El descanso ha sido breve. Madrid huele a rutina, a polvo, al tiempo perdido de las desilusiones. Cada vez me encuentro más ajena en este espacio, entre el ruido y la furia de los cláxones. Mis pulmones me recuerdan el cieno invisible que habita el aire con palabras de asfixia y de insomnio. Vuelvo a mi rincón, a mi mesa de trabajo, a este ordenador. Veo a la gente por la ventana y me parecen los de siempre, pero ahora cargados con la laxitud de agosto, con esa soledad que desprende el asfalto al amanecer, a la hora de la siesta.
Madrid me muerde en el cuello y no me queda más remedio que dejarme. Tomar vitaminas cada mañana. Transfundirme letras, escribirlo todo. Hace tiempo que me convirtió en otra urbanita. Resentida y furiosa. ¿A quién morderé yo?, me pregunto, mientras concibo algún plan de escape y sueño con el día en que se abran todas las mazmorras.