martes, marzo 12, 2019
ricardo molinari. el tabernáculo (selección)
VI
Quién me devolverá
el humo seco
del aire cuando quema sus espadas
sobre los árboles;
tu ancla fija
en un montón de plumas;
tu muerte
cruzada de alfileres;
tu estación
de agua estancada.
Nadie puede venir
ya hacia mí
porque estoy solo,
igual que un túnel;
igual que una medalla
de estaño en la basura.
Mañana cuando esté dormido
entre sombras y puertas,
y tu cansado destino
llegue a tus ojos:
esta flor
-rosa de la calle sin salida-
estará sobre una escalera oscura,
esperándote. Sombra
de tanta sombra,
de corazón, de triste nube
sin cielo.
Ricardo Molinari, Buenos Aires, 1898-1996
de El Tabernáculo, Poesía Pez Naúfrago, Ediciones del Dock, Buenos Aires, 2019
lunes, enero 05, 2009
oh tristes muertos
elegía a la ciudad de esteco
Nadie te llora, Esteco, ni tus ruinas mueven los pájaros;
nadie se acuerda de tus palacios ni de tus dulces mujeres. Tampoco vosotros,
¡oh tristes muertos!, os acordáis de nadie y vuestros huesos silban
en el atardecer, sobre los días, para la noche y los largos siglos.
Job XXVII, 15 Qui reliqui fuerint ex eo sepelientur in interar.
Nadie vuelve la memoria a tu pueblo; a tus desatados sepulcros,
que no quiere cubrir el polvo; a tu corazón.
Ninguno, por tus hijos, consume su cuerpo solitario
con mezclados lutos. Ninguno, Esteco, se asienta,
a la sombra de tus abiertos árboles, ni limpia sus cansados ojos para mirarte.
Nadie busca tus escondidas desdichas, ni el pie que huye llega hasta ti;
nadie te ve debajo del cielo; solo nuestras orejas oyen vuestra arrogante fama:
«¡No sigas ese camino,
no seas orgullos y terco,
no te vayas a perder
como la ciudad de Esteco!».
El tigre-uturrunco no cruza sus malezas ―ni los perros―; únicamente el crispín,
y las serpientes te señorean sobre la sabandija,
¿Qué fue de ti, vana en la derrota? Qué hará tu luna por el verano, hambrienta y sorda,
entre los chañares, las breas y los algarrobos,
sólo tus muertos andan por las praderas, ceñidos de sucias tinieblas con sus incansables
yanaconas, que corren detrás de los rebaños,
del viento, con flechas mojadas en peligrosas hierbas,
y tirar otras almas al aborrecible infierno.
Nadie quiere ver tus infortunios, ¡nadie!, ni mover tus joyas, ni abrir tus abandonadas cenizas;
Sólo el aire, la lluvia y el sol, vuelven para aventar tus amargas ruinas sobre las ciudades.
¡Qué olvido tan grande de Dios habréis tenido!
Decid, ahora, hombres terribles de más lejos,
si vuestras caballerías herradas en plata y oro, os despiertan;
decid si oís cantar los gallos, el zorzal silbador, los ríos,
y si vuestros ojos ven volar los pájaros por el amanecer.
No. ¡Qué pena pesada bajó de aquel día hasta vuestras perdidas cabezas!
El viento colorado no sabía por dónde arrancar esa mañana;
las chataras, dando gritos, se caían de su vuelo con los ojos hacia adentro,
y el Pasaje sacó sus aguas del apretado seno, y las volcó sobre la tierra, y los peces,
brillantes, saltaban como los niños al atardecer; y buscaron los árboles para guarecerse;
el río de Las Piedras lo seguía, con sus sábalos, con sus bogas, sus bagres y dorados, a igual que las hojas
que arrastra el otoño.
¡Ay, infeliz ciudad: tus ángeles no te vieron,
y nadie guardó vuestra triste suerte!
¡Quién cantará tus desdichas! ¡Quién se acuerda hoy de nada!
«Cuando salí de mi casa
todos lloraban por mí;
las piedras lloraban sangre
y el sol no pudo salir».
¡Esteco! ¡Esteco!
Fuente: Ricardo E. Molinari, Argentinos en letras, Ediciones Culturales Argentinas, Buenos Aires, 1961
sábado, agosto 02, 2008
tengo la voluntad avergonzada

una rosa para stefan george
No es la paciencia de la sangre la que llega a morir,
ni el sueño ni el mármol de Delfos, sino el polvo
que se calienta en las uñas.
Qué importa morir, que se borren las paredes como un río seco;
que no quede una flor en la calle con su borde de luto en la frente,
ni el viento sobre las piedras podridas.
Qué haces allí, tronchado de humedad,
con tu dicha sin aliento con tu muerte tendida a los pies.
Con tu espuma llena de ceniza. Desdeñoso.
Ya vendrán los hombres con el ruido, con los gestos;
pero el odio seguirá intacto.
Todos te habrán estrechado la mano alguna vez,
y tú habrás bebido la cicuta en la soledad,
como un vaso de leche.
Adiós país de nieve, de ventisca agria, sin gentes que digan mal
de ti. Eterno. Desnudo.
La sangre metida en su canal de hielo
—fuego sin aire— Jordán perdido. Si el tiempo tuviera sentido
como el sol y la luna presos;
si fuera útil vivir,
si fuera necesario,
qué hermoso espanto: tengo la voluntad avergonzada.
Yo soy menos feliz que tú. Me quedo combatiendo sin honor,
con un haz de ramas en las manos.
Duerme. Dormir para siempre es bueno, junto al mar;
los ríos secos debajo de la tierra con su rosa de sangre muerta.
Duerme, lujo triste, en tu desierto solo.
¡Esta palabra inútil!
12/5/1933
ricardo molinari
lunes, mayo 12, 2008
ya no me duele el silencio
CASIDA DE LA BAILARINA
Si baylas, no miro miembros tan sueltos
en tus ninfas... ribera Gaditana,
ni passos hazia Venus tan resueltos
Bocángel
I
Quiero acordarme de una ciudad deshecha junto a sus dos ríos sedientos;
quiero acordarme de la muerte de los jardines, del agua verde que beben las palomas,
ahora que tú cantas y bailas con una voz áspera de campamento;
quiero acordarme de la nieve que vuelve con la lluvia
para humedecer su boca de viento dormido, su luna abierta entre la yedra.
Quiero acordarme de mis amigos, !ay!, de cómo dormirá una mujer que he querido.
Baila, aliento triste, alarido oscuro. Lleva tus pies de acero sobre los alacranes
que tiemblan por las hojas de la madera,
golpeando sus tenazas de polvo
cerca de tu piel.
Baila, amanecida; empuja el aire con el calor del cuello, con la serpiente que conduces rota
en la mano enamorada y dura.
Yo estoy pendiente de ti, ensombrecido: tu canto me enfría la cara, me envenena el vello.
¡Qué haría para poder estar quieto,
abierto en tu garganta llena de barro,
hasta resbalarme por tu pecho, como una llama de rocío!
Baila sobre el desierto caliente.
Nilo de voz, delta de aire perecible.
II
Quisiera oír su voz que duerme con su narciso de sangre en el cuello,
con su noche abandonada en la tierra.
Quisiera ver su cara caída, impaciente sobre el amanecer,
junto a su viola de luz insuperable, a su ángel tibio;
su labio con su muerte, con su flor deliciosa, sumergida.
Así, ofrecido; luna de jardín, perfume de fuente, de amor sin amor;
¡ah!, su alto río encerrado vagando por la aurora.
III
Rosa de cielo, de espacio melancólico;
Orfeo de aire, numeroso, solo. ¿Quién verá
la tarde que contuvo su cara de hombre muerto?
Su soledad esparcida entre los ríos.
IV
Baila, que él tiene el cuerpo cubierto de vergüenza
y la lengua seca, saliéndole por la boca dulce,
como una vena perdida.
Yo pienso en él, y ya no me duele el silencio,
porque nunca estarás más cerca de la luz
que en su muerte. Su pobre muerte encadenada.
¡Ya se ve su sueño en el desierto!
Las altas tardes que van naciendo del mar, los pájaros con los árboles de las colinas, las gentes aún pegadas a las sombras,
a los ríos oscuros de la carne.
Su muerte, sí, su muerte, un poco de la nuestra,
de nuestra muerte sin premura. Ya estás ahí, solo como alguno de nosotros en la vida.
Duerme, triste mío, perdido, que yo estoy oyendo
el canto del adufe que viene del desierto.