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De fiestas de Vitoria, o la paz después de la tempestad


Las fiestas de Vitoria empiezan el día cuatro de agosto con la bajada de un muñeco desde la torre de una iglesia y la travesía inhumana de un ser humano a través de una plaza abarrotada con treinta mil personas que intenta quitarle la gorra o tocar al personaje porque dice la leyenda que así se liga en fiestas (y todo sabemos que, o tocas a Celedón, o en Vitoria no te comes un rosco). Sigue con la elección de pañuelo, azul y a cuadros o rojo festivo, y la continúan los blusas (hombres y niños de todas las edades vestido como los vascos de antes) y las neskas (mujeres y niñas vestidas como las vascas de antes), con alguna arrantzale (pescadora) que se cuela entre nos y que como no vaya a pescar al pantano de aquí al lado no sé de dónde ha sacado el traje. Durante cinco días es casi obligatorio salir, por lo menos a ver los fuegos, o los conciertos (este año ha venido Auryn y alguna niña casi se desmaya por haber hecho doce horas de guardia para coger sitio en una plaza desierta), y sobre todo, es obligatorio el bocata de lomo con pimientos. Porque no hay fiesta vasca que se precie sin bocata de lomo, con o sin pimientos, con o sin queso. Las toneladas de bocatas de lomo que se comen en Euskadi cuando llega el verano podrían formar parte del libro Guinness (como la tortilla de patata más grande del mundo que se cocinó a quinientos metros de mi casa hace un par de semanas; cultura gastronómica a tope).

Yo este año he salido poco. He voluntariado en una txozna (nuestro equivalente a las casetas andaluzas) sirviendo cañas y kalimotxos y preparando pintxos de chorizo para las masas hambrientas, pero salir he salido dos o tres días. Recuerdo cuando era casi una cría, la obsesión que teníamos por las fiestas, cómo las esperábamos casi desde mayo porque era la única vez durante el año que veíamos amanecer en la calle. Ese chocolate con churros, ese volver a casa oliendo a tabaco y a cerveza derramada a las ocho de la mañana, completamente sobria porque yo no bebía, con la tripa revuelta por haber comido demasiadas porquerías, las zapatillas llenas de mierda porque por aquel entonces la gente era mucho más sucia y los bares no tenían vasos de plástico duro de los que valen un euro y guardas para toda la noche. Escuchábamos los conciertos de la plaza de España, nos íbamos a bailar a la verbena de la plaza del Arca (este año no ha habido, malditos recortes) o simplemente nos sentábamos en una escalera a ver a la gente pasar o a contarnos nuestras cosas. Ahora la fiesta ha cambiado. Ahora las zapatillas llegan limpias porque ya no hay mierda en el suelo (aunque se sigue meando en los cantones del casco viejo), la ropa no me huele a tabaco porque poca gente fuma en los bares (sí, poca, pero siguen fumando) y ya no veo amanecer porque el cuerpo no me da (y la cantidad de alcohol que llevo en la sangre no me dejaría disfrutar del chocolate con churros, de todas formas). Ahora es otra cosa.

La fiesta de ahí fuera es la misma, pero la que yo vivo es distinta. Con la edad llegan cambios. Se gasta más dinero, se gasta más energía. Se come mejor, se bebe peor (directamente, se bebe más), se disfruta de otra manera. Pero las fiestas siempre serán fiestas. Y por mucho que algunos se empeñen en desprestigiarlas y decir que son fiestas de aldea, de pueblo raso, de paletos, a mí me gustan. Son mías. Las he vivido siempre y creo que las seguiré disfrutando, hasta cuando tenga edad de salir con los grupos de veteranos. Quizás entonces recupere la fuerza y pueda volver a ver amanecer en un parque, con el estómago en su sitio y ganas de desayunar un buen chocolate con churros. Que ya se sabe que no hay energía como la de un jubilado. Mucho mayor, dónde va a parar, que la de una treintañera.