De hacer deporte en verano, o a quién se le ocurre correr con la calor que hace




Cualquiera que pase por el blog con asiduidad sabe una cosa de mí (bueno, sabe muchas, pero aparte de mi pasión por Alan Rickman, la más gorda es esta): odio hacer ejercicio. Lo odio con pasión, con las mismas ganas que odio las habas, por mucho jamón que les pongas, o los caracoles, pero de ahí por lo menos aprovechas la salsa. Iba a decir que lo odio tanto como a Trump, pero no, porque el ejercicio al menos es bueno para la salud y Trump no.

No soy yo, pero podría serlo.
La cara de dolor nos une.
Y es que el deporte, el ejercicio en general, está mal diseñado. Me van a perdonar los forofos del deporte, esos locos y locas que salen a correr maratones con treinta y seis grados a la sombra, o que se meten un triatlón entre pecho y espalda y al día siguiente van a entrenar para quitar las agujetas, pero una actividad que te hace sufrir antes de darte todos los beneficios que da el deporte sufre de un gran defecto. Pensad, como dijo una amiga, en el alcohol. Todos y todas sabemos que el alcohol es malo, que te fastidia el hígado, que te nubla la razón... Pero cuando te tomas un par de cubatas se te olvida hasta tu nombre; la mayoría de las veces te lo pasas en grande (a no ser que te dé llorona), y en plena borrachera llegas a pensar que qué hay de malo en estar borracho todo el día, si es lo más grande, la única manera de vivir la vida. Hasta que llega el día siguiente, claro, y la resaca te deja arrodillado/a frente al dios Roca, echando hasta la primera papilla y dándote cuenta de que el alcohol sabe mucho mejor al entrar que al salir. Si encima eres como yo, que tengo un problema con el dichoso esfínter que une el esófago con el estómago, puedes llegar a pasarte hasta quince horas vomitando (o dos días; os juro que no exagero). Entonces es cuando dices "nunca más, no vuelvo a beber en mi vida, tenían que imponer la ley seca, esto debería ser ilegal". Pero cuando vuelve a llegar el momento de correrte una juerga, ¿de qué te acuerdas? ¿De lo bien que te lo pasaste o de la resaca? Poca gente conozco que haya dejado de beber por una mala resaca. (Exactamente cero. Al final siempre recaemos.)

20 qué, ¿kilos?
Sí, claro, esa sonrisa iba a
tener yo.
El deporte, sin embargo, funciona al revés. Primero sufres; te esfuerzas por llevar a cabo el ejercicio en cuestión, ya sea corriendo en la calle, en las máquinas del gimnasio o en una de esas clases que inventó algún masoca con la excusa de ponerte en forma (no incluyo los deportes de equipo, que suelen ser más divertidos. En mi caso son una tortura porque, como soy tan mala, la gente termina riéndose de mí o medio cabreada porque no hago más que parar el juego). Sudas. Te duele. Los primeros quince minutos te esfuerzas al máximo por eso de sacar el mayor rendimiento posible a lo que estás haciendo. Miras el reloj. Te das cuenta de que a la puta clase de GAP le queda todavía más de media hora y tú ya no puedes más. Aguantas otros quince minutos como puedes, pensando que los últimos quince serán para estiramientos. El cabrón del monitor solo necesita cinco porque claro, él está acostumbrado y no necesita estirar. Sientes cómo se te sube la bola en la tripa, algo que no creías posible (¿ahí hay músculo?). Reniegas de la clase y te juras que no vas a volver más. Te pasas una semana con agujetas. Eso sí, esa noche duermes del tirón, acunada por las endorfinas que has creado. Si consigues ir dos o tres veces a clase (o a las máquinas) te das cuenta de que estás más ágil, de que aguantas mejor el día, de que duermes mejor. Pero ¿de qué te acuerdas cuando piensas "tengo que ir al gimnasio"? De lo que sudaste, de lo que sufriste, de lo que dolió. Porque, insisto, los beneficios del deporte están mal colocados. Si sintieras lo que sientes después mientras lo estás haciendo, otro gallo cantaría. Los gimnasios estarían mucho más llenos de lo que ya están (algo que no entiendo. Cómo nos gusta sufrir).

Lo peor de todo esto, para mí, es que me gustaría ser deportista. Veo cómo disfruta la gente a la que le gusta hacer deporte y pienso "joder, por qué yo no". Les veo correr, poner su cuerpo al límite, participar en carreras que a mí me parecen inhumanas, y me dan una envidia mortal. Daría cualquier cosa por ser una de esas personas que se levantan una hora antes para poder correr cinco kilómetros antes de ir a trabajar, o meterse una clase de spinning antes del desayuno. Cada vez que salgo de la ducha después de una hora de ejercicio, con todos los beneficios aún frescos, pienso "tengo que hacer esto más a menudo. Tengo que convertirlo en costumbre". Y al día siguiente llega la hora de ir al gimnasio y pienso "quita, quita, con lo bien que se está en el sofá. Luego si eso voy a cazar Pokémones y me doy una vuelta".

Que sí, que me dan envidia. Aunque estos no tiene precisamente
cara de estar pasándolo bien. 

Dicen que no se puede enseñar trucos nuevos a un perro viejo, y yo, ejem, ya estoy en esa edad en la que cambiar de hábitos es difícil. Pero yo insisto; mi plan de hoy es ir al gimnasio, no sé si a una clase o a meterme cinco kilómetros en la cinta (o las dos, depende de cómo me pille de humor). Que no es que vaya a apuntarme al próximo triatlón, pero no veáis la ilusión que me haría participar en una carrera popular y no llegar la última. ¿Lo verán mis ojos? Si eso, os lo cuento.

Vacaciones de una anglófila, o la mala suerte de no haber nacido con acento británico.


Lo confieso: me encanta el Reino Unido. Digo Reino Unido como si hubiera estado en algún otro sitio que no sea Inglaterra, pero es que queda mucho mejor porque así se nota que sabes la diferencia entre una y otra. Porque yo lo que quiero decir no es que me gusta Inglaterra, sino que me gusta todo el Reino Unido. Aunque solo conozca parte. Pero me gusta todo. Por anglófila, que no es una enfermedad diagnosticada (todavía), sino el amor hacia todo lo que suene al idioma de Shakespeare.

Recuerdo que una vez, hablando de acentos, alguien me dijo que podría enamorarse de alguien solo con oírle hablar con acento argentino; a mí me pasa eso con el acento inglés (y aquí sí que quiero decir inglés, que el irlandés me parece divertido pero no romántico, y el escocés no lo entiendo; el galés no lo conozco, sorry), aunque reconozco que los hombres británicos no me parecen, ni con mucho, los más apuestos del mundo. Pero es que oigo un "toss it in the bin, luv" y me derrito, por más que traducido al castellano no sea más que "tíralo a la basura, cielo", que ya ves tú qué romántico y qué especial. Una semana he pasado en Bath y teníais que verme andando por la calle, poniendo la oreja para escuchar conversaciones que no me incumbían y practicando las expresiones que más gracia me hacían (para lo que era necesario ir hablando sola por la calle y aguantar las miradas de más de un guiri preocupado por mi salud mental; es lo que tiene viajar sola, qué le vamos a hacer).

Las vistas desde mi ventana. Quaint, isn't it?
Avon river. Lo que viene a querer decir
el río Río.
Bah, nada, el jardín trasero
de mi nueva casa

Y luego están los paisajes. ¡Qué paisajes! Siendo del norte, parece mentira que me derrita ante una campiña verde y casitas de piedra y madera, pero ¡ay!, lo que me gusta a mí un paisaje "quintessentially English". Los techos de paja, los pedruscos enormes en medio de pueblos perdidos por ahí, los pubs, la calle donde se rodó "Pride and Prejudice", la casa de los padres de Harry Potter en la primera película. Porque sí, por supuesto, ya que una va a visitar monumentos, cómo va a olvidarse de buscar los decorados de la película, al menos los del mundo real, que a los del estudio ya nos explicó Ana cómo ir (mi próximo objetivo, qué os pensabais). Y es que cada vez estoy más convencida de que yo tenía que haber nacido inglesa, o británica, o como mucho escocesa (por más que no les entienda), aunque a veces también opino que en mí habita una octogenaria de Arkansas. Pero con acento británico.

Aquí murieron James y Lily. Sniff. 

Como no podía ser menos, al viaje me llevé varios libros, y volví con más. En el avión de ida (y el tren a Londres, y el tren a Bath) casi devoré (de nuevo) NW, de Zadie Smith, una de mis escritoras favoritas. Y en Bath le eché mano (¡por fin!) a England, England, de Julian Barnes, libro que disfruté como una enana. Tiene mucha gracia leerlo después del Brexit, qué queréis que os diga (si se os da bien el inglés, he escrito una reseña aquí). Tuve tiempo de sobra para leer, porque Bath no es una ciudad (¿pueblo?) donde haya demasiado que ver, aparte de ser cara de narices y estar llena de turistas. Pero es muy bonita, y el bed & breakfast donde me quedé también mereció la pena. Otro rincón típicamente inglés.

El chalet a medio construir de un bilbaíno
que decidió a última hora mudarse a Laredo.
Menos mal que la climatología de mi querida región no me deja echar mucho de menos aquello. Desde que he vuelto, no ha asomado el sol aquí ni para dar los buenos días. ¿Veis? Si en realidad solo me falta el acento británico (inglés), lo demás ya lo tengo. Incluido el mal tiempo.


Manías literarias, o por qué en verano me cuesta encontrar lo que busco.



Ay, qué problema más gordo tengo este julio en el que el tiempo vitoriano, siempre tan amable, me regala esos días nublados en los que de playa ni hablar que terminan con un chaparrón justo a la hora en la que saldrías a tomar una cervecita para liberar la cabeza. Días en los que no te queda otra que abrir la ventana tras la lluvia para aprovechar el fresco y tirarte a la bartola  en el sofá con un libro en la mano y un gato en el regazo. Fijaos que he dicho "un libro", y no "un buen libro", porque no sé qué pasa últimamente que no encuentro ninguno que entre en esa categoría.

Aclaro que en verano no leo igual que durante el resto del año. En verano estoy cansada, no tengo la cabeza para grandes obras, y me da por leer literatura facilona, o al menos no tan densa como la que leo en otros momentos. Me encantan los clásicos ingleses, por ejemplo, o las novelas estadounidenses de principios del siglo veinte, pero en verano me decanto por bestsellers y novela negra, que de vez en cuando viene bien comer "chuches". Mi regla siempre es la misma: tienen que ser libros de bolsillo que cuesten menos de diez euros. Creedme cuando os digo que no es nada fácil encontrar libros "decentes" a ese precio, a no ser que sean de segunda mano (y soy un poco escrupulosa y no, gracias).
Que sí, que sí, que algunos libros
son una verdadera m... caca.

O igual no son los libros, igual soy yo. Me he dado cuenta de que leo igual que escribo, algo que no es fácil de explicar. No es que me gusten los libros que se parecen a mi estilo, sino que me gustan aquellos de los que puedo aprender algo. Y, después de tanta clase de escritura, de tanto revisar, de tanto blog de escritura que visito a diario, tengo muy claro qué cosas quiero aprender de la gente y qué no. No me refiero a aprender cosas sólo de los genios de la literatura, que de los bestsellers también se aprende mucho. Por poner un ejemplo, de Stephen King copiaría hasta las comas (no es tontería: me fijo mucho en las comas, soy muy maniática, y King y Steinbeck puntúan como a mí me gusta. Sí, vaya comparación acabo de hacer, clavaditos los dos), pero Karl Ove Knausgård, que se supone que es un genio de la literatura, me ataca los nervios con sus detalladas descripciones, a pesar de que, lo reconozco, el tío escribe que te cagas (pero no es mi estilo). Si pudiera me reencarnaría en Toni Morrison, pero tal y como están las cosas voy bien dada si alguien llega a ponerme a la misma altura que Fred Vargas, a pesar de lo distintas que son nuestras temáticas. (Anda que no aspiro alto ni nada. Se nota que no tengo abuela.)

Estos días estoy leyendo un libro que, en mi humilde opinión, es pésimo con avaricia. Sí, ya sé que tengo un punto de masoquista, que nadie me obliga a leer algo que no me gusta, que por qué sigo con él si es tan malo. Pero aquí entra otra vez Stephen King y su libro On Writing, en el que viene a decirnos que hasta de los libros malos se aprende. Y yo de éste estoy aprendiendo un montón. Por ejemplo:
No lo iba a poner, pero no he
podido resistirme. ¿"Para
leer en el sofá en días de lluvia"?
¡¡Ja, ja, ja, ja, ja!!

  • No soporto a las Mary Janes. Sí, ese personaje femenino que es perfecto, que todo lo hace bien, que no ha roto un plato en su vida. En el libro que me estoy leyendo hay dos, y a las dos quiero darles de bofetadas (por no decir otra cosa) en cada página. Aparte de que son unas ñoñas, y no soporto los personajes femeninos ñoños.
  • Me pone muy malita cuando el autor o autora vierte en el libro todo lo que él o ella ha aprendido en la investigación previa. Estoy leyendo una novela que no me han vendido como histórica ni de viajes; sin embargo, no hago más que leer citas de autores alemanes de principios del siglo veinte y finales del diecinueve, y explicaciones sobre la flora y fauna del ártico. De verdad, me importa un bledo cómo se aparean los eideres. De hecho, ni siquiera sabía que "eider" fuera una palabra en castellano; hasta hace unos años pensaba que era euskera y hace poco me enteré que venía del inglés, pero no sabía que existía en castellano. ¿Veis como de todo se aprende?
  • Esas frases en las que, para explicar un sentimiento, dan más vueltas que un tiovivo. De verdad, con "estaba muy enfadada" me vale, no hace falta que te pases las siguientes diez líneas diciéndome lo mismo de distintas maneras. 
  • ¿Realmente hace falta que me cuentes la vida y milagros de todos los personajes? ¿Necesito saber que tuvo una infancia difícil si ahora es la persona más feliz del mundo y sus problemas no parecen afectarle lo más mínimo? Esto igual es cosa mía, que me gusta dejar a la gente con las ganas de conocer más al personaje (he leído Juego de Tronos, como comprenderéis me gusta la intriga. ¿Y Snape? ¿Qué me decís de no contarlo todo?); pero lo cierto es que me he saltado párrafos enteros de "backstory" que no me interesaban lo más mínimo. No creo que a la autora le hiciera mucha gracia saberlo.
  • Los diálogos forzados. ¡Ay! La historia pide una pelea entre madre e hija y, nada más verse en el aeropuerto, se pelean sin venir a cuento. ¿En serio? ¿Tanta prisa tienes? O esos diálogos espectaculares del tipo "como bien tú sabes, llevo cinco años divorciada", que dan pie a contar su vida A ALGUIEN QUE YA SE LA SABE. De verdad. Insufrible. 
Puede que sea maniática (qué porras, sí, lo soy), pero cada vez me cuesta más encontrar libros de autores contemporáneos que no me defrauden. Al final siempre termino yendo a los mismos: cada vez que Zadie Smith o Jeffrey Eugenides sacan libro, salto de alegría, por no hablar de mi querido (ji, ji) Robert Galbraith o la gran Elizabeth George. No son obras inmensas, no son Literatura con mayúsculas, pero son pasatiempos bien escritos, de gente que sabe cómo manejar una historia y que no comenten errores de principiante. Y si no, siempre me queda Stephen King, que al ritmo que escribe da para estar entretenida muchos, muchos veranos. Solo con lo que ya tiene, me da para otros veinte.