Tengo la edad mental de una adolescente de los noventa. Nótese que especifico la década, porque más quisiera yo que ser como una adolescente de las de ahora. Otro gallo cantaría.
Recuerdo que con trece o catorce años le escribí una carta a Kirk Cameron y la mandé a la dirección que venía en un artículo de la Super Pop (teniendo en cuenta la fiabilidad de la revista, me imagino a una señora en algún pueblo perdido de la América profunda con cientos de cartas dirigidas a un tal Kirk del que no había oído hablar en su vida). Le escribí la carta, digo, ante el choteo de mis amigas del instituto, que por supuesto eran muy guays y muy maduras ellas y no veían chorradas del pelo de "Los problemas crecen", aunque nunca me quedó claro qué veían ellas y por qué se sabían las historias de todos los capítulos. "Espera sentada", me dijeron, muertas de risa porque yo estaba convencida de que me iba a contestar. Y esperé. Vaya si esperé. Esperé convencida de que el bueno de Kirk vería mi carta entre las miles que recibía a diario y contestaría precisamente esa, porque la revista decía que contestaba a todas las cartas. A todas.
Empiezo a sospechar que la revista mentía. Un poquito.
Esperé meses. Era llegar a casa y mirar el buzón con entusiasmo primero y decepción después. Kirk nunca contestó. Yo lo achaqué a que no había entendido mi inglés, o quizás no había descifrado mi letra, nunca a que no hubiera tenido tiempo a leerla. De vez en cuando se me olvidaba lo de la carta, pero ya estaban mis queridas "amigas" para recordarme, con esa carita de hijas de puta que tenían ellas, que Kirk todavía no me había contestado, que a ver si seguía loquita por él. Y yo, muy digna, les decía que había sido una tontería, que ya se me había pasado, que todo el mundo comete tonterías. Pero por dentro me carcomía la rabia de que Kirk me hubiera dejado en tal mal lugar.
Hace mucho que dejó de gustarme Kirk Cameron (desde que me enteré que era un friki religioso, más o menos), pero lo mío con los actores no terminó ahí. De vez en cuando me da por uno, y le sigo, y me veo todas sus películas -ejem, sí, ya sé que esto no os pilla de sorpresa-, y ahora con la bendición de internet me es facilísimo buscar información sobre su vida privada y sentirme un poco más cercana a él. El peor descubrimiento, sin embargo, ha sido Twitter: eso de poder tener acceso "directo" a sus palabras, sentir que puedes "hablar" con ellos o hacerles llegar de forma directa lo que piensas, es un poco peligroso para una mente tan delicadamente inocente y en proceso de maduración como la mía. Es la versión moderna de la sección de contactos de la Super Pop, por decirlo así, solo que un poquito más fiable. Pero la dificultad de que te contesten sigue siendo la misma.
El otro día me dio por mandarle tweets al actor que me gusta ahora (cuando digo ahora, digo este mes, porque yo cambio de crush con facilidad pasmosa). Le mandé tantos que pensé seriamente que me iba a bloquear; o eso, o terminaría contestándome, aunque solo fuera por pesada. Estaba conectado, porque él también estaba escribiendo... y retwiteando otros tweets que le mandaba la gente. Pero a mí no me contestó. No me dijo nada. Nada. Y os juro que a puntito estuve de dejar de seguirle, que a mí feos no me hace nadie, vamoshombrepordios quién se ha creído él que soy yo.
Pero no lo hice. Porque estoy madurando (tendríais que ver la carcajada que he soltado al escribir esto). Porque no pierdo la esperanza de que un día encuentre las palabras justas, le haga gracia y termine por contestarme. Y ese día, amigas y amigos, ese día, ¡ay!, se van a enterar hasta en la luna de que cierto personaje de serie de encefalograma plano y con sonrisa pícara me ha dirigido la palabra a mí, ¡a mí!, de entre todas las mujeres del mundo twitero. Porque sí, ya sé que es actor y que interpreta un personaje y bla, bla, bla, pero me da a mí en la nariz que este hombre tiene más de su personaje de lo que a él le gustaría, y su personaje es tan rematadamente mono, majo, simpático, sexy, agradable y, en resumen, apetitoso, que debería ser casi ilegal no babear por él.
Qué le vamos a hacer. Ya os he dicho que tengo quince años. Al menos éste solo me lleva cuatro años, no los treinta y tantos de otro que yo me sé.
P.D: Demos gracias al cielo porque Alan Rickman no usa Twitter. Si no, dejaba hasta de trabajar.
Recuento
Oposiciones: terminadas. En espera de notas.
Exámenes de la carrera: terminados. En espera de notas.
Clases con los pitufos: terminadas. Mañana, vacaciones.
Paciencia: terminada. Del todo.
Energía: en las últimas. Necesidad de recarga urgente.
Cupo de sueño: bajo mínimos.
Rodillas funcionales: una y media, dos si pongo hielo.
Kilómetros andados desde el viernes pasado: alrededor de cuarenta.
Kilos perdidos desde febrero: siete (bueno, seis y medio).
Migrañas este año: cero (toco madera).
Ganas de que empiecen las vacaciones para sentarme a escribir las mil y una ideas que me rondan la cabeza: infinitas.
Exámenes de la carrera: terminados. En espera de notas.
Clases con los pitufos: terminadas. Mañana, vacaciones.
Paciencia: terminada. Del todo.
Energía: en las últimas. Necesidad de recarga urgente.
Cupo de sueño: bajo mínimos.
Rodillas funcionales: una y media, dos si pongo hielo.
Kilómetros andados desde el viernes pasado: alrededor de cuarenta.
Kilos perdidos desde febrero: siete (bueno, seis y medio).
Migrañas este año: cero (toco madera).
Ganas de que empiecen las vacaciones para sentarme a escribir las mil y una ideas que me rondan la cabeza: infinitas.
Diario
Hola, buenas, ¿qué tal va todo? Pues me he visto con un rato libre y me he dicho "voy a ver qué se cuentan por la blogosfera, que hace tiempo que no sé nada de mis viejos compis", y aquí me he venido, a tomar un café -sin baileys, por favor, que ya tuve bastante ayer- y a ver qué tal os va todo.
Yo bien, gracias, atareada pero bien, contenta, encantada de conocerme y de ser yo misma (estos días; la semana que viene igual no me aguanto, pero hoy me quiero mucho). El sábado tuve el examen escrito de las oposiciones y la semana que viene me presento a la parte oral, que no me da tanto miedo pero hay que preparar igual, así que os ruego que recojáis los pedazos que queden de mí el día treinta de junio. Quizás también tengáis que recoger el cadáver de un par de niños, o no, o los que terminan conmigo son ellos. Me sobran las últimas semanas de curso, ni ellos ni yo estamos a lo que hay que estar y me dedico a reñir y a poner orden, pero no a enseñar. Tendré que volver a mis viejas andadas de ponerles un examen el último día de clase, para que se asusten y guarden un poco las formas. Pero no me sale. Estoy feliz, y no se puede putear cuando estás feliz.
Llevo una semana entera pensando en que tengo un montón de cosas que poner en el blog, pero cuando tengo ideas no tengo tiempo, y cuando tengo tiempo se han ido las ideas, o no tengo ganas, o vaya usted a saber cuál es la excusa. Quizás cuando acabe el curso, cuando caiga en picado tras mantenerme alerta varios meses sin fines de semana siquiera, se me ocurra algo que contaros. De momento, aquí me planto. Solo pasaba a saludar. A decir que estoy viva y más fuerte que nunca, pero cansada y ocupada (y lesionada, ¡ay, mi rodilla!), que no es buena combinación para escribir asiduamente. Pero volveré. Vaya si volveré. Para contaros las buenas nuevas, si las hay, y ocultaros las malas, que total para qué, a vivir que son dos días.
Seguid ahí. Al pie del cañón.
Yo bien, gracias, atareada pero bien, contenta, encantada de conocerme y de ser yo misma (estos días; la semana que viene igual no me aguanto, pero hoy me quiero mucho). El sábado tuve el examen escrito de las oposiciones y la semana que viene me presento a la parte oral, que no me da tanto miedo pero hay que preparar igual, así que os ruego que recojáis los pedazos que queden de mí el día treinta de junio. Quizás también tengáis que recoger el cadáver de un par de niños, o no, o los que terminan conmigo son ellos. Me sobran las últimas semanas de curso, ni ellos ni yo estamos a lo que hay que estar y me dedico a reñir y a poner orden, pero no a enseñar. Tendré que volver a mis viejas andadas de ponerles un examen el último día de clase, para que se asusten y guarden un poco las formas. Pero no me sale. Estoy feliz, y no se puede putear cuando estás feliz.
Llevo una semana entera pensando en que tengo un montón de cosas que poner en el blog, pero cuando tengo ideas no tengo tiempo, y cuando tengo tiempo se han ido las ideas, o no tengo ganas, o vaya usted a saber cuál es la excusa. Quizás cuando acabe el curso, cuando caiga en picado tras mantenerme alerta varios meses sin fines de semana siquiera, se me ocurra algo que contaros. De momento, aquí me planto. Solo pasaba a saludar. A decir que estoy viva y más fuerte que nunca, pero cansada y ocupada (y lesionada, ¡ay, mi rodilla!), que no es buena combinación para escribir asiduamente. Pero volveré. Vaya si volveré. Para contaros las buenas nuevas, si las hay, y ocultaros las malas, que total para qué, a vivir que son dos días.
Seguid ahí. Al pie del cañón.
De compras
Situación: Tienda súper guay de ropa distinta, que se agradece de vez en cuando. Vestido monísimo, tallaje extraño (de los que van del uno al cuatro, vaya). Vestido en mano, me dirijo al mostrador.
Yo: Perdona, quería probarme este vestido. ¿Qué talla es como para mí?
Dependienta: A ver... Mira, esta es como una cuarenta. Para ti de sobra.
Yo: ¡¡TE QUIERO!! ¡¡TE ADORO!! ¡¡SI FUERA LESBIANA TE HACÍA MÍA AQUÍ MISMO!!
(La carencia de calorías afecta al comportamiento racional, me temo...)
Yo: Perdona, quería probarme este vestido. ¿Qué talla es como para mí?
Dependienta: A ver... Mira, esta es como una cuarenta. Para ti de sobra.
Yo: ¡¡TE QUIERO!! ¡¡TE ADORO!! ¡¡SI FUERA LESBIANA TE HACÍA MÍA AQUÍ MISMO!!
(La carencia de calorías afecta al comportamiento racional, me temo...)
Tic-tic-tac, budúm
Hoy en día hay revistas para todo. Todo el mundo tiene consejos. Ser articulista te da derecho a opinar sobre todo. Igual no has escrito un cuento corto en tu vida, pero como te han contratado en una revista y tienes mucha labia, hablas y hablas sobre cómo deberían ser los personajes, sobre cómo escribir un guión, sobre… No sé, sobre lo que sea. Y la gente te lee, y sigue tus consejos, y luego se las da de guay porque cree que su escritura ha mejorado.
No sé si leer sobre escritura, asistir a talleres o formarte teóricamente ayudan. No sé si hace daño. Eduardo Mendoza dice que es fatal, que cada uno tiene que trabajar desde sus experiencias y sus conocimientos, que a muchos escritores se les ha estropeado por seguir consejos de otros. No sé. Supongo que tiene razón. Pero a veces es muy difícil lidiar con todo lo que se te echa encima cuando quieres escribir. Hay tanto que abarcar que es difícil lograr que no se te escape ningún detalle. Estructura, personajes, localización, temporalización… Y eso de corrido y sin pensar, que si nos metemos con metáforas, simbolismos y temática, me mareo.
Escribir ficción es muy difícil. Yo, como muchas y muchos otros, pensaba que era tan sencillo como sentarte e inventarte cosas, y dejar que la historia fluyera, contar la vida de personajes y ya está. Pero no. Es mucho más. Es crear un mundo creíble, a la vez que ficticio, y dar a tus personajes características veraces mientras juegas a ser dios y a crear vidas de mentiras. Es horrible. Es extenuante. La mayor parte del tiempo quieres dejarlo, mandarlo todo a hacer puñetas, y te preguntas constantemente qué hago yo aquí, con lo bien que estaría yo haciendo… cualquier otra cosa. Pero luego llegan esos diez minutos de iluminación total, ese instante en el que todo encaja, todo es perfecto, todo funciona, y te das cuenta de que ha merecido la pena. Hasta que te fijas en que, mierda, no tiene nada que ver con lo que has escrito antes ni lo que tenías pensado escribir después, y no sabes si ese es el camino correcto o te has desviado, o deberías ir por esa nueva vía y volver a empezar… Es un infierno. Escribir es una tortura.
Y la gente lo hace. Y lo seguirá haciendo. El por qué, nadie lo sabe. ¿Por ver su nombre impreso? ¿Por dejar algo para la posteridad? ¿Por jugar a ser dios? Yo a veces –como ahora- lo hago solamente por el placer de sentir el teclado bajo los dedos. Porque me apetece oír el tic-tic-tic de las teclas y el budúm de la barra espaciadora. Es algo físico. Como le pasaba a Joyce cuando escribía solo por el placer de oír las palabras, de dejarse llevar por sus sonidos. Ahora le entiendo un poco más (pero solo un poco, por más que Dublinners me haya encantado).
Hoy he escrito por obligación, en teoría. Tengo examen de composición esta tarde y me he dicho que lo mejor es ir calentando los dedos. Me ha recordado por qué me gusta escribir. Me ha recordado que la escritura es parte de mí, que es una de las pocas cosas que sé hacer bien (aunque quizás no lo suficiente para ser publicada). Tengo ganas de volver a escribir. Lo malo es que la inactividad ha atrofiado el músculo y ahora no se me ocurren historias que contar. Pero ya saldrá alguna. Por desgracia, me ha picado el bicho en exámenes y con las oposiciones en tres semanas. Algo haremos.
Quiero volver.
No sé si leer sobre escritura, asistir a talleres o formarte teóricamente ayudan. No sé si hace daño. Eduardo Mendoza dice que es fatal, que cada uno tiene que trabajar desde sus experiencias y sus conocimientos, que a muchos escritores se les ha estropeado por seguir consejos de otros. No sé. Supongo que tiene razón. Pero a veces es muy difícil lidiar con todo lo que se te echa encima cuando quieres escribir. Hay tanto que abarcar que es difícil lograr que no se te escape ningún detalle. Estructura, personajes, localización, temporalización… Y eso de corrido y sin pensar, que si nos metemos con metáforas, simbolismos y temática, me mareo.
Escribir ficción es muy difícil. Yo, como muchas y muchos otros, pensaba que era tan sencillo como sentarte e inventarte cosas, y dejar que la historia fluyera, contar la vida de personajes y ya está. Pero no. Es mucho más. Es crear un mundo creíble, a la vez que ficticio, y dar a tus personajes características veraces mientras juegas a ser dios y a crear vidas de mentiras. Es horrible. Es extenuante. La mayor parte del tiempo quieres dejarlo, mandarlo todo a hacer puñetas, y te preguntas constantemente qué hago yo aquí, con lo bien que estaría yo haciendo… cualquier otra cosa. Pero luego llegan esos diez minutos de iluminación total, ese instante en el que todo encaja, todo es perfecto, todo funciona, y te das cuenta de que ha merecido la pena. Hasta que te fijas en que, mierda, no tiene nada que ver con lo que has escrito antes ni lo que tenías pensado escribir después, y no sabes si ese es el camino correcto o te has desviado, o deberías ir por esa nueva vía y volver a empezar… Es un infierno. Escribir es una tortura.
Y la gente lo hace. Y lo seguirá haciendo. El por qué, nadie lo sabe. ¿Por ver su nombre impreso? ¿Por dejar algo para la posteridad? ¿Por jugar a ser dios? Yo a veces –como ahora- lo hago solamente por el placer de sentir el teclado bajo los dedos. Porque me apetece oír el tic-tic-tic de las teclas y el budúm de la barra espaciadora. Es algo físico. Como le pasaba a Joyce cuando escribía solo por el placer de oír las palabras, de dejarse llevar por sus sonidos. Ahora le entiendo un poco más (pero solo un poco, por más que Dublinners me haya encantado).
Hoy he escrito por obligación, en teoría. Tengo examen de composición esta tarde y me he dicho que lo mejor es ir calentando los dedos. Me ha recordado por qué me gusta escribir. Me ha recordado que la escritura es parte de mí, que es una de las pocas cosas que sé hacer bien (aunque quizás no lo suficiente para ser publicada). Tengo ganas de volver a escribir. Lo malo es que la inactividad ha atrofiado el músculo y ahora no se me ocurren historias que contar. Pero ya saldrá alguna. Por desgracia, me ha picado el bicho en exámenes y con las oposiciones en tres semanas. Algo haremos.
Quiero volver.
Que lo mismo un día me da por tirarme de un tren en marcha, vaya
Si es que... Quién me mandará a mí. Con lo feliz que estaba yo con mis kilitos de más y va y me da la neura de estar sana, verme bien en el espejo, poder ponerme la ropa del verano pasado y compararme con esas que no han comido más de quinientas calorías al día en su vida y que encima "tienen un metabolismo rápido" (que en inglés significa que vomitan todo lo que comen). Y ahí me veis, comiendo sano, con mis verduritas, y mis carnes magras, y mi pescadito sin salsa, y mis antojos de pasta integral cada quince días por eso de tener una dieta equilibrada. He aguantado un tiempo. He aguantado mucho. Lo cierto es que sigo aguantando, porque ya no hago los excesos de antes, pero el cuerpo me pide grasas. Y yo se las doy. De vez en cuando, pero se las doy.
Así que he pensado que, como dejar de comer es muy duro, tendré que incrementar el ejercicio y quemar lo que como. En esas estaba yo cuando, hace un par de meses, una amiga me propuso participar en la Carrera de la Mujer que se celebra el 12 de junio. Cuando vi el email, pensé que mi amiga se había vuelto loca o que le habían robado la identidad de la cuenta y era un correo de spam. Ánimo, que solo son cinco kilómetros, decía. "¿Pero tú me has conocido? Hola, soy Ruth, encantada; ¿nos vamos de pintxos?" Al rato, sin embargo, pensé que quizás fuera buena idea, por eso de hacer algo distinto y tomar el aire al mismo tiempo. Sólo había un pequeño problema: lo más que había corrido yo seguido en mi vida eran dos minutos, y casi me da un infarto en la cinta andadora. Pero aún así, le dije que sí. Y desde mediados de marzo me he prometido a mí misma que, en cuanto salga un día bueno, voy a correr al parque. Bueno, siempre y cuando tenga tiempo. Y ropa de correr limpia. Ay, sí, pero necesito bolsillos, ¿cómo llevo las llaves si no? ¿Y el mp3? Porque yo sin música no corro, oiga usted.
Resumiendo: desde mediados de marzo, he salido a correr cuatro días.
Lo que no significa que no lo haya hecho en el gimnasio, pero no es lo mismo. Más que nada porque, según he leído, es mucho más duro correr en la cinta que en realidad (o sea, en el mundo real de ahí fuera, porque en realidad también corres en la cinta). El miércoles, llena yo de energía, me sorprendí a mí misma cuando llegué a los quince minutos corriendo de seguido en la máquina. Podían haber sido más, todavía me quedaban fuerzas, pero las pulsaciones se acercaban peligrosamente a 160 (no sé cuál es el límite sano para una persona de mi edad, pero sentía en corazón en la cuenca de los ojos) y decidí parar. Anduve durante diez minutos más para ver si me calmaba; solo conseguí bajar a 120 antes de meterme en al ducha, pero teniendo en cuenta que fue hace cuatro días y aún no me ha dado un infarto, creo que no era para tanto. Aún así, me asusté ante el riesgo de un jamacuco y decidí que, para que no me volviera a pasar, tenía que... hacer lo mismo más a menudo. Y a poder ser en la calle.
Y como he leído en algún sitio que cuando haces deporte te tienes que ver mona porque te motiva más, ayer sábado me fui a comprar ropa para eso, estar mona (y porque nunca he hecho ejercicio y no tengo camisetas de deporte suficientes):
Y oye que si funciona: tras pasarme el día entero mirando por la ventana rogando que no lloviera, me he vestido para salir a correr... Y casi no salgo por lo encantada que estaba de conocerme y verme en el espejo. Monísima, oye, un aspecto de profesional que ya lo quisieran muchas. Cuando por fin he empezado a correr, yo creo que mis zancadas eran más largas, más garbosas, mi pose más erecta, el ángulo de los brazos el ideal... Vamos, que tenía que haberme comprado el atuendo hace mucho tiempo.
He vuelto a correr durante quince minutos seguidos y he tenido que parar porque me faltaba el aire, pero ya no sentía el corazón en la cuenca de los ojos. Luego he tratado de volver a correr pero ya no me daban las piernas. En total, diecisiete minutos corriendo y veinte andando de vuelta a casa que me han servido para relajar los músculos. Si mañana no llueve, intentaré que sean veinte, y a ver si voy todos los días a hacer algo, aunque sea en el gimnasio. El día 12, el objetivo es terminar. Aunque sea andando.
(Y, bueno, lucir palmito, que aún me queda mucha ropa por estrenar...)
Así que he pensado que, como dejar de comer es muy duro, tendré que incrementar el ejercicio y quemar lo que como. En esas estaba yo cuando, hace un par de meses, una amiga me propuso participar en la Carrera de la Mujer que se celebra el 12 de junio. Cuando vi el email, pensé que mi amiga se había vuelto loca o que le habían robado la identidad de la cuenta y era un correo de spam. Ánimo, que solo son cinco kilómetros, decía. "¿Pero tú me has conocido? Hola, soy Ruth, encantada; ¿nos vamos de pintxos?" Al rato, sin embargo, pensé que quizás fuera buena idea, por eso de hacer algo distinto y tomar el aire al mismo tiempo. Sólo había un pequeño problema: lo más que había corrido yo seguido en mi vida eran dos minutos, y casi me da un infarto en la cinta andadora. Pero aún así, le dije que sí. Y desde mediados de marzo me he prometido a mí misma que, en cuanto salga un día bueno, voy a correr al parque. Bueno, siempre y cuando tenga tiempo. Y ropa de correr limpia. Ay, sí, pero necesito bolsillos, ¿cómo llevo las llaves si no? ¿Y el mp3? Porque yo sin música no corro, oiga usted.
Resumiendo: desde mediados de marzo, he salido a correr cuatro días.
Lo que no significa que no lo haya hecho en el gimnasio, pero no es lo mismo. Más que nada porque, según he leído, es mucho más duro correr en la cinta que en realidad (o sea, en el mundo real de ahí fuera, porque en realidad también corres en la cinta). El miércoles, llena yo de energía, me sorprendí a mí misma cuando llegué a los quince minutos corriendo de seguido en la máquina. Podían haber sido más, todavía me quedaban fuerzas, pero las pulsaciones se acercaban peligrosamente a 160 (no sé cuál es el límite sano para una persona de mi edad, pero sentía en corazón en la cuenca de los ojos) y decidí parar. Anduve durante diez minutos más para ver si me calmaba; solo conseguí bajar a 120 antes de meterme en al ducha, pero teniendo en cuenta que fue hace cuatro días y aún no me ha dado un infarto, creo que no era para tanto. Aún así, me asusté ante el riesgo de un jamacuco y decidí que, para que no me volviera a pasar, tenía que... hacer lo mismo más a menudo. Y a poder ser en la calle.
Y como he leído en algún sitio que cuando haces deporte te tienes que ver mona porque te motiva más, ayer sábado me fui a comprar ropa para eso, estar mona (y porque nunca he hecho ejercicio y no tengo camisetas de deporte suficientes):
Y oye que si funciona: tras pasarme el día entero mirando por la ventana rogando que no lloviera, me he vestido para salir a correr... Y casi no salgo por lo encantada que estaba de conocerme y verme en el espejo. Monísima, oye, un aspecto de profesional que ya lo quisieran muchas. Cuando por fin he empezado a correr, yo creo que mis zancadas eran más largas, más garbosas, mi pose más erecta, el ángulo de los brazos el ideal... Vamos, que tenía que haberme comprado el atuendo hace mucho tiempo.
He vuelto a correr durante quince minutos seguidos y he tenido que parar porque me faltaba el aire, pero ya no sentía el corazón en la cuenca de los ojos. Luego he tratado de volver a correr pero ya no me daban las piernas. En total, diecisiete minutos corriendo y veinte andando de vuelta a casa que me han servido para relajar los músculos. Si mañana no llueve, intentaré que sean veinte, y a ver si voy todos los días a hacer algo, aunque sea en el gimnasio. El día 12, el objetivo es terminar. Aunque sea andando.
(Y, bueno, lucir palmito, que aún me queda mucha ropa por estrenar...)
De bodas (reales) y otros trending topics.
Vale. Sí. Lo reconozco. Soy ñoña. Ñoña, ñoñísima. Me gustan más las bodas que a un tonto un lápiz (tengo que dejar de decir esto, porque también me encantan los lápices. Dice muy poco de mí misma). Y si son reales -que no de mentiras-, más. Porque nadie se casa como los príncipes y las princesas. Que no. Que el glamur de la Kate Middleton no es comparable al de Belén Esteban, por mucho que el vestido se "pareciera". Ay, si Grace Kelly levantara la cabeza.
Y es que mi feminismo se va al garete cuando me ponen un bodorrio delante. Y mi ateísmo, oye, que eso es más grave. Fijaos que me tragué la boda entera, con ceremonia incluida, y sin comentarios porque cogí la señal de la BBC que iba para todo el mundo y solo tenía sonido de ambiente. Decía yo "qué rápido va todo, ya están casados", pero claro, luego llegaron los cánticos, y el rato ese que desaparecieron los novios y toda la corte, que, como leí en algún sitio, debieron ir a hacer la prueba del pañuelo, porque no me lo explico. Y yo ahí, pegada al ordenador primero -porque yo tenía que estudiar, tenía que terminar un trabajo en el ordenador, tenía que, tenía que...- y luego frente a la tele, ya sin disimulos y con sonido. Que me perdí el primer beso, oigan, y menos mal que se besaron una segunda vez. Si es que... Hay que tener mil ojos con estos piquitos mal dados.
Después de ver treinta y cinco repeticiones del beso, del sí quiero y del momento en que Harry (que no Enrique) se gira a su hermano y le dice "verás cuando la veas", puse el telediario por si había habido algo más en el mundo aparte de amor y concordia en el país de Harry Potter. Parece ser, qué cosas, que el mundo no se detuvo el viernes y que solo era festivo en el Reino Unido y en Araba para los que nos cogimos puente (porque los príncipes han tenido a bien casarse el día después del patrón de la provincia, si va a resultar que al final son vascos). Así que, mientras me tomaba un café tranquilita y hacía un poco de patchwork, me puse a ver cómo Gadafi amenazaba al mundo con quedarse de por vida en el poder, o cómo el paro ha subido hasta los cinco millones de personas en España, o cómo un niño de seis años se ha desplomado de un balcón y han terminado inculpando a una niña de doce. Al final terminé cambiando a la BBC, porque era mucho más entretenido seguir viendo a la multitud esperando a que Guillermo y Catalina (¿no os suena fatal?) salieran del palacio en su Ashton Martin descapotable y saludaran con mano enguantada.
Hasta que me pusieron las imágenes del Barça -Madrid y terminé quitando la televisión. Que yo solo estoy para buenos rollitos últimamente, oigan.
Y es que mi feminismo se va al garete cuando me ponen un bodorrio delante. Y mi ateísmo, oye, que eso es más grave. Fijaos que me tragué la boda entera, con ceremonia incluida, y sin comentarios porque cogí la señal de la BBC que iba para todo el mundo y solo tenía sonido de ambiente. Decía yo "qué rápido va todo, ya están casados", pero claro, luego llegaron los cánticos, y el rato ese que desaparecieron los novios y toda la corte, que, como leí en algún sitio, debieron ir a hacer la prueba del pañuelo, porque no me lo explico. Y yo ahí, pegada al ordenador primero -porque yo tenía que estudiar, tenía que terminar un trabajo en el ordenador, tenía que, tenía que...- y luego frente a la tele, ya sin disimulos y con sonido. Que me perdí el primer beso, oigan, y menos mal que se besaron una segunda vez. Si es que... Hay que tener mil ojos con estos piquitos mal dados.
Después de ver treinta y cinco repeticiones del beso, del sí quiero y del momento en que Harry (que no Enrique) se gira a su hermano y le dice "verás cuando la veas", puse el telediario por si había habido algo más en el mundo aparte de amor y concordia en el país de Harry Potter. Parece ser, qué cosas, que el mundo no se detuvo el viernes y que solo era festivo en el Reino Unido y en Araba para los que nos cogimos puente (porque los príncipes han tenido a bien casarse el día después del patrón de la provincia, si va a resultar que al final son vascos). Así que, mientras me tomaba un café tranquilita y hacía un poco de patchwork, me puse a ver cómo Gadafi amenazaba al mundo con quedarse de por vida en el poder, o cómo el paro ha subido hasta los cinco millones de personas en España, o cómo un niño de seis años se ha desplomado de un balcón y han terminado inculpando a una niña de doce. Al final terminé cambiando a la BBC, porque era mucho más entretenido seguir viendo a la multitud esperando a que Guillermo y Catalina (¿no os suena fatal?) salieran del palacio en su Ashton Martin descapotable y saludaran con mano enguantada.
Hasta que me pusieron las imágenes del Barça -Madrid y terminé quitando la televisión. Que yo solo estoy para buenos rollitos últimamente, oigan.
Diario
Y otra vez llega la primavera, como todos los años, porque la primavera llega siempre, las que puede que no lleguemos somos nosotras (y nosotros; inclúyanse en el femenino, háganme el favor). Calorcito, sol, pajaritos piando, bla, bla, bla, pero al final el año sigue siendo el mismo y lo que cuenta es lo que una haga con su tiempo, no el tiempo que haga.
Sigo sin escribir. Digo "sigo", pero no sé realmente si lo he vuelto a dejar o es que lo dejé hace tanto que ya ni lo recuerdo. Mi lado defensivo, ese que se excusa ante todos los ataques, dirá que no se pueden estudiar una carrera y oposiciones y encima escribir una novela; mi yo verdadero, ese que me ataca en sueños de vez en cuando, reconoce que no escribo porque no me da la gana, porque no estoy inspirada, porque quien no escribe no puede volver a ponerse a ello así, de la noche a la mañana. Lo peor (o lo mejor, por eso de la salud mental y tal) es que no lo echo en falta. No lo echo de menos. Ahora me ha dado por la lingüística y me sorprendo a mí misma ideando teorías, en lugar de buscar algo que contar en formato novela o relato.
De hecho, ni siquiera leo. Me he dado cuenta de que, aunque me leyera un libro a la semana, nunca, NUNCA, podría leer todos los libros que quiero leer, porque de cada uno salen cinco, y luego te cambia el humor y ya no quieres leer ese género, quieres leer otro, y luego te cansas, y ya no quieres leer punto, pero te sientes culpable, porque tú eres lectora, y por dios cómo no me voy a leer todas las obras de Virginia Woolf en versión original y con medio libro de notas. Y luego llega agosto, con su piscinita y sus libros de encefalograma plano, y una se siente culpable porque qué hago yo leyendo una de chic lit cuando podría estar leyendo cualquier otra cosa. Vamos, que la historia es sentirse culpable.
Y ahora me voy a estudiar, que es lo que tienen los domingos remolones, y luego seguiré con una colcha de patchwork que me he propuesto terminar esta semana (solo la parte de arriba, ¿eh?, que el acolchado necesita meses). Y luego quizás, solo quizás, me tire en el sofá a leer Dubliners, que habrá que aprovechar que por fin he encontrado un libro de James Joyce que me gusta (y entiendo, ejem) y a ver si lo termino.
Y eso, que aquí sigo, o seguiré hasta que los hados (que no las hadas, que son distintas) me lo permitan.
Sigo sin escribir. Digo "sigo", pero no sé realmente si lo he vuelto a dejar o es que lo dejé hace tanto que ya ni lo recuerdo. Mi lado defensivo, ese que se excusa ante todos los ataques, dirá que no se pueden estudiar una carrera y oposiciones y encima escribir una novela; mi yo verdadero, ese que me ataca en sueños de vez en cuando, reconoce que no escribo porque no me da la gana, porque no estoy inspirada, porque quien no escribe no puede volver a ponerse a ello así, de la noche a la mañana. Lo peor (o lo mejor, por eso de la salud mental y tal) es que no lo echo en falta. No lo echo de menos. Ahora me ha dado por la lingüística y me sorprendo a mí misma ideando teorías, en lugar de buscar algo que contar en formato novela o relato.
De hecho, ni siquiera leo. Me he dado cuenta de que, aunque me leyera un libro a la semana, nunca, NUNCA, podría leer todos los libros que quiero leer, porque de cada uno salen cinco, y luego te cambia el humor y ya no quieres leer ese género, quieres leer otro, y luego te cansas, y ya no quieres leer punto, pero te sientes culpable, porque tú eres lectora, y por dios cómo no me voy a leer todas las obras de Virginia Woolf en versión original y con medio libro de notas. Y luego llega agosto, con su piscinita y sus libros de encefalograma plano, y una se siente culpable porque qué hago yo leyendo una de chic lit cuando podría estar leyendo cualquier otra cosa. Vamos, que la historia es sentirse culpable.
Y ahora me voy a estudiar, que es lo que tienen los domingos remolones, y luego seguiré con una colcha de patchwork que me he propuesto terminar esta semana (solo la parte de arriba, ¿eh?, que el acolchado necesita meses). Y luego quizás, solo quizás, me tire en el sofá a leer Dubliners, que habrá que aprovechar que por fin he encontrado un libro de James Joyce que me gusta (y entiendo, ejem) y a ver si lo termino.
Y eso, que aquí sigo, o seguiré hasta que los hados (que no las hadas, que son distintas) me lo permitan.
This is fabric?
Tania es una pitufilla que cumplió siete años en febrero. Si tuviera que describirla con una sola palabra, sería "burbujeante". Toda ella es vida, toda ella energía. El primer día de clase con ella, casi me da un infarto. Este año estoy deseando que me toque su clase para verla.
A Tania le encanta el inglés. Lo disfruta como la enana que es, intenta hablarlo constantemente, con su media lengua y toda su buena intención. Su clase no es una clase que sepa estar quieta y escuchando, hay que mantenerlos entretenidos todo el rato, y ella es el mejor ejemplo. Allí todo son juegos, algo que les haga hablar. Y Tania es, hablando mal y pronto, la puta ama.
Ayer terminó la clase y ella se fue a la puerta para esperar a su tutor. Se me quedó mirando mientras yo recogía las cosas con esa cara de pilla que tanto me gusta y sonrió.
-Ruth, come here (gesto con dedo incluído).
-Okay. (Voy hasta ella.)Yes, Tania?
(Tania me coge de la bata.)
-This is fabric?
-Yes, Tania, this is made of fabric. (Hemos aprendido los materiales de las cosas.)
(Me coge del pelo.)
-This no fabric.
-No, this is hair. It's on my head. (Estamos dando el cuerpo.)
-Okay. Goodbye.
No es Shakespeare, no va a ir a la universidad el año que viene, no le sirve para aprobar ningún examen. Pero se comunica. Y habla. Y le gusta. Estaba probando su capacidad de comunicarse con alguien, y lo consiguió. Y a mí, que la veo sólo dos horas y media a la semana, se me caía la baba cual madre orgullosa, así que no me quiero imaginar cómo les tendrá en casa.
(Voy a advertirle al tutor que si un día no la encuentra me la he llevado yo...)
A Tania le encanta el inglés. Lo disfruta como la enana que es, intenta hablarlo constantemente, con su media lengua y toda su buena intención. Su clase no es una clase que sepa estar quieta y escuchando, hay que mantenerlos entretenidos todo el rato, y ella es el mejor ejemplo. Allí todo son juegos, algo que les haga hablar. Y Tania es, hablando mal y pronto, la puta ama.
Ayer terminó la clase y ella se fue a la puerta para esperar a su tutor. Se me quedó mirando mientras yo recogía las cosas con esa cara de pilla que tanto me gusta y sonrió.
-Ruth, come here (gesto con dedo incluído).
-Okay. (Voy hasta ella.)Yes, Tania?
(Tania me coge de la bata.)
-This is fabric?
-Yes, Tania, this is made of fabric. (Hemos aprendido los materiales de las cosas.)
(Me coge del pelo.)
-This no fabric.
-No, this is hair. It's on my head. (Estamos dando el cuerpo.)
-Okay. Goodbye.
No es Shakespeare, no va a ir a la universidad el año que viene, no le sirve para aprobar ningún examen. Pero se comunica. Y habla. Y le gusta. Estaba probando su capacidad de comunicarse con alguien, y lo consiguió. Y a mí, que la veo sólo dos horas y media a la semana, se me caía la baba cual madre orgullosa, así que no me quiero imaginar cómo les tendrá en casa.
(Voy a advertirle al tutor que si un día no la encuentra me la he llevado yo...)
The best
La casa está a oscuras, ni una luz encendida, solo la claridad de la noche se cuela por el ventanal de la cocina. Ella enciende la radio y la voz de Tina Turner lo invade todo a su alrededor.
I call you when I need you my heart’s on fire
You come to me, come to me, wild and wild
Se mueve al son, lentamente, y poco a poco su pijama de franela se convierte en un vestido de fiesta, y el vaso de agua en un micrófono, y sus pies se enfundan unos zapatos de tacón de veinte centímetros,
You come to me, give me everything I need,
Give me a lifetime of promises and a world of dreams,
y poco a poco se convierte en otra, en una diva, o quizás menos, simplemente sea un karaoke, pero no está allí sola en la cocina de su casa con pijama de franela, sino rodeada de gente, amigos con suerte, y un foco que la busca.
Y entonces una luz se enciende allí, en su cocina, y ella se gira, y busca por la ventana el origen de la claridad. Y le ve. Al otro lado del patio de luces, le ve.
Speak a language of love like it knows what it means
And it can’t be wrong, take my heart and make it strong, baby.
Él se acerca a la ventana, ventanal enorme que abarca toda la fachada de su habitación, y se quita la camiseta. Ella da un paso atrás, sin dejar de mirar, temiendo ser vista. Él se desnuda lentamente, sin saber, o quizás sí, que está siendo observado. Y la radio de repente trona más fuerte, mientras ella mueve los labios y canta para nadie, o para todos, quién sabe quién la estará observando a ella allí, en la penumbra, con su pijama de franela.
You’re simply the best, better than all the rest,
Better than anyone, anyone I’ve ever met,
Y él también baila, y a ella le parece imposible pero quizás sí, quizás esté bailando para ella, la misma canción, los mismos movimientos (al fin y al cabo es Kiss FM), los mismos ojos, los mismos labios:
I’m stuck on your heart, I hang on every word you say,
Tear us apart, baby, I would rather be dead.
Pero entonces él tira de una cuerda y cae un pesado telón, la luz se apaga y ella se queda otra vez sola, en su cocina, sin foco, sin audiencia. O no. Quién sabe. Mientras haya música ella debe seguir cantando. Para sí misma. La audiencia llegará después. Si llega.
Uh, you’re the best, better than all the rest,
Better than anyone, anyone I’ve ever met.
I call you when I need you my heart’s on fire
You come to me, come to me, wild and wild
Se mueve al son, lentamente, y poco a poco su pijama de franela se convierte en un vestido de fiesta, y el vaso de agua en un micrófono, y sus pies se enfundan unos zapatos de tacón de veinte centímetros,
You come to me, give me everything I need,
Give me a lifetime of promises and a world of dreams,
y poco a poco se convierte en otra, en una diva, o quizás menos, simplemente sea un karaoke, pero no está allí sola en la cocina de su casa con pijama de franela, sino rodeada de gente, amigos con suerte, y un foco que la busca.
Y entonces una luz se enciende allí, en su cocina, y ella se gira, y busca por la ventana el origen de la claridad. Y le ve. Al otro lado del patio de luces, le ve.
Speak a language of love like it knows what it means
And it can’t be wrong, take my heart and make it strong, baby.
Él se acerca a la ventana, ventanal enorme que abarca toda la fachada de su habitación, y se quita la camiseta. Ella da un paso atrás, sin dejar de mirar, temiendo ser vista. Él se desnuda lentamente, sin saber, o quizás sí, que está siendo observado. Y la radio de repente trona más fuerte, mientras ella mueve los labios y canta para nadie, o para todos, quién sabe quién la estará observando a ella allí, en la penumbra, con su pijama de franela.
You’re simply the best, better than all the rest,
Better than anyone, anyone I’ve ever met,
Y él también baila, y a ella le parece imposible pero quizás sí, quizás esté bailando para ella, la misma canción, los mismos movimientos (al fin y al cabo es Kiss FM), los mismos ojos, los mismos labios:
I’m stuck on your heart, I hang on every word you say,
Tear us apart, baby, I would rather be dead.
Pero entonces él tira de una cuerda y cae un pesado telón, la luz se apaga y ella se queda otra vez sola, en su cocina, sin foco, sin audiencia. O no. Quién sabe. Mientras haya música ella debe seguir cantando. Para sí misma. La audiencia llegará después. Si llega.
Uh, you’re the best, better than all the rest,
Better than anyone, anyone I’ve ever met.
Sábado preprimaveral
(Me he inventado una palabra, sí. Preprimaveral no existe. Creo. Estoy por patentarla. Aunque, si existe premenstrual, no sé por qué no iba a existir preprimaveral.)
Sábado. Día de fiesta. Sí, literalmente, día de fiesta porque los sábados son los únicos días que me obligo a no hacer nada. Tampoco es que pudiera si quisiera. No sé qué tienen los sábados, que son más cortos que un lunes, por poner un ejemplo, y para cuando te quieres poner a hacer algo ya es la hora de comer, o la hora de dar una vuelta, o la hora de tomar un pote por ahí. No da para nada, un sábado. Qué cosas. Podían hacer los sábados laborables y darnos el lunes festivo, digo yo.
Se me ha ocurrido pasar por aquí porque tengo el chiringuito algo abandonado y quería asegurarme de que no le habían salido hierbajos ni había una invasión de cucarachas (cucarachas, buaj; creo que hoy he soñado con cucarachas. Joder, hubiera preferido no acordarme. Qué asco). La verdad es que no tengo mucho que contar, literalmente hablando. Y entiéndase eso como el doble sentido que tiene: ni cuentos, ni historias, ni sueños (del de las cucarachas no me acuerdo, menos mal), ni nada interesante que pueda, eso, interesar. Pero me daba cosa no contaros nada. No es que piense que mi vida pueda interesarle a nadie, pero oye, quién sabe, lo mismo tengo un admirador secreto que no puede vivir sin mis escritos y ahora mismo está en la terraza a punto de saltar de un quinto porque hace dos semanas que no escribo nada.
[Modo realidad on]
Estos días estoy estudiando para oposiciones, lo que a cualquiera podría parecerle la peor penitencia del mundo pero que yo agradezco inmensamente. Viene bien repasar cosas que toda profesora debería saber. De hecho, debería ser obligatorio hacer un curso de reciclaje en métodos de enseñanza cada cierto tiempo, a ver si así lidiamos con las dinosaurias que todavía pueden encontrarse en las aulas. Fijaos si me gusta lo que estoy estudiando, que no hago más que darle vueltas al asunto de la educación y he creado mi propia reforma. Es una utopía, el sueño de una profesora a la que le encanta su trabajo; al gobierno no le gustaría porque supondría mucho dinero; a los sindicatos no les gustaría porque exigiría mucho de los profesores; a los profesores no les gustaría por lo mismo que a los sindicatos; y a las familias no les gustaría porque daría mucho poder a los profesores y exigiría mucho de las familias. Pero estoy segura de que los alumnos y alumnas estarían encantados y encantadas. Iban a aprender la hostia. Yo, aunque nadie me lo exija, ya me he puesto a trabajar como si mi reforma fuera ley. Algún día quizás os la cuente. Si me animo a ponerla por escrito.
Sigo con el régimen. He perdido casi cuatro kilos. Teniendo en cuenta que empecé con la historia hace casi dos meses, es una mierda de pérdida, pero algo es algo. Como mejor, hago más deporte, me siento mejor. Aunque me temo que ese "me siento mejor" se debe a muchas, muchas cosas que están pasando y que son demasiado personales para escribir aquí. Qué le vamos a hacer, amor secreto que te balanceas en la barandilla de un quinto, no todo puede contarse a los cuatro vientos.
Y la vida sigue, y la semana que viene anuncian nieve...
Sábado. Día de fiesta. Sí, literalmente, día de fiesta porque los sábados son los únicos días que me obligo a no hacer nada. Tampoco es que pudiera si quisiera. No sé qué tienen los sábados, que son más cortos que un lunes, por poner un ejemplo, y para cuando te quieres poner a hacer algo ya es la hora de comer, o la hora de dar una vuelta, o la hora de tomar un pote por ahí. No da para nada, un sábado. Qué cosas. Podían hacer los sábados laborables y darnos el lunes festivo, digo yo.
Se me ha ocurrido pasar por aquí porque tengo el chiringuito algo abandonado y quería asegurarme de que no le habían salido hierbajos ni había una invasión de cucarachas (cucarachas, buaj; creo que hoy he soñado con cucarachas. Joder, hubiera preferido no acordarme. Qué asco). La verdad es que no tengo mucho que contar, literalmente hablando. Y entiéndase eso como el doble sentido que tiene: ni cuentos, ni historias, ni sueños (del de las cucarachas no me acuerdo, menos mal), ni nada interesante que pueda, eso, interesar. Pero me daba cosa no contaros nada. No es que piense que mi vida pueda interesarle a nadie, pero oye, quién sabe, lo mismo tengo un admirador secreto que no puede vivir sin mis escritos y ahora mismo está en la terraza a punto de saltar de un quinto porque hace dos semanas que no escribo nada.
[Modo realidad on]
Estos días estoy estudiando para oposiciones, lo que a cualquiera podría parecerle la peor penitencia del mundo pero que yo agradezco inmensamente. Viene bien repasar cosas que toda profesora debería saber. De hecho, debería ser obligatorio hacer un curso de reciclaje en métodos de enseñanza cada cierto tiempo, a ver si así lidiamos con las dinosaurias que todavía pueden encontrarse en las aulas. Fijaos si me gusta lo que estoy estudiando, que no hago más que darle vueltas al asunto de la educación y he creado mi propia reforma. Es una utopía, el sueño de una profesora a la que le encanta su trabajo; al gobierno no le gustaría porque supondría mucho dinero; a los sindicatos no les gustaría porque exigiría mucho de los profesores; a los profesores no les gustaría por lo mismo que a los sindicatos; y a las familias no les gustaría porque daría mucho poder a los profesores y exigiría mucho de las familias. Pero estoy segura de que los alumnos y alumnas estarían encantados y encantadas. Iban a aprender la hostia. Yo, aunque nadie me lo exija, ya me he puesto a trabajar como si mi reforma fuera ley. Algún día quizás os la cuente. Si me animo a ponerla por escrito.
Sigo con el régimen. He perdido casi cuatro kilos. Teniendo en cuenta que empecé con la historia hace casi dos meses, es una mierda de pérdida, pero algo es algo. Como mejor, hago más deporte, me siento mejor. Aunque me temo que ese "me siento mejor" se debe a muchas, muchas cosas que están pasando y que son demasiado personales para escribir aquí. Qué le vamos a hacer, amor secreto que te balanceas en la barandilla de un quinto, no todo puede contarse a los cuatro vientos.
Y la vida sigue, y la semana que viene anuncian nieve...
8 de marzo
Otro año más, otro ocho de marzo más, otro día de la mujer trabajadora más. Recuerdo comentarios, repetidos a lo largo de mi vida, sobre cómo era que las mujeres trabajadoras tenían un día y los hombres no. Hombre, también lo tienen las enfermedades contagiosas, el cáncer de mama y la paz en el mundo. La gente se acuerda de ellos ese día y luego se olvidan el resto del año. Poco menos pasa con la mujer trabajadora.
Leía en un blog, hace no mucho (perdón por no poner el link, pero es que no me acuerdo ni cuál era), que antes las mujeres tenían que ser buenas madres, buenas esposas, buenas hijas, pacientes, inteligentes para entender al marido pero no tanto como para sobrepasarlo, guapas, elegantes y modosas. Ahora, además de todo eso, también tienen que destacar en el trabajo. Ese es exactamente el problema. No quiero que se vea esto como un ataque a los hombres en particular, sino a la sociedad en general, pero es cierto que los hombres no terminan de ocupar el lugar que las mujeres han dejado vacante cuando se han integrado en el mundo laboral. El hogar, los hijos, mantener una familia, es invisible, no luce, no se puede fardar delante de los amigos diciendo "jo, qué bien me ha salido la comida de hoy, han rebañado el plato hasta sacarle brillo", o "vaya bien que se ha portado la chavala en la tienda cuando la he llevado a comprar las zapatillas". Los hombres se aburren de las conversaciones sobre niños, colegio, ropita y dentista. Yo me aburro con esas conversaciones, para qué nos vamos a engañar. Pero es un mundo que existe, y alguien tiene que hacerse cargo de él, porque es fundamental para el crecimiento de la sociedad. Ya estamos viendo el resultado de la integración de la mujer al trabajo: niños de cinco años que pasan más de ocho horas en el colegio porque no hay nadie que les cuide en casa, monstruos integrales porque nadie se hace responsable de sus actos, alcohol, drogas (bueno, esto siempre ha existido, pero ¿no os parece que ahora empiezan antes?). Yo siempre he dicho que la razón de todo esto es la incorporación de la mujer al mundo laboral. La mujer ha ido más rápido que la sociedad. Y digo sociedad, porque hay muchas mujeres que reclaman que el terreno del hogar es suyo, porque estamos acostumbradas a hacer tanto que, total, una cosa más no importa. Pero no damos más de sí. Los hombres tienen que ocupar los huecos que las mujeres vamos dejando. Es fundamental. Entre dos sí se puede, uno solo es imposible.
Así que, feliz día de la mujer trabajadora, a ellos y a ellas. Vivimos en un mundo mejor que hace cincuenta años, pero todavía queda mucho, mucho por hacer. El cambio está en nuestras manos. Lancémonos al futuro.
Leía en un blog, hace no mucho (perdón por no poner el link, pero es que no me acuerdo ni cuál era), que antes las mujeres tenían que ser buenas madres, buenas esposas, buenas hijas, pacientes, inteligentes para entender al marido pero no tanto como para sobrepasarlo, guapas, elegantes y modosas. Ahora, además de todo eso, también tienen que destacar en el trabajo. Ese es exactamente el problema. No quiero que se vea esto como un ataque a los hombres en particular, sino a la sociedad en general, pero es cierto que los hombres no terminan de ocupar el lugar que las mujeres han dejado vacante cuando se han integrado en el mundo laboral. El hogar, los hijos, mantener una familia, es invisible, no luce, no se puede fardar delante de los amigos diciendo "jo, qué bien me ha salido la comida de hoy, han rebañado el plato hasta sacarle brillo", o "vaya bien que se ha portado la chavala en la tienda cuando la he llevado a comprar las zapatillas". Los hombres se aburren de las conversaciones sobre niños, colegio, ropita y dentista. Yo me aburro con esas conversaciones, para qué nos vamos a engañar. Pero es un mundo que existe, y alguien tiene que hacerse cargo de él, porque es fundamental para el crecimiento de la sociedad. Ya estamos viendo el resultado de la integración de la mujer al trabajo: niños de cinco años que pasan más de ocho horas en el colegio porque no hay nadie que les cuide en casa, monstruos integrales porque nadie se hace responsable de sus actos, alcohol, drogas (bueno, esto siempre ha existido, pero ¿no os parece que ahora empiezan antes?). Yo siempre he dicho que la razón de todo esto es la incorporación de la mujer al mundo laboral. La mujer ha ido más rápido que la sociedad. Y digo sociedad, porque hay muchas mujeres que reclaman que el terreno del hogar es suyo, porque estamos acostumbradas a hacer tanto que, total, una cosa más no importa. Pero no damos más de sí. Los hombres tienen que ocupar los huecos que las mujeres vamos dejando. Es fundamental. Entre dos sí se puede, uno solo es imposible.
Así que, feliz día de la mujer trabajadora, a ellos y a ellas. Vivimos en un mundo mejor que hace cincuenta años, pero todavía queda mucho, mucho por hacer. El cambio está en nuestras manos. Lancémonos al futuro.
Eva y Ainhoa
Ainhoa salió de casa a las ocho y cuarto de la mañana. A las ocho y veinticinco, tarde como siempre, lo hizo Eva. A las ocho y media se cruzaron camino de sus trabajos, Ainhoa a ritmo de paseo y Eva acelerada. Ninguna de las dos se fijó en la otra. No había motivo, no se conocían.
Ainhoa trabajaba en un colegio al sur de la ciudad; Eva, en uno del oeste. Ainhoa enseñaba gimnasia en el segundo ciclo y daba clases de apoyo de matemáticas en tercero de primaria. Eva era tutora de sexto y odiaba a sus alumnos. Ninguna de las dos fumaba, ambas preferían la cerveza al vino, Eva tomaba el café solo y sin azúcar y Ainhoa con leche de soja. Ainhoa tenía una relación formal con un hombre dos años mayor; Eva acababa de romper con su novia de diez años. Una era optimista, la otra no; una era feliz, la otra a veces; las dos se conformaban con lo que tenían porque qué otra cosa podían hacer.
Eva salió de trabajar cinco minutos antes aquel día. Su clase tenía gimnasia y prefirió escaparse antes de que sonara el timbre y la marabunta de niños amenazara con hacerla caer por las escaleras. Fue al supermercado a coger algo para cenar. Recordó que no debía comprar mucha comida porque ya no cocinaba para dos, y aceleró el paso para no pensar en ello. Todo en el supermercado estaba envasado por docenas. Se volvió loca buscando una bandeja de pescado que no alimentara a una familia de nueve miembros. Cuando fue a pagar, sólo encontró a dos personas en la fila, pero el primero protestaba por algo con la cajera y no daba la impresión de ir a terminar pronto. Genial. Justo su suerte. Por una puta bandeja de pescado iba a llegar tarde al gimnasio.
Ainhoa, delante de Eva en la fila, observaba al hombre con recelo. Su agresividad no parecía tener nada que ver con la devolución que pretendía hacer. Tenía los ojos tan abiertos que parecía que iban a salírsele de las órbitas. Las pupilas estaban más dilatadas de lo que deberían.
-Estaba así cuando lo compré ayer –decía, airado-. ¡Mire! La caja está abierta, las galletas están resecas.
-Pues tendría que habérmelo traído ayer, y con el ticket. ¿Cómo sé yo que no ha abierto usted la caja? Aquí faltan galletas.
-¡Deme mi puto dinero de una vez, joder! ¿Sabe cuánto cuestan esas galletas? Cinco euros el paquete. ¡Cinco euros por galletas rancias!
-Le digo que sin ticket no puedo hacer nada. Y no estoy muy segura de que pudiera con ticket tampoco.
Todo pasó tan rápido que nadie tuvo tiempo de reaccionar. El hombre se abalanzó sobre la cajera y la sujetó por el cuello con una mano mientras en la otra aparecía, quién sabe de dónde, una enorme navaja. La cajera dio un grito al ver el arma, y Ainhoa un paso atrás. Eva dejó escapar el aire en un gemido ahogado cuando vio la navaja y sintió el pisotón.
-Dame los putos cinco euros ahora mismo –dijo el hombre, su cara pegada a la de la cajera, la navaja a meros milímetros de su mejilla. La mujer empezó a tocar las teclas de la caja registradora sin mirar, incapaz de abrirla. Ainhoa y Eva recularon aún más. Ninguna de las dos echó a correr. Ninguna de las dos dejó su compra en el suelo y salió volando del lugar.
La cajera consiguió abrir la caja. El hombre echó mano del dinero –Ainhoa observó que cogía mucho más de cinco euros- y salió corriendo, navaja en mano. La cajera se echó a llorar. El guarda de seguridad, que no se había enterado de nada, reaccionó solo cuando vio correr al hombre y salió tras él. El resto de las cajeras no había visto nada. Ainhoa dejó su cesta en la cinta móvil y echó a andar hacia la puerta, sin mirar a su alrededor, las piernas temblorosas. Sólo quería llegar a casa y abrazar a Iker, tan fuerte que doliera. Eva se quedó ahí quieta, los dos filetes de lubina en las manos, tratando de recuperar la respiración. Sólo quería pagar su cena, ir al gimnasio y correr cinco kilómetros en la cinta para olvidarse de todo aquello. Quería tener agujetas. Muchas. Que doliera.
Al día siguiente, Ainhoa salió a las ocho y cuarto de casa. A las ocho y veinticinco se cruzó con Eva, que volaba porque llegaba tarde a la reunión del claustro. Ainhoa llegó cinco minutos pronto, Eva diez tarde.
Ninguna de las dos se acercó por el supermercado.
Ainhoa trabajaba en un colegio al sur de la ciudad; Eva, en uno del oeste. Ainhoa enseñaba gimnasia en el segundo ciclo y daba clases de apoyo de matemáticas en tercero de primaria. Eva era tutora de sexto y odiaba a sus alumnos. Ninguna de las dos fumaba, ambas preferían la cerveza al vino, Eva tomaba el café solo y sin azúcar y Ainhoa con leche de soja. Ainhoa tenía una relación formal con un hombre dos años mayor; Eva acababa de romper con su novia de diez años. Una era optimista, la otra no; una era feliz, la otra a veces; las dos se conformaban con lo que tenían porque qué otra cosa podían hacer.
Eva salió de trabajar cinco minutos antes aquel día. Su clase tenía gimnasia y prefirió escaparse antes de que sonara el timbre y la marabunta de niños amenazara con hacerla caer por las escaleras. Fue al supermercado a coger algo para cenar. Recordó que no debía comprar mucha comida porque ya no cocinaba para dos, y aceleró el paso para no pensar en ello. Todo en el supermercado estaba envasado por docenas. Se volvió loca buscando una bandeja de pescado que no alimentara a una familia de nueve miembros. Cuando fue a pagar, sólo encontró a dos personas en la fila, pero el primero protestaba por algo con la cajera y no daba la impresión de ir a terminar pronto. Genial. Justo su suerte. Por una puta bandeja de pescado iba a llegar tarde al gimnasio.
Ainhoa, delante de Eva en la fila, observaba al hombre con recelo. Su agresividad no parecía tener nada que ver con la devolución que pretendía hacer. Tenía los ojos tan abiertos que parecía que iban a salírsele de las órbitas. Las pupilas estaban más dilatadas de lo que deberían.
-Estaba así cuando lo compré ayer –decía, airado-. ¡Mire! La caja está abierta, las galletas están resecas.
-Pues tendría que habérmelo traído ayer, y con el ticket. ¿Cómo sé yo que no ha abierto usted la caja? Aquí faltan galletas.
-¡Deme mi puto dinero de una vez, joder! ¿Sabe cuánto cuestan esas galletas? Cinco euros el paquete. ¡Cinco euros por galletas rancias!
-Le digo que sin ticket no puedo hacer nada. Y no estoy muy segura de que pudiera con ticket tampoco.
Todo pasó tan rápido que nadie tuvo tiempo de reaccionar. El hombre se abalanzó sobre la cajera y la sujetó por el cuello con una mano mientras en la otra aparecía, quién sabe de dónde, una enorme navaja. La cajera dio un grito al ver el arma, y Ainhoa un paso atrás. Eva dejó escapar el aire en un gemido ahogado cuando vio la navaja y sintió el pisotón.
-Dame los putos cinco euros ahora mismo –dijo el hombre, su cara pegada a la de la cajera, la navaja a meros milímetros de su mejilla. La mujer empezó a tocar las teclas de la caja registradora sin mirar, incapaz de abrirla. Ainhoa y Eva recularon aún más. Ninguna de las dos echó a correr. Ninguna de las dos dejó su compra en el suelo y salió volando del lugar.
La cajera consiguió abrir la caja. El hombre echó mano del dinero –Ainhoa observó que cogía mucho más de cinco euros- y salió corriendo, navaja en mano. La cajera se echó a llorar. El guarda de seguridad, que no se había enterado de nada, reaccionó solo cuando vio correr al hombre y salió tras él. El resto de las cajeras no había visto nada. Ainhoa dejó su cesta en la cinta móvil y echó a andar hacia la puerta, sin mirar a su alrededor, las piernas temblorosas. Sólo quería llegar a casa y abrazar a Iker, tan fuerte que doliera. Eva se quedó ahí quieta, los dos filetes de lubina en las manos, tratando de recuperar la respiración. Sólo quería pagar su cena, ir al gimnasio y correr cinco kilómetros en la cinta para olvidarse de todo aquello. Quería tener agujetas. Muchas. Que doliera.
Al día siguiente, Ainhoa salió a las ocho y cuarto de casa. A las ocho y veinticinco se cruzó con Eva, que volaba porque llegaba tarde a la reunión del claustro. Ainhoa llegó cinco minutos pronto, Eva diez tarde.
Ninguna de las dos se acercó por el supermercado.
Saliendo del armario.
Sí. Lo reconozco. Lo admito. Salgo del armario al fin. Ya es hora.
Soy feminista. (¡Hala lo que ha dichooooo!) Que no es lo mismo que decir soy lesbiana, o que odio a los hombres, o que me gustaría tener pene, o que de pequeña tuve algún tipo de trauma y me siento insegura en un mundo dominado por lo masculino. Parece broma, pero me atrevería a decir que más de la mitad de la gente asocia la palabra feminismo con alguna de esas características. Qué coño, si hasta a mí misma me da algo de reparo decir que soy feminista, como si fuera un taco, como si fuera algo malo, como si fuera el equivalente a... No sé, no se me ocurre nada, a algo que hubiera que ocultar.
Soy feminista. No soy lesbiana, a mí me ponen los tíos, aunque no los de pelo en pecho y los que van de machos (tampoco los que pasan demasiado tiempo delante del espejo, dejémoslo en un término medio). No odio a los hombres. No tengo nada en contra de hombres individuales; tengo que rebañarme mucho los sesos buscando a uno que me ofendiera por algún acto o comentario, y lo cierto es que nada es reciente. Nunca he querido ser hombre. Siempre he querido tener la posibilidad de hacer lo que hacían los hombres, pero nunca he tenido envidia de pene. Simplemente soy un ser humano, del género femenino, que quiere poder hacer lo que le salga de las narices sin que su sexo biológico la limite.
Tengo que reconocer que la primera en ponerme límites he sido yo. Durante años he entendido el feminismo como una lucha por dejar lo femenino, por evitar que se nos juzgara como el sexo débil, y me he peleado con todo el mundo tratando de demostrar que no hay diferencias entre hombres y mujeres. Me negaba a vestir de rosa, a ser ñoña, a llorar con Nottinghill o a jugar con muñecas. Mi juguete favorito fue un mecano. Odiaba los vestidos y las faldas. Eso de ponerse mona no iba conmigo. Yo era bruta, un chicote, pero curiosamente, a su vez, tenía muchos problemas para relacionarme con los chicos. Supongo que dentro de mí todavía me veía distinta.
Porque lo era, obviamente, por razones de educación y sociales más que por características genéticas. Ahora entiendo el feminismo de otra manera. No busco la igualdad, sino el respeto y la apreciación. Paridad es la palabra que me viene a la mente. No somos iguales, pero ¿por qué tenemos que menospreciar los valores que clásicamente se han denominado femeninos y adquirir los masculinos? Me parece tan mal una mujer a la que se le priva de ser ingeniera por ser mujer como aquella a la que se le priva de ser ama de casa por no encasquetarse en su rol. Igual que me parece horrendo que un hombre que cuida de sus hijos sienta vergüenza porque su mujer lleva el sueldo a casa. Es terrible que el género nos condicione, tanto a unos como a otros. Si en vez de hombres y mujeres habláramos de blancos y negros, ¿no estaríamos hablando de racismo? Sin embargo, como se ha hecho toda la vida, lo vemos normal, es lo que se ha hecho siempre, la mujer tiene que cuidar de los niños y el hombre ganarse las habichuelas, los niños de azul y las niñas de rosa. Es ridículo. Está mal. Debemos cambiarlo.
Soy feminista. Estoy en contra de la violencia de género, de las violaciones, de la ablación genital, de la pornografía que objetiviza a las mujeres, de los anuncios machistas donde las niñas se ven limitadas a cambiar pañales, de la separación por sexos en los colegios concertados, del machismo en la iglesia (ay, la iglesia), de los despidos a mujeres embarazadas, y de tantas y tantas cosas que necesitaría un libro para escribirlo todo. Soy feminista. He salido del armario. Y me voy a quedar fuera y a gritarlo a los cuatro vientos.
Soy feminista. (¡Hala lo que ha dichooooo!) Que no es lo mismo que decir soy lesbiana, o que odio a los hombres, o que me gustaría tener pene, o que de pequeña tuve algún tipo de trauma y me siento insegura en un mundo dominado por lo masculino. Parece broma, pero me atrevería a decir que más de la mitad de la gente asocia la palabra feminismo con alguna de esas características. Qué coño, si hasta a mí misma me da algo de reparo decir que soy feminista, como si fuera un taco, como si fuera algo malo, como si fuera el equivalente a... No sé, no se me ocurre nada, a algo que hubiera que ocultar.
Soy feminista. No soy lesbiana, a mí me ponen los tíos, aunque no los de pelo en pecho y los que van de machos (tampoco los que pasan demasiado tiempo delante del espejo, dejémoslo en un término medio). No odio a los hombres. No tengo nada en contra de hombres individuales; tengo que rebañarme mucho los sesos buscando a uno que me ofendiera por algún acto o comentario, y lo cierto es que nada es reciente. Nunca he querido ser hombre. Siempre he querido tener la posibilidad de hacer lo que hacían los hombres, pero nunca he tenido envidia de pene. Simplemente soy un ser humano, del género femenino, que quiere poder hacer lo que le salga de las narices sin que su sexo biológico la limite.
Tengo que reconocer que la primera en ponerme límites he sido yo. Durante años he entendido el feminismo como una lucha por dejar lo femenino, por evitar que se nos juzgara como el sexo débil, y me he peleado con todo el mundo tratando de demostrar que no hay diferencias entre hombres y mujeres. Me negaba a vestir de rosa, a ser ñoña, a llorar con Nottinghill o a jugar con muñecas. Mi juguete favorito fue un mecano. Odiaba los vestidos y las faldas. Eso de ponerse mona no iba conmigo. Yo era bruta, un chicote, pero curiosamente, a su vez, tenía muchos problemas para relacionarme con los chicos. Supongo que dentro de mí todavía me veía distinta.
Porque lo era, obviamente, por razones de educación y sociales más que por características genéticas. Ahora entiendo el feminismo de otra manera. No busco la igualdad, sino el respeto y la apreciación. Paridad es la palabra que me viene a la mente. No somos iguales, pero ¿por qué tenemos que menospreciar los valores que clásicamente se han denominado femeninos y adquirir los masculinos? Me parece tan mal una mujer a la que se le priva de ser ingeniera por ser mujer como aquella a la que se le priva de ser ama de casa por no encasquetarse en su rol. Igual que me parece horrendo que un hombre que cuida de sus hijos sienta vergüenza porque su mujer lleva el sueldo a casa. Es terrible que el género nos condicione, tanto a unos como a otros. Si en vez de hombres y mujeres habláramos de blancos y negros, ¿no estaríamos hablando de racismo? Sin embargo, como se ha hecho toda la vida, lo vemos normal, es lo que se ha hecho siempre, la mujer tiene que cuidar de los niños y el hombre ganarse las habichuelas, los niños de azul y las niñas de rosa. Es ridículo. Está mal. Debemos cambiarlo.
Soy feminista. Estoy en contra de la violencia de género, de las violaciones, de la ablación genital, de la pornografía que objetiviza a las mujeres, de los anuncios machistas donde las niñas se ven limitadas a cambiar pañales, de la separación por sexos en los colegios concertados, del machismo en la iglesia (ay, la iglesia), de los despidos a mujeres embarazadas, y de tantas y tantas cosas que necesitaría un libro para escribirlo todo. Soy feminista. He salido del armario. Y me voy a quedar fuera y a gritarlo a los cuatro vientos.
Martes
Martes, sí, y no trece, sino quince. La fecha da igual, lo que importa es cómo estás. Yo estoy bien, creo, más o menos, lo normal, no voy a andar fardando ahora. He terminado los exámenes, de mala manera pero ya están hechos, y ahora la programación de oposiciones, que es lo que toca. Es martes, por si no os habíais dado cuenta. Martes. Que no es lunes, pero como si lo fuera. Cuando el despertador suena media hora antes de lo que debería y tú has dormido mal porque tienes catarro y no puedes respirar, un martes es casi tan malo como un lunes. O peor. No sé. Desde luego, no tan bueno como un viernes. Dios, lo que falta todavía para el viernes. Así me paso la vida, desechando cinco séptimos de mi semana porque sólo me interesan el sábado y el domingo; bueno, y el viernes a partir de las cinco de la tarde, que el zurito y el pinchito saben a gloria, y más ahora que no hay humo en los bares. Es martes, y llevo tres horas pegada al ordenador intentando poner por escrito lo que quiero que hagan mis niños de seis años en un mundo ficticio, porque jamás programaría quince unidades en un año. Es martes. ¿Martes ya, eh? Jo, cómo vuela el tiempo. Y cada día más viejos, oiga.
Lo que pasa cuando llevas mucho sin escribir.
Viernes tarde. No voy a estudiar. No voy a hacer recados, porque estoy agotada. Mañana madrugo, por cosa buena, pero madrugo. Me siento delante del ordenador y, por primera vez en tropecientos meses, abro el Word con intención de escribir algo que no tenga que ver con mis estudios o con mi trabajo. Desvarío. Me dejo llevar. Me acuerdo de todo lo que dicen de la escritura automática y miro la pantalla esperando ver alguna joya. Miro. Fijamente. La. Pantalla. Pero nada. Lo más espectacular que se me ocurre es que no parece que haya perdido pulsaciones y todavía escribo a toda hostia. En un pis pas tengo una hoja completa. A espacio sencillo, oiga. Y entonces llega.
Una línea. Un verso.
Y va saliendo. El segundo verso. Una historia. En forma de poema. Y lo escribo, y lo leo, y sonrío, porque es gracioso y porque yo no soy poeta. Pero me ha gustado la experiencia. Lo pongo aquí sin revisar, porque es tan malo que no aguantaría un repaso.
Por cierto, que mi procesador de textos no acepta la palabra bucanera (y el blog tampoco). Dice que sólo existe bucanero. Que se lo digan a Keira Knightly y a la Pé. Vamos, hombre.
Una línea. Un verso.
Y va saliendo. El segundo verso. Una historia. En forma de poema. Y lo escribo, y lo leo, y sonrío, porque es gracioso y porque yo no soy poeta. Pero me ha gustado la experiencia. Lo pongo aquí sin revisar, porque es tan malo que no aguantaría un repaso.
Érase que se era una niña bucanera,
que navegaba por los mares y tenía novios a pares.
Un día su madre la vio y en su cuarto la encerró;
le colocó un vestidito y la pintó un poquito.
Pero ella, guapa y habilidosa, se escurrió como una babosa
y en un periquete se había metido en un brete.
Un chico algo ladino la engañó con mucho tino
y prometiéndole fortuna la enchufó en una tuna.
Pero, ¡ay pesar de los pesares, que ya no verá más los mares!
De pequeña bucanera pasó la niña a tunera.
Harta ya de clavelitos, marchó a cometer delitos
en el mar Mediterráneo, con un loro siempre a su lado.
Lo último que sabemos es que la niña no fue a menos
y ahora, mujer hermosa, manda más que cualquier diosa.
Tiene la historia moraleja, así que ponga usted bien la oreja:
si la niña no es una sosa, no la ponga usted de rosa.
Por cierto, que mi procesador de textos no acepta la palabra bucanera (y el blog tampoco). Dice que sólo existe bucanero. Que se lo digan a Keira Knightly y a la Pé. Vamos, hombre.
De gorduras y grasas varias
Lo reconozco. Siempre he soñado con ser una talla 38 o menos. He soñado con tener un cuerpo escultural, sin una gota de grasa, con los abdominales bien marcados y el culito en pompa. Así que he dedicado gran parte de mi vida a escuchar lo que dicen las estrellas de Hollywood y las de Antequera, para imitarlas en todo. Ellas coinciden en sus dietas:
-Dieta, ¿yo? No, no, yo como de todo. Lo que pasa es que tengo un metabolismo rápido.
-El truco está en dormir mucho y hacer meditación tres veces a la semana.
-Me pongo hasta las cartolas de chocolate y dulce, ¡me pirran los donuts! (*Dicho, según creo, por la de la foto.)
-Pilates y yoga. Hacen maravillas.
Y yo, oiga usted, seguía sus consejos a pies juntillas: no hacía dieta, dormía mucho, meditaba -sobre todo cuando tenía que estar estudiando-, me "jinchaba" a dulces y... Y ya está, porque el yoga no me gusta y el pilates me hace daño en la espalda. Y total, de apuntarse a una moda es mejor apuntarse a lo divertido.
Esta semana, sospechando que mi dieta no estaba dando todo el buen resultado que yo deseaba, me he pesado (con mucho cuidado: un ojo abierto y el otro cerrado, cara de susto y rodillas flexionadas por si había que salir corriendo) y me he medido (con una cinta métrica de metro y medio; me he medido a lo ancho, pero también me podía haber medido a lo alto). Resulta que este año he engordado cinco kilitos del ala; sumados a los cinco que ya me sobran de serie, hacen un escalofriante recuento de (cinco más cinco y me llevo una y las decenas...) diez kilitos de más. Diez. Kilos. De más.
Hostia.
Luego ha llegado la medición. He leído en algún sitio que si tienes más de 75 centímetros de cintura, corres más riesgo de ataques al corazón, de que te deje el novio (ese no es un problema, pero habrá que ir planeando, no vaya a ser que este sea EL AÑO) y de que no te valgan los pantalones de la talla 38 (ergo, adiós al sueño). Yo, ilusa de mí, pensaba que eso de los setenta y cinco era en plan señora-que-va-todos-los-días-a-la-pastelería-y-se-pone-hasta-el-culo-de-dulces, pero ha resultado que no: mi cintura, esa cintura que yo sueño con ver pero que realmente nunca ha existido, mide -gulp- 90 pedazo de centímetros. Teniendo en cuenta que mi cadera son cien centímetros, significa que, si me pongo de perfil, ocupo tanto como vista de frente.
Escalofriante.
Así que me he empezado a pensar que, una de dos, o las actrices mienten o son extraterrestres. Como cualquiera de las dos teorías me es valida y me ratifica en la misma decisión, he pensado que solo voy a hacer caso a Marta Sánchez (que dice que no puede comer de nada porque enseguida engorda) y a Elizabeth Hurley (que, como caprichito en su dieta de mil calorías diarias, se permite una cucharadita de helado una vez a la semana; yo me como medio litro). Decidido esto, ayer mismo empecé a ir al gimnasio y he vaciado el frigorífico de precocinados y grasas varias. Si la Wii no miente, he perdido casi un kilo desde el sábado; supongo que será psicológico, pero yo ya noto los michelines más sueltos, como con más pellejo, así que ya puedo ir haciendo el pilates ese o una operación de estiramiento de piel. En cualquier caso, la tripita va a desaparecer como que me llamo Ruth (por si acaso, voy buscando nombres que me gusten para cambiármelo si se da el caso).
P.S: Si consigo perder los diez kilos, prometo foto en bañador. Vamos. Me va a ver en pelotas hasta el cura de la parroquia de al lado.
De sueños que prometen ser cochinos y al final no lo son
Hoy he soñado con Mathew Fox. Curioso, porque hace meses y meses que no me acuerdo de él. Y no es que no esté bueno, que lo está, o que no me guste, que me encanta, es que, simplemente, le tenía olvidado. Mi subconsciente me lo ha vuelto a recordar, y de una forma extraña.
Mat y yo (permitidme el diminutivo, es que después de la pechada de "Perdidos" que me pegué este verano es como de la casa) estábamos en la cama, pero ni desnudos ni solos. Era una cama tipo autobús, aquello estaba lleno de gente, y nosotros dos, que no éramos pareja (no me preguntéis cómo lo sé, simplemente lo sé) andábamos por ahí, charlando con los demás. En una de estas, yo me apoyé sobre un codo para hablar con ¿Josh Holloway (Sawyer)?, que estaba allí con su mujer, y Mat asomó por encima de mi hombro y me abrazó por la espalda mientras los cuatro hablábamos del último episodio de Perdidos y Mat y yo admitíamos haber llorado. Luego me llevaba en una moto extraña, en la que había que ir prácticamente tumbado, mientras seguíamos hablando de la serie. Y entonces me he despertado, con la cabeza llena de escenas de Perdidos y una sensación de absoluta paz conmigo misma. Lo más curioso es que todos hablaban castellano, y yo jamás he oído las voces dobladas de Josh y Mathew. Era su voz americana, pero hablando en castellano. Sin acento.
He llegado a varias conclusiones, algunas de ellas contradictorias.
1. Mis sueños eróticos son una mierda. De soñar con Mathew Fox, prefiero que sea algo que no pueda poner en el blog. Y al lado Josh Holloway, y yo hablando con su mujer.
2. Mi cerebro necesita un reajuste. Mi libido otro (léase 1.).
3. Mi subconsciente me está intentando decir algo, y no puede ser que me gusta Jack Shepard porque eso ya lo sabía.
4. Es un sueño premonitorio que me dice que voy a conocer a Mat aunque no va a haber rollito "entre nos".
5. Es un sueño realista que me indica que Josh Holloway está felizmente casado.
6. Mi subconsciente me está diciendo que quiero que Mathew Fox me achuche en una cama repleta de gente, a poder ser de sexo masculino y que estén igual (o mejor) de buenos que él.
Pa' mí que va a ser el seis...
Diario
El año ha empezado raro. Entre temas familiares y agobios personales, el uno de enero empezó como los cohetes que lo anunciaron, ruidoso y con mucha marcha. No tiene por qué ser malo. Pero los cambios siempre te desequilibran.
Ayer una niña de cuatro años me dijo: mi madre sabe más inglés que tú. Me sentó como una patada en el culo y le contesté que no. La niña se quedó planchada. Me tuve que concentrar muy mucho en el hecho de que la renacuaja sólo tiene cuatro años y sabe de inglés lo que yo de francés (Lulú, güi, se muá) y que para ella su madre es el centro del universo. Habrase visto, mi ego...
He leído un libro sobre cómo conseguir un millón de euros (legalmente, no a lo Correa y cía.). Habla de ahorrar un tanto por ciento de tu sueldo todos los meses y ponerlo a un interés del seis por ciento (que digo yo, dónde consigue este un interés asegurado del seis por ciento, porque a mí el banco sólo me da uno y medio). Habla de no gastar en cosas innecesarias y comprar ropa de segunda mano, compartir la conexión wifi con los vecinos y las suscripciones de las revistas con los amigos. Habla, en fin, de vivir para ahorrar y que, cuando ya no necesites el dinero porque te habrás convertido en la versión humana del tío Gilito, tengas un millón de euros en el banco y mueras la persona más rica del cementerio. Me ha chocado sobre todo una frase, en referencia a invertir el dinero: si tengo que elegir entre estar ansioso por mis ahorros y ser pobre, prefiero estar ansioso. Lo que me demuestra que yo no tengo alma de inversora, porque yo prefiero ser pobre.
Los exámenes están a la vuelta de la esquina y yo no he hecho nada en las fiestas de Navidad. Esta primera semana de vuelta al cole me ha dado el canguelo y me he encerrado en casa con los libros. El miércoles batí un récord de estudio entre semana: cuatro horas. Me encanta Shakespeare, pero me temo que voy a tener que tomarme un año sabático y leer sus obras con más tranquilidad, antes de que me dé un derrame cerebral. Hoy descanso; mañana, a estudiar, que, por si fuera poco, también se avecinan las oposiciones. Sarna con gusto no pica, pero jode y mortifica.
Hace sol y una temperatura no heladora. Me temo que lo vamos a pagar caro esta primavera, nevará en mayo. Tengo que ir de rebajas, pero no me apetece. Necesito zapatos para una boda y he fichado unos sin tacón, quince euros, una ganga. Me duele la cabeza de tanto dormir y me niego a tomar un analgésico porque mi cerebro es idiota, como dice el doctor Arturo Goicoechea, y dormir no representa ningún peligro para mis neuronas, si acaso lo contrario. Y la vida sigue, y son dos días, y mañana es domingo...
Ayer una niña de cuatro años me dijo: mi madre sabe más inglés que tú. Me sentó como una patada en el culo y le contesté que no. La niña se quedó planchada. Me tuve que concentrar muy mucho en el hecho de que la renacuaja sólo tiene cuatro años y sabe de inglés lo que yo de francés (Lulú, güi, se muá) y que para ella su madre es el centro del universo. Habrase visto, mi ego...
He leído un libro sobre cómo conseguir un millón de euros (legalmente, no a lo Correa y cía.). Habla de ahorrar un tanto por ciento de tu sueldo todos los meses y ponerlo a un interés del seis por ciento (que digo yo, dónde consigue este un interés asegurado del seis por ciento, porque a mí el banco sólo me da uno y medio). Habla de no gastar en cosas innecesarias y comprar ropa de segunda mano, compartir la conexión wifi con los vecinos y las suscripciones de las revistas con los amigos. Habla, en fin, de vivir para ahorrar y que, cuando ya no necesites el dinero porque te habrás convertido en la versión humana del tío Gilito, tengas un millón de euros en el banco y mueras la persona más rica del cementerio. Me ha chocado sobre todo una frase, en referencia a invertir el dinero: si tengo que elegir entre estar ansioso por mis ahorros y ser pobre, prefiero estar ansioso. Lo que me demuestra que yo no tengo alma de inversora, porque yo prefiero ser pobre.
Los exámenes están a la vuelta de la esquina y yo no he hecho nada en las fiestas de Navidad. Esta primera semana de vuelta al cole me ha dado el canguelo y me he encerrado en casa con los libros. El miércoles batí un récord de estudio entre semana: cuatro horas. Me encanta Shakespeare, pero me temo que voy a tener que tomarme un año sabático y leer sus obras con más tranquilidad, antes de que me dé un derrame cerebral. Hoy descanso; mañana, a estudiar, que, por si fuera poco, también se avecinan las oposiciones. Sarna con gusto no pica, pero jode y mortifica.
Hace sol y una temperatura no heladora. Me temo que lo vamos a pagar caro esta primavera, nevará en mayo. Tengo que ir de rebajas, pero no me apetece. Necesito zapatos para una boda y he fichado unos sin tacón, quince euros, una ganga. Me duele la cabeza de tanto dormir y me niego a tomar un analgésico porque mi cerebro es idiota, como dice el doctor Arturo Goicoechea, y dormir no representa ningún peligro para mis neuronas, si acaso lo contrario. Y la vida sigue, y son dos días, y mañana es domingo...
Adiós, 2010
Me hace gracia de la gente que habla de años "buenos" y años "malos" así, en general, como quien mira el horóscopo y dice "uy, año del tigre, qué chungo, caca para todos". Digo yo que el 2010 habrá sido malo para aquel a quien le hayan pasado malas cosas y bueno para aquel a quien le hayan pasado cosas buenas (mechones de pelo se me han caído tras tamaña conclusión, no os digo más). Pero, ¿y para los que ni fu ni fa? ¿Eso es bueno o es malo? ¿Cómo comparas los años si no hay cambios entre unos y otros?
Supongo que hay que saber conformarse, pero ahí también hay una gama tan alta que es difícil definir el "buen conformar". Aquellos que en el 2009 se embolsaron varios ciento de miles de millones y este año sólo se han embolsado uno o dos cientos, probablemente no estén conformes. Los ciudadanos de Méjico que han conseguido terminar el año vivos, sin embargo, estarán más contentos que unas pascuas. Hoy en día, el que tenga trabajo se puede estar dando con un canto en los dientes, y si encima acompaña la salud, es que ha sido, no ya un buen año, sino un año cojonudo.
Las malas lenguas dicen que en el 2011 no saldremos de la crisis. A mí me parece un caso de "self-fulfilling profecy", que le dicen los ingleses: como dicen que hay crisis, no te contrato por si acaso, y tú, que no tienes trabajo, no puedes comprar mi producto, entonces yo me arruino; ergo, hay crisis. Yo voto porque todos vivamos como si el mundo fuera a acabarse en el 2012, como dicen los mayas (que los mayas son muy listos, hombre) y hagamos de éste el mejor año de nuestra vida. Tengamos o no trabajo, tengamos o no dinero, debamos lo que le debamos al banco, amemos, pasémoslo bien, riamos, cojámonos de la mano y apaguemos la televisión camino a la "rave" de la lonja de abajo. Basta ya de gilipolleces, que la vida son dos días y ya ha pasado uno entero, y nadie nos puede asegurar que haya un mañana, y [añada aquí el cliché carpe diem que mejor se ajuste a su estado de ánimo], hombre ya. Todos a la calle, a mojarse con el agua de lluvia contaminada, a soltar piropos a los tíos buenos que pasan debajo de la obra llena de obreras en bikini en pleno diciembre. Basta ya, digo, BASTA YA de negatividad y malos rollos y aprovechemos que hoy somos más jóvenes de lo que vamos a ser nunca y que mañana... Mañana es nochevieja y es el último día en el que podrá fumarse en los bares. A dios gracias.
Desvarío.
(Y yo solo pasaba por aquí para desearos un muy feliz año nuevo, con el ferviente convencimiento de que el 2011 va a ser bueno para todos y todas.)
Supongo que hay que saber conformarse, pero ahí también hay una gama tan alta que es difícil definir el "buen conformar". Aquellos que en el 2009 se embolsaron varios ciento de miles de millones y este año sólo se han embolsado uno o dos cientos, probablemente no estén conformes. Los ciudadanos de Méjico que han conseguido terminar el año vivos, sin embargo, estarán más contentos que unas pascuas. Hoy en día, el que tenga trabajo se puede estar dando con un canto en los dientes, y si encima acompaña la salud, es que ha sido, no ya un buen año, sino un año cojonudo.
Las malas lenguas dicen que en el 2011 no saldremos de la crisis. A mí me parece un caso de "self-fulfilling profecy", que le dicen los ingleses: como dicen que hay crisis, no te contrato por si acaso, y tú, que no tienes trabajo, no puedes comprar mi producto, entonces yo me arruino; ergo, hay crisis. Yo voto porque todos vivamos como si el mundo fuera a acabarse en el 2012, como dicen los mayas (que los mayas son muy listos, hombre) y hagamos de éste el mejor año de nuestra vida. Tengamos o no trabajo, tengamos o no dinero, debamos lo que le debamos al banco, amemos, pasémoslo bien, riamos, cojámonos de la mano y apaguemos la televisión camino a la "rave" de la lonja de abajo. Basta ya de gilipolleces, que la vida son dos días y ya ha pasado uno entero, y nadie nos puede asegurar que haya un mañana, y [añada aquí el cliché carpe diem que mejor se ajuste a su estado de ánimo], hombre ya. Todos a la calle, a mojarse con el agua de lluvia contaminada, a soltar piropos a los tíos buenos que pasan debajo de la obra llena de obreras en bikini en pleno diciembre. Basta ya, digo, BASTA YA de negatividad y malos rollos y aprovechemos que hoy somos más jóvenes de lo que vamos a ser nunca y que mañana... Mañana es nochevieja y es el último día en el que podrá fumarse en los bares. A dios gracias.
Desvarío.
(Y yo solo pasaba por aquí para desearos un muy feliz año nuevo, con el ferviente convencimiento de que el 2011 va a ser bueno para todos y todas.)
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