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sábado, 24 de febrero de 2018

El lector y su oyente



I
Cuando aquella noche el anciano se desmayó en la calle, lo reanimaron unos impetuosos lengüetazos. Eran de una perra menuda, de color ocre y mirada triste. Él la acarició y ella lo siguió hasta su casa. No tuvo más remedio que dejarla entrar. «Sabés —le dijo—, a los ochenta y siete pirulos, sos mi primera mascota». Y enseguida recalentó unos fideos que le habían quedado de la cena. «Espero que te gusten», sonrió, y a la perra le gustaron, casi tanto como su casita improvisada con una caja de cartón y una frazada en desuso.
II
Cuando el clima y el reuma se lo permitían, el anciano iba al parque a leer bajo la sombra pródiga de algún árbol. Entonces había que ver cómo la perra prestaba atención a las palabras que salían de sus labios, y cómo, en aquellos párrafos poblados de zozobra, a ella se le crispaba el lomo. Hombre y animal formaban así una especie de simbiosis que hacía imposible determinar quién había adoptado a quién.
III
Una noche, el viejo apartó la vista de su lectura y descubrió que su fiel oyente tenía la mirada más triste que nunca. Con la rapidez de un rayo se acuclilló a su lado, pero no halló respuesta a sus caricias. Lloró largamente, y al incorporarse se observó a sí mismo sentado en el sofá y con el libro abandonado sobre las rodillas. De pronto algo tocó su mano. Era la perra que le traía la correa para guiarlo al parque más hermoso que jamás hubiera conocido.
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sábado, 1 de abril de 2017

Náufragos



A mi amado Duque
(25 de septiembre de 2011 – 1 de febrero de 2017)
CUANDO comenzaba a flaquear, vi el bote. Pensé que no había nadie a bordo, pero al tratar de subir un gruñido me contuvo. Un perro de respetables colmillos custodiaba el cuerpo de un hombre. Permanecí en el agua un rato más, hasta que el perro dejó de gruñir. Ya sobre lo seco, encontré varios bidones con agua; bebí con fruición, y el can apartó la cabeza del pecho de su amo. Vertí un poco en mi palma y se la ofrecí. Bebió con idéntica fruición; varias palmas. Luego me aproximé al hombre que, como supuse, estaba muerto. Acaricié la cabeza del perro y cubrí el cuerpo del difunto con una manta. Había en el bote algunas provisiones que tampoco dudé en compartir con mi nuevo amigo. Cuando éstas se acabaron, me las ingenié para pescar. A él le costó más que a mí acostumbrarse al sabor de la carne cruda. Podría decirse que pese a las circunstancias todo marchaba bien, a no ser por el hedor del cadáver. Una mañana, ya harta mi nariz, lo arrojé al mar. El perro me miró tristemente, bajó la cabeza y se lanzó tras su dueño. Cuando me rescataron, llevaba cinco días sin probar bocado.
Safe Creative #1703211196720

El presente texto ha recibido una mención en la primera propuesta anual del VI Certamen de relato corto para mesilla de noche, que organiza el sitio Esta noche te cuento.

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