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viernes, 2 de abril de 2010

El arte de escribir: ¿minicuentos o minificciones?




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El arte de escribir: ¿minicuentos o minificciones?
«Ha llegado a maestro aquél que tras recorrer el camino viejo
ha aprendido el nuevo».
Confucio

COMO APRENDIZ, cada vez que encaro la tarea de escribir un microtexto, poco y nada me importa si ha de ser una minificción, un minicuento, una estampa o una fábula. Mi objetivo se centra sólo en una cosa: tratar de hacerlo de la mejor manera posible dentro de mis limitaciones. Limitaciones que al menos en lo técnico (el talento ya es otra cosa) se deben ir conquistando una a una y con paciencia.

Ahora bien, si en el acto creador no me interesan las clasificaciones ni las fronteras ni los corsés, también es cierto que, además de escribir —y reescribir y desechar, por supuesto—, el proceso de aprendizaje conlleva una nueva forma de lectura y relectura a través de la cual uno, ineludiblemente, comienza a percibir diferencias entre los distintos tipos de textos. De estas diferencias surge una clara división de aguas entre el minicuento o microcuento por un lado y la minificción o microrrelato por el otro.

EL MINICUENTO responde a la estructura clásica —y por siempre vigente— del cuento: principio, nudo y desenlace. Difiere de éste tan sólo en su extensión; pero cuidado: un minicuento no es un cuento resumido, un extracto, una síntesis; es un cuento completo al que le han bastado 100 ó 200 palabras para vivir. El minicuento, digamos, ha existido desde siempre. Un ejemplo de minicuento —de mi autoría— es el siguiente:

LA BESTIA
SE SENTÓ junto a la fogata con el Winchester 66 calado entre los brazos. Pasaría la noche en vela. Si la bestia se atrevía a manifestarse, la llenaría de agujeros. A medianoche, el frío lo obligó a liberar una de sus manos del «Yellow Boy» para poner un poco de agua a hervir. Cuando su garganta acogía el primer sorbo de café, los arbustos se agitaron. Antes que la taza tocara el suelo, disparó. Una mano emergió entre el sotobosque acompañada de una súplica. Sin dejar de apuntar, le ordenó a la voz que se mostrase. Al ver a la chica, bajó el rifle. Entre sollozos, aquélla le contó que tras arrojarla, su caballo había huido. Hacía horas que deambulaba a merced de la bestia. El hombre no supo cómo disculparse por lo acontecido, pero «treinta descuartizados en seis meses le meten miedo a cualquiera», dijo, mientras dejaba el Winchester a un lado para vendarle el brazo. «Treintiuno», replicó la joven en el justo instante en que las nubes desvelaban la blanca redondez de la luna…

LA MINIFICCIÓN, en cambio, consta de otras peculiaridades: una de las principales es su carácter transgenérico e híbrido que le permite confundirse, por ejemplo, con el boletín noticioso:

CLÁUSULA IV
De Juan José Arreola
Boletín de última hora: En la lucha con el ángel, he perdido por indecisión.

O su carácter marcadamente intertextual o metaficcional, como en el siguiente caso de mi autoría:

OTRO FINAL
PRIMERO fue una golondrina la que se arrojó a picotear una de aquellas piedritas blancas; luego, se animó otra, y enseguida otra y otra… Al final todas habían dado cuenta de las píldoras desperdigadas sobre la floreada hierba de la campiña. Unos metros más allá, con la mitad del cuerpo bajo el carruaje volcado, el doctor Jekyll volvía en sí, sólo para observar cómo una miríada de buitres iban cerrando su círculo en torno a él.

A las características señaladas —de una lista harto extensa— habría que agregar: utilización de un lenguaje depurado y paródico, ambigüedad o polisemia, elipsis, fragmentariedad, desenlace sorpresivo, contrastes temporales, lógica desviada, apelación al absurdo, contenido paradojal, un comienzo in media res, etcétera.

Debido a estas particularidades es que suele decirse, y con justificada razón, que la minificción demanda un lector activo, dispuesto a que en su mente el eco de lo leído persista a pesar de su brevedad (al menos en el caso de que dicho texto funcione). A mí me gusta pensar que: «Una minificción es aquélla que arranca cuando concluye su lectura».

MINICUENTO Y MINIFICCIÓN, no obstante sus diferencias, comparten una característica común: la brevedad. Con respecto a ésta no existe un claro consenso. Por ejemplo, en Ficticia el límite de los textos no debe superar los 1400 espacios, que traducidos a palabras son unas 240, aproximadamente. En lo personal prefiero ubicar la frontera —siempre teniendo en cuenta que éstas son difusas— en unas 300 palabras. En cambio hay quienes alegan que un micro nunca debiera pasar de los 200 vocablos. Aunque comienza a prevalecer la idea de que tanto una minificción como un minicuento deberían estar contenidos en una página; es decir, en un solo golpe de vista. Pero como todos sabemos hay minis que superan holgadamente ese límite y siguen siendo minis. Porque más allá de que los teóricos traten de encorsetarla, la minificción nació —hace ya un siglo— transgresora, lúdica y experimental: una especie cuya belleza reside en gran medida en su indomabilidad.

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domingo, 31 de enero de 2010

MicroSirenas


 
«PRIMERO llegarás a las Sirenas, las que hechizan a todos los hombres que se acercan a ellas. Quien acerca su nave sin saberlo y escucha la voz de las Sirenas ya nunca se verá rodeado de su esposa y tiernos hijos, llenos de alegría porque ha vuelto a casa; antes bien, lo hechizan éstas con su sonoro canto sentadas en un prado donde las rodea un gran montón de huesos humanos putrefactos, cubiertos de piel seca. Haz pasar de largo a la nave y, derritiendo cera agradable como la miel, unta los oídos de tus compañeros para que ninguno de ellos las escuche. En cambio, tú, si quieres oírlas, haz que te amarren de pies y manos, firme junto al mástil que sujeten a éste las amarras, para que escuches complacido, la voz de las dos Sirenas; y si suplicas a tus compañeros o los ordenas que te desaten, que ellos te sujeten todavía con más cuerdas.»

Homero
La odisea, Canto XII

Desde la antigüedad clásica las artes han abrevado en esas dos piezas maestras que inauguran la literatura occidental: los poemas homéricos. Entre el amplio abanico de temas que ofrecen estas obras el referido a Ulises y las sirenas ha sido uno de los más frecuentados. Así las cosas, el benjamín de los géneros literarios, tempranamente, abordó el asunto:

A CIRCE
Julio Torri

¡CIRCE, diosa venerable! He seguido puntualmente tus avisos. Mas no me hice amarrar al mástil cuando divisamos la isla de las sirenas, porque iba resuelto a perderme. En medio del mar silencioso estaba la pradera fatal. Parecía un cargamento de violetas errante por las aguas.

¡Circe, noble diosa de los hermosos cabellos! Mi destino es cruel. Como iba resuelto a perderme, las sirenas no cantaron para mí.

Años después, Salvador Elizondo le dedicaría a Torri su propia versión del tema:

AVISO
Salvador Elizondo

LA ISLA PRODIGIOSA surgió en el horizonte como una crátera colmada de lirios y de rosas. Hacia el mediodía comencé a escuchar las notas inquietantes de aquel canto mágico.
Había desoído los prudentes consejos de la diosa y deseaba con toda mi alma descender allí. No sellé con panal los laberintos de mis orejas ni dejé que mis esforzados compañeros me amarrasen al mástil.
Hice virar hacia la isla y pronto pude distinguir sus voces con toda claridad. No decían nada; solamente cantaban. Sus cuerpos relucientes se nos mostraban como una presa magnífica.
Entonces decidí saltar sobre la borda y saltar hacia la playa.
Y yo, oh dioses, que he bajado a las cavernas de Hades y que he cruzado el campo de asfódelos dos veces, me vi deparado a este destino de un viaje lleno de peligros.
Cuando desperté en brazos de aquellos seres que el deseo había hecho aparecer tantas veces de este lado de mis párpados durante las largas vigías del asedio, era presa del más agudo espanto. Lancé un grito afilado como una jabalina.
Oh dioses, yo que iba dispuesto a naufragar en un jardín de delicias, cambié libertad y patria por el prestigio de la isla infame y legendaria.
Sabedlo, navegantes: el canto de las sirenas es estúpido y monótono, su conversación aburrida e incesante; sus cuerpos están cubiertos de escamas, erizados de algas y sargazo. Su carne huele a pescado.




Pero en las procelosas aguas del género éstos no han sido los únicos escritores en ser subyugados por dichas damas:

LAS SIRENAS
José de la Colina

OTRA VERSIÓN de la Odisea cuenta que la tripulación se perdió porque Ulises había ordenado a sus compañeros que se taparan los oídos para no oír el pérfido si bien dulce canto de las Sirenas, pero olvidó indicarles que cerraran los ojos, y como además las sirenas, de formas generosas, sabían danzar…

LA BÚSQUEDA
Edmundo Valadés

ESAS SIRENAS enloquecidas que aúllan recorriendo la ciudad en busca de Ulises.

VOCES COMO ARPONES
María Obligado

ASOMADAS A LA REJA cantamos las tres hermanas, Murguen, Nadina y yo. Los vecinos no se quejan. Al contrario, suspenden el asado del mediodía para poder escuchar. Sobre todo en primavera, cuando nuestras voces se mezclan con el azul profundo del jacarandá. Mamá canturrea en la cocina, suspira y recuerda, dice algo sobre unas rocas, piensa en el mar. Pero ahora nos deja el lugar a nosotras, sus herederas. Con nuestros dedos delgados, y nuestro cuerpo cimbreante, que casi envuelven los barrotes de los balcones, ante los ojos extasiados del barrio. Nuestro padre sonríe en el taller, admirado de que, a pesar de su fealdad casi ciclópea, le hayan nacido unas hijas tan bellas.
En la casa de altos balcones donde son felices, mi madre guarda el secreto de haber seducido a otro hombre, un tal Ulises y, mientras mira a su esposo con ojos de mar, agradece no haber caído en sus brazos.
Pero esas, ahora, son viejas historias. Como arpones llenos de codicia, nuestras voces se alzan plateadas, sinuosas. Pocos pasan entre las dos esquinas sin mirarnos. Todos nos oyen, alguien caerá en las redes.





A propósito del tema, Borges —en su «Manual de zoología fantástica»— nos informa:

«A LO LARGO DEL TIEMPO, las sirenas cambian de forma. Su primer historiador, el rapsoda del duodécimo libro de la Odisea, no nos dice cómo eran; para Ovidio, son aves de plumaje rojizo y cara de virgen, para Apolonio de Rodas, de medio cuerpo arriba son mujeres y, abajo, aves marinas; para el maestro Tirso de Molina (y para la heráldica), “la mitad mujeres, peces la mitad”. No menos discutible es su género; el diccionario clásico de Lemprière entiende que son ninfas, el de Quicherat que son monstruos y el de Grimal que son demonios. Moran en una isla del poniente, cerca de la isla de Circe, pero el cadáver de una de ellas, Parténope, fue encontrado en Campania, y dio su nombre a la famosa ciudad que ahora lleva el de Nápoles, y el geógrafo Estrabón vio su tumba y presenció los juegos gimnásticos que periódicamente se celebraban para honrar su memoria.
[...]
Una tradición recogida por el mitólogo Apolodoro, en su Biblioteca, narra que Orfeo, desde la nave de los argonautas, cantó con más dulzura que las sirenas y que éstas se precipitaron al mar y quedaron convertidas en rocas, porque su ley era morir cuando alguien no sintiera su hechizo. También la esfinge se precipitó desde lo alto cuando adivinaron su enigma.
En el siglo VI, una sirena fue capturada y bautizada en el norte de Gales, y figuró como una santa en ciertos almanaques antiguos, bajo el nombre de Murgen. Otra, en 1403, pasó por una brecha en un dique, y habitó en Haarlem hasta el día de su muerte. Nadie la comprendía, pero le enseñaron a hilar y veneraba como por instinto la cruz. Un cronista del siglo XVI razonó que no era un pescado porque sabía hilar, y que no era una mujer porque podía vivir en el agua.
El idioma inglés distingue la sirena clásica (siren) de las que tienen cola de pez (mermaids). En la formación de esta última imagen habrían influido por analogía los tritones, divinidades del cortejo de Poseidón.
En el décimo libro de la República, ocho sirenas presiden la revolución de los ocho cielos concéntricos.
Sirena: supuesto animal marino, leemos en un diccionario brutal.»

Pero, oh dioses, ¿qué decía la canción que oyó el héroe?:

«Vamos, famoso Odiseo, gran honra de los aqueos, ven aquí y haz detener tu nave para que puedas oír nuestra voz. Que nadie ha pasado de largo con su negra nave sin escuchar la dulce voz de nuestras bocas, sino que ha regresado después de gozar con ella y saber más cosas. Pues sabemos todo cuanto los argivos y troyanos trajinaron en la vasta Troya por voluntad de los dioses. Sabemos cuanto sucede sobre la tierra fecunda.»

Homero
La odisea, Canto XII

Sólo me resta decir que estoy en deuda con el tema: es que aún las sirenas no han cantado para mí. 
Nota (10/01/12): Finalmente las sirenas me han regalado su canto, Splash.
(31/05/12): La sirenita 
(06/09/12): Sueño de una noche de verano
***
Arte
1. Herbert James Draper, «Ulysses and the Sirens», 1910
2. John William Waterhouse, «A Mermaid», 1900
3. John William Waterhouse, «The Siren», 1900

miércoles, 20 de enero de 2010

«El gesto de la muerte», de Cocteau, y otras versiones


Desde que Borges y Bioy lo dieron a conocer en su famoso «Cuentos breves y extraordinarios» (1953), el microrrelato de Jean Cocteau «El gesto de la muerte» es un clásico a la hora de citar ejemplos del género:


EL GESTO DE LA MUERTE

Jean Cocteau


UN JOVEN JARDINERO persa dice a su príncipe:

—¡Sálvame! Encontré a la Muerte esta mañana. Me hizo un gesto de amenaza. Esta noche, por milagro, quisiera estar en Ispahan.

El bondadoso príncipe le presta sus caballos. Por la tarde, el príncipe encuentra a la Muerte y le pregunta:

—Esta mañana, ¿por qué hiciste a nuestro jardinero un gesto de amenaza?

—No fue un gesto de amenaza —le responde— sino un gesto de sorpresa. Pues lo veía lejos de Ispahan esta mañana y debo tomarlo esta noche en Ispahan.



Y son muchos los escritores que no han podido aguantar la sana tentación de hacer su propia versión:


LA MUERTE EN SAMARRA

Gabriel García Márquez


EL CRIADO llega aterrorizado a casa de su amo.

—Señor —dice— he visto a la Muerte en el mercado y me ha hecho una señal de amenaza.

El amo le da un caballo y dinero, y le dice:

—Huye a Samarra.

El criado huye. Esa tarde, temprano, el señor se encuentra la Muerte en el mercado.

—Esta mañana le hiciste a mi criado una señal de amenaza —dice.

—No era de amenaza —responde la Muerte— sino de sorpresa. Porque lo veía ahí, tan lejos de Samarra, y esta misma tarde tengo que recogerlo allá.



Sin embargo, la de Cocteau no es la versión original:


SALOMÓN Y AZRAEL

Yalal Al-Din Rumi


UN HOMBRE vino muy temprano a presentarse en el palacio del profeta Salomón, con el rostro pálido y los labios descoloridos.

Salomón le preguntó:

—¿Por qué estás en ese estado?

Y el hombre le respondió:

—Azrael, el ángel de la muerte, me ha dirigido una mirada impresionante, llena de cólera. ¡Manda al viento, por favor te lo suplico, que me lleve a la India para poner a salvo mi cuerpo y mi alma!

Salomón mandó, pues, al viento que hiciera lo que pedía el hombre. Y, al día siguiente, el profeta preguntó a Azrael:

—¿Por qué has echado una mirada tan inquietante a ese hombre, que es un fiel? Le has causado tanto miedo que ha abandonado su patria.

Azrael respondió:

—Ha interpretado mal mi mirada. No lo miré con cólera, sino con asombro. Dios, en efecto, me había ordenado que fuese a tomar su vida en la India, y me dije: ¿Cómo podría, a menos que tuviese alas, trasladarse a la India?



Pero volviendo al texto de Cocteau, hay quiénes aducen que en la última línea la repetición de «Ispahan» afea un tanto la forma. Un simple, por ejemplo, «allí» hubiese solucionado el asunto:


«Pues lo veía lejos de Ispahan esta mañana y debo tomarlo esta noche allí».


Nótese en este punto la versión de García Márquez:


«Porque lo veía ahí, tan lejos de Samarra, y esta misma tarde tengo que recogerlo allá».


Remitámonos ahora al texto de Rumi:


«Dios, en efecto, me había ordenado que fuese a tomar su vida en la India, y me dije: ¿Cómo podría, a menos que tuviese alas, trasladarse a la India


Como en el texto de Cocteau, repite el nombre del sitio a huir dos veces en lugar de evitarlo con un «hasta allá». No sé el porqué pero aventuro que en esa repetición hay algo de belleza que se pierde en la correcta adaptación de García Márquez.


En todo caso, mi preferida es la versión de Cocteau. Y a ustedes, amables lectores, ¿cuál les gusta más?


Foto © Raluca Deca


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