De colchas terminadas o cómo dejar un pedazo de una misma en todo lo que se hace.





Después de casi dos años, he terminado una colcha. Puede no parecer gran cosa así, a simple vista, pero estos pedazos de tela se han llevado más de mil horas de mi tiempo. Ayer traté de calcular cuánto dinero me pagarían por ella si quisiera venderla, y no me costó mucho darme cuenta de que lo más que podría conseguir por ella cubriría solo los materiales. Pero esta colcha es más, mucho más que mil horas de trabajo y una pequeña fortuna en telas.

 Y no es porque sea una colcha difícil de hacer, porque la puede hacer cualquiera. Primero hay que coser una tira de tela de color a una tira de tela blanca, y luego cortar la pareja resultante en rectángulos bicolores. Se repite esta acción cuarenta veces con telas de colores distintos, y después se vuelven a unir formando tiras de colorines, unas veinte. Se unen las tiras, se cose un borde que de sensación de espacio a la colcha, se coloca la boata y la trasera y se unen las tres capas con puntadas diminutas, usando unas agujas tan finas y afiladas que pinchan igual por la parte de atrás y la de delante. Tras muchas horas, muchos pinchazos y perder la sensibilidad en la yema de los dedos, la colcha está lista para el biés. Después, quitar los hilvanes, lavar y poner en la cama. Mucho trabajo, sí, pero no son las puntadas las que le dan el valor, no para mí.

 Con esta colcha aprobé las oposiciones. Era el premio que me daba a mí misma cuando no quería seguir estudiando. “Venga, un tema más y coso un rato”, me decía, con la caja llena de pedacitos de tela a mi lado. Me ha ayudado a pasar dos inviernos vitorianos, de esos en los que afuera hace tan mal tiempo que lo último que te apetece es salir a dar una vuelta, y a dónde vas que esté cubierto y no suponga gastar dinero, y tengo que ahorrar para el coche, y ay cómo lo voy a hacer. Acolchando, he tomado decisiones sobre mi vida; he tenido conversaciones imaginarias con gente a la que luego no le he dicho nada a la cara porque ya no me hacía falta; he renegado del mundo, de mi trabajo, de mis malos ratos, y también he recordado los buenos; he hecho cuentas que luego han salido; he hecho planes que luego he cambiado. Mientras cosía veía (o, mejor dicho, escuchaba) una serie de televisión; al principio el patchwork era algo en que entretenerme mientras veía la tele, pero al final la tele se convirtió en el acompañante, no al revés. Si miro en puntos concretos de la colcha, puedo decir qué serie estaba viendo en ese momento, a veces incluso el capítulo exacto. La colcha, a ratos, me ha producido dolor de espalda, y a veces he tenido miedo de estar provocándome una malformación en las manos. La he odiado, a veces. He creído que estaba perdiendo el tiempo. Pero ahora, cuando la veo terminada y a dos minutos de meterla en la lavadora para quitar las marcas de tiza, rotulador de acolchado y el polvo que se ha acumulado en casi dos años, sé que no habría podido utilizar esas mil horas de manera más productiva.

La fórmula que he encontrado en internet para poner precio a una artesanía supone multiplicar por dos el precio de los materiales y sumarle las horas que has trabajado multiplicadas por el sueldo mínimo. Eso convierte esta colcha (tan humilde ella, tan colorida, tan campechana) en un artículo de lujo solo al alcance de unos pocos (solo con doblar el precio del material se vuelve prohibitiva). Pero lo vale. Al menos para mí. Porque cada vez que miro esta colcha no veo trozos de telas batik cosidas a una tela blanca, sino pedazos de mi vida que se han quedado tan impregnados a la tela con el hilo que la adorna. Y eso, no hace falta que lo diga, no tiene precio (para todo lo demás, bla, bla, bla).


1 comentario:

Io dijo...

¡Qué de pu(n)tadas!
Otra cosa:
El IEMED tiene convocado un concurso literario.
http://www.iemed.org/dossiers-es/dossiers-iemed/cultures-mediterranies/a-sea-of-words-2013/un-mar-de-paraules-2013?set_language=es