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Vacaciones de una anglófila, o la mala suerte de no haber nacido con acento británico.


Lo confieso: me encanta el Reino Unido. Digo Reino Unido como si hubiera estado en algún otro sitio que no sea Inglaterra, pero es que queda mucho mejor porque así se nota que sabes la diferencia entre una y otra. Porque yo lo que quiero decir no es que me gusta Inglaterra, sino que me gusta todo el Reino Unido. Aunque solo conozca parte. Pero me gusta todo. Por anglófila, que no es una enfermedad diagnosticada (todavía), sino el amor hacia todo lo que suene al idioma de Shakespeare.

Recuerdo que una vez, hablando de acentos, alguien me dijo que podría enamorarse de alguien solo con oírle hablar con acento argentino; a mí me pasa eso con el acento inglés (y aquí sí que quiero decir inglés, que el irlandés me parece divertido pero no romántico, y el escocés no lo entiendo; el galés no lo conozco, sorry), aunque reconozco que los hombres británicos no me parecen, ni con mucho, los más apuestos del mundo. Pero es que oigo un "toss it in the bin, luv" y me derrito, por más que traducido al castellano no sea más que "tíralo a la basura, cielo", que ya ves tú qué romántico y qué especial. Una semana he pasado en Bath y teníais que verme andando por la calle, poniendo la oreja para escuchar conversaciones que no me incumbían y practicando las expresiones que más gracia me hacían (para lo que era necesario ir hablando sola por la calle y aguantar las miradas de más de un guiri preocupado por mi salud mental; es lo que tiene viajar sola, qué le vamos a hacer).

Las vistas desde mi ventana. Quaint, isn't it?
Avon river. Lo que viene a querer decir
el río Río.
Bah, nada, el jardín trasero
de mi nueva casa

Y luego están los paisajes. ¡Qué paisajes! Siendo del norte, parece mentira que me derrita ante una campiña verde y casitas de piedra y madera, pero ¡ay!, lo que me gusta a mí un paisaje "quintessentially English". Los techos de paja, los pedruscos enormes en medio de pueblos perdidos por ahí, los pubs, la calle donde se rodó "Pride and Prejudice", la casa de los padres de Harry Potter en la primera película. Porque sí, por supuesto, ya que una va a visitar monumentos, cómo va a olvidarse de buscar los decorados de la película, al menos los del mundo real, que a los del estudio ya nos explicó Ana cómo ir (mi próximo objetivo, qué os pensabais). Y es que cada vez estoy más convencida de que yo tenía que haber nacido inglesa, o británica, o como mucho escocesa (por más que no les entienda), aunque a veces también opino que en mí habita una octogenaria de Arkansas. Pero con acento británico.

Aquí murieron James y Lily. Sniff. 

Como no podía ser menos, al viaje me llevé varios libros, y volví con más. En el avión de ida (y el tren a Londres, y el tren a Bath) casi devoré (de nuevo) NW, de Zadie Smith, una de mis escritoras favoritas. Y en Bath le eché mano (¡por fin!) a England, England, de Julian Barnes, libro que disfruté como una enana. Tiene mucha gracia leerlo después del Brexit, qué queréis que os diga (si se os da bien el inglés, he escrito una reseña aquí). Tuve tiempo de sobra para leer, porque Bath no es una ciudad (¿pueblo?) donde haya demasiado que ver, aparte de ser cara de narices y estar llena de turistas. Pero es muy bonita, y el bed & breakfast donde me quedé también mereció la pena. Otro rincón típicamente inglés.

El chalet a medio construir de un bilbaíno
que decidió a última hora mudarse a Laredo.
Menos mal que la climatología de mi querida región no me deja echar mucho de menos aquello. Desde que he vuelto, no ha asomado el sol aquí ni para dar los buenos días. ¿Veis? Si en realidad solo me falta el acento británico (inglés), lo demás ya lo tengo. Incluido el mal tiempo.


8 de marzo


Hoy conmemoramos el día de ellas. Ellas, las que lucharon para que hoy tengamos derechos que damos por supuestos, pero que hace no tanto eran sueños inalcanzables (como tener derecho a voto, o a un sueldo por el trabajo hecho, o a poder viajar al extranjero sin la firma de tu padre o tu marido). Recordamos a las que murieron en una fábrica, a las que se dejaron las fuerzas levantando países cuando los hombres estaban haciendo la guerra, a las que, por su valentía, hicieron de éste un mundo mejor para las chicas, mujeres, señoras, en el que hay que seguir luchando, sí, pero con otra cara. Y también recuerdo a las que viajan solas aunque viajen acompañadas, a las que sí, señora jueza, cerraron bien las piernas, o quizás eligieron no hacerlo porque la muerte es siempre peor que una violación, y a las que día a día comparten cama con sus verdugos. Hoy es el día internacional de la mujer, del cincuenta por ciento de la población, que aún sigue teniendo un día al año, como si de una minoría se tratara. Hoy es el día de todas. Y, por suerte, se nos van a unir unos cuantos hombres en la celebración. Porque cada vez hay más hombres que entienden que el día de la mujer es el día de todas, y todos.

Mi pequeño homenaje

2016 no empieza bien, no señor. Enero no ha traído todavía las nieves que todo lo curan y que prometen año de bienes; no ha traído la tan ansiada lotería, no ha traído el moreno de ojos verdes que espero todos los años por Reyes, y de salud andamos más bien justas. Pero eso no es lo peor. Si 2016 no trajera nada, se lo podría perdonar. Lo que no le perdono es lo que se está llevando.

Mi pequeña tragedia empezó ayer (sí, ayer, 13 de enero, y no el diez con la muerte de Bowie; no le deseo mal a nadie, el hombre me caía bien, pero la verdad es que su música me la trae al pairo y su muerte no me ha afectado lo más mínimo). Como todos los miércoles me fui a clase de alemán por la tarde, y al salir me encontré con un montón de mensajes y llamadas perdidas de mi hermano. La perrita de la familia (y digo perrita por no decir "la perra de la familia", que parece que estoy insultando a alguien, pero el bicho pesaba cincuenta kilos y de "perrita" nada) estaba muy mal, no tenía cura y la veterinaria aconsejaba encarecidamente acabar con su sufrimiento. Para cuando pude llamar a mi hermano, Itzel, un pastor vasco de trece años, ya ni sufría ni padecía, y la familia había perdido a su miembro más cariñoso. Se me quedó cara de idiota, por más que la chucha no viviera conmigo, y hoy mis sueños han estado plagados de recuerdos de cuando era un cachorro y pesadillas sobre sus últimos meses. Tenía un tumor en el bazo que reventó ayer. Nosotros no lo sabíamos; pienso en cuánto dolor debió sufrir y en qué silencio se mantuvo, sin una queja ni un mal gesto, siempre contenta de vernos. No creo en dios ni en el cielo, y me da rabia, porque me gustaría pensar que Itzel está correteando entre nubes de algodón con toda una jauría de perros a su alrededor. Ya no sufre. Es poco consuelo, pero algo ayuda.

Hoy he ido con el humor torcido a trabajar, porque entre las pesadillas y el disgusto no he dormido bien. Tenía toda la intención de echarme una siesta al mediodía, antes de enfrentar las clases de la tarde, pero hoy no ha podido ser. Mientras comía con la compañía de la quincuagésima reposición de Anatomía de Grey en la pantalla del televisor, he cometido el grave error de echar un vistazo a Twitter en el móvil. Y ahí me he llevado el disgusto de mi vida, tanto que la comida me ha dado una vuelta en el estómago y he sentido el corazón en el cuello por un momento. He leído que se ha muerto. La Voz, así, con mayúsculas; el Actor, ese que está (estaba, ¡ay!, estaba) a diez mil millones de años luz de cualquier otro actor, ese cuya sola presencia da caché a una película o a una obra de teatro; él, el único, el incomparable, el gran actor secundario, Alan Rickman, ha dejado este mundo a los sesenta y nueve años víctima de un cáncer. Y a mí el mundo se me ha hecho un poco más pequeño, y he estado a punto de echarme a llorar, y si no lo he hecho ha sido por la vergüenza de llorar por alguien a quien nunca he conocido y cuya falta no me va a afectar en absoluto.

He corrido a Internet esperando que fuera un bulo, uno de esos que rondan la red de vez en cuando (¿cuántas veces al año muere Morgan Freeman?), pero en el fondo sabía que era verdad. Me he pasado media hora navegando sin ton ni son, releyendo la misma noticia una y otra vez (¿sabíais que se casó hace apenas tres años con la que ha sido su novia desde los dieciocho?, ¿que estaba promocionando una película?, ¿que era más cotizado como actor de teatro que de cine?; yo sí, pero hoy lo he vuelto a saber), hasta que al final he encontrado (reencontrado, mejor dicho) un vídeo de hace apenas seis meses donde se puede ver un atisbo de Alan Rickman el hombre, no el actor. Ya estaba enfermo, pero seguía promocionando la película. Meses y meses viajando de un lado a otro (hay fotos de Australia, Nueva York, Londres), y no puedo evitar preguntarme si sabía que estaba en las últimas. No he visto ninguna foto suya después del verano, creo. Ha escondido bien su enfermedad. Yo, que sigo sus noticias cual prepúber a Justin Bieber, no sabía que estaba enfermo. Quizás por eso su muerte me ha caído como un jarro de agua fría. Qué disgusto. Y qué tonta me siento.



Itzel y Alan, Alan e Itzel. Un perro y un actor lejano. Muchos dirán que me quejo por nada, que vaya pérdidas, que son tonterías. Yo también lo digo. Soy muy consciente de que podía haber sido peor, mucho, mucho peor. Pero lo digo con la boca pequeña, porque ahora mismo me arden los ojos al pensar que no voy a volver a ver a Itzel, y se me hace un nudo en la garganta porque Alan no va a cumplir una de las frases que más se han citado esta tarde: "When I'm 80 years old and sitting in my rocking chair, I'll be reading Harry Potter. And my family will say to me, 'After all this time?' And I will say 'Always'".

Y afuera llueve.

De propósitos de Año Nuevo o cómo todos los años se repite la misma historia

Ha empezado 2016, año par, año bisiesto. Yo lo he empezado fuera, porque hace unos años decidí que iba a pasar la Nochevieja fuera de casa y es una tradición que cumplo a rajatabla. He estado en Alemania, a cien metros de la estación esa que iban a volar en Nochevieja y donde al final no pasó nada, y me he acordado de que la que iba a ser mi compañera de viaje se echó atrás en el último momento por miedo a posibles atentados. No sé si será porque soy vasca y vivir aquí en los ochenta me ha curado de espanto, porque soy una incauta o porque soy muy pava, pero a lo último a lo que tengo miedo es a morir en un atentado. Desde luego, no voy a dejar de viajar por eso.

He estado en Alemania, digo, y me he traído un souvenir un poco extraño, uno que no compré, en forma de virus estomacal que me ha tenido en casa dos días extras y ha alargado mis vacaciones hasta el once, con lo que si los maestros ya vivimos bien, los maestros enfermos ya lo flipas. He paseado por Baviera y el Tirol, he visto de cerca la estación de los saltos de esquí esos que nos ponen todos los años en Año Nuevo (pero sin ponerme los esquíes, ¿eh?, que una vive sin miedo pero no está loca del todo), y he comprobado que los alemanes tienen una manía infinita a los españoles o cualquiera que hable en castellano. Creo que no me habían tratado tan mal en los restaurantes en la vida, y eso que dejábamos propina y pedíamos en inglés. Me pregunto qué moto les habrán vendido en las noticias, en los periódicos, etc. sobre los inmigrantes que buscan trabajo de ingenieros en Alemania y luego terminan de barrenderos. Supongo que tendrán tan mala imagen de nosotros como nosotros de ellos.

No quita para que me lo haya pasado en grande y haya vuelto con ganas de coger al toro por los cuernos, o a los niños y niñas por el pescuezo, que al final es lo mismo. Lo primero que he hecho ha sido imprimir mi lista de propósitos de Año Nuevo, que no sé por qué escribo una todos los años cuando podría hacerme una copia de años anteriores y me serviría igual (bueno, no exactamente, aunque muchos se repiten). Este año son diez mis buenas intenciones. El número ha sido casual, no lo he buscado, pero me ha hecho gracia que sea tan redondito. He impreso el papelito, por tanto, y lo he colocado en un sitio bien visible, porque este año tengo la intención de hacer algo todos los días encaminado a, por lo menos, uno de los propósitos de la lista. Uno de los objetivos es, cómo no, perder peso. Pero este año, ¡por fin!, no me he apuntado al gimnasio.

Sí, ya he aprendido la lección, después de cientos (si no miles) de euros derrochados en matrículas y mensualidades. He decidido que el ejercicio lo puedo hacer en casa y en la calle. Paseos de diez o quince kilómetros cuando tenga tiempo, vídeos de Youtube de cardio y musculatura entre semana (que es cuando no tengo tiempo). Aunque sea un cuarto de hora de yoga, la intención es hacer algo todos los días que me ayude a ponerme en forma. Hoy ya he empezado. He jurado en arameo, he llamado de todo a la profesora, he soltado unos gritos que han debido asustar a algún vecino, pero he terminado el vídeo de treinta minutos de cardio y abdominales. Se supone que tengo que hacerlo treinta días seguidos, pero yo ya voy buscando excusas. No tengo tiempo, el máster, alemán, vivir... Vamos, igualito que hacía con el gimnasio, sólo que esto es gratis y si lo dejo no me voy a sentir culpable (miento: me voy a sentir culpable, pero no se me resentirá la cartera).

Otro de los propósitos es escribir más en el blog. Ya que la escritura "real" (la de para mí, la de contar historias, la de tejer mundos) la dejé hace mucho tiempo, a ver si por lo menos encuentro una rutina y consigo comunicarme con el mundo un poco más a menudo, que lo tengo muy dejado. Por eso estoy escribiendo hoy, aunque en realidad no tenga mucho que contar más allá de que sigo viva. Dicen que escribir es como comer y rascar, todo es empezar; y como no me pica nada y comer no debería (por lo de perder peso, vaya), he pensado que igual mejor escribo. Para mandar un saludo, más que nada. Y decir que volveré, espero que con más inspiración, a daros la murga todo lo que me dejéis. Si me dejáis.

Y si no, nada. A contar historias, que también apetece.