Modelitos para el trabajo

Esta semana tenía intención de ir de rebajas, a ver si lograba algún chollo de última hora con el que alegrar un poco mi armario, pero el último vistazo a mi cuenta corriente me ha desaconsejado cualquier aproximación a un escaparate. En lugar de ir de compras, por tanto, he revisado mis uniformes de trabajo y me he dado cuenta de que no necesito nada nuevo. Estoy servida para todo el año.

Tengo, por ejemplo, el modelito veraniego, azul como el cielo de Vitoria tres días al año, dos de ellos en septiembre (cuando ya no puedes disfrutarlos igual, porque claro, qué gracia tiene que haga bueno cuando no puedes ir a la piscina). Es el modelito que más nuevo tengo, por eso de que la ciudad tiene dos estaciones, la de invierno y la de trenes, pero ahí lo guardo, con la esperanza de usarlo un poco más cada año. Algunas compañeras usan tirantes en verano. Mi optimismo no llega a tanto. 
 Después viene mi modelito otoñal, en tonos rojizos por eso del cambio de color en las hojas. Este me lo calzo en octubre y me dura hasta Navidad, y cuando ya se tiene solo de la mierda que lleva cambio al de invierno. Es lo suficientemente grueso para recordarme que ya no es verano, pero no llega al agobio de la felpa que debería ponerme en invierno (pero no me pongo, soy de sangre templada por naturaleza, que una es vasca, leñe). Además, la gente dice que me sienta muy bien el rojo. No voy a dejar que las estaciones decidan por mí qué he de ponerme.
El modelo de invierno es, sin duda, el que más uso lleva. Hasta en la foto se puede ver lo desgastado que está ya, pero es como ese pantalón que te sigues poniendo aunque el dobladillo esté hecho un asco, no lo vas a tirar por un pequeño defecto. Este modelito tiene el cielo ganado por la paciencia y todas las manchas de pintura y bolígrafo que ha acarreado en sus años de trabajo. Fue el primero que me compré, hace ya una barbaridad de años, y como tengo la suerte de trabajar en algo que no entiende de modas, aún me lo pongo. Eso sí, lo reservo para los días de más frío, porque hay que ver cómo abriga el condenado.



Y por último llega el modelito de primavera, que es probablemente el que más me gusta porque últimamente me ha dado por el verde. Yo, optimista por naturaleza, lo calzo cuando El Corte Inglés da por empezada la primavera, que es allá por febrero, cuando caen las nevadas en la ciudad. Pero es que, igual que con el rojo, me puede el color, y aunque es, con creces, el modelo más fino que tengo, no me puedo resistir a pavonearme por el colegio con él, alardeando de cuerpo en proceso "operación bikini" bajo una capa que me tapa cualquier michelín. Ahora que lo pienso, creo que ninguno de mis alumnos y alumnas me ha visto nunca la cintura. No es a propósito, es por exigencias del trabajo.


Así que me he dicho que no necesito ir de compras. Voy sobrada con lo que tengo, no me hace falta más ropa. Igual que los hombres que trabajan en bancos y demás tienen tres o cuatro trajes para todo el año, yo tengo mis cuatro modelitos con los que me apaño muy bien. Para qué más. Si total, tengo la suerte de trabajar para el público menos exigente que hay: los niños. Aunque más de una vez me hayan preguntado dónde me he comprado las zapatillas y si tengo más pantalones que los tres que llevo siempre.


A casa


Solo tengo que llegar a casa desde el aparcamiento. Diez minutos me separan del portal, diez minutos andando por una calle que conozco bien, está bien iluminada y a plena luz del día suele estar llena de gente (pero no ahora; ahora es más de medianoche de un miércoles de agosto, cuando la ciudad está desierta y ni las tiendas abren). Con la maleta en una mano (grande, demasiado grande) y una bolsa de plástico en la otra que, pienso, me puede servir de arma llegado el caso de lo mucho que pesa, me dirijo a casa a paso rápido, sintiendo el bolso que siempre llevo cruzado en bandolera sobre el muslo. Todo es silencio, aparte de algún coche que atraviesa la ciudad a más velocidad de la permitida. Me pregunto si pararían si yo de repente pidiera auxilio. Me contesto que seguramente no. Solo los vecinos me oirían, y quién sabe cuántos de ellos se darían la vuelta en la cama sin hacer a mis gritos más caso que al maullido de un gato callejero. 
¿Y por qué habría de pedir auxilio? No me va a pasar nada, me digo, y me lo creo. Avanzo por la plaza, ahora desierta, y veo a tres figuras acercarse en dirección contraria. Estoy cansada y mi miopía no me deja ver bien de noche, pero soy capaz de hacer un rápido reconocimiento. Son adolescentes, poco más que niños, dos chicos y una chica, y su andar rápido delata que tienen tanta prisa como yo por llegar a casa (o a donde quiera que vayan). En ningún momento me han parecido amenazadoras sus figuras, y sigo adelante, me cruzo con ellos, no intercambiamos miradas. Cruzo de calle para acercarme más a la mía. Un hombre se acerca a lo lejos. Me ve, mira al suelo, se aparta de mi camino todo lo que puede en la estrecha acera. No hay peligro, me está diciendo, no me temas. Le doy las gracias mentalmente y pienso que, quizás, tenga hermanas pequeñas a las que acompañaba de noche cuando eran más jóvenes. 
Oigo el motor de un coche detrás de mí. Me da la sensación de que frena según se acerca , y por un segundo el corazón me late un poco más fuerte. Giro la cabeza para ver el coche, quedarme con la matrícula por si acaso, lo que sea, me siento inútil, y me sonrío cuando veo el monovolúmen conducido por un hombre de mediana edad, su mujer al lado y sus hijos detrás. Hay una curva pronunciada junto a mí, por eso está frenando. Para y me deja cruzar por el paso de cebra. Entro en la zona peatonal. Aquí no hay coches ni bares, y no sé si eso es bueno o malo. Tres mujeres mayores que yo se cruzan conmigo, sin mirarme. Bajo a mi calle. Está más oscura que la anterior. Casi sin darme cuenta, acelero el paso todo lo que puedo. No se oye un alma, solo el persistente zumbido de las ruedas de mi maleta sobre la acera, que parecen retumbar en el silencio de la noche. Llego a mi portal. Tengo las llaves preparadas en la mano varios metros antes de llegar, el móvil a mano en el bolsillo trasero del pantalón. Abro el portal. Entro en el ascensor. 
Y entonces pienso en cómo habría hecho el mismo camino un hombre, y me digo que seguramente hubiera ido silbando, sin pensar en más cosas que en la cama que le espera después de un largo viaje en coche. Estoy convencida de que no se hubiera quedado con las caras de nadie, que no se habría dado cuenta de con quién se cruzaba o del ruido de los coches. Que no habría respirado un poco más a gusto (sin miedo, nunca miedo, pero sí inquietud) al ver la puerta del ascensor cerrarse frente a él y saberse, por fin, seguro en una casa sin cortinas a la que llega sin necesidad de llevar un silbato encima. 

De lecturas veraniegas o confesiones lectoras.



En verano no se leen los mismos libros que se leen a lo largo del curso, o al menos yo no lo hago. El buen tiempo y el cuerpo festivo no me permiten concentrarme en lecturas que disfrutaría como una enana en invierno, cuando el temporal azota las ventanas y no te queda otra que quedarte en casa un domingo, con un té calentito al lado, los gatos en el regazo y ese tomo de buena literatura que te deja atada al sofá durante horas. La buena literatura (lo que quiera que eso signifique) es para disfrutarla despacio y con mucho tiempo de lectura; dos horas seguidas leyendo en silencio, sin más sonido que el de la lluvia afuera, los cinco sentidos puestos en lo que estás leyendo. Bajar el libro, pensar en una frase que acabas de leer y soltar un “ostrás” de admiración. Eso en verano no me sale. 
En verano leo libros que yo considero de encefalograma plano. Libros que, digámoslo abiertamente, me daría vergüenza que alguien me viera leer en público (benditos libros electrónicos, por qué no los habrán inventado antes). Tienen que ser lecturas que me permitan levantar la cabeza del libro, mirar a la cuadrilla de adolescentes que pavonean con las plumas bien extendidas al pasar delante de la terraza del bar, sonreír con nostalgia y volver a la lectura sin la sensación de haberme perdido nada; lecturas que me permitan hacer planes mientras leo (¿voy esta tarde a la piscina o llamo a las amigas?) o pensar en lo que me voy a poner de cena que esté rico y no engorde, y aún así poder seguir el hilo de lo que estoy leyendo. Lo mejor son las lecturas de playa, esas que puedes dejar a media frase para ir al chiringuito y luego retomar dos frases más adelante o más atrás como si no hubiera pasado nada. Eso no lo puedes hacer con algo profundo. 
Este verano llevo leídos una docena de libros, aunque la cifra es engañosa porque algunos tenían más de ochocientas páginas y deberían contar como dos. No todo ha sido lectura veraniega (los libros “fáciles” son como los chuches, llegas a empacharte), también he leído a Irene Nermirovsky, a Ana María Matute (¡por fin!) y hasta me dio por leer a Nietzche (lo empecé justo antes de que me dieran las vacaciones y después de los exámenes, cuando todavía estaba en modo empollón), pero el resto han sido tan de pasar el rato que no sería capaz de decir de qué iban. Ahora estoy con uno de Stephen King, a quien no había leído nunca y me está sorprendiendo porque, superventas o no, el tío sabe escribir (y enganchar; cómo si no iba a poder permitirse libros de mil páginas). Cuando lo acabe… Quién sabe. Ahí me esperan Ulysses en su versión original en inglés, Crimen y castigo, Guerra y paz, A tale of two cities y un librito pequeño con un cuento de Virginia Wolf, entre otros. También tengo toda la bibliografía de Stephen King en el libro electrónico, así que vaya usted a saber. 
Se va acercando septiembre, el tiempo en Vitoria es un asco y mis neuronas me piden ya platos finos. He hecho acopio de tés variados, tengo ya la manta preparada y, lo que es mejor, no tengo que preocuparme por las asignaturas de filología inglesa que vaya a coger este año. Sí, creo que cuando termine lo que estoy leyendo voy a coger, por fin, un libro físico y a sacarlo a pasear, o mejor, aprovechar los últimos días de asueto para poder encerrarme con él y dar buena cuenta de sus páginas. Aunque, como haga bueno, algún otro “chuche” caerá. Que Dostoievsky no mezcla bien con los grupitos de adolescentes disfrutando los últimos días de verano. 

De fiestas de Vitoria, o la paz después de la tempestad


Las fiestas de Vitoria empiezan el día cuatro de agosto con la bajada de un muñeco desde la torre de una iglesia y la travesía inhumana de un ser humano a través de una plaza abarrotada con treinta mil personas que intenta quitarle la gorra o tocar al personaje porque dice la leyenda que así se liga en fiestas (y todo sabemos que, o tocas a Celedón, o en Vitoria no te comes un rosco). Sigue con la elección de pañuelo, azul y a cuadros o rojo festivo, y la continúan los blusas (hombres y niños de todas las edades vestido como los vascos de antes) y las neskas (mujeres y niñas vestidas como las vascas de antes), con alguna arrantzale (pescadora) que se cuela entre nos y que como no vaya a pescar al pantano de aquí al lado no sé de dónde ha sacado el traje. Durante cinco días es casi obligatorio salir, por lo menos a ver los fuegos, o los conciertos (este año ha venido Auryn y alguna niña casi se desmaya por haber hecho doce horas de guardia para coger sitio en una plaza desierta), y sobre todo, es obligatorio el bocata de lomo con pimientos. Porque no hay fiesta vasca que se precie sin bocata de lomo, con o sin pimientos, con o sin queso. Las toneladas de bocatas de lomo que se comen en Euskadi cuando llega el verano podrían formar parte del libro Guinness (como la tortilla de patata más grande del mundo que se cocinó a quinientos metros de mi casa hace un par de semanas; cultura gastronómica a tope).

Yo este año he salido poco. He voluntariado en una txozna (nuestro equivalente a las casetas andaluzas) sirviendo cañas y kalimotxos y preparando pintxos de chorizo para las masas hambrientas, pero salir he salido dos o tres días. Recuerdo cuando era casi una cría, la obsesión que teníamos por las fiestas, cómo las esperábamos casi desde mayo porque era la única vez durante el año que veíamos amanecer en la calle. Ese chocolate con churros, ese volver a casa oliendo a tabaco y a cerveza derramada a las ocho de la mañana, completamente sobria porque yo no bebía, con la tripa revuelta por haber comido demasiadas porquerías, las zapatillas llenas de mierda porque por aquel entonces la gente era mucho más sucia y los bares no tenían vasos de plástico duro de los que valen un euro y guardas para toda la noche. Escuchábamos los conciertos de la plaza de España, nos íbamos a bailar a la verbena de la plaza del Arca (este año no ha habido, malditos recortes) o simplemente nos sentábamos en una escalera a ver a la gente pasar o a contarnos nuestras cosas. Ahora la fiesta ha cambiado. Ahora las zapatillas llegan limpias porque ya no hay mierda en el suelo (aunque se sigue meando en los cantones del casco viejo), la ropa no me huele a tabaco porque poca gente fuma en los bares (sí, poca, pero siguen fumando) y ya no veo amanecer porque el cuerpo no me da (y la cantidad de alcohol que llevo en la sangre no me dejaría disfrutar del chocolate con churros, de todas formas). Ahora es otra cosa.

La fiesta de ahí fuera es la misma, pero la que yo vivo es distinta. Con la edad llegan cambios. Se gasta más dinero, se gasta más energía. Se come mejor, se bebe peor (directamente, se bebe más), se disfruta de otra manera. Pero las fiestas siempre serán fiestas. Y por mucho que algunos se empeñen en desprestigiarlas y decir que son fiestas de aldea, de pueblo raso, de paletos, a mí me gustan. Son mías. Las he vivido siempre y creo que las seguiré disfrutando, hasta cuando tenga edad de salir con los grupos de veteranos. Quizás entonces recupere la fuerza y pueda volver a ver amanecer en un parque, con el estómago en su sitio y ganas de desayunar un buen chocolate con churros. Que ya se sabe que no hay energía como la de un jubilado. Mucho mayor, dónde va a parar, que la de una treintañera.

Del couchsurfing, o el arte de invitar perfectos desconocidos a tu casa y poder contarlo

Regalitos de Corea. Mola.

Mi hermano me ha dicho de siempre que estoy un poco loca (nada peligroso ni clínico, pero sí un pequeño toque, siendo psicólogo algo de eso sabe), y he de reconocer que, últimamente, empiezo a pensar que tiene razón. Mi última pedrada, por eso de salir de la rutina y conocer a gente nueva, ha sido apuntarme a una página llamada Couchsurfing, que viene a ser una red que pone en contacto a gente que necesita un sitio para pasar la noche con gente que ofrece sitio. Vale todo: un sofá, una superficie lisa donde poner el saco de dormir, o, si tienes mucha suerte, la habitación de invitados, pero la idea es que puedas quedarte en casa de un completo desconocido o que ofrezcas tu casa a cualquiera que te lo pida. Si no tienes una casa que ofrecer, puede que ofrezcas tu tiempo y tus ganas de conocer gente y te animes a hacer de embajadora de tu ciudad para los que te pidan un paseo. Yo me apunté con esa intención. Me pareció una buena idea pasar una tarde en compañía de un recién llegado, llevarlos por la ciudad y tomar unas cervezas, hacer amigos nuevos. Hasta que un día le di al "sí" en la casilla que preguntaba si ofrecía sofá. Y ahí empezó la aventura.

Hoy se ha marchado un chico iraní residente en Corea del Sur que ha pasado cinco noches y seis días en mi casa. Huelga decir que no le conocía de nada, y que lo mismo podía haberme salido un violador o un asesino en serie, pero ha habido suerte y no he llenado las páginas de sucesos del periódico local. Ha venido a una conferencia y se ha pasado el día ocupado, pero por las tardes íbamos de pintxos y cervezas por la ciudad, más turismo gastronómico que otra cosa. Él ha quedado encantado con la ciudad, y yo me he quedado encantada con la vida que tengo oyéndole cómo se vive en Corea y el nivel de estrés que soporta allí la gente. Esta mañana le he dejado en un autobús que le llevaba al aeropuerto de Madrid camino a Berlín, donde dormirá en otro sofá (y será el tercero en el tercer país que visita en las últimas dos semanas). Antes de que viniera y mientras él estaba aquí he recibido siete peticiones más de gente que va rondando por el mundo de sofá en sofá. No es por ahorrar dinero (aunque supongo que también, para qué engañarnos), sino por la experiencia. Como mi invitado decía: ¿cómo iba a saber yo qué era un pintxo si no me lo llegas a explicar tú? ¿Os imagináis, venir a Euskadi y no probarlos? Pecado mortal.

La experiencia ha estado bien, pero creo que me voy a tomar un tiempo antes de invitar a otro desconocido o desconocida a mi casa. No por razones metafísicas, ni porque el tío que ha venido haya sido un raro y me dé miedo repetir, sino por algo mucho más mundano: mi piso es diminuto y el baño muy pequeño (que parece una chorrada pero no lo es), y la tensión de tener a una persona que depende de ti para todo durante el día me ha agotado. Aún así, repetiré. La próxima vez, eso sí, serán menos días, porque dedicar una semana entera de tus vacaciones a atender a otra persona se me ha hecho un poco duro.

¿Algún valiente más se anima? ¡Participar es gratis y la experiencia no tiene precio! Y no voy a ser yo la única loca que se meta en estos berenjenales, ¿no? ¡Decidme que no estoy sola! A ver si por una vez convenzo a mi hermano de que hay gente más tarada que yo...