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domingo, 14 de julio de 2013

¿Qué pasa realmente?



«Me gustaría saber», se dijo, «qué pasa realmente en un libro cuando está cerrado. Naturalmente, dentro hay sólo letras impresas sobre el papel, y, sin embargo… Algo debe pasar, porque cuando lo abro aparece de pronto una historia entera. Dentro hay personas que no conozco todavía, y todas las aventuras, hazañas y peleas posibles… y a veces se producen tormentas en el mar o se llega a ciudades o países exóticos. Todo eso está en el libro de algún modo. Para vivirlo hay que leerlo, eso está claro. Pero está dentro ya antes. Me gustaría saber de qué modo».
Y de pronto sintió que el momento era casi solemne. Se puso cómodo en el asiento, abrió el libro por la primera página y comenzó a leer.
Michael Ende
La historia interminable
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lunes, 16 de abril de 2012

Sobre la Brevedad



Pero tampoco hay que fiarse mucho de la Brevedad. Contra la brevedad convendría recordar que, en una guerra, un soldado encontró en la mochila de un cadáver dos libros, a saber: Viaje al centro de la fábula, de Augusto Moterroso y El conde de Montecristo. Como llevarse los dos le pareció ya rapiña, y por no agravar la soledad del muerto, decidió apoderarse sólo de uno. Tras muchas dudas, y por ir más ligero de equipaje, eligió el de Monterroso. Lo acomodó bajo la guerrera y, andando que te andarás, continuó su camino.  Y he aquí que, más allá, siente un golpe en el pecho. Da un traspié, suspira, se desploma: una bala perdida lo ha acertado de lleno. En el último instante saca el libro y observa que la bala lo ha atravesado limpiamente desde el copyright hasta el código de barras, y que además le ha llegado hasta el centro mismo del corazón. Viaje al centro del corazón, es el sarcasmo que se le ocurre antes de morir, y aún alcanza a pensar que si hubiese elegido el de Dumas, a estas horas estaría vivo, y que su mala suerte se debe exclusivamente a la excesiva concisión del autor.
He aquí uno de los peligros de la brevedad.
Claro que, de haber tenido tiempo para más sarcasmo, también la víctima podría haber pensado que quizá casi todas las novelas extensas son en el fondo breves, e incluso brevísimas, por la sencilla razón de que casi nadie las lee. Allí donde las balas se equivocan, la sociología no yerra: si uno compra una novela de quinientas páginas y lee sólo treinta, para ese lector la novela constará exactamente de treinta páginas. Lo que ocurre es que, para muchos, los libros voluminosos ofrecen al menos dos ventajas: una, que al ser caros, el prestigio y el placer del consumo son también mayores; y otra, que al ser muy extensos, el comprador compra de paso una coartada para no leerlos. Pero con los libros breves no hay escapatoria. Quien adquiere un libro breve contrae de rebote el engorro de tener que leerlo
A mí, particularmente, hay muchos libros breves que me ha engañado muchas veces, y así, por ejemplo, hubo un tiempo en que lograron convencerme de que tenían sólo por ejemplo cien páginas. A la cuarta vez que lo leí, me di cuenta, sin embargo, de que encubrían cuatrocientas, y como todavía no he acabado de releerlos, resulta que el autor me ha vendido como prosa breve lo que en realidad es un libro poco menos que interminable.
Luis Landero
De Entre Líneas: El cuento o la Vida
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domingo, 26 de febrero de 2012

El talento de un padre

En el corriente año se festeja el bicentanario del natalicio de Charles Dickens; vaya como modesto homenaje desde El Elefante este fragmento de las Memorias de Joseph Grimaldi (payaso de gran fama en su época), inéditas hasta ahora en castellano, y que con buen tino ha escogido el suplemento ADN para su difusión (se lee casi como un relato autónomo).



HEMOS señalado ya que el padre de Grimaldi era un individuo excéntrico; tal parece que fue especialmente puntilloso y bastante desagradable en la educación de su hijo. El niño, que había aprendido a efectuar cientos de trucos fantásticos, imitaba con facilidad a un payaso, a un mono o a cualquier otra criatura grotesca o ridícula, tanto debajo como encima de las tablas, y cuando lo incitaban los asiduos ocupantes de los camerinos, acostumbraba a dar saltos y piruetas para entretener tanto a éstos como al público. Por supuesto, todo ocurría escrupulosamente lejos de las miradas del padre, quien, siempre que por azar pescaba al niño haciendo cualquier travesura, le aplicaba idéntico castigo: una sonora paliza que terminaba con el pequeño agarrado de los pelos y volando hacia un rincón donde el padre, con semblante severo y voz atemorizadora, le ordenaba: “non te muevas, es tu responsabilidad”. Sin embargo, Joe no acataba y, tan pronto como el padre desaparecía, también desaparecían los gritos y los llantos del hijo que, haciendo gala de un sinnúmero de guiños y sonrisas que más tarde se volverían populares, reiniciaba con mayor ímpetu su pantomima. Nada ni nadie podía detenerlo, salvo el grito de “¡Joe, Joe! ¡Allí viene tu padre!”, ante el cual él regresaba de inmediato al rincón y se echaba otra vez a llorar como si nunca hubiese dejado de hacerlo.
Con el correr del tiempo esto se volvió una diversión habitual y, más allá de que el padre se acercara realmente o no, la gente daba el grito de alerta por el mero gusto de ver cómo Joe corría de nuevo a su rincón. El niño entendió esto muy pronto y, como a menudo confundía las genuinas advertencias con las bromas que le jugaban, pasó a recibir más castigos y reprimendas que antes de quien describe en el manuscrito de sus memorias como “un severo pero excelente padre”. En muchas de estas ocasiones, Joe se encontraba ataviado de pequeño payaso, su papel predilecto en Robinson Crusoe. Solía pintarse la cara a imagen y semejanza de la de su padre, lo que según parece volvía más hilarante la escena. El anciano caballero lo llevaba al camerino y lo dejaba en su rincón después de darle estrictas órdenes de no moverse de allí, so pena de ser castigado.
El conde de Derby, que a la sazón frecuentaba el camerino, apareció un buen día y, al ver a ese niñito cuyo aspecto solitario contrastaba sobremanera con sus atuendos y su maquillaje, le dirigió la palabra:
—Hola, chiquillo. ¡Ven aquí!
Joe le devolvió una mueca muy extraña, pero no se movió de su rincón. El conde rompió a reír y miró a su alrededor en busca de una explicación para la actitud del niño.
—No osa moverse le explicó Miss Farren, a quien el conde quería mucho y con quien terminó casado. Su padre lo castiga si se mueve.
—¿En serio? inquirió el conde. Tras lo cual, a guisa de confirmación, Joe hizo otra morisqueta aún más extravagante que la anterior.
—Sospecho dijo el conde, al cabo de una risotada que este niño no teme a su padre tanto como parece. A ver, señor, ¡venga aquí!
Mientras así llamaba al niño, el conde mostró media corona y Joe, que conocía a la perfección el valor del dinero, se aproximó entre ademanes dignos de una pantomima y le arrebató en el acto la moneda. No había regresado a su rincón cuando el conde lo agarró del brazo.
—¡Espera, Joe! Te daré otra media corona si te quitas la peluca y la arrojas al fuego.
Dicho y hecho. La peluca fue a dar al fuego; hubo un rugido de risas; el niño corría y brincaba por el lugar con media corona en cada mano. Pero el conde, alarmado por las posibles consecuencias que esto podría traerle al niño, decidió rescatar la peluca del fuego con ayuda de un atizador. Fue entonces cuando irrumpió en los camerinos el padre de Joe, vestido de “marinero náufrago”. Por fortuna para Joe, el conde de Derby se interpuso de inmediato entre padre e hijo; de lo contrario, es muy probable que este último hubiese matado a su hijo en presencia de todo el mundo, previniendo así cualquier posibilidad de que lo enterraran vivo alguna vez.
El asunto concluyó con una severa paliza que hizo llorar de amargura al niño. Las lágrimas que corrieron por su rostro, cubierto de una gruesa capa de pintura “de dos centímetros de espesor”, transformaron tanto su aspecto que Joe ya no parecía ni un pequeño payaso ni un pequeño ser humano. De inmediato, lo llamaron a subir al escenario. Su padre, en pleno rapto de ira, no advirtió el estado en que su hijo subía a actuar, no hasta oír cómo el público estallaba de risa. Entonces, aún más furioso, Grimaldi padre alzó a Joe y le propinó otra tunda, que hizo vociferar al niño. El público interpretó esto como una broma genial y los periódicos del día siguiente afirmaron que era maravilloso ver actuar a un niño con tanta naturalidad, algo que hacía honor al talento de su padre como docente.

De Memorias de Joseph Grimaldi, de Charles Dickens;
editado por Voces Ensayo.
Traducción de Eduardo Berti
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miércoles, 7 de diciembre de 2011

Los coleccionistas de vidrio, de Aurora Ruá



Los coleccionistas de vidrio
Autora: Aurora Ruá
Ilustraciones: Paula Alenda
Páginas: 94
Editorial: Tándem Edicions
Año: marzo 2011
Colección: La bicicleta amarilla

Me ha gustado —y mucho— leer Los coleccionistas de vidrio. Como se lo expresé a la autora, se lo hace con el mismo placer que se bebe un vaso de agua fresca. La prosa fluye limpia, amena, sin quiebres... Una delicia.

El libro se divide en cuatro capítulos, en el primero, La casa azul, Aurora nos presenta a los protagonistas: Andrés, un niño que perdió a su madre al nacer y, pocos años después, a su padre y su tío en un naufragio; quedando así a cargo de su abuelo. Éste es un viejo marinero que desde la muerte de sus dos hijos no ha vuelto a aventurarse al mar. Ambos viven en la casa azul que refiere el título del capítulo. El tercer protagonista es Joaquín, quien no lo pasa nada bien dado que su padre es un borrachín. 

Cierto día, la maestra pregunta sobre el significado de la palabra coleccionismo, y, luego, sobre qué colecciona cada uno. Al llegarle el turno a Joaquín, y decir éste que nada, recibe una burla (podría coleccionar chapas y posavasos de los bares) que lo hace salir corriendo, previo ajuste con el bocazas, de la clase. Anoticiado el abuelo de lo sucedido, urde un plan. Pero mejor que se los cuente la autora:  

[...] —Podéis explorar tras la tormenta —sugirió el abuelo—. Es el mejor momento, las olas arrojan tesoros ocultos a la orilla, como éste.
Entonces sacó de su bolsillo un objeto y lo colocó sobre la mesa. Era una piedra redondeada de color rojo.
—¿Qué es? —preguntaron al unísono.
—Vidrio de mar.
Los niños se miraron con extrañeza y acariciaron la superficie pulida de la piedra.
—¿De dónde la has sacado? Es precioso...
—Lo encontré tras una tormenta, entre las piedras de la orilla. Son difíciles de encontrar, no creáis... Alguna vez me he planteado ir a buscar más, coleccionarlas, pero ya estoy mayor para andar yo solo por las rocas... Además, tampoco tengo la vista que tenía... Podríais acompañarme algún día a buscar más.
—¿Hay vidrio bajo el mar?
—Claro, vidrio arrojado por los hombres a lo largo de miles de años. Cada uno de estos vidrios tiene una historia sorprendente. Fíjate bien, parece una simple piedra, pero... piensa por un momento qué objeto fue antes de convertirse en este fragmento. ¿Qué manos lo lanzaron al mar? ¿Cuánto tiempo ha viajado y qué distancia ha recorrido? Cada uno de ellos guarda una historia extraordinaria. Éste, sin ir más lejos, es parte de la copa del pirata Barbanegra... ¡No me digáis que no conocéis la historia!
Los dos niños negaron boquiabiertos. [...] 

Entonces el abuelo les cuenta la singular historia de La copa del pirata, tras lo cual, y ante la curiosidad de los chicos por conocer cómo se enteró de lo referido, el anciano les dice que es como si (las piedras me) susurraran las palabras al oído, sólo hay que saber escuchar. Luego, como no podía ser de otra manera, el abuelo le regala la piedra roja a Joaquín para que comience su colección. 

El abuelo, por supuesto, es un cuentacuentos, y en cada capítulo les regalará a los niños y a nosotros la historia de las piedras que los niños vayan hallando. Por lo tanto,  tenemos dos lecturas simultáneas: la de las vicisitudes de los pequeños y la de los cuentos. La técnica de intercalar historias dentro de una narración mayor tiene una larga y fructífera tradición literaria que nos remonta a Scheherezada, El Decamerón, Corazón de Edmundo de Amicis, etc. (con las singularidades de cada caso). Pero como toda técnica a la que se utiliza sabiamente, funciona para el lector como si fuera la primera vez.

Los capítulos siguientes (sobre los cuales no voy a explayarme, espero que con el primero haya sido suficiente para despertar vuestro apetito lector) son: La Cala del Viento, Teresa y Los coleccionistas de vidrio. Con sus respectivos cuentos: El farol de loto, La botella del náufrago y El escarabajo del faraón.

Sobre los cuentos acotar que son un prodigio de imaginación. Me han gustado todos, pero mis preferidos son La copa del pirata y El farol de Loto. De este último les dejo el comienzo:

Loto era la hija más joven del emperador, la más bella, la más alegre y afectuosa. Era el tesoro más preciado del monarca, y crecía entre mimos y constantes cuidados en lo más recóndito del harén del palacio, ajena al mundo real que respiraba  al otro lado de las murallas. [...]

Entre las muchas páginas destacables del relato no puedo dejar de citar el encuentro en el capítulo 2 de los amigos con la que será la cuarta protagonista, Teresa.

[...] La inspeccionaron de arriba abajo, era un lugar mágico en el que el rumor del mar se oía amortiguado, como cuando pones una caracola junto al oído.
—¿Crees que alguna vez vuelven por aquí las sirenas? —preguntó Joaquín.
—No sé, aunque el abuelo dice que todavía existen, yo no lo tengo muy claro.
Salieron por la abertura del otro lado, que daba a otra bahía más amplia; entonces la vieron. Apenas podían creerlo, sobre una roca, sentada tomando el sol con los ojos cerrados, descansaba una sirena de largos cabellos dorados. Se quedaron inmóviles como estatuas, con las bocas abiertas por la sorpresa, hasta que, de pronto, ella percibió su presencia y se incorporó.
—Hola —les dijo—. ¿Qué estáis mirando?
No era una sirena, era tan solo una niña a la que no conocían. [...]


El libro, además, viene bellamente ilustrado por Paula Alenda. Un total de nueve acuarelas recrean pasajes de la historia de Andrés y Joaquín o de los cuentos. Las mismas son sobrias y delicadas.

En cuanto al libro como objeto en sí, se ve que estamos ante una editorial responsable. La edición está muy cuidada, el papel es de buena calidad y el tamaño y tipo de la letra altamente legible.

En suma, un libro que desde aquí recomiendo para los peques (de 8 años en adelante se específica en la contratapa) y para los no tan peques que gustan del dejarse llevar por la buena lectura sin importar edades.

Mis más sinceras felicitaciones, Aurora.
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viernes, 23 de septiembre de 2011

Sobre los signos de puntuación: El testamento













Se cuenta que un señor, por ignorancia o malicia, dejó al morir el siguiente escrito:
«Dejo mis bienes a mi sobrino Juan no a mi hermano Luis tampoco jamás se pagará la cuenta del sastre nunca de ningún modo para los Jesuitas todo lo dicho es mi deseo Facundo».
Cuando se leyó el documento, las personas aludidas se atribuían la preferencia.  Con el fin de resolver las dudas, acordaron que cada uno se llevara el escrito y le colocara la puntuación respectiva.
El sobrino Juan lo presentó de la siguiente forma:
«Dejo mis bienes a mi sobrino Juan, no a mi hermano Luis.  Tampoco, jamás se pagará la cuenta del sastre.  Nunca, de ningún modo para los Jesuitas.  Todo lo dicho es mi deseo. Facundo».
El hermano Luis presentó su reclamo de esta manera:
«¿Dejo mis bienes a mi sobrino Juan? ¡No! A mi hermano Luis.  Tampoco, jamás se pagará la cuenta del sastre.  Nunca, de ningún modo para los Jesuitas.  Todo lo dicho es mi deseo. Facundo».
El sastre justificó su derecho como sigue:
«¿Dejo mis bienes a mi sobrino Juan? No. ¿A mi hermano Luis?  Tampoco, jamás. Se pagará la cuenta del sastre.  Nunca, de ningún modo para los Jesuitas.  Todo lo dicho es mi deseo. Facundo».
Los Jesuitas consideraron que el documento debería interpretarse de la siguiente manera:
«¿Dejo mis bienes a mi sobrino Juan? No. ¿A mi hermano Luis?  Tampoco, jamás. ¿Se pagará la cuenta del sastre?  Nunca, de ningún modo.  Para los Jesuitas todo.  Lo dicho es mi deseo. Facundo».
Esta lectura ocasionó grandes escándalos y para poner orden, se acudió a la autoridad.  Ésta consiguió establecer la calma y después de examinar el escrito, dijo en tono severo:
Señores, aquí se está tratando de cometer un fraude; la herencia pertenece al Estado, según las leyes; así lo prueba esta interpretación:
«¿Dejo mis bienes a mi sobrino Juan? No. ¿A mi hermano Luis?  Tampoco.  Jamás se pagará la cuenta del sastre.  Nunca, de ningún modo, para los Jesuitas.  Todo lo dicho es mi deseo. Facundo».
En tal virtud, y no resultando herederos para esta herencia, queda incautada en nombre del Estado, y se da por terminado este asunto.
Nota: el presente texto cuenta con numerosas versiones en la red. Desconozco al autor/a.
Arte: Pierre Auguste Renoir, La lectora, 1890

domingo, 1 de mayo de 2011

Dos cuentos, dos recomendaciones

Madalina Iordache-Levay, Sunset Over The Ocean



Hay cuentos que, pese a sus diferencias de estilo o de género, pueden dialogar entre sí. Tal es el caso del cuento autobiográfico Sin orejas, de la joven ―y talentosa y bella― escritora Almalaire de la cual, dicho sea de paso, ignoro su verdadero nombre:

«Son las diez y media de la noche, tengo siete años, dos coletas, un pijama de cuadritos rosas y blancos y me lavo los dientes voluntariosa y metódicamente delante del espejo intentando imaginar el aspecto que tendrá mi cara sin orejas. No es un complejo, todavía no. Es una despedida. Estoy absolutamente segura de que me voy a quedar sin ellas. Me fijo en los pequeños y preciosos pendientes, una delicada filigrana de oro brillante rodeando una perla auténtica y diminuta. Fueron el primer regalo de mi padre. Los llevo puestos desde mi segundo día de vida. También me despido de ellos mientras siento crecer la angustia en el pecho como un agujero que se agranda».



Y del cuento fantástico Otoño en Constantinopla, de Norberto L. Romero:

«Se levantó de la cama y como todos los días se metió bajo la ducha caliente. El agua, como siempre, se le coló en los oídos, y fue al querer destapárselos cuando lo notó. Primero creyó que aún estaba dormido y soñando, luego que se trataba de un error; de una falsa información que llegaba a su cerebro todavía perezoso por el madrugón. Volvió a comprobarlo y un sudor helado se mezcló con el agua caliente».


Espero que se hagan de un tiempo para regalarse ambas lecturas, les aseguro que no se arrepentirán.

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sábado, 12 de marzo de 2011

Algunas definiciones demoniacas

Valeria Strunnikova, The gold values of culture...


Del «Diccionario demoniaco de la edición»

De Leroy Gutiérrez


Autor. 1. Persona en extremo generosa que lo único que desea en la vida es compartir sus experiencias y conocimientos con sus semejantes. No le interesan ni la fama ni la fortuna. 2. Individuo que se dedica a escribir textos, aunque siempre piensa que escribe libros. 3. Aquel que considera que su libro, el que le editara a regañadientes un editor, no está siendo distribuido eficientemente, promocionado enérgicamente, comprado cuantiosamente y, por supuesto, leído fervorosamente. 4. Fase adulta de la evolución de un escritor. 5. Trastorno psicológico consistente en pensar que todo lo que se escribe debe ser publicado y leído.


Corrector. 1. Persona que sufre de una monomanía (obsesión-compulsión) relacionada con la sintaxis, la gramática y la ortografía. 2. Individuo que padece de un apetito morboso por el estilo y los textos bien escritos. 3. Profesional que vaga por las editoriales ofreciendo sus servicios, que nadie entiende, y que le pagan en especias, a veces libros, a veces café.

~de estilo. Persona que sólo habla de ser más conciso, preciso y claro.

~de pruebas. Individuo que se empeña en que un texto puede estar libre de erratas.


Editor. 1. El que le hace la vida imposible al autor. 2. Persona sin talento para la escritura que envidia a todos los autores y que hace todo lo posible por arruinar el trabajo de estos. Si no consigue impedir la publicación del libro, evitará que el libro sea promocionado, distribuido y, por supuesto, comprado. 3. Persona que se dedica a editar. 4. Persona que se dedica a evadir propuestas editoriales indecentes por malas e inviables. 5. Individuo que ha desarrollado una adicción por la nicotina y la cafeína (y por el alcohol etílico). Aunque se autodenomina fumador y bebedor social.


Fe de erratas. 1. Confesión pública que hace un editor de los errores cometidos en la edición y publicación de un libro para tratar de granjearse la simpatía de los lectores. 2. Documento mediante el cual un editor delata a un corrector. 3. Último intento que realiza la editorial para evitar que el lector, si se da cuenta a tiempo, devuelva el libro que compró a la librería. 4. Certificación de la mala edición de un libro.


Librero. 1. Editor que se cansó de los autores. 2. Autor que nunca encontró editor. 3. Lector obsesivo que no sabe cómo justificar ante su esposa su incontrolable deseo por comprar libros que nunca alcanzará a leer. 4. Profesional que piensa que los escritores no hacen lo que deben, que los editores no saben lo que hacen y que los lectores no saben lo que quieren.


Foto © Valeria Strunnikova, The gold values of culture...

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domingo, 14 de febrero de 2010

Anímese: cuente una historia


Entre recortes viejos rescato —casi íntegramente— este artículo aparecido hace unos años en un matutino porteño.

Espero les resulte tan sugestivo como a mí.


Anímese: cuente una historia

Por Graciela Montes


¿QUIERE HACER ALGO IMPREVISTO y ganarse una cuota de libertad? Cuéntese un cuento. Un cuento que a usted le contaron alguna vez, que recuerda tal vez imperfectamente. Un cuento nuevo, que improvisa mientras cuenta. Un relato de la memoria. Lo que leyó en un libro. Una película. Lo que le sucedió esta mañana mientras salía de casa. Alguna historia para contar hay siempre. Y no tema, siempre va a haber alguien que quiera escucharla, también hay hambre de historias.

Es cierto que últimamente es poco lo que contamos. Nos falta la confianza, o la ocasión, o el deseo. Los que cuentan son siempre otros, a nosotros parece tocarnos el papel de espectadores lejanos. Pero usted no haga caso, cuente.

[…]

Tómese tiempo. Pida cuentos también, como hace un niño. Aprenda de él. Sólo un niño, en su radiante prepotencia de niño, sabe pedir un cuento. Dramáticamente, como cosa de vida o muerte, sin pudor ni mezquindades. Piense que el niño sabe bien de qué se trata, aunque usted lo haya olvidado.

Cuente, porque contando usted estará horadando los muros de la prisión, ganando espacio. Contar es un acto de libertad muy apreciable.

[…]

Antes parecía más sencillo, menos arduo. El que había viajado, el que había leído, el que había vivido podía contar. Tenía para contar, traía historias en el morral, y tenía confianza en poder contarlas. Hoy no entendemos muy bien cómo hay que hacer acopio. Ni cuáles son las historias que vale la pena conservar. Tanto más valiente entonces el que cuente. Y el que pida que le cuenten y pare la oreja y se disponga a la espera.

Cuente, vuelva a contar. Piense que, cuando usted cuenta, el tiempo está a sus pies. El tiempo, el gran ogro general, lo obedece. Usted está ahí —una persona entre muchas— y de pronto empieza a contar. La escena es seguramente trivial, una escena cotidiana, porque usted está de sobremesa, o viajando en tren, o esperando en la vereda. Pero usted empieza a contar y, de pronto, se abre una fisura en la escena. El tiempo de todos los días, el tiempo “natural” digamos (el tiempo dentro del cual su narrar acontece, con su decorado tan conocido) se abre y deja paso a “otro tiempo”, su propio tiempo artesanal, el que usted está fabricando palabra a palabra con su relato.

Aparentemente no ha sucedido nada y, sin embargo, la suya ha sido una pirueta extraordinaria. Usted ha dado un salto, se ha montado sobre las palabras y tomado las riendas. Se mantiene en equilibrio, tensa la cuerda. Si lo hace más o menos bien, el que escucha penderá de usted, usted será el dueño del cuento y del tiempo por un rato.


El poder de la palabra


Piense que se trata de un poder muy apreciable, no habría que desperdiciarlo. Con ese poder especulaba Scherezada para demorar la sentencia del rey Schariar. Sabía, como buena narradora que era, que nada malo le sucedería mientras pudiera seguir contando y comprometiendo a su público en el cuento, puesto que ahí, adentro del cuento, eran otras las reglas. De cuento en cuento el alfanje se mantendría en vilo, de cuento en cuento se podría seguir viviendo.

Claro que tal vez su relato no alcance para hechizar a nadie, puede ser una pequeña anécdota, algo muy breve. De todas formas, mientras dure, usted mantendrá lo fatal a raya.

[…]

Contar, volver a contar no es un gesto menor, afloja las soldaduras, introduce una cuña en lo establecido. Parte de lo que la escuela tendría que ofrecer hoy es la ocasión de contar. No pienso en grandes historias fantásticas, en relatos prestigiosos, no sólo en eso sino, mucho antes, en el relato mínimo. Una ocasión de contar. Una pequeña brecha. Que le den a uno la palabra y le insuflen confianza en poder contar.


***


Arte © Campaña de lectura de la librería checa Anagram: «Las palabras crean mundos».


domingo, 31 de enero de 2010

MicroSirenas


 
«PRIMERO llegarás a las Sirenas, las que hechizan a todos los hombres que se acercan a ellas. Quien acerca su nave sin saberlo y escucha la voz de las Sirenas ya nunca se verá rodeado de su esposa y tiernos hijos, llenos de alegría porque ha vuelto a casa; antes bien, lo hechizan éstas con su sonoro canto sentadas en un prado donde las rodea un gran montón de huesos humanos putrefactos, cubiertos de piel seca. Haz pasar de largo a la nave y, derritiendo cera agradable como la miel, unta los oídos de tus compañeros para que ninguno de ellos las escuche. En cambio, tú, si quieres oírlas, haz que te amarren de pies y manos, firme junto al mástil que sujeten a éste las amarras, para que escuches complacido, la voz de las dos Sirenas; y si suplicas a tus compañeros o los ordenas que te desaten, que ellos te sujeten todavía con más cuerdas.»

Homero
La odisea, Canto XII

Desde la antigüedad clásica las artes han abrevado en esas dos piezas maestras que inauguran la literatura occidental: los poemas homéricos. Entre el amplio abanico de temas que ofrecen estas obras el referido a Ulises y las sirenas ha sido uno de los más frecuentados. Así las cosas, el benjamín de los géneros literarios, tempranamente, abordó el asunto:

A CIRCE
Julio Torri

¡CIRCE, diosa venerable! He seguido puntualmente tus avisos. Mas no me hice amarrar al mástil cuando divisamos la isla de las sirenas, porque iba resuelto a perderme. En medio del mar silencioso estaba la pradera fatal. Parecía un cargamento de violetas errante por las aguas.

¡Circe, noble diosa de los hermosos cabellos! Mi destino es cruel. Como iba resuelto a perderme, las sirenas no cantaron para mí.

Años después, Salvador Elizondo le dedicaría a Torri su propia versión del tema:

AVISO
Salvador Elizondo

LA ISLA PRODIGIOSA surgió en el horizonte como una crátera colmada de lirios y de rosas. Hacia el mediodía comencé a escuchar las notas inquietantes de aquel canto mágico.
Había desoído los prudentes consejos de la diosa y deseaba con toda mi alma descender allí. No sellé con panal los laberintos de mis orejas ni dejé que mis esforzados compañeros me amarrasen al mástil.
Hice virar hacia la isla y pronto pude distinguir sus voces con toda claridad. No decían nada; solamente cantaban. Sus cuerpos relucientes se nos mostraban como una presa magnífica.
Entonces decidí saltar sobre la borda y saltar hacia la playa.
Y yo, oh dioses, que he bajado a las cavernas de Hades y que he cruzado el campo de asfódelos dos veces, me vi deparado a este destino de un viaje lleno de peligros.
Cuando desperté en brazos de aquellos seres que el deseo había hecho aparecer tantas veces de este lado de mis párpados durante las largas vigías del asedio, era presa del más agudo espanto. Lancé un grito afilado como una jabalina.
Oh dioses, yo que iba dispuesto a naufragar en un jardín de delicias, cambié libertad y patria por el prestigio de la isla infame y legendaria.
Sabedlo, navegantes: el canto de las sirenas es estúpido y monótono, su conversación aburrida e incesante; sus cuerpos están cubiertos de escamas, erizados de algas y sargazo. Su carne huele a pescado.




Pero en las procelosas aguas del género éstos no han sido los únicos escritores en ser subyugados por dichas damas:

LAS SIRENAS
José de la Colina

OTRA VERSIÓN de la Odisea cuenta que la tripulación se perdió porque Ulises había ordenado a sus compañeros que se taparan los oídos para no oír el pérfido si bien dulce canto de las Sirenas, pero olvidó indicarles que cerraran los ojos, y como además las sirenas, de formas generosas, sabían danzar…

LA BÚSQUEDA
Edmundo Valadés

ESAS SIRENAS enloquecidas que aúllan recorriendo la ciudad en busca de Ulises.

VOCES COMO ARPONES
María Obligado

ASOMADAS A LA REJA cantamos las tres hermanas, Murguen, Nadina y yo. Los vecinos no se quejan. Al contrario, suspenden el asado del mediodía para poder escuchar. Sobre todo en primavera, cuando nuestras voces se mezclan con el azul profundo del jacarandá. Mamá canturrea en la cocina, suspira y recuerda, dice algo sobre unas rocas, piensa en el mar. Pero ahora nos deja el lugar a nosotras, sus herederas. Con nuestros dedos delgados, y nuestro cuerpo cimbreante, que casi envuelven los barrotes de los balcones, ante los ojos extasiados del barrio. Nuestro padre sonríe en el taller, admirado de que, a pesar de su fealdad casi ciclópea, le hayan nacido unas hijas tan bellas.
En la casa de altos balcones donde son felices, mi madre guarda el secreto de haber seducido a otro hombre, un tal Ulises y, mientras mira a su esposo con ojos de mar, agradece no haber caído en sus brazos.
Pero esas, ahora, son viejas historias. Como arpones llenos de codicia, nuestras voces se alzan plateadas, sinuosas. Pocos pasan entre las dos esquinas sin mirarnos. Todos nos oyen, alguien caerá en las redes.





A propósito del tema, Borges —en su «Manual de zoología fantástica»— nos informa:

«A LO LARGO DEL TIEMPO, las sirenas cambian de forma. Su primer historiador, el rapsoda del duodécimo libro de la Odisea, no nos dice cómo eran; para Ovidio, son aves de plumaje rojizo y cara de virgen, para Apolonio de Rodas, de medio cuerpo arriba son mujeres y, abajo, aves marinas; para el maestro Tirso de Molina (y para la heráldica), “la mitad mujeres, peces la mitad”. No menos discutible es su género; el diccionario clásico de Lemprière entiende que son ninfas, el de Quicherat que son monstruos y el de Grimal que son demonios. Moran en una isla del poniente, cerca de la isla de Circe, pero el cadáver de una de ellas, Parténope, fue encontrado en Campania, y dio su nombre a la famosa ciudad que ahora lleva el de Nápoles, y el geógrafo Estrabón vio su tumba y presenció los juegos gimnásticos que periódicamente se celebraban para honrar su memoria.
[...]
Una tradición recogida por el mitólogo Apolodoro, en su Biblioteca, narra que Orfeo, desde la nave de los argonautas, cantó con más dulzura que las sirenas y que éstas se precipitaron al mar y quedaron convertidas en rocas, porque su ley era morir cuando alguien no sintiera su hechizo. También la esfinge se precipitó desde lo alto cuando adivinaron su enigma.
En el siglo VI, una sirena fue capturada y bautizada en el norte de Gales, y figuró como una santa en ciertos almanaques antiguos, bajo el nombre de Murgen. Otra, en 1403, pasó por una brecha en un dique, y habitó en Haarlem hasta el día de su muerte. Nadie la comprendía, pero le enseñaron a hilar y veneraba como por instinto la cruz. Un cronista del siglo XVI razonó que no era un pescado porque sabía hilar, y que no era una mujer porque podía vivir en el agua.
El idioma inglés distingue la sirena clásica (siren) de las que tienen cola de pez (mermaids). En la formación de esta última imagen habrían influido por analogía los tritones, divinidades del cortejo de Poseidón.
En el décimo libro de la República, ocho sirenas presiden la revolución de los ocho cielos concéntricos.
Sirena: supuesto animal marino, leemos en un diccionario brutal.»

Pero, oh dioses, ¿qué decía la canción que oyó el héroe?:

«Vamos, famoso Odiseo, gran honra de los aqueos, ven aquí y haz detener tu nave para que puedas oír nuestra voz. Que nadie ha pasado de largo con su negra nave sin escuchar la dulce voz de nuestras bocas, sino que ha regresado después de gozar con ella y saber más cosas. Pues sabemos todo cuanto los argivos y troyanos trajinaron en la vasta Troya por voluntad de los dioses. Sabemos cuanto sucede sobre la tierra fecunda.»

Homero
La odisea, Canto XII

Sólo me resta decir que estoy en deuda con el tema: es que aún las sirenas no han cantado para mí. 
Nota (10/01/12): Finalmente las sirenas me han regalado su canto, Splash.
(31/05/12): La sirenita 
(06/09/12): Sueño de una noche de verano
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Arte
1. Herbert James Draper, «Ulysses and the Sirens», 1910
2. John William Waterhouse, «A Mermaid», 1900
3. John William Waterhouse, «The Siren», 1900

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