EN
EL ANDÉN tomé asiento al lado de un hombre con una maleta. Hacía calor y el
tren venía con demora. De repente, el hombre dejó la maleta sobre el banco y me
pidió que se la guardase durante un instante. Asentí. Cinco minutos después,
llegó el tren. Me puse de pie, caminé hasta la escalerilla del convoy y volví
sobre mis pasos, varias veces. Por último, abordé el tren maleta en mano.
Abandonarla hubiera sido una descortesía de mi parte; pero ahora me hallaba
ante el problema de qué hacer para regresársela. Entonces oí un «¡Cuac, cuac!» que provenía de
su interior. Y luego otro y otro. Disimuladamente miré a los demás pasajeros,
pero nadie parecía haberse percatado del asunto, pese a que los «¡Cuac, cuac!»
iban in crescendo. Acto seguido, abrí
la maleta y la voz cesó. Dentro había una muda de ropa, un cepillo de dientes y
un patito de goma. Tomé al patito y lo apreté, pero no emitió ningún sonido.
Acalorado, me aflojé la corbata y abrí la ventanilla. El patito me miró, dijo «¡Cuac,
Cuac!», y salió volando. Tras cerrar la maleta, me hundí en mi asiento. Poco
después el hombre de la maleta se sentó a mi lado.
—¡Gracias
por guardármela! —dijo.
Iba
a comentarle sobre mi indiscreción, cuando sacó el patito de goma de un
bolsillo y lo volvió a la maleta. Al observar mi cara, dijo:
—No
se preocupe, si no la hubiese abierto, nunca lo hubiera podido encontrar.
Coincidimos;
y pensé en preguntarle cómo había abordado el tren, pero un último «¡Cuac,
cuac!», para mi sorpresa, me reveló el misterio.
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