2016 no empieza bien, no señor. Enero no ha traído todavía las nieves que todo lo curan y que prometen año de bienes; no ha traído la tan ansiada lotería, no ha traído el moreno de ojos verdes que espero todos los años por Reyes, y de salud andamos más bien justas. Pero eso no es lo peor. Si 2016 no trajera nada, se lo podría perdonar. Lo que no le perdono es lo que se está llevando.
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Mi pequeña tragedia empezó ayer (sí, ayer, 13 de enero, y no el diez con la muerte de Bowie; no le deseo mal a nadie, el hombre me caía bien, pero la verdad es que su música me la trae al pairo y su muerte no me ha afectado lo más mínimo). Como todos los miércoles me fui a clase de alemán por la tarde, y al salir me encontré con un montón de mensajes y llamadas perdidas de mi hermano. La perrita de la familia (y digo perrita por no decir "la perra de la familia", que parece que estoy insultando a alguien, pero el bicho pesaba cincuenta kilos y de "perrita" nada) estaba muy mal, no tenía cura y la veterinaria aconsejaba encarecidamente acabar con su sufrimiento. Para cuando pude llamar a mi hermano, Itzel, un pastor vasco de trece años, ya ni sufría ni padecía, y la familia había perdido a su miembro más cariñoso. Se me quedó cara de idiota, por más que la chucha no viviera conmigo, y hoy mis sueños han estado plagados de recuerdos de cuando era un cachorro y pesadillas sobre sus últimos meses. Tenía un tumor en el bazo que reventó ayer. Nosotros no lo sabíamos; pienso en cuánto dolor debió sufrir y en qué silencio se mantuvo, sin una queja ni un mal gesto, siempre contenta de vernos. No creo en dios ni en el cielo, y me da rabia, porque me gustaría pensar que Itzel está correteando entre nubes de algodón con toda una jauría de perros a su alrededor. Ya no sufre. Es poco consuelo, pero algo ayuda.
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Hoy he ido con el humor torcido a trabajar, porque entre las pesadillas y el disgusto no he dormido bien. Tenía toda la intención de echarme una siesta al mediodía, antes de enfrentar las clases de la tarde, pero hoy no ha podido ser. Mientras comía con la compañía de la quincuagésima reposición de Anatomía de Grey en la pantalla del televisor, he cometido el grave error de echar un vistazo a Twitter en el móvil. Y ahí me he llevado el disgusto de mi vida, tanto que la comida me ha dado una vuelta en el estómago y he sentido el corazón en el cuello por un momento. He leído que se ha muerto. La Voz, así, con mayúsculas; el Actor, ese que está (estaba, ¡ay!, estaba) a diez mil millones de años luz de cualquier otro actor, ese cuya sola presencia da caché a una película o a una obra de teatro; él, el único, el incomparable, el gran actor secundario, Alan Rickman, ha dejado este mundo a los sesenta y nueve años víctima de un cáncer. Y a mí el mundo se me ha hecho un poco más pequeño, y he estado a punto de echarme a llorar, y si no lo he hecho ha sido por la vergüenza de llorar por alguien a quien nunca he conocido y cuya falta no me va a afectar en absoluto.
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He corrido a Internet esperando que fuera un bulo, uno de esos que rondan la red de vez en cuando (¿cuántas veces al año muere Morgan Freeman?), pero en el fondo sabía que era verdad. Me he pasado media hora navegando sin ton ni son, releyendo la misma noticia una y otra vez (¿sabíais que se casó hace apenas tres años con la que ha sido su novia desde los dieciocho?, ¿que estaba promocionando una película?, ¿que era más cotizado como actor de teatro que de cine?; yo sí, pero hoy lo he vuelto a saber), hasta que al final he encontrado (reencontrado, mejor dicho) un vídeo de hace apenas seis meses donde se puede ver un atisbo de Alan Rickman el hombre, no el actor. Ya estaba enfermo, pero seguía promocionando la película. Meses y meses viajando de un lado a otro (hay fotos de Australia, Nueva York, Londres), y no puedo evitar preguntarme si sabía que estaba en las últimas. No he visto ninguna foto suya después del verano, creo. Ha escondido bien su enfermedad. Yo, que sigo sus noticias cual prepúber a Justin Bieber, no sabía que estaba enfermo. Quizás por eso su muerte me ha caído como un jarro de agua fría. Qué disgusto. Y qué tonta me siento.
Itzel y Alan, Alan e Itzel. Un perro y un actor lejano. Muchos dirán que me quejo por nada, que vaya pérdidas, que son tonterías. Yo también lo digo. Soy muy consciente de que podía haber sido peor, mucho, mucho peor. Pero lo digo con la boca pequeña, porque ahora mismo me arden los ojos al pensar que no voy a volver a ver a Itzel, y se me hace un nudo en la garganta porque Alan no va a cumplir una de las frases que más se han citado esta tarde: "When I'm 80 years old and sitting in my rocking chair, I'll be reading Harry Potter. And my family will say to me, 'After all this time?' And I will say 'Always'".
Y afuera llueve.