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lunes, 9 de mayo de 2016

El vaso de leche



SE HABÍA hecho con el vaso de leche que alguien dejó a medio tomar en la mesa de una cafetería. A poco, acuclillado en la soledad del callejón, vio emerger de la leche un submarino.
Tras refregarse los ojos, el submarino no sólo persistía, sino que, seguidamente, descubrió al capitán y a otros marineros en la vela del mismo. Aquél, provisto de un megáfono, le solicitó detalles sobre el mar donde se encontraban.
Al informarse de lo del vaso de leche, el capitán dijo que por lo menos no habían ido a parar, como la última vez, al suplicio tropical de una sopa. Luego le dio las gracias y ordenó una pronta inmersión.
Él, con el vaso entre ambas manitos, se quedó largamente como una estatua. Recién al volvérsele el estómago chicharra, se atrevió, no sin pena de que los hombrecitos todavía anduvieran por ahí, a beber la leche.
Safe Creative #1604307350920

El presente texto llegó a las deliberaciones finales del mes de marzo, ¡pero del año 2012!, del «Microconcurso La Microbiblioteca».

sábado, 23 de noviembre de 2013

Mientras leo el diario



CON ENVOLTURAS DE CARAMELOS, mi hijo ha confeccionado una flotilla de aviones que despegan desde una cartulina y lanzan, entre la mesa ratona y mi sofá, un sinnúmero de estruendosas bombas que interpreta fielmente con los labios. Poco después escucho una nueva explosión, mayor que las anteriores, y enseguida mi hijo se dirige hacia la puerta con los avioncitos. «¿Ya terminaste de jugar?», le pregunto, y me dice que le han torpedeado el portaaviones y que debe llevar sus F-18 Super Hornet a la base más cercana antes de que se les acabe el combustible. «¡Mirá vos! —exclamo, ya solo—; y yo que pensaba que la cartulina era una pista de aterrizaje en tierra». Entonces, envuelta en una densa columna de humo, la cartulina se hunde. Dejo el diario sobre mis rodillas, me restriego los ojos, y vuelvo a mirar; pero ya no quedan rastros del portaaviones. En su lugar descubro, cinco o seis baldosas más allá, lo que parece un diminuto periscopio. Al instante, un torpedo se aproxima raudamente hacia mi sofá; y lo único que atino es a levantar los pies antes del impacto.
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jueves, 17 de octubre de 2013

Capitán de mar y guerra



DE CHICO me gustaba encarnar al capitán de un submarino. Mi nave consistía en una vieja cama plegable que mamá me dejaba usar a condición de que no hiciera demasiado ruido a la hora de la telenovela. Una vez a bordo, desparramaba sobre el colchón partes de electrodomésticos inservibles: la pequeña bobina de un secador de pelo devenía en el motor diesel del submarino; el dial de una radio, en sonar; el cooler de una computadora, en el mecanismo propulsor… Como armamento, unas pilas hacían las veces de torpedos. Al divisar a los barcos enemigos —algunas cajas de fósforos—, las pilas se deslizaban rápidamente a través del océano de baldosas. Pero mi puntería no siempre era buena, y a cada fallo seguía una obligada inmersión y el estruendo de un sinnúmero de cargas de profundidad. Entonces mamá decía «Más bajito», y yo apagaba los motores y hacía silencio; hasta que sobrevenía el crujir del acero mientras el submarino se abismaba más y más. Recuerdo que en una ocasión me preguntó qué representaba ese sonido. Con aire trágico le respondí que era un canto fúnebre, ya que nos hundíamos sin remedio. Se acercó sonriente y, al tiempo que me tomaba en sus brazos, dijo «Yo te salvo». Enfadado, alegué que eso le restaba seriedad al juego y volví al submarino. Nunca supuse que años después, hostigado por el crujir auténtico del acero, iba a rogar por aquellos brazos salvadores de mamá.
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