LA
NAVE abandonó el cañón en el patio de nuestra casa. Parecía antiguo y medía
unos dos metros de longitud. Mamá, papá y el abuelo se pusieron a discutir
sobre si era francés o alemán, si lo habrían usado en Waterloo, o si valdría lo
suficiente como para liquidar la hipoteca. A mi tía, en cambio, se le había
dado por colocarle margaritas en la boca. Yo no podía entender cómo no se
enfocaban en lo que era realmente importante: ¡la nave alienígena! Harto de
tanta discusión bizantina me retiré a ver la tele. Recién a la noche volví al
patio. Mi tía permanecía junto al cañón pero ataviada con un traje ceñido y un
casco. Se alegró de verme y me pidió que la ayudara. Me dijo que siempre había
soñado con ser una mujer bala y que había llegado el momento de concretar su
sueño. Razoné que aquello suponía demasiados riesgos, pero me entusiasmaba la
idea. Al punto que, casi a la medianoche, disparé el cañón. Mi tía cortaba
dichosamente el perfil de la luna cuando la nave alienígena la abdujo. No
obstante, lo más extraordinario es que nadie en mi familia, excepto yo, la
recuerda.
El presente texto ha recibido una mención en la segunda propuesta anual del IV Certamen de relato corto para mesilla de noche que organiza el sitio Esta noche te cuento.
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