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Pedro A. González Moreno |
Dicen algunos que se debe usar la poesía para la denuncia social, para la agitación política. Machado, D. Antonio, no era partidario de la mixtura. Ambas realidades salen perdiendo, aseguraba. Otro asunto es que los poetas sean indiferentes y no anoten los alrededores de la vida. He aquí un ejemplo, el de Pedro A. González Moreno, poeta, que parece darse cuenta de ciertos motivos. Y aunque, según recuerda en el texto, Fray Luis de León también estuvo alerta, discrepa de la solución elegida por el de Belmonte. Lean. Parece largo, pero no lo es.
Delincuencia
Cambian los tiempos, cambian las costumbres, pero los
instintos más ruines y primarios de los hombres permanecen inalterables. Uno de
los más arraigados, y quizás uno de los más tenebrosos, es el afán insaciable
de posesión. Ya Fray Luis de León, desde la atalaya de sus ideales ascéticos,
proclamaba en la Oda a la vida retirada su desprecio de las esclavitudes que
acarrean el poder y la riqueza, y renegaba de las “ansias vivas y mortal
cuidado” que provocan las efímeras aspiraciones mundanales. Malos tiempos
corren hoy para sostener semejantes actitudes de desasimiento, inmersos como
estamos en una cultura que fomenta, entre algunos otros valores equivocados, el
lema materialista del vivir para tener en lugar del tener para vivir.
Voces juiciosas, no obstante, siguen alzándose de cuando en
cuando contra esa actitud codiciosa que es, por desgracia, inherente a la
sociedad de consumo y constituye el sentido y la razón de ser del sistema
capitalista. Afirma Fernando Savater en su Política para
Amador que “cada necesidad satisfecha no produce sólo alivio y reposo,
sino también inquietud, afán de más y mejor”. Tal vez ello se deba en el fondo,
como asegura el filósofo, a que los seres humanos no sabemos lo que queremos,
pero no cabe duda de que, una vez satisfechas las necesidades básicas, el ansia
de tener puede adquirir naturaleza patológica (un coche más, un piso más, un
millón más…) hasta acabar derivando en una peligrosa espiral sin retorno.
El problema se agrava cuando esa “sed insaciable”, de la que
hablaba el poeta, sólo consigue aplacarse recurriendo a métodos y
comportamientos delictivos. Basta echar una ojeada a la prensa de los últimos
años (o peor aún, a la de los últimos días) para comprobar que la nueva
situación política y socioeconómica derivada de la Transición española, había
de traernos, entre algunos otros desengaños, un par de generaciones entre las
que han proliferado numerosos especímenes cuya ideología (camuflada bajo unos u
otros signos partidistas) parece no haber sido otra que la del dinero.
Especímenes singularmente arribistas y depredadores que, enarbolando las siglas
de unos u otros partidos, y bajo el pretexto de construir un proyecto
colectivo, durante mucho tiempo no han hecho sino alimentar sus ambiciones
personales de poder y riqueza.
Trincar comisiones, evadir impuestos, amasar fortunas…
Mientras la gran masa social andaba entretenida en sus cosas, pagando sus
hipotecas y cumpliendo con sus deberes fiscales, he aquí el
gran hobby al que durante las últimas décadas se han entregado muchos
de los pertenecientes a las élites, instaladas vitaliciamente en los entresijos
más visibles o más oscuros del poder. Recordando el título de aquella conocida obra
de Francisco de Rojas Zorrilla, “del rey abajo, ninguno” está libre de
sospecha (incluidos los allegados a la monarquía). Desde honorables presidentes
autonómicos hasta los más vocingleros sindicalistas, desde empresarios y altos
consejeros de la banca a constructores y tesoreros de partido, desde los más facinerosos
alcaldes a los más aguerridos líderes mineros, muy pocos se han librado de esa
maligna tentación de utilizar sus cargos para enriquecerse; pocos han logrado
resistirse a esa insana ambición que parece instalada como un mal endémico en
nuestros tejidos sociales o quién sabe si también en nuestro inconsciente
colectivo.
El mítico sueño ibérico de El Dorado ha vuelto a
reencarnarse hoy por estos pagos, con la gran diferencia de que aquellos
buscavidas de entonces perseguían la riqueza hurgando en las entrañas de la
tierra, mientras que estos buscavidas de ahora lo hacen desangrando las arcas
públicas, que es una actividad más rentable y mucho más elegante. Con una
perversa falta de solidaridad, el mito romántico del buen ladrón se ha
invertido, y ahora los poderosos (sin necesidad de trabuco o de navaja) han
abandonado los caminos para instalarse en los despachos, y decididos a dar un
solemne revés a la semántica, se han reciclado y han transformado las rebeldes
partidas de bandoleros en leales bandoleros de partido.
Los “rinconetes y cortadillos” de antaño, que eran timadores
de esquina y vulgares rapadores de bolsas, se han transformado en una caterva
de delincuentes cum laude que ostentan título universitario y cargos
públicos. Pero trocados los papeles, renovados los escenarios y cambiados los
actores, el grotesco Patio de Monipodio que
describió Cervantes continúa siendo el mismo, si bien aquellas
esquinas controladas por las mafias locales se han convertido en feudos
territoriales dirigidos por los partidos políticos, y aquellos inocentes hurtos
callejeros han derivado hoy en empresas fantasmas, en tarjetas opacas, en
malversaciones de fondos, en opíparas comisiones o en sutiles tramas
financieras...
La nueva delincuencia viste corbata y trajes de marca, se
pasea en yates y coches de lujo, tiene chófer y secretaria, y en una venganza
histórica contra el bandolerismo, han pasado de ser víctimas a ser verdugos,
hasta erigirse en la nueva clase dominante. Los salteadores de caminos o los
rateros urbanos han abandonado el monte y el barrio para evolucionar a una
casta que ha hecho de la inmoralidad y el arribismo sus armas más devastadoras.
Se han enquistado en los entresijos del poder y desde allí actúan con la más
absoluta impunidad, dispuestos a liquidar el estado de bienestar y a seguir
agrandando el abismo de las diferencias de clase.
Dorados tiempos aquellos en los que se podía ir a la cárcel
por robar una gallina, por atracar un banco o por asaltar una farmacia.
Dichosos, sí, aquellos días en los que un padre tenía que robar para darles de
comer a sus hijos. Hoy las cárceles se ven honradas con la presencia de
inquilinos mucho más ilustres, cuyo delito jamás fue el de matar el hambre,
sino más bien el de engordar avariciosamente sus cuentas corrientes. Ladrones
de postín que han mermado los presupuestos públicos con el tesón y la voracidad
de una carcoma corrosiva.
El pavoroso derrumbe de las Torres Gemelas, hace ya casi
tres lustros, tal vez no fue azaroso. A medida que el tiempo transcurre, ese
desastre va adquiriendo un aura profética de magnitud y proporciones bíblicas.
Su caída anunciaba, más allá de la tragedia colectiva, el desmoronamiento de un
sistema basado en las finanzas y sustentado sobre los cimientos más cenagosos
del capitalismo. Quizás lo que aquellos escombros del World Trade Center
proclamaban era la necesidad de instaurar un orden nuevo en el mundo.
Los innumerables casos de corrupción que últimamente van
saliendo a la luz, tal vez no sean más que la punta de un siniestro iceberg que
nos depara mayores sorpresas todavía. Son el resultado de aquellos tiempos de
aparente prosperidad en los que, bajo una cubierta de oropel y abundancia, se
ocultaba una ciénaga infestada de cocodrilos.
Decía el monje agustino, en el mismo poema que citábamos al
principio: “Y mientras miserable-/ mente se están los otros abrasando/ con sed
insaciable/ del peligroso mando,/ tendido yo a la sombra esté cantando”. Pero
tal vez lo que estos tiempos requieren no es tumbarse despreocupada y
estoicamente a la sombra, sino ponerse en pie, salir a la calle y atizar las
hogueras de ese fuego colectivo donde deberían abrasarse las enfermizas
ambiciones de tantos miserables.
Pedro A. González Moreno
(Publicado en Lanza 6-Nov-2014)
Nota: Ante el exceso de material y lo discutible de la selección, Mientras la luz ha decidido no ilustrar el artículo con los rostros que están en la mente de todos.