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domingo, 15 de julio de 2018

Un regalo del cielo



Cuando el pájaro cayó muerto a sus pies, la idea le cruzó la mente como un relámpago. Así que lo recogió, miró la hora y apretó el paso hacia su casa. Apenas faltaban unos quince minutos para que Raquel llegara del trabajo. Sin mudarse de ropa, sacó la escalera del galpón y se subió al techo de la casa. Como al tanque de agua lo había lavado recientemente, no le ocasionó ningún problema desenroscar la tapa. Acto seguido, arrojó al pájaro dentro, a la vez que se preguntaba sobre cuál habría sido la causa de su muerte.
—¡Ojalá que una infección masiva! —dijo, y observó atentamente su lánguido descenso hasta el fondo.
Luego se cambió de ropa, puso una toalla limpia, a la que previamente humedeció, para lavar, y se sentó a mirar la televisión. Raquel llegó una hora más tarde de lo esperado. Nunca llegaba tarde los miércoles, pero se veía que los martes y los jueves ya no le alcanzaban. A veces ella se volvía insaciable. Seguramente, el otro lo habría comenzado a descubrir, no sin deleite. Pero tras veinte años de matrimonio, el deleite se vuelve rutina y la rutina un ejercicio que cansa.
—¿Ya te duchaste, Eduardo? —le preguntó Raquel desde la puerta del living.
—Hace rato, querida.
—Entonces me voy a bañar yo. Si querés, pedite una pizza. Hoy no tengo ganas de cocinar.
Eduardo asintió sonriendo y cambió de canal. Cuando Raquel hubo cerrado la puerta del baño, sigilosamente, él se acercó y pegó el oído a la misma. El rumor de la ducha no se hizo esperar.
—Tu piel, sucia por la traición, continuará sucia por el agua infecta —dijo en un susurro.
Y se quedó allí parado, pensando que mañana el otro obsequiaría sus labios a aquel cuerpo ilusoriamente limpio. Y al callarse el agua, volvió como un fantasma desencadenado al living. Y pidió no una, sino dos pizzas.
Esa noche, por primera vez en meses, pudo descansar como antaño. Recién en la oficina se planteó por cuánto tiempo iba a dejar a aquel pobre pájaro en el tanque de agua. Un día le parecía poco; un mes, demasiado. El agua podría enturbiarse debido a la descomposición y no quería generar sospechas.
—Con una semana bastará —se dijo finalmente.
Y por puro y repentino interés ornitológico se preguntó qué tipo de pájaro sería aquél que le estaba prestando tan loable servicio. Un gorrión definitivamente no era. Un jilguero, tampoco. Un corbatita, menos. Ahora que lo pensaba había algo de singular en él.
—Eduardo, ¿ya está listo el informe de costos? —la voz caudalosa de su jefe lo apartó de aquel pensamiento y lo devolvió de raíz al trabajo.
Durante toda la semana, Eduardo había acometido con fruición el ritual de pegar el oído a la puerta del baño. Y durante toda la semana había ido a ducharse a lo de un amigo de ley, de aquéllos que tienden la mano sin hacer preguntas.
Al cabo, cerró la llave de paso, abrió todas las canillas del baño y apretó el botón del inodoro. Cuando el agua se agotó, volvió a subirse al techo de la casa y retiró del tanque de agua al pájaro. El pobrecito parecía una pasa de uva, pero estaba más entero de lo que se había imaginado; quizás lo habría tenido que dejar más tiempo, pero como era un convencido de que nunca se debe cambiar de plan sobre la marcha, desistió de tal posibilidad. Así que colocó al pájaro dentro de una bolsa de consorcio y lo sacó a la calle. Poco después, le echó dos baldazos de agua con cloro al tanque. Ya era hora de volver a bañarse en casa.
Eduardo cerró los ojos y abrió la llave de la regadera. El agua corría por su cuerpo como una seda, hasta que algo, aleve, le golpeó la cara. Instintivamente, se apartó de la lluvia y abrió los ojos. Una especie de diminutos insectos alados estaban saliendo por los orificios de la regadera. Trató de cerrarla, pero la llave no giraba. Acto seguido, capturó a uno de los bichos y lo miró con detenimiento. No eran insectos, como había creído en un primer momento, sino pajaritos. Brevísimas copias del pájaro que él había arrojado al tanque. Entonces sintió como uno de aquellos alados lo picaba. Y luego otro y otro. Eran como picaduras de mosquitos. En pocos instantes, los pájaros habían inundado la habitación; precipitándose, cada tanto, como oleadas de kamikazes sobre él. Agitando los brazos, corrió hacia la puerta, pero estaba trabada. Para colmo, su cuerpo había comenzado a llenarse de ronchas. Entonces se envolvió con varias toallas y se tiró al suelo en posición fetal. Y se largó a llorar, como un chico, hasta perder el conocimiento.
—Eduardo, ¿qué te pasó? —quiso saber Raquel cuando lo halló en el baño.
—Los pájaros, los malditos pájaros, me picaron; ¡mirá! —dijo Eduardo, pasándose, sin suerte, las manos por el cuerpo en busca de ronchas.
—¿De qué estás hablando? —dijo Raquel mientras lo ayudaba a levantarse—. Mejor vení, ponete algo, y vamos a la cocina que te preparo un té.
Eduardo aprisionaba la taza entre ambas manos, cuando le confesó a Raquel lo que había hecho y por qué. Ella se dirigió hacia la puerta y, antes de salir de la cocina y de su vida, dijo:
—Jamás te puse los cuernos.
Unos días después, incapaz de volver a usar la ducha de su casa, Eduardo reincidió en la de su amigo.
—Éste es el único remedio que me queda hasta que venda la casa —se dijo, justo antes de que abriera la ducha y observara con espanto como un diminuto pájaro, cual punta de lanza, salía por uno de los orificios de la regadera.
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El presente relato ha sido publicado en el número 8 de «La sirena varada» (páginas 42-45), que lleva adelante la Editorial Dreamers, de México. La misma puede descargarse desde la web de dicha editorial.

Foto © Autor desconocido
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sábado, 30 de junio de 2018

Espejos



EL HOMBRE se para frente al espejo, se corre hacia un lado y hacia otro, intensifica la mirada, como si esperase un milagro, y vuelve, como todas las noches, a bufar. De repente, la esposa entra y le pregunta:
—¿Estás bufando?
—Sí, querida; hacer el nudo de la corbata nunca va a ser uno de mis puntos fuertes —improvisa, da una última mirada al espejo, y agrega—: Ya tengo que irme.
—¡Ay!, ¿cuándo te van a cambiar de horario?
—Un día de éstos.
Ella extiende una mano y él se acerca, se abrazan y se besan.
—¡Un día de éstos! —repite, y se dirige hacia la puerta de calle, la abre y la cierra, pero no sale.
Cuando la mujer se retira al dormitorio, él, sigilosamente, hace lo propio al jardín y se transforma. Entre aleteo y aleteo, siente que aún no tiene corazón para confesarle la verdad, y, menos aún, para pedirle que se convierta.
Ella, entretanto, toma un libro escondido bajo la cama, y piensa que será la mujer más feliz del mundo cuando él se atreva a decirle la verdad, la convierta, y ya no deba fingir que es tan ciega como los espejos.
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jueves, 10 de mayo de 2018

Pociones



A VECES papá volvía a casa y a veces no. Mamá decía que necesitaba ayuda para ponerlo otra vez en vereda. No podía imaginarme a papá caminando por la calzada: él era un hombre prudente, que respetaba el tránsito. La cuestión es que mamá me hizo poner la ropa de salir y me dijo que íbamos a lo de una bruja. Yo no quería ir, pero, como papá me había dicho que debía cuidar de mamá cuando él no estuviese, la acompañé sin chistar. La verdad es que tenía miedo. Las brujas te pueden convertir en sapo y yo no conozco a ninguna princesa. Pero resultó ser una señora que, además de amable, era tan bonita como mamá. Hasta me dio un gnomo de plástico para que jugase mientras ellas conversaban. Mamá le dijo que estaba segura de que había otra, que le preparase uno de sus brebajes, que ya no podía seguir así. La bruja se retiró hasta una mesa llena de botellitas y comenzó a verter nerviosamente el contenido de algunas en una copa. Mamá seguía absorta sus movimientos. Entonces papá se asomó por la puerta que daba al resto de la casa y se puso blanco como un conejo. Yo iba a saludarlo, pero se llevó un dedo a la boca, y volvió a cerrar la puerta. Cuando la bruja terminó de llenar un frasquito con la poción, dijo:
—Ponéselo en el café o en el mate, cuando haya luna nueva.
Mamá asintió, le pagó, y luego me llamó a su lado. Yo le devolví el gnomo a la bruja, pero ella dijo que podía quedármelo, y me dio un beso relindo, como los que hacía tanto que mamá no me daba.
Entonces supe qué tipo de poción había ido a buscar papá.
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miércoles, 14 de marzo de 2018

Noche de chicas



Son las nueve. Ana tendría que estar ahora cenando con sus amigas y no en el living de su casa. Pero Claudia, Mónica y Cintia se la pasan hablando de sus novios. «¡Por favor!», bufa, y se arrellana en el sofá. Luego toma un sorbo de té helado, enciende la televisión y recorre parsimoniosamente los canales de cine. «Romántica…, romántica…, romántica…», bosteza, pero no se da por vencida. Al cabo encuentra algo como la gente. Una de terror.
La actriz que aparece en primer plano tiene la típica carita inocente de la chica a la cual le van a suceder mil cosas. Por lo pronto corre como una desquiciada. «Debe estar huyendo de las pláticas de sus amigas», piensa Ana, y mordisquea una galletita. La presunta protagonista llega ante una puerta y golpea. Casi al mismo tiempo golpean a la puerta de Ana. Ana se levanta y abre.
 —¿Qué desea…? —alcanza a decir antes de que una mujer le dé un empujón, entre y cierre la puerta con llave. 
La cara de la intrusa le resulta familiar. Mira la tele y se sorprende al descubrir que es la actriz de la película, pero se sorprende aún más al verse a sí misma como quien acaba de abrir la puerta en la pantalla.
—No estamos a salvo… me persigue un loco asesino… —dice la mujer, y tomándola a Ana por los brazos, añade—: ¿Tenés teléfono?
—Sí —responde Ana, y le señala la mesita esquinera.
La actriz marca el 911, y a la vez que exclama «¡No atiende nadie!», embisten salvajemente contra la puerta. Ana tiembla y comprueba que su yo cinematográfico también tiembla.
—Si vamos a morir juntas, mejor nos presentamos: soy Karen —dice la perseguida y le tiende la mano.
Los golpes a la puerta se congregan en la cabeza de Ana como un nudo de truenos. Para colmo advierte que en la tele las bisagras comienzan a ceder. Entonces le estrecha la mano a Karen y la arrastra hacia la cocina.
—Ana, me llamo Ana —dice, y abre el primer cajón de la mesada.
Saca una cuchilla y un hacha de cocina. Ella se queda con el hacha y le facilita la cuchilla a Karen. Luego se colocan a ambos lados de la puerta. Por unos instantes se estudian, hasta que Ana le espeta:
—¿Cuál es tu verdadero nombre?
—Karen, ya te dije.
—Me refiero a tu nombre en la vida real, no al de tu personaje.
—No entiendo…
Ana desiste. «Ya habrá tiempo para que aclare las cosas», piensa, y, acto seguido, se pregunta qué hubiera pasado si hubiese puesto la pausa antes de abrir la puerta. La idea de haber podido contemplar a la otra pausada, con los nudillos golpeando el aire, la divierte. Pero la idea subsiguiente que le nace no le parece tan simpática. Quizás ella misma se hubiese quedado pausada, con el control remoto en la mano, como una suerte de estatua en homenaje al susodicho aparatito.
 —¡Mirá en la que te he metido! —Karen la saca de sus pensamientos—. ¡Perdoname!
—La película que estaba mirando era tan mala, que aun esto me resulta mejor —le responde Ana.
Y de repente ambas se estremecen al escuchar los infames golpes a la puerta de la cocina.
—¡Ésta no va a resistir tanto como la de la calle! —exclama Ana.
Karen asiente y se pasa la cuchilla de una mano a la otra. Entretanto Ana observa su propio reflejo en el hacha y piensa que lucía francamente bien en la pantalla. Incluso mejor que Karen.
Entonces un nuevo golpe hace saltar con violencia la cerradura y el lunático entra. «¡Qué desilusión! —piensa Ana—. Me lo imaginaba mucho más corpulento, de facciones angulosas y dueño de una mirada animal.»
El tipo arroja al piso a Ana de un empujón y confronta a Karen. Karen se mueve como un felino, esquivando el cuchillo de su atacante, a la vez que contraataca con una fiereza inusitada. Así salen de la cocina. Ana se pone de pie y los sigue. Cada uno sujeta ahora los brazos del otro y trata de desarmarlo. En la tele la escena se duplica. Y es en la tele donde Ana observa como Karen desembaraza su brazo armado y apuñala al agresor. Una y otra vez. Entonces Ana corre hacia ella y le atenaza la muñeca.
—¡Basta! —le dice.
 Y procura detener la sangre del moribundo con un retazo de su vestido. El tipo balbucea y Ana acerca el oído.
—¡Cuidado! —le oye decir—. Es una psicópata.
Ana levanta la vista y ve cómo Karen lame la sangre de la cuchilla. En la tele se suceden los primeros planos, tensos, tanto de ella como de Karen. Cuando el hombre expira, la cámara, a ras del piso, se centra unos instantes en él. Y se ven las piernas de ambas mujeres a un lado y al otro del difunto. Las piernas se mueven, se acercan, se entrelazan. Hasta que unas gotas de sangre comienzan a manchar el rostro del hombre. Ana sólo siente la cuchillada cuando mira de refilón la tele. Anda unos pasos y se sienta en el sofá. Karen vuelve a lamer la sangre de la cuchilla.
—Deliciosa —dice, y se abalanza sobre Ana.
Pero Ana empuña el control remoto y apaga la televisión. La cuchilla cae justo a su lado. Se está desangrando y no tiene fuerzas ni para ir hasta el teléfono. No obstante logra alcanzar el vaso y sorber un poco del té helado. Y piensa, sólo por un momento, que mejor hubiera sido pasar otra noche de chicas oyendo a sus amigas parlotear sobre sus novios. Luego sonríe. De lo único que verdaderamente se lamenta es de no haber visto si su nombre aparecía en los créditos.
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El presente relato ha sido publicado en el primer Anuario de «La sirena varada, revista literaria bimestral» (páginas 152 a 154), que lleva adelante la Editorial Dreamers, de México. La misma puede descargarse desde la web de dicha editorial.
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domingo, 10 de diciembre de 2017

Cómplices



APARTO la vista del libro, disfruto del sol y vagabundeo con la mirada. Una niña juega con su muñeca al lado de una señora que habla por el celular, una pareja de abuelos da de comer a las palomas. Vuelvo a mirar a la niña. De uno en uno, le está arrancando los cabellos a la muñeca; su voz me llega como un susurro: «¡Calva te vas a ver mucho más linda!». Retorno decididamente a mi lectura, pero ella no cesa: «¡Sin deditos, La Manquita te van a llamar!». Doy vuelta a la página. «¡A alguien que yo sé le sobran los ojitos!» Comienzo a leer en voz alta, pero otra voz me ahoga las palabras: «¡Ayúdeme, por favor, ayúdeme!», clama la muñeca. Su voz me recuerda a la de mi hija. Cierro el libro y me dirijo hacia ellas. De un manotazo, le arrebato la muñeca a la niña, y la mujer, sin cortar la llamada, me increpa. Trato de explicarle lo que ocurre, pero se niega a escucharme. Un policía interviene, me quita la muñeca y solicita una patrulla. La gente se arremolina a mi alrededor. Y mientras me arrestan, alcanzo a observar cómo la niña y la muñeca se sonríen.
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jueves, 26 de octubre de 2017

Patitos



EL PATITO era de goma, estaba sucio y tenía los ojos despintados. Sin saber por qué lo recogió del montón de basura y se lo llevó a su casa. Y lo lavó y le pintó los ojos. Al otro día, al sonar el despertador, sintió como unas manos lo agarraban del cuello, lo conducían fuera de la casa y lo dejaban quién sabe dónde. Se sentía sucio y no podía ver. Entonces quiso pedir ayuda, pero lo único que consiguió articular fue un triste y solitario «¡Cuac!».
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miércoles, 11 de octubre de 2017

Nocturno



CUANDO se largó a llover, buscó algún reparo; pero las casas, pegadas hombro con hombro, carecían de cualquier gesto amable. Entonces descubrió que había un paraguas en medio de la calle. De tres zancadas llegó hasta él, lo abrió y volvió sobre sus pasos. Era un buen paraguas, como los de antes, con asta y mango de madera. Agradeció su suerte y caminó sin apuro. Poco le importaba que ahora lloviera a cántaros: bajo aquel paraguas la lluvia le parecía una cosa lejana, que sucedía en otra parte. Al cabo de unas cuadras notó que un hombre caminaba a la par de él, pero en la vereda de enfrente, y que no llevaba paraguas. Apretó el paso, y el otro hizo lo mismo. Aminoró la marcha, y el otro volvió a imitarlo. Bufando, se detuvo y se acercó al cordón de la vereda. El otro también se acercó. Y de repente se sintió intimidado por aquella mirada aviesa y sin fondo. Aun así, se cargó de valor.
—¿Qué quiere? —le dijo.
—No se trata de lo que yo quiera, sino de lo que usted me va a tener que pedir —le respondió el otro, y desapareció al amparo de un relámpago.
Poco después, al llegar a su casa, el hombre intentó, primero, cerrar el paraguas, y luego, como no lo conseguía, dejarlo en la calle. Mas ahora el mango era una mano que oprimía con creciente fuerza a la suya. Azorado, apartó la vista, y volvió a ver al otro, en la vereda de enfrente, jugando con un bisturí entre los dedos de su única mano.
Entonces, dejó de llover.
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viernes, 15 de septiembre de 2017

Vuelo 232 a Marte



ERAN las 2:17 —recuerdo con precisión la hora porque no podía dormir y alternaba la mirada entre mi reloj y el espacio—, cuando apareció aquel solitario astronauta. Atónito, me refregué los ojos, volví a mirar a través del ojo de buey y traté de despertar, sin fortuna, al pasajero a mi lado. Luego llamé a la azafata por el intercomunicador, pero tampoco obtuve respuesta. El resto del pasaje parecía profundamente dormido. Quise gritar para que despertaran y vieran lo que yo estaba viendo, pero un nudo en la garganta me lo impedía. El astronauta ahora agitaba sus brazos saludándome y comenzaba a acercarse a la astronave. A las 2:29, alcanzó mi ojo de buey, se quitó uno de los guantes y posó la palma de la mano sobre el vidrio, y yo, impensadamente, lo imité. Las siluetas de nuestras manos calzaban de tal manera la una en la otra, que cualquiera hubiera dicho que pertenecían a una misma persona. Entonces leí en sus labios la palabra «Gracias». A las 2:32, pude observar, aterrado, cómo la astronave se alejaba con aquel desconocido acomodándose en mi asiento.
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jueves, 24 de agosto de 2017

Volubles



COMO todos los domingos, vas al supermercado. Sacás la lista y comenzás a llenar el carrito: yerba, azúcar, café, almendras, espaguetis… De pronto mirás el carrito y descubrís un patito de goma entre la mercadería. Te rascás la cabeza y lo dejás junto a las latas de tomates. Proseguís: papel higiénico, jabón tocador, champú…, y volvés a descubrir al patito dentro del carrito. Lo agarrás y lo observás detenidamente, parece un muñeco de lo más común, pero se te eriza la piel al notar cierto brillo en sus ojos. Sin dilaciones, lo abandonás junto a las cremas de enjuague. Y comenzás a tararear una canción. Ya en la zona de productos cárnicos, metés en el carrito una colita de cuadril y medio kilo de bola de lomo, y te sorprendés suspirando al comprobar que no hay aves…; pero cuando te vas a regalar una tira de asado para celebrarlo, otra vez el patito se encarama entre la mercadería del carrito. Te pasás una mano por la boca y dejás al patito encerrado entre las carnes congeladas. «¡Ojalá que nadie me haya visto!», murmurás, y aunque aún te faltan bastantes productos que tachar de la lista, enfilás hacia la caja registradora. Pensás que lo mejor es aprovechar la ventaja táctica, y un instante después te reprochás por pensar de manera tan ridícula. Dudás entre volver o continuar con la huida, cuando la cajera te espeta:
—¡Lo siento, pero no puede llevarse el patito!... No tiene código de barras.
Entonces se te sube la sangre a la cabeza: como consumidor, no soportás que te nieguen tus derechos.
—¿Qué? —gritás—. ¿Usted me está tomando el pelo? ¿Cómo se atreve? —y le largás una perorata interminable.
Enseguida acude el gerente, quien, para congraciarse con el resto de la clientela, te obsequia el patito. Sonreís. Pero al llegar al auto, el patito se baja del carrito y retorna al supermercado.
—¡Disculpe! —se voltea a decirte—, pero a mí también me cabe cambiar de opinión.
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Foto © Autor desconocido
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lunes, 29 de mayo de 2017

Herencias



MI AMIGO Juan era un borracho perdido. A tal punto que sufría del famoso delirium tremens. Pero él no veía insectos, ni monstruos, ni cosas horrendas sino a un inofensivo elefante rosa. Lo de inofensivo, por supuesto, lo decía él, no su hígado, que más pronto que tarde lo abandonó en la estacada. ¡Qué buen tipo era Juan! Por eso me pareció de lo más normal que su abogado me notificase que estaba incluido en su testamento. Él sabía de sobra que le envidiaba la moto. No obstante, la moto se la legó a su hermana, que tenía miedo de andar hasta en triciclo; a mí, en cambio, me heredó su elefante rosa. Juan me había hecho ilusionar con el único fin de gastarme una broma de mala muerte. Con el aditamento de referirse al elefante, y no a mí, como «mi más preciado amigo». Al regresar a mi casa de lo del abogado, cerré la puerta de golpe, y casi al instante sonó el timbre. No tenía ganas de atender, pero, fuera quien fuese, se había olvidado de quitar el dedo. «¡Ya me va a escuchar!», chillé, mas al abrir no pronuncié palabra. Una trompa larga y rosa tocaba el timbre. «Mire —dijo el elefante a la vez que me tendía un documento—; aunque yo hubiera preferido la moto, aquí consta que Juan me lo dejó a usted como herencia».
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miércoles, 15 de marzo de 2017

En la buhardilla



LOS SÁBADOS de madrugada, mientras me cree dormido, mamá sale de casa y regresa siempre con un extraño. Tras cuchichear brevemente en el living, los invita a subir a la buhardilla. Con cautela, los sigo; pero como echan llave, no sé lo que hacen. Me imagino que practican algún tipo de arte marcial, porque mi mamá suele abandonar la habitación con la ropa desarreglada como en los combates de yudo. Pero tengo la seguridad de que ella siempre gana, y de que ésa es la razón por la cual nunca he visto a nadie salir de la buhardilla. Muertos de vergüenza, los tipos se escapan por la ventana. Sin embargo, hace un mes, la puerta quedó sin llave.
Mamá se hallaba en el centro de una telaraña gigante, y a su lado yacía, medio envuelto en un capullo, el extraño de turno. Al verme, ella ocultó su rostro tras sus ocho extremidades y me suplicó que cerrara la puerta. Desde entonces mamá se la pasa llorando en la buhardilla. ¡Y para colmo está tan demacrada! Lo mejor será que ponga un aviso ofreciendo la buhardilla a hombres solos.
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El presente texto obtuvo el 2º premio en el 3º Concurso de Microrrelatos de Terror de Sabadell y Librerío de la Plata (marzo de 2017).
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martes, 28 de febrero de 2017

Últimas cortesías



EL HOMBRE arrojó una palada de tierra y recién entonces se dio cuenta de que la mujer conservaba los ojos abiertos. Sin pensarlo, clavó la pala en el suelo y descendió al pozo. Una, dos, tres veces pasó su mano por aquellos ojos que, en otras tantas ocasiones, volvieron a abrirse. Bufó. Durante veinte años ella nunca le había dado el brazo a torcer, y pese a las limitaciones de su nueva circunstancia, parecía dispuesta a seguir con su costumbre. El hombre, incapaz de resignarse a esta última derrota por pequeña que fuese, salió de la fosa raudamente. Tras desordenar media casa, regresó con el pegamento que su mujer le había encargado comprar. Leyó el prospecto, le cerró los ojos y, manteniéndolos apretados, los colmó de adhesivo. Cinco minutos después, al retirar la mano, la mujer volvió a abrir los ojos con el añadido de que se clavaron, viva e intensamente, en los suyos. El hombre profirió un alarido al tiempo que una palada de tierra golpeaba su rostro. Pensó que era eso lo que súbitamente le vedaba la visión, pero, tras recibir una segunda palada, la mujer dijo:
—Yo tampoco quería que te entrase tierra en los ojos.
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Foto © Desconocido
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lunes, 26 de diciembre de 2016

La muralla



INTENTÓ pasar entre ellos, pero los hombres formaban una auténtica muralla de espaldas alrededor del accidente. Disgustado, se trepó a una de las espaldas, pero el tipo se lo sacudió de encima, como si se tratara de un muñeco. «¡Será mejor que no lo vea!», le previno alguien. La advertencia, lejos de desanimarlo, lo empujó a arremeter contra el baluarte. «¡Váyase!», le ordenó una voz, y otras muchas voces se hicieron eco de la orden. Pero no se amedrentó. Se distanció unos pasos, tomó vuelo y alcanzó a saltar por encima de la multitud. Lamentablemente, el aterrizaje no fue bueno. Se había roto las piernas y el dolor le nublaba la vista. «Creo que voy a desmayarme», dijo, cuando oyó una seguidilla de frases. «¡Será mejor que no lo vea!», «¡Váyase!», «¡Váyase!». De pronto, pareció comprender, y suplicó que dejaran pasar al tipo del otro lado de la muralla. Los hombres se miraron y asintieron con una sonrisita. Una de las espaldas le abrió un hueco justo para verse a sí mismo a punto de saltar. Con paso firme, penetró en el círculo, pero no había nadie dentro. Suspiró. «Pensé que…», comenzaba a decir, pero advirtió cómo el círculo se volvía a cerrar y, aun luego de refregarse los ojos y sacudir la cabeza, pudo comprobar que todos y cada uno de aquellos hombres repetían su rostro.
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jueves, 4 de agosto de 2016

Mensajería a primera vista



ERA la quinta vez que pasaba ante la misma ventana cuando vi a aquel hombre.
—Disculpe —le dije—, hace horas que estoy dando vueltas como un perro; ¿podría indicarme la salida?
Me miró fijamente y dijo:
—Es tarde, su autobús ya lo habrá abandonado.
—No lo creo —sonreí—, mi mujer jamás permitiría algo así.
El hombre auscultó el silencio.
—Le aseguro que estamos solos en el castillo.
—¡Qué buen oído! —exclamé sardónicamente—. Y dígame, ¿hace mucho qué trabaja aquí?
—Casi una eternidad.
—¡Con razón esa cara! —le dije mientras manipulaba mi celular—. ¡Uf! —bufé—, supongo que habrá teléfono fijo en esta covacha.
—¿Covacha? ¡Mida sus palabras, caballero!
Se veía que el tipo era sensible.
—Disculpe, ¿pero hay o no hay?
—Yo no preciso de esas cosas.
—¡Qué suerte la mía! Si tan sólo pudiera comunicarme con mi señora… Mire —extraje una foto—; ¿no le da envidia?
—Hombres afortunados ha habido en todas las épocas, pero jamás tan carentes de mérito alguno. —Hizo una pausa sin apartar la vista de la foto—. Si me facilita la dirección dónde se hospedan, podría hacerle saber de su percance.
—¿Sí? ¿Y cómo va a ir? ¿Volando? —le dije mientras le entregaba una tarjeta.
—Como señor de Poenari, ésa es la menor de mis cualidades —dijo inaugurando una sonrisa de inquietantes colmillos, y tras revolotear alrededor de mi cabeza, se perdió anhelante en la noche.
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La presente mini ha sido seleccionada por el escritor Aldo Flores como ganadora de la regata 201 —de junio próximo pasado de la Marina de Ficticia. Según su criterio:
El diálogo en el relato se emparenta con el tiempo real de la vida. La conversación, que el narrador personaje entabla con el nosferatu, invita a que el lector sea partícipe en la ficción, que se apropie de las palabras y de la gesticulación misma que ofrecen las acotaciones. “El autor” hace que la ficción manufacturada en diálogo se viva. “Mensajería a primera vista” es un relato preciso, certero y de notable calidad.

Foto © Jacqueline Hammer, Windows of the Forest
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martes, 26 de abril de 2016

Mejor hubiera sido sacar la basura



MI HERMANO Y YO habíamos salido a cazar con un rifle de balines. Acordamos que aquél que matase menos lagartijas tendría que sacar la basura durante un mes. Él falló todos los disparos. Yo, en cambio, acerté diez de diez. No obstante, cada vez que íbamos a recoger mis lagartijas, no hallábamos de ellas ni siquiera una gotita de sangre. Según mi hermano, la distancia y las condiciones atmosféricas, como el calor y la humedad, suelen producir ilusiones ópticas. Creo que esa explicación no se la creía ni él, pero le sirvió para justificar un empate y así no tener que sacar la basura.
Esa misma noche me desperté con un intenso dolor en los pies. Al correr las sábanas, descubrí que diez lagartijas traslúcidas me estaban mordisqueando los dedos. Hice de todo para quitármelas: patalear como si estuviera bailando un malambo, golpearlas con una enciclopedia, poner los pies en agua caliente, hasta que recordé haber visto en algunas series de tevé que la sal ahuyenta a los fantasmas. Desde entonces duermo con un salero y una caja de curitas sobre la mesa de luz. Pero lo peor de todo es que no le puedo demostrar a mi hermano que yo sí gané aquella tarde, porque cada vez que le pido que se quede en mi cuarto para ver las lagartijas, las muy sinvergüenzas no se aparecen.
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lunes, 1 de febrero de 2016

Calendario Microcuentista 2016




Durante todo el pasado año, la Internacional Microcuentista tuvo la feliz idea de organizar un concurso de microrrelatos a partir de una imagen; para realizar, con los ganadores de cada mes y sus fotografías inspiradoras, un Calendario Microcuentista 2016. Dos pequeños relatos de mi autoría, Hojarasca y Al cabo de un mes, animan los meses de abril y diciembre, respectivamente.

lunes, 28 de diciembre de 2015

Al cabo de un mes



PLANTÓ un trocito de pulpo en una maceta. Su vecino le había asegurado que el animal se desarrollaría íntegramente si tomaba la precaución de regarlo con agua de mar durante un mes. Esa misma tarde la mujer condujo cuatrocientos kilómetros para proveerse del vital elemento. Mientras tanto, en la comodidad de su casa, el hombre se reía como un niño. Y así continuó haciéndolo cada vez que recordaba su embeleco; hasta que un día su vecina lo invitó a ver el pulpo. Entonces fue la mujer quien se rió cuando aquellos ocho vigorosos tentáculos abrazaron al bromista por el cuello.
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 El presente microrrelato fue seleccionado como ganador del corriente mes de diciembre de la convocatoria Calendario Microcuentista 2016, que organiza mensualmente la Internacional Microcuentista. La imagen que ilustra el post debía emplearse como disparadora de la historia.
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miércoles, 9 de julio de 2014

Compañía



CUANDO LLEGUÉ al centro del laberinto, el Minotauro me aguardaba parado junto a un tablero de ajedrez. Me invitó a tomar asiento y me preguntó si prefería jugar con blancas o con negras. «Blancas», le dije, y, mientras acomodábamos las piezas, me informó que si yo ganaba la partida me dejaría ir sin problemas, pero que si el ganador resultaba ser él, ya podía imaginarme las consecuencias. Asentí con la cabeza e inicié el juego con peón cuatro rey. El Minotauro respondió con peón tres dama… Al cabo de un par de horas, matizadas por la charla amena y culta de la bestia, acordamos tablas. Seguidamente me dijo: «Mañana volveremos a intentarlo».
Desde entonces las partidas y los días se han tornado innumerables, y aunque dada la práctica ya me siento mucho más que un aficionado, es evidente que jamás podré ganarle al Minotauro. Tan evidente como el hecho de que a él jamás lo ha movido la intención de ganarme.
La soledad, sobra decirlo, suele tener estas cosas.
Safe Creative #1406291327335

El presente texto, conjuntamente con los de María, Ginette y Arantza, ha resultado ganador del mes de junio próximo pasado en el IV Certamen de relato corto para mesilla de noche que lleva adelante el sitio Esta noche te cuento.
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