bajaba el grado, baile; si se subía, menos baile y el cliché "gracias por ascenderme").
En mi edificio (clase media venida a menos, como casi toda), la gente ya no saluda ni responde al saludo. En la calle, ni hablar.
Parecemos fantasmas. O, mejor, gente que pasó sin querer a un estado fantasmal en el que las reglas de cortesía (la mínima relación con los otros), por nuevas, todavía se ignoran, o por complejas, no llegan a entenderse.

11.11.07

Mailer

Norman, querido, si por una de esas putas ironías de la vida (o de la muerte), te vas al cielo y te encontrás con Dios, boxealo.



Mi novela preferida de NM es Los hombres duros no bailan, pero en Los desnudos y los muertos hay una escena que recuerdo siempre. El protagonista. alter ego de NM, es asistente de un alto oficial. Se llevan muy bien, aparentemente. Pero, en medio de una charla, el alto oficial tira un fósforo al suelo y le ordena levantarlo. Si no lo hace, puede enfrentarse a una corte marcial por desobedecer una orden directa. Toda una (minuciosa) lección de lo que significan realmente el poder y la humillación que conlleva, entre otras cosas. (Yo, que en la colimba también fui asistente de un oficial -no tan alto-, no podía menos que sentirme identificado y entender perfectamente de qué se trataba.)

5.4.06

Manchas

A principios de 1982, me diagnosticaron una peculiar enfermedad autoinmune, quizás psicosomática: esclerodermia. Fue de casualidad; estábamos cambiándonos en la cuadra cuando uno de los compañeros me preguntó qué eran esas manchas en mi espalda. Yo no tenía ni idea a qué se refería. Me miré en un espejo que había y vi cuatro grandes manchas pálidas, con bordes violáceos, una en cada ángulo. Ahí recordé que también tenía una parecida, pero mucho más chica, en el abdomen, y nunca le había dado bolilla. Quién sabe desde cuándo estaban allí.
Peregriné días y días en el Hospital Militar de Campo de Mayo. Me hicieron todo tipo de análisis, biopsias, endoscopias, etc. Era un lugar siniestro: los chicos enfermos que podían moverse hacían las tareas de cualquier colimba (corre-limpia-barre, precisamente); otros, más o menos afortunados, quién sabe, deambulaban como zombies por los pasillos, mangueando puchos o monedas.
El dermatólogo a cargo de mi caso (su diagnóstico fue certero y aún se mantiene: “esclerodermia circunscripta multifocal en placas”) quería dejarme internado allí. Pero, si esa enfermedad no tiene cura, ¿cuándo se suponía que iba a salir, antes o después de la baja normal? Nosotros creíamos que ésta estaba cerca, a más tardar fines de marzo o principios de abril. Me resistí a ser internado. No hubo baja: el 2 de abril cambió todas las historias.

Basurales

El día siguiente al 2 de abril, sábado, yo no tenía que presentarme en el cuartel para hacer guardia. Pero, por supuesto, fui convocado igual. (También, téoricamente, yo estaba por irme de baja, pero gracias a la aventura galtierista me quedé hasta julio.) Como ya dije, estaba seguro de que no iban a mandarme a las islas; pero, tal vez, alguna sospecha inconsciente, o algún temor consciente, tenía.
Ese sábado horrible me levanté muy temprano y, no sé por qué, tuve que tomar el 127, y no el 187 como siempre (no sé si alguien recordará la anécdota que conté hace mucho sobre “el colectivo de las cuatro y media”). Me había acostado tarde ese viernes, quizás viendo noticias triunfalistas en la TV, así que tenía mucho más sueño que de costumbre.
Lo cierto es que me quedé dormido en el colectivo y seguí de largo en la parada donde debía haberme bajado. Me despertaron en la terminal de José León Suárez. No recuerdo qué hice para retomar el camino hacia Campo de Mayo, pero sí recuerdo haber “visto” los basurales. Los vi como en un sueño, claro, seguramente no eran “los mismos”, los famosos, los congruentes basurales de Operación Masacre.

2.4.06

Voluntarios

Un día, cuando hacía la colimba en Campo de Mayo (debía ser abril o mayo del 82), los milicos nos reunieron en el patio del cuartel y dijeron que necesitaban 10 voluntarios para ir a la guerra de Malvinas. Por supuesto, ninguno de los soldados (éramos unos 30) se movió un milímetro. El sargento ayudante que había hablado volvió a repetir la "invitación", y agregó que, si nadie se ofrecía, ellos iban a tener que elegir a los 10.
Esperaron algunos minutos. Podría decir que fueron los más largos de mi vida, que sentía frío o sudor penetrándome en la columna vertebral, que tuve la tentación de aceptar para evitar ser elegido (como cuando pedía pasar al frente en la secundaria, porque no soportaba la tensión de esperar a que el profesor llamara de la lista), etc.; pero todo esto sería pura literatura. No sé, no recuerdo qué sentía ese que era yo hace 24 años.
Finalmente, los milicos se echaron a reír, dijeron que era una broma, nos insultaron con amplitud y nos llevaron a bailar al corral, sobre la bosta de caballo, como hacían habitualmente.

Chacarita

Cuando yo jugaba al fútbol en el parque Saavedra (jugué todos los sábados, desde 1978 hasta por lo menos 1990), éramos un grupo estable de doce, catorce pibes. Y otros que aparecían como de la nada, se prendían por un tiempo y después se iban, tan de un día para otro como habían llegado.
Entre estos compañeros ocasionales, hubo una vez un muchacho cuyo nombre nunca supimos pero al que le decíamos “Chacarita”, porque usaba una camiseta de este equipo. Era morocho, callado, jugaba bien. Sería 1984, 1985, no me acuerdo; pero seguro que fue después de 1981-1982, el año y medio en que hice la colimba.
Precisamente. Un día, durante el “tercer tiempo”, nos dijo que él había estado en Malvinas. Contó que una noche, después de hacer guardia, cuando apenas había empezado a dormirse, lo despertaron los ingleses, que habían tomado su barraca. A él no le hicieron nada, pero enseguida se dio cuenta de que habían degollado a todo el turno de guardia posterior al suyo. Lo decía sin dramatismo, de manera casi monocorde; pero no como si lo hubiera contado muchas veces, sino simplemente como una verdad que alguna vez tenía que contarse.

30.12.04

Bandera

Nada más aburrido que anécdotas de la colimba. Ahí va otra. (Me la recordó ayer una escena de esa horrible película con Richard Gere y Debra Winger, Reto al destino.)
Una vez, en una formación para un acto patriótico-militar, me mandaron a izar la bandera, típica ocupación de petisos, que deslucen las gloriosas filas del ejército nacional, casi nunca vencido.
Yo no tenía instrucciones específicas, dicho sea en mi defensa, pero lo peor fue que experimenté una especie de déjà vu o experiencia extracorporal y se me cruzó la escena tantas veces repetidas de los años escolares, cuando izar la bandera era un mérito y, especialmente, había que coordinar con suma precisión la subida con la luenga duración de Aurora o alguna otra canción patria.
El tema es que en el cuartel es lo contrario: todo el regimiento está en posición de firmes, haciendo la venia, contracturado... y el izador tiene que apurarse como himno antes de un partido de fútbol. Debo haber tardado mucho más de lo habitual, porque el coronel, un militarote hosco y abotagado, me escupió entre dientes: “Apuresé, soldado.” Ahí sí, le di con todo en el último tramo, hasta clavar la bandera en lo alto del mástil. Pensé que me tocaba calabozo pero zafé, seguramente por piedad o por olvido. (Olvido, mío, es lo que me convendría, pero mi memoria es “como un vaciadero de basuras”).


24.12.04

El colectivo de las 5

Yo hacía el servicio militar en Campo de Mayo, pero cumplía horario de oficina (salvo cuando hacía guardias). Tenía que presentarme en el cuartel a las 7 de la mañana. Para eso, tomaba desde Villa Maipú hasta José León Suárez el colectivo 187 (una línea que no duraría mucho más de aquella época, años 1981-1982). Pasaba a las 5 en punto. El interno que me tocaba lo manejaba un chofer de bastante edad, quizás cercano a su jubilación. Por otra parte, los lunes tenía franco y nadie lo remplazaba, por lo cual ese día tenía que tomar el que pasaba a las 5 y media y, como comprobé que igual llegaba a horario, cambié permanentemente. Pero, mientras tanto, subí durante bastante tiempo al interno de las 5, que se llenaba de un montón de hombres de cierta edad. Yo notaba que cada uno de ellos subía en la misma parada todos los días y se sentaba en los mismos asientos. Conversaban entre sí, por supuesto, pero yo no les prestaba atención, entre otras cosas porque me dormía casi de inmediato, en el último asiento, y sólo me despertaba al llegar a la terminal. Ah, viajaba gratis, claro está, gracias al uniforme (que me permitía hacer lo mismo en los cines, gloriosamente, pero eso es otra historia). Un día, cuando subí al vehículo, siempre saludando pero con la intención de pasar de largo hacia mi ubicación habitual, el chofer (me acuerdo que tenía bigotes) me hizo una seña como para detenerme y hablarme en voz baja. Me dijo, entonces, que había un pasajero del colectivo, que subía después que yo, que durante años había ocupado el asiento del fondo, en el cual yo me dormía despreocupadamente. Y ahora, por supuesto, con mi presencia, yo había perturbado ese extraño orden, seguramente añoso. Me pedía, el chofer, si podía ocupar otro asiento, para dejarle al viejito que reconstruyera el ritual. Por supuesto, lo hice. Y comprobé que, en efecto, el pasajero ocupaba mi, o más bien su asiento, al fondo de todo. Y ―creo ahora, pero no estoy del todo seguro― que desde entonces las conversaciones entre los pasajeros se hicieron más animadas. No sé, en realidad, porque yo seguía durmiendo hasta José León Suárez.



24.6.04

Voladitos

“A mí me tocó hacer la colimba en una panadería militar. A uno de los muchachos lo habían destinado ahí porque en la vida civil era repostero. Entonces él, cuando llegamos al lugar ése en el cuartel y vio que había unos estantes, los forró con papel y les hizo unos voladitos. Pero de repente entró el sargento y al verlos se puso furioso, ordenándonos a gritos que quitáramos eso. Como éramos nuevos, nos miramos pensando que habríamos violado alguna ordenanza militar. El soldado repostero sólo se atrevió a preguntar: ‘¿Por qué, mi sargento?’ ‘¡Porque cuando el teniente vea los voladitos –explicó–, va a querer que siempre haya voladitos!” Bueno: el inflation targeting es como los voladitos. No nos pedían tanto. Pero ahora que lo vieron nos va a costar sacarlo.” Esta es la historia personal que Roberto Frenkel eligió anteanoche, invitado a disertar por el Laboratorio de Políticas Públicas, como corrosiva metáfora para criticar una vez más la estrategia de metas de inflación adoptada por la actual cúpula del Banco Central, compuesta por Alfonso Prat Gay y Pedro Lacoste.

(Julio Nudler, en Página/12 de hoy.)