Palacio de las Artes
Reina Sofía (Valencia)
En la década de los 70,
los españoles éramos más pobres. Las calculadoras a pilas amenazaban con
descaro a las reglas de cálculo, la informática era una promesa factible y nosotros
aspirábamos a situarnos sin apetencia de movilidad en una empresa “para toda la
vida”.
En la década siguiente
fuimos más ricos que ayer, pero menos que mañana. La transición española -se dijo-
fue modélica, y es posible que así fuera; contra Franco la unión era más firme,
prácticamente todos deseábamos, sin
haberlo practicado vivir en democracia, esa asignatura a la que cada día hemos de dedicarle un afán.
El mañana de los 90, las promesas electorales y los fondos europeos cambiaron algunos conceptos establecidos, de la frase tópica y típica en la reunión de mamás “mi niña sale con un chico muy trabajador” pasamos a “el novio de Piluca es muy inteligente, ¡Va para concejal!"
El mañana de los 90, las promesas electorales y los fondos europeos cambiaron algunos conceptos establecidos, de la frase tópica y típica en la reunión de mamás “mi niña sale con un chico muy trabajador” pasamos a “el novio de Piluca es muy inteligente, ¡Va para concejal!"
Si bien es absolutamente cierto
que la descentralización de las administraciones fue positiva y beneficiosa, no
lo es menos que su gestión debe controlarse. Y es aquí donde a los ciudadanos
nos cumple el diario afán, no solo en forma de crítica, que también. Nuestros
concejales, alcaldes, diputados, no son sino nuestros delegados, y a ellos debemos exigir con hechos una buena gestión, al margen de
militancias o sentimientos en lugar de actuar con mimetismo. No está del todo
claro si ellos son nuestro reflejo o nosotros les imitamos, ¡O más bien sí! Entre todos hemos creado una sociedad
que hace del despilfarro y la ostentación su bandera.
Para estar socialmente en
línea uno ha de tener casa en la playa hacer un crucero o jugar al golf (nada que
objetar a playa, crucero y golf). Hemos pedido créditos -que hay que pagar- para la comunión del niño, para vacaciones,
para la Feria de Abril, o para un 4x4 de muchos centímetros cúbicos que usamos
en ciudad. Quizás no hacía falta pero nadie ha explicado las secuelas de
semejante dislate; nuestros mayores lo tenían muy claro: cuando contraían un
compromiso de pago, detraían de los ingresos una cantidad que en una caja o
sobre esperaba el momento de hacer frente a la obligación contraída. Eran otros
tiempos.
No se trata por supuesto
de justificar el comportamiento aberrante de nuestros ínclitos elegidos, ni de
aplaudir soluciones que pasan por aumentar su afán recaudatorio sobre nuestro
diario afán para ir pagando -y de paso recoger algún que otro beneficio justo
premio a sus ideas- proyectos faraónicos
(que en ocasiones aplaudimos). No se trata de tolerar, repito, ni justificar sino de una obligada meditación sobre lo sólido de nuestros principios.
Lo público es de todos, lo
privado de cada uno, lo dramático es que pagamos errores propios y ajenos. ¡Algo
habremos hecho para merecer este castigo!