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jueves, noviembre 18, 2010

no aseguran nada salvo olvidar




Haleb

I
Conozco Aleppo como si conociera la palma de mi mano,
recorro con mis ojos cerrados sus calles de bóvedas,
pasajes y recovecos desde sus ocho pequeñas colinas
hasta el barrio judío de Bahsita para tratar de encontrarme
con mi abuelo Jacobo o mi abuela Ana mientras la ciudadela espía
desde allá arriba fortificada y a manera de atalaya sobre las planicies
del Eufrates ¿Será porque sus susurros, sus lentas y suaves palabras
en árabe y hebreo, resuenan todavía en mis oídos o porque su nombre
me suena fértil para los sueños, refugio de nuestros antepasados?
Aram Zobá, Halab, Haleb, Halep, Aleppo la blanca son los nombres
para nombrarte mientras punzantes trompetas resquebrajan las murallas
que caen sobre los indefensos canaanitas y Abraham, con su cabeza cubierta
y su cuerpo enjuto, reparte leche entre los pobres y recorre las callejuelas
junto con Sara, Isaac, Hagar, Ismael.

II
Me entrego a las estrellas mientras rezo en este knis o yamí
a cielo abierto y la brisa de verano acaricia mi boca, acaricia
mis palabras que en árabe o hebreo remedan los gestos y el balanceo
de mi cuerpo, me inclino hacia Jerusalén, me inclino hacia La Meca
y balbuceo bendiciones; escucho en la apacible oscuridad
el lento despertar de Haleb, como yo tumbado en este patio
de columnas y arcos, de nichos y tabernáculos de adobe, me abrazo
al Keter Tora y ardo con él.


III
En el quieto amanecer se escuchan los suaves rasguidos del ud,
el tintineo de un daff, el seco golpeteo sobre el dumbek, la voz
monocorde de un jazan (¿o es un muezzin?) que se frena en las nasales,
se estira en una vocal mientras borda melodías y se agrava,
se torna aguda, dulce, se curva y baila en el aire hasta seguir sola
en el silencio del sol naciente y repite una beraja o
una müwashshah que no aseguran nada salvo olvidar.



Jasidin

Y mis hermanos hicieron lo que nunca pude hacer:
veneraron a Dios desde su profunda intimidad. Lo amaron
como ya no lo haré. Ellos siempre bailan y se abrazan
con pasión a la Torá, se agitan con su peso. Se golpean
y sudan por ella. Tropiezan con suave frenesí
para estar lo más cerca posible del sefer. Van con sus ropas
desaliñadas a los brincos, los tzitzit que asoman por fuera
de la camisa blanca y del pantalón mientras una mano
aprieta el sombrero en la cabeza para que no caiga y la otra
agarra el sefer torá. Allí se olvidan del tiempo y los cánticos
suceden sin parar: en las bocas se asoman melodías de milenios
que se unen como se juntan sus manos con sus barbas ralas,
los brazos por sobre sus hombros con los torsos empapados.
Y yo los miro desde el Knis de Lavalle, entre Larrea y Paso,
me inclino, cierro mis ojos, digo shemá Israel, atrona el shofar
pero este cielo azul intenso que veo desde las ventanas abiertas
hasta las paredes blancas del patio interno y sus columnas abovedadas,
no me devuelve nada propicio; el jazán que entona, el sidur abierto
de Yom Kipur ¿Dios nuestro Dios es uno?, indago con mi rostro
abatido mientras del murmullo emerge el dejo claro y filoso
del Kadish: “Itgadalveitkadash shemé rabé (amén)” y debemos dar
prueba de devoción a Dios más allá del supremo dolor por nuestros muertos.
Así, mis hermanos Pablo y Gabriel unen sus hermosas voces a las otras:
yo los veo con kipá y talit cómo rezan fervorosos, los sigo observando
hasta que llegue el mesías.

Yaki Setton, Buenos Aires, 1961
en Nombres propios, Bajo la luna, Buenos Aires, 2010
imagen: s/d