De la imposibilidad de leer todo lo que quiero



Esta foto la saqué en julio, después de una semana en la que lo único que se me antojaba eran libros y en la que no me hicieron hija predilecta de ninguna librería, lo que me cabrea bastante, la verdad, porque yo sola levanto al menos el uno por ciento del mercado editorial. En la foto hay unos treinta libros, creo, todos ellos por leer (quería darme el atracón en verano; siempre he comido con los ojos, creo que me liquidé tres). La última vez que conté mi sección de "no leídos", hace dos semanas, había unos treinta y tres. Si a eso le sumamos los que tengo en formato pdf, son unos cuarenta. Y hoy he vuelto a casa con otro.

Ya sé que lo he dicho antes, pero de vez en cuando la realidad me golpea en la cara y me doy cuenta de lo de siempre: nunca voy a ser capaz de leer todo lo que quiero. El mayor problema es que me gusta todo. No es que me guste cualquier libro, por suerte voy haciendo gusto literario y he empezado a seleccionar (qué sería de mí si no, por dios), pero me gustan todos los temas, no solo los libros de ficción. Filosofía, lingüística, teoría literaria (¿cómo he podido sobrevivir hasta ahora sin Foucault, por dios, cómo?), pedagogía, clásicos en inglés, clásicos en español, clásicos alemanes traducidos a inglés o español... Y, como no tenía bastante con eso, ahora me ha dado por leer en euskera, idioma que domino pero en el que no leo (algún trauma de la infancia, me temo, vaya coñazos nos hacían leer), y me he apuntado a un club de lectura, con lo que he conseguido añadir "autores vascos que escriben en euskera" a mi lista de "tengo que leer". Teniendo en cuenta que leo bastante despacio y que caen una media de treinta libros al año (que no sé si son muchos o pocos, son los que son, aunque según un artículo que leí la semana pasada no soy ni lectora ocasional), comprenderéis que no doy abasto.

Y me encanta. Me encanta saber que, cuando acabe ese pedazo de libro que tengo entre manos (El Rey Lear ahora mismo, otra vez, pero desde la perspectiva deconstruccionista, o sea que parece otro), aún me quedan millones más a los que echarle el diente. Saber que Jeffrey Eugenides tiene un nuevo libro, que aún no he leído nada de Shalman Rushdie, que me quedan todas las mujeres de la literatura inglesa del siglo diecinueve, que la literatura vasca está más viva que nunca y hay joyas escondidas e intraducibles que tengo la fortuna de poder entender... No sé si eso me convierte en pedante (seguramente), gafapasta (más quisiera yo, después de ver lo que vi el jueves en el club de lectura no llego ni a gafa de metal) o simplemente gilipollas, pero me entusiasma que el ser humano haya llenado el mundo de tanta belleza y que toda ella esté a mi alcance. Bueno, toda no, la que me dé tiempo a leer en una vida. Hasta que golpee el alzeimer o me quede ciega.

Basta. Me voy a leer.

Fragmento III

Cuando Alan entró en clase se topó con un grupo de alumnos y alumnas reunidos alrededor de una mesa que se disolvió en cuanto le vieron entrar. Algunos de ellos se apresuraron a guardar un papel en el bolsillo de sus pantalones o en la mochila antes de sentarse a la mesa; las chicas le miraban y soltaban risitas mal disimuladas mientras sacaban el material de literatura. Alan se detuvo antes de llegar a su mesa frente a la clase.

-¿Todo bien? -dijo. La clase soltó un murmullo de asentimiento entre sonrisas y guiños-. Vale. Espero que lo que estéis tramando pueda esperar hasta después de clase.

Risas. Alan sonrió, sacudió la cabeza y se giró a la pizarra. Pulsó una tecla del ordenador y mostró un castillo en penumbra.
-Ya dijimos el otro día que la época del romanticismo fue una de las que menos duró, pero quizás la que más perduró. No sé si ese concepto ha quedado claro. ¿Alguien se atreve a explicarlo?

-Significa que estuvo poco de moda en su tiempo, pero que tuvo mucha influencia después -dijo una chica en la primera fila.
-Exacto, muy bien. El romanticismo recuperó los mitos y las leyendas del pasado, trataba de regresar a una época donde todo era más sencillo, más idílico. Castillos, princesas, encantamientos, cuentos de miedo… Nada es real, porque la realidad no es bonita, no gusta. E incluso cuando el autor o autora habla del presente, lo pinta de color de rosa. Pensad en Jane Austen. Sí, habla de su vida y de su clase social, pero ¿de verdad creéis que todas las historias de amor de la época terminaban así de bien?

Alan hizo una pausa y proyectó en la pizarra una foto de la campiña inglesa.

-El romanticismo fue un fenómeno global. Ahora estamos muy acostumbrados a esa palabra, pero pensad que os estoy hablando de hace más de doscientos años, cuando no había internet y viajar entre continentes costaba más de una semana. Aún así, el mundo occidental al completo se sumergió en el romanticismo, con mínimas diferencias. Incluso los realistas que vinieron después utilizaron la herencia del romanticismo en sus obras, aunque fuera para burlarse de él. Y, muchos años después de que el movimiento dejara de estar de moda, todavía encontramos obras románticas.

La foto del monstruo de Frankenstein inundó de nuevo la pantalla.

-¿A alguien se le ocurre otro monstruo famoso que llegó más de cincuenta años después que éste?

Alan escrutó las caras de los adolescentes frente a él. Algunos tenían el ceño fruncido en señal de concentración, otros evitaban mirar al frente, no fuera que les llamara a ellos. Los menos, apenas dos o tres, parecían dormitar en sus pupitres. Entre las caras conocidas, un rostro desconocido le llamó la atención. Le señaló con el dedo.

-Vaya, si tenemos un chico nuevo -dijo-. Perdona, ¿cómo te llamas?

El chico, de tez oscura y aspecto asiático, se hundió en la silla cuando Alan se dirigió a él, los ojos negros abiertos en expresión de susto. Alan sonrió.

-Tranquilo, no muerdo. Me han avisado esta mañana de que llegabas, pero se me ha ido de la cabeza y me he dejado tu ficha en el despacho. ¿Cómo te llamas?

Pero el chico no contestaba. Alan frunció el ceño.

-De verdad, no es tan difícil. No es pregunta para nota. Tu nombre. Solo necesito tu nombre -Él seguía mudo, cada vez más hundido en la silla-. ¿Hola? ¿Hay alguien hay? ¿Te ha comido la lengua el gato? En serio, no te va a pasar nada, no hay error posible. A no ser que me des un nombre que no es el tuyo, claro. ¿Me estás escuchando?

David levantó la mano tímidamente.

-Señor Peterson, creo que no habla inglés. Es de Paquistán, me parece.

Alan cerró los ojos un segundo. Cuando los volvió a abrir, puso los brazos en cruz.

-Os doy permiso para que me tiréis lo que más a mano tengáis, por capullo.

Una lluvia de lápices y gomas de borrar le golpeó suavemente, entre las carcajadas de todos. Se giró a su ordenador y buscó un traductor de urdu y otro de punjabi. Toda la clase pudo leer en la pizarra: “Perdona. Me llamo señor Peterson. ¿Cómo te llamas?”, y la traducción al urdu que solo el chico nuevo entendió. Éste sonrió y se sentó erguido en su silla.

-Munib -dijo, con voz potente. La clase aplaudió. Alan siguió escribiendo: “Encantado de conocerte. Hablamos después de clase”. A lo que Munib contestó con una sonrisa y un enérgico cabeceo. Alan lanzó un suspiro de alivio. La clase rió.

-Ha estado usted a punto de perder el primer puesto, señor Peterson -dijo alguien desde el centro de la clase.

-¿El primer puesto de qué?

Pero todos sonrieron y nadie quiso contestarle. Alan sacudió la cabeza y volvió a su presentación. El monstruo de Frankenstein desapareció para dar paso a Dracula.

-Dracula, de Bram Stoker. ¿Os suena?

-Ah, sí -dijo una chica al fondo de la clase-. Ese es como lo de “Crepúsculo”, pero en feo, ¿no?

Alan se quedó inmóvil, cerró los ojos y se llevó la mano al pecho.

-La próxima vez que intentes matarme -dijo al fin-, utiliza una pistola. Será más rápido y menos cruel.

Solo la mitad de la clase rió. La otra parecía confusa.

Joni Mitchell

No soy melómana. No soy una gran experta en música. Así como en literatura tengo una ligera idea de qué es bueno y qué no (aunque vaya usted a saber, porque esto es muy subjetivo), en la música me dejo guiar más por el instinto que por la cabeza, y más por mi estado de ánimo que por lo que dicen los críticos. Durante cinco años tuve la suerte de compartir piso con una persona que sí sabía de música, y, aunque en aquel momento yo me agarraba a lo que sonaba en la radio y defendía la "comercialidad", parece ser que algo se me pegó, porque hoy en día no puedo con la música que suena en Los 40 o cualquier otra emisora de esa índole de las que tanto abundan. Esta semana me ha dado por Nick Drake. No sé si eso es bueno o malo.

Relaciono las canciones con momentos y estados de ánimo. Me gustan las letras en inglés, y me gusta descubrir el significado de esas letras. A veces pillo solo una frase que destaca y pongo atención al resto; otras veces me arrepiento de haberle buscado significado, porque ya no puedo disfrutar de la melodía si sé que lo que dice son chorradas. Hoy me ha pasado lo primero con Joni Mitchell. "Both Sides, Now" lleva en mi ipod años, más o menos desde que Emma Thompson me hizo llorar porque el capullo de Alan Rickman (¡ay!) planeaba ponerle los cuernos en "Love Actually". Siempre me han gustado la melodía y la voz de esta mujer a la que no conocía antes de ver la película, pero hoy además he buscado la letra. Y se me han puesto los pelos como escarpias cuando me he encontrado con el sentido de la vida -o la falta de él- resumido en una canción de cinco minutos. Igual soy muy simple. Igual estoy hoy especialmente sensible, o igual la canción es genial. De cualquier manera, ahí os la dejo, con la letra debajo. Siento no traducirla. Hay cosas que se entienden en cualquier idioma.




Bows and flows of angel hair and ice cream castles in the air
And feather canyons everywhere, I've looked at clouds that way.
But now they only block the sun, they rain and snow on everyone.
So many things I would have done but clouds got in my way.

I've looked at clouds from both sides now,
From up and down, and still somehow
It's cloud illusions I recall.
I really don't know clouds at all.

Moons and Junes and Ferris wheels, the dizzy dancing way that you feel
As every fairy tale comes real; I've looked at love that way.
But now it's just another show, and you leave 'em laughing when you go
And if you care, don't let them know, don't give yourself away.

I've looked at love from both sides now,
From give and take, and still somehow
It's love's illusions that I recall.
I really don't know love at all.
I really don't know love at all.

Tears and fears and feeling proud to say "I love you" right out loud,
Dreams and schemes and circus crowds, I've looked at life that way.
But now old friends are acting strange, and they shake their heads,
and they tell me that I've changed.
Something's lost but something's gained in living every day.

I've looked at life from both sides now,
From win and lose, and still somehow
It's life's illusions I recall.
I really don't know life at all.

¿Edad mental? Cinco y el cambio, gracias

Los conceptos de tiempo y espacio me han resultado siempre muy complejos, o, más que complejos, flexibles. Para mí, si algo ha ocurrido en un lugar, no importa cuándo, ese lugar guardará siempre ese suceso, y las personas que lo visiten en años venideros -aunque sea siglos después- formarán parte de ese trozo de historia. Visitar monumentos históricos tiene algo de mágico, de unión con las energías que otra gente ha dejado en esos lugares, y aunque sé que es autosugestión, se me ponen los pelos de punta cuando piso según qué suelos, como la catedral de Canterbury, por ejemplo. Qué coño, para qué irme tan lejos: en Vitoria mismo, cuando paso por delante de la Casa del Cordón, siempre pienso "joder, por aquí paseo Juana la Loca y vivió el papa Nosecuantos durante meses. Coño. Qué pasada".

Hasta ahí se me podría considerar un poco rarita, pero no más que los millones y millones de personas que hacen "turismo histórico" y se pasan quince días sacando fotos a las piedras. Mi problema es que no me hace falta que el suceso ocurrido en ese lugar sea histórico per se. Lo de histórico, en realidad, es una etiqueta que le han puesto unos pocos eruditos a unos momentos concretos de la humanidad, pero que en realidad solo importaron a la clase dominante de una sociedad patriarcal y, si lo analizamos desde la perspectiva del Nuevo Historicismo, resulta que...

Qué hostias. Que a mí lo que me mola es pisar suelo que han pisado los famosos. O donde se rodaron películas que he visto.

Cuando vivía en California, me volvía medio loca. Por las cuestas de San Francisco no hacía más que acordarme de las persecuciones de coches de esa película tan famosa que nunca he sabido como se llama, con ese actor rubio de cuyo nombre tampoco me acuerdo. Más al sur, en Santa Barbara, andaba con mil ojos, no fuera a ser que apareciera Brad Pitt comprando el pan. No, os engaño; lo que de verdad me emocionaba era pensar "dios mío, puedo estar pisando una baldosa que ha sido pisada por Brad Pitt". Y eso que me cae como una patada en el culo, pero el tío es quien es. Lo que ya clamaba al cielo y hacía que una amiga mía se descojonara de mí (y con razón), eran mis paseos por la zona de Belgravia, en Londres, buscando la casa donde "vivía" el protagonista de una serie de novelas que me encantan. Protagonista ficticio, por supuesto, pero la calle existe (Eton Square, para quien quiera pasar por ahí; preguntad por Thomas Linley, inspector de Scotland Yard. Quién sabe, igual alguien os da razón).

Eso en lo que respecta al espacio. Porque ahora, con la llegada de las redes sociales y sobre todo de Twitter, lo que me fascina es la flexibilidad (o quizás quiera decir constancia, o relatividad, no lo sé, soy de letras, qué pasa, Einstein se equivocó) del tiempo.

Soy de las que siguen a famosos (en la red, no en persona), eso ya lo sabéis. Les escribo tweets de vez en cuando, a algunos más que a otros; a veces es para mostrar mi apoyo (como cuando Sean Maher salió del armario), otras para dar mi opinión sobre la serie en la que trabajan (a Shonda Rhymes la tengo frita con Anatomía de Grey y Sin Cita Previa) y las más porque me hacen gracia sus tweets, o algo me hace acordarme de ellos. Les escribo, toda cool y guay, con mi parte más lógica y cuerda convencida de que ni siquiera lo van a leer y mi subconsciente dando grititos de adolescente y mirando Twitter cada cinco minutos, por si han contestado. Por supuesto, entre los miles de tweets al minuto que esta gente recibe, los míos pasan desapercibidos y nunca contestan.

Hasta que contestan.



Y entonces pego unos saltos y doy unos gritos que me oyen hasta en Chicago.



Porque si hay algo más excitante que pisar por las mismas baldosas que ha podido o no pisar Brad Pitt es saber que, al otro lado del océano, en otra zona horaria, alguien a quien solo conoces de vista (o de nombre, porque a Shonda Rhymes no la he visto en mi vida) ha leído algo que has escrito tú hace equis minutos, se ha tomado el tiempo y la molestia de contestarte y te ha llegado al otro lado del océano, de donde salió el mensaje original para empezar. Y sé que es una chorrada, que ni siquiera se han quedado con mi nick, que al segundo de darle al "send" se han olvidado de lo que han puesto... Pero a mí me han alegrado el día, la semana y el mes. Y, en el caso del tweet de Alan Tudyk (que levante la mano quien alguna vez haya oído hablar de este hombre; sí, utilizo el término "famoso" con generosidad, pero seguro que os puedo nombrar tres películas donde sale él que habéis visto; otro día), en el caso de Alan Tudyk creo que todavía me dura el subidón de su respuesta de seis palabras, que releo día sí y día también. Esto fue hace como tres meses. Sí, una es así de fatua. Qué le vamos a hacer.

-¿Edad?
-Cinco. Y medio.

(Lo que me hace pensar en cuántas pequeñas cosas haremos el resto de los mortales todos los días que alegrarán la vida a alguien sin que nosotros seamos conscientes de ello.)

Fragmento (más de Alan)

Faltaban quince minutos para que empezara la primera sesión del día y Alan aprovechaba para leer las redacciones sobre The Raven que le habían entregado sus alumnos. En la pila que tenía frente a él había un poco de todo, desde pulcros ensayos mecanografiados con portada incluída (uno de ellos tenía incluso el dibujo de un cuervo hecho a carboncillo) hasta legajos de papel manuscritos con manchones de algo que lo mismo podía ser ketchup que sangre. Alan leía con absoluta concentración, las manos libres de bolígrafos, el cuaderno de notas guardado en el cajón.

“A mí ma gustao mucho el poema”, leyó. “Ma dao algo de miedo a ratos, porque acojona un poco que un pajarraco tan feo te diga siempre lo mismo y no se balla. Pero pa mí que la culpa es del tío que le abla también, porque le podía aver preguntao otras cosas en vez de lo mismo tol rato. Podía aver preguntao si le ivan a pasar más cosas malas en la vida pa quel pajarraco le digera que nunca más, por ejemplo. Aunque supongo que no podía, porque creo que estava deprimido. Cuando mi ermano murió mi madre tanvien se deprimió y solo ablaba de mi ermano y de que le echaba de menos y de que quería morirse, y eso que nos lo decía a mi padre y a mí, que intentábamos ponerla contenta con música y comida y eso, no le decíamos “nunca más”. Pero cuando algien muere solo puedes pensar en que se a muerto y que nunca lo berás otra vez, y por eso el pajarraco decía “nunca más”. Yo creo que ni siquiera decía “nunca más”, que igual decía otra cosa pero el tío solo oía “nunca más”. Porque estaba deprimido, y eso”.

Alan se echó atrás en la silla, sacudió la cabeza y dejó escapar un suspiro. Jenkins, que trabajaba en la mesa de al lado tachando líneas enteras con su boli rojo, levantó la vista.

-Tan malo, ¿eh?

-No, qué va. Es cojonudo, de lo mejorcito que he leído. Aunque creo que se ha cargado todas las normas ortográficas inventadas en los últimos dos mil años.

-Yo no sé qué hostias les enseñan en primaria. No hay manera de que pongan una hache en su sitio. Luego llegan aquí y hala, soluciona la papeleta antes de que tengan que escribir su ensayo para la universidad. Así va el país, lleno de analfabetos que no valen más que para recoger patatas…

Alan miró a Jenkins, abrió la boca, pero se lo pensó mejor y la volvió a cerrar, sacudiendo la cabeza. Cogió el boli verde con el que comentaba sus redacciones y se detuvo. Después de pensar unos segundos, apuntó al final del papel:

“Has entendido el poema mejor que muchos críticos que se ganan la vida con esto. He disfrutado con tu redacción. Déjate guiar siempre por tus experiencias, como has hecho aquí, entenderás la literatura mucho mejor. Un diez bien merecido.
P.D: La próxima vez usa un ordenador y dale al corrector ortográfico. Tienes varios en la biblioteca, o habla conmigo y usa el de mi despacho”.

El guardián entre el centeno

El guardián entre el centeno es uno de esos libros que no importa cuántas veces leas, siempre encuentras algo nuevo en él. A pesar de que el protagonista es un chaval de dieciséis años interno en un colegio de Nueva York, cualquier persona, adolescente o adulta, hombre o mujer, europeo, americano o asiático, puede encontrar algo que le emocione en este libro. Lo estoy leyendo de nuevo, marcando las páginas que me gustan mediante el viejo método de doblar la esquinita, y os puedo decir que hay más páginas marcadas que sin marcar. He llorado -de nuevo- con la parte en la que habla de cómo reaccionó cuando murió su hermano. Se me han puesto los pelos como escarpias -otra vez- en el trozo en el que besa a Jane "en toda la cara, menos en la boca" al sospechar que el novio de su madre abusa de ella. La imagen de Holden Caulfield, con su gorro de caza rojo, paseando por Nueva York y preguntando a taxistas a dónde van los patos del lago cuando el agua se congela en invierno, está grabada a fuego en mi subconsciente literario. No hace mucho alguien me dijo que había leído el libro y que no le había parecido para tanto. No le entendí. No le entenderé en la vida.
No sé nada de JD Salinger. No sé nada de su vida, ni si fue buena persona, ni si trató bien a su familia. No me importa. No quiero saberlo. Porque soy de esas personas que, si saben que el autor es tal o cual, ya no leo su obra, o deja de gustarme. Y este libro es uno de mis favoritos, de esos que leería una y otra y otra vez, así que no quiero cagarla encontrándome que Salinger era partidario de los nazis o que violó a una mujer en su juventud. Fijaos si me gusta este libro, que lo prefiero a la serie de Harry Potter. Sí, lo he dicho. Y está en internet, así que no lo puedo retirar.
Os dejo una joyita que he encontrado en Youtube y que fue lo que me animó a leer otra vez el libro. Que sepáis que este hombre es mi alter-ego, yo quiero ser él cuando me reencarne en hombre blanco estadounidense; de momento, me conformo con seguirle en youtube y pretender ser tan "nerd" como él. Que no lo soy. Ni de coña.
(Por cierto, mi edición del libro es la misma que la suya. Cosas tan nimias como esa me hacen una ilusión terrible.)





Fragmento


(...) Alan mostró la ilustración de una ciudad con calles empedradas y carteles en inglés. Era de noche y resultaba algo tenebrosa.

-¿Dónde diríais que es esto?

-Estados Unidos.

-Bien. ¿Reciente?

La clase negó con la cabeza, pero nadie habló.

-¿Qué siglo calculáis? -Silencio. Alan les dio unos segundos, pero nadie contestó-. ¿Quince? ¿Trece? ¿Antes de Cristo?

-¿Dieciocho? -dijo la tímida voz de una chica en primera fila.

-Por ejemplo. Es un poco más tardío, del diecinueve, pero muy bien. ¿Alguien se atreve a decir qué ciudad es?

Nadie contestó.

-Boston. El Boston de principios del diecinueve. Y si alguien es capaz de decirme por qué el Boston del siglo diecinueve es importante en literatura, os tiro cacahuetes.

-¿Allí nació Charles Dickens?

Alan apuntó al chico que acababa de hablar con el dedo y lo sacudió lentamente, la vista fija en la pizarra digital.

-Charles Dickens, nacido en Boston. Ostras. Todos su biógrafos acaban de sufrir un aneurisma. Y algunos llevan cien años muertos -Carcajada general-. Pero has acertado con el siglo, así que te mereces por lo menos la peladura de un cacahuete. ¿Alguien más se atreve?

Nadie habló. Alan pulsó una tecla del ordenador y el daguerrotipo de Edgar Allan Poe llenó la pantalla.

-¿Sabéis quién es este? -No hubo respuesta. Alan no pareció sorprendido-. No me vais a creer, pero es uno de los guionistas de Los Simpson.

Nuevas carcajadas. Alan asintió con la cabeza y pidió silencio con las manos, una sonrisa bailando en su cara.

-Si os digo Edgar Allan Poe, ¿a qué os suena?

-A coñazo -murmuró alguien; la clase rió por lo bajo y miró a Alan, que entrecerró los ojos sin dejar de sonreír.

-Eso me dice que no habéis leído nunca a Poe -dijo. Otra imagen inundó la pantalla: una figura envuelta en un sudario, sin rostro, con un reloj al fondo que marcaba la media noche, todo rodeado de un brillante color rojo. Algunos chicos y chicas alzaron las cejas y sonrieron; un par de ellos miraron confusos a la pizarra-. Algunos críticos dicen que Poe fue el inventor de las historias de terror. Yo no diría tanto como inventor, pero que las borda es cierto. Por no hablar de sus misterios y sus detectives aficionados, esos sí que fueron los primeros de la historia. ¿Qué habría sido de Colombo sin Poe?

-¿Quién?

-Nadie, déjalo -Alan se pasó la mano por la cabeza, atusando su mata de pelo rubio, y sonrió para sí-. Poe descubrió la ciencia ficción, por decirlo así. Sin él no hubiéramos tenido escritores que vinieron luego y se basaron en lo que él ya había escrito, lo que significa que hoy en día no tendríamos historias como La Guerra de las Galaxias, o incluso El Señor de los Anillos.

-Vaya, qué pena -murmuró con sarcasmo una chica en la primera fila; varias personas, entre ellas Alan, la abuchearon.

-También era poeta -continuó-, y aquí es donde entran en juego Los Simpson. ¿Os suena “The Raven”?

La clase negó con la cabeza. Alan cogió un papel y leyó para la clase, con voz pausada y profunda:

Once upon a midnight dreary, while I pondered, weak and weary,

Over many a quaint and curious volume of forgotten lore,

While I nodded, nearly napping, suddenly there came a tapping,

As of some one gently rapping, rapping at my chamber door.

“ ‘Tis some visiter,” I muttered, “tapping at my chamber door —

Only this, and nothing more.”

Leyó un par de estrofas más y terminó el texto con un sonido que parecía un gemido. Al levantar la vista, vio a varios alumnos inclinados hacia delante en sus sillas, el resto expectante. Alan dejó el papel en la mesa y ocultó una sonrisa. Se puso serio antes de volverse de nuevo a la clase, pero había algo en su mirada que dejaba bien claro que se estaba riendo por dentro. Habló despacio, en un tono bajo y profundo. La clase estaba en completo silencio mientras él paseaba entre las filas de pupitres, la mirada fija en un punto indistinto.

-Imaginaos en casa, de noche, descansando en vuestra habitación, pensando en vuestras cosas. Quizás os estéis acordando de esa chica con la que acabáis de estar, o de ese chico que tanto os gusta -sonrisas, codazos, risas ahogadas-. Puede que os hayan partido el corazón. Puede que hayáis perdido algo que apreciáis mucho. De repente, por la ventana abierta se cuela un ave. No un ave cualquiera, no un gorrión o un canario, sino el ave de mal agüero por excelencia: un cuervo. ¿Sabíais que los cuervos pueden reproducir sonidos? Algo así como los loros, pero en macabro. Y este cuervo que se os ha colado solo sabe decir “nunca más”. Nunca más. Empezáis a preguntarle cosas, y a todo os dice “nunca más”. ¿Ganaremos el campeonato de fútbol? Nunca más. ¿Se me quitará el grano de la nariz? Nunca más. ¿Me llamará? Nunca más. Así, hasta la eternidad -Alan se detuvo al frente de la clase y bajó aún más la voz-. Porque ese cuervo, ese cuervo que no estaba ahí hace diez minutos, es mucho más que un cuervo. Es vuestra conciencia, vuestro pesimismo, vuestro lado más oscuro. Y no saldrá de vuestra habitación. Ya no se irá jamás. No os dejará nunca. Nunca más.

Guardó silencio. La clase estaba inmóvil. De repente, Alan dio una palmada que les hizo saltar a todos en sus asientos. Algunos rieron, otros se dejaron resbalar en la silla y cambiaron rápido el gesto, poniendo cara de aburrimiento. El profesor se giró a su ordenador.

-Y con la clase de hoy doy por empezado el ciclo del Romanticismo, que, como iréis viendo paulatinamente, tiene poco que ver con la palabra romanticismo como la entendemos hoy día. Deberes: vais a leeros el poema “The Raven” y el cuento “The Mask of the Red Death” que os he mandado por email. Subrayad vuestras partes favoritas y buscad el vocabulario que no entendáis, no seáis vagos. Y antes de que os marchéis, y para que veáis que no miento, he aquí el capítulo de Los Simpson escrito por Poe.

Alan apretó una tecla y Bart y Lisa Simpson aparecieron en la pantalla interpretando el poema de Poe. Cuando terminó, al mismo tiempo que sonaba el timbre del final de la hora, la clase aplaudió. (...)