A veces mediosueño que no tiene el olmo ninguna necesidad de explicarse a sí mismo para saber que es un olmo. Que no es preciso que pare al caminante para pedirle que le reconozca como olmo, ni pasarse días, minutos, siglos analizando sus esencias sin llegar a encontrarlas jamás, pero regodeándose en la introspección. A veces me despierto creyendo que el olmo no precisa del metaolmo para nada. De buscarse, o dejar que otros le busquen, más allá del acto de ser en sí. A veces me da por creer que la poesía tampoco. Lo que no obsta para sean (seamos) legión lo que entretenemos nuestro hacer y nuestros desvelos en escribir de, sobre, para, por... la poesía, en un autoflagelarse masoquista que no tiene fin porque no tiene meta. Como si nos obsesionase el tema o fuera objeto de nuestra preocupación, cuando no es -eso pienso en mi duermevela- sino un señuelo escapista. Un oficio que produce (nos produce) cierto placer, cierta adicción. Miro ahora, que ya es tiempo de alba, desde ese balcón verde de la poesía que es mi patio, una realidad que me llevó incluso a publicar "Cuaderno de Boccaccio" y "Locus Poetarum", papeles que reunían una pequeña parte de mi aportación a este pantano sin salida que es la metapoesía. No me arrepiento ni siento orgullo, pero miro y me miro desde el balcón verde con ciertad piedad pretérita. Al olmo le basta mostrarse para existir y ser. Ni se explica ni necesita que lo expliquen para ser lo que es. La poesía es un olmo.