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lunes, 12 de diciembre de 2016

Sueño de una tarde de otoño



CUANDO empecé a trabajar con mi padre en el bote, conocí a muchos pasajeros extraños, pero ninguno como aquéllos de una tarde de otoño. Primero aparecieron un par de pingüinos que, muy educadamente, solicitaron nuestro servicio. Mi padre aceptó cruzarlos siempre que pudieran pagar el pasaje.
—¿Y por qué no nadan? —quise saber mientras subían.
—¡No molestes a los señores! —me reprendió mi padre.
—Señor y señora —intervino la pingüina—, y tu pregunta, jovencito, no molesta. Lo cierto es que ya estamos grandes para esos menesteres.
—¡Ah! —dije yo, pero no por la respuesta, sino porque apareció de repente un elefante.
—¿Cuánto cuesta el pasaje? —dijo.
—Cien pesos, aunque no creo que el bote aguante —juzgó mi padre.
—¿Tiene seguro? —dijo el elefante.
—No.
—Yo tampoco. —Y su risa sonó como una andanada de artillería. Luego, guiñándome un ojo, agregó—: ¡Perdón! Lo cierto es que soy más liviano que una hoja. —Y acto seguido se subió al bote.
A mitad del río, una fuerte brisa levantó al elefante por los aires, pero, de un salto que casi nos puso a todos a nadar, alcancé a sujetarlo por la trompa.
—¡Gracias, muchas gracias! —repetía él sin cesar, y los pingüinos y yo, para su tranquilidad, completamos el viaje subidos a su lomo.
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miércoles, 20 de julio de 2016

Una visita inesperada



MIENTRAS resolvía a disgusto ecuaciones de primer grado, un castillo diminuto se desplazó desde una esquina a otra de mi escritorio. Instintivamente miré hacia la biblioteca. Faltaba un libro. Me puse en pie y el castillo saltó al suelo y se encaminó hacia la puerta. «¡No temas!», le dije, «sólo quiero saber si sos el castillo del mago Howl». Una luz intensa brotó de su interior. «¡Calcifer!», exclamé, y el demonio de fuego que alimenta el hogar y mueve al castillo, volvió a palpitar con fuerza. Entonces le pregunté por Sophie, por Howl, por Michael…; debí de abrumarlo, porque el castillo marchó hasta el libro de Diana Wynne Jones —oculto bajo mi almohada— y se zambulló entre sus páginas.  El splash me empapó la cara de palabras. Angustiado, me apresuré a leer: «En el reino de Ingary, donde existen cosas como las botas de siete leguas y las capas de invisibilidad, ser el mayor de tres hermanos es una desgracia». Parecía que todo estaba en orden, así que cerré el libro y lo coloqué de nuevo en la biblioteca. Durante varias semanas no ocurrió ningún otro incidente. Pero una tarde, al volver de la escuela, faltaban dos libros de mi biblioteca. Uno era, lógicamente, «El castillo ambulante»; del otro no tuve ni idea hasta que, a lomos del mismo, el castillo apareció con una niña a través del espejo.
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domingo, 27 de enero de 2013

Fábula para los días sin sol



EL MAGO extrajo una trompa larga y gris de la chistera, la trompa de un elefante. Atónito, intentó sacar al resto del paquidermo pero comprobó que este se resistía. Entonces, sin soltar el apéndice nasal, se asomó a la boca del sombrero e increpó al animal para que saliese.
—Lo siento —dijo el elefante—, al ver su mano le tendí la trompa porque creí que me estaba saludando. Pero entienda usted que me resulta imposible complacerlo.
—¿Por qué?
—Mire, por lo que olfateo, ahí afuera hay mucha gente y me da vergüenza aparecerme así, de improviso, tan despeinado y sin corbata.
—¡Esas cosas no le importan a los niños!
—¿Niños? Nunca vi uno. ¿Cómo son?
—Son como el resto de la gente aunque pequeñitos de cuerpo.
El elefante se quedó pensativo.
—Sin embargo los niños tienen una particularidad... aunque de seguro a usted eso no le interesa.
—¿Cuál? —dijo el paquidermo con los ojillos redondos como monedas.
—Los niños, a diferencia de sus mayores, creen que se puede sacar cualquier cosa de una chistera, incluso un elefante. ¿Pero sabe qué pasa cuando, por ejemplo, dicho elefante se niega a salir?
—No.
—Dejan de creer en la magia.
—¡No me diga!
—Sí le digo. Aunque mejor no lo entretengo más... Sólo una última cosa, ¿no vio al conejo por ahí?
—Señor mago, habiendo un elefante aquí pregunta usted por un conejo. ¡Vamos, vuelva a jalarme de la trompa que me muero por conocer a esos niños!
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miércoles, 19 de septiembre de 2012

El lápiz que quería aparentemente dibujar un círculo



YO, en realidad, quiero dibujar un cuadrado pero mi lápiz porfía. Tal vez los círculos sean más agradables, o tal vez no hagan más que bienvivir de la fama de perfección que les otorgaron  los griegos. De lo que estoy segura es de que no me apetece trazar uno. Así que mi lápiz y yo nos frustramos mutuamente hasta que la mesa, el cesto y el piso terminan rebosantes de hojas. Reprimo a duras penas el deseo de hacerlo astillas o, al menos, de quebrarle la punta y castigarlo al fondo de la cartuchera. Lo cierto es que, dado que con él he producido mis dibujos más artísticos, finalmente le permito que guíe mi mano. Tras ponderar el círculo fraguado como bastante defectuoso, me levanto para desentumecer las piernas. Entonces el lápiz hace lo propio y baila sobre el papel para agregarle al dibujo una línea ondulante a cuyo extremo se ata con serena resolución.
Podría haberle cerrado la ventana en las narices o pinchado el globo. En lugar de eso, me reclino sobre el marco y contemplo —no sin envidia— su huida, el balanceo pendular de quien acaba de aprender a dibujar sonrisas en el aire.

miércoles, 7 de diciembre de 2011

Los coleccionistas de vidrio, de Aurora Ruá



Los coleccionistas de vidrio
Autora: Aurora Ruá
Ilustraciones: Paula Alenda
Páginas: 94
Editorial: Tándem Edicions
Año: marzo 2011
Colección: La bicicleta amarilla

Me ha gustado —y mucho— leer Los coleccionistas de vidrio. Como se lo expresé a la autora, se lo hace con el mismo placer que se bebe un vaso de agua fresca. La prosa fluye limpia, amena, sin quiebres... Una delicia.

El libro se divide en cuatro capítulos, en el primero, La casa azul, Aurora nos presenta a los protagonistas: Andrés, un niño que perdió a su madre al nacer y, pocos años después, a su padre y su tío en un naufragio; quedando así a cargo de su abuelo. Éste es un viejo marinero que desde la muerte de sus dos hijos no ha vuelto a aventurarse al mar. Ambos viven en la casa azul que refiere el título del capítulo. El tercer protagonista es Joaquín, quien no lo pasa nada bien dado que su padre es un borrachín. 

Cierto día, la maestra pregunta sobre el significado de la palabra coleccionismo, y, luego, sobre qué colecciona cada uno. Al llegarle el turno a Joaquín, y decir éste que nada, recibe una burla (podría coleccionar chapas y posavasos de los bares) que lo hace salir corriendo, previo ajuste con el bocazas, de la clase. Anoticiado el abuelo de lo sucedido, urde un plan. Pero mejor que se los cuente la autora:  

[...] —Podéis explorar tras la tormenta —sugirió el abuelo—. Es el mejor momento, las olas arrojan tesoros ocultos a la orilla, como éste.
Entonces sacó de su bolsillo un objeto y lo colocó sobre la mesa. Era una piedra redondeada de color rojo.
—¿Qué es? —preguntaron al unísono.
—Vidrio de mar.
Los niños se miraron con extrañeza y acariciaron la superficie pulida de la piedra.
—¿De dónde la has sacado? Es precioso...
—Lo encontré tras una tormenta, entre las piedras de la orilla. Son difíciles de encontrar, no creáis... Alguna vez me he planteado ir a buscar más, coleccionarlas, pero ya estoy mayor para andar yo solo por las rocas... Además, tampoco tengo la vista que tenía... Podríais acompañarme algún día a buscar más.
—¿Hay vidrio bajo el mar?
—Claro, vidrio arrojado por los hombres a lo largo de miles de años. Cada uno de estos vidrios tiene una historia sorprendente. Fíjate bien, parece una simple piedra, pero... piensa por un momento qué objeto fue antes de convertirse en este fragmento. ¿Qué manos lo lanzaron al mar? ¿Cuánto tiempo ha viajado y qué distancia ha recorrido? Cada uno de ellos guarda una historia extraordinaria. Éste, sin ir más lejos, es parte de la copa del pirata Barbanegra... ¡No me digáis que no conocéis la historia!
Los dos niños negaron boquiabiertos. [...] 

Entonces el abuelo les cuenta la singular historia de La copa del pirata, tras lo cual, y ante la curiosidad de los chicos por conocer cómo se enteró de lo referido, el anciano les dice que es como si (las piedras me) susurraran las palabras al oído, sólo hay que saber escuchar. Luego, como no podía ser de otra manera, el abuelo le regala la piedra roja a Joaquín para que comience su colección. 

El abuelo, por supuesto, es un cuentacuentos, y en cada capítulo les regalará a los niños y a nosotros la historia de las piedras que los niños vayan hallando. Por lo tanto,  tenemos dos lecturas simultáneas: la de las vicisitudes de los pequeños y la de los cuentos. La técnica de intercalar historias dentro de una narración mayor tiene una larga y fructífera tradición literaria que nos remonta a Scheherezada, El Decamerón, Corazón de Edmundo de Amicis, etc. (con las singularidades de cada caso). Pero como toda técnica a la que se utiliza sabiamente, funciona para el lector como si fuera la primera vez.

Los capítulos siguientes (sobre los cuales no voy a explayarme, espero que con el primero haya sido suficiente para despertar vuestro apetito lector) son: La Cala del Viento, Teresa y Los coleccionistas de vidrio. Con sus respectivos cuentos: El farol de loto, La botella del náufrago y El escarabajo del faraón.

Sobre los cuentos acotar que son un prodigio de imaginación. Me han gustado todos, pero mis preferidos son La copa del pirata y El farol de Loto. De este último les dejo el comienzo:

Loto era la hija más joven del emperador, la más bella, la más alegre y afectuosa. Era el tesoro más preciado del monarca, y crecía entre mimos y constantes cuidados en lo más recóndito del harén del palacio, ajena al mundo real que respiraba  al otro lado de las murallas. [...]

Entre las muchas páginas destacables del relato no puedo dejar de citar el encuentro en el capítulo 2 de los amigos con la que será la cuarta protagonista, Teresa.

[...] La inspeccionaron de arriba abajo, era un lugar mágico en el que el rumor del mar se oía amortiguado, como cuando pones una caracola junto al oído.
—¿Crees que alguna vez vuelven por aquí las sirenas? —preguntó Joaquín.
—No sé, aunque el abuelo dice que todavía existen, yo no lo tengo muy claro.
Salieron por la abertura del otro lado, que daba a otra bahía más amplia; entonces la vieron. Apenas podían creerlo, sobre una roca, sentada tomando el sol con los ojos cerrados, descansaba una sirena de largos cabellos dorados. Se quedaron inmóviles como estatuas, con las bocas abiertas por la sorpresa, hasta que, de pronto, ella percibió su presencia y se incorporó.
—Hola —les dijo—. ¿Qué estáis mirando?
No era una sirena, era tan solo una niña a la que no conocían. [...]


El libro, además, viene bellamente ilustrado por Paula Alenda. Un total de nueve acuarelas recrean pasajes de la historia de Andrés y Joaquín o de los cuentos. Las mismas son sobrias y delicadas.

En cuanto al libro como objeto en sí, se ve que estamos ante una editorial responsable. La edición está muy cuidada, el papel es de buena calidad y el tamaño y tipo de la letra altamente legible.

En suma, un libro que desde aquí recomiendo para los peques (de 8 años en adelante se específica en la contratapa) y para los no tan peques que gustan del dejarse llevar por la buena lectura sin importar edades.

Mis más sinceras felicitaciones, Aurora.
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