Mujeres en Serie II: Veronica Mars



Voy a intentar dar una de cal y otra de arena en esto de personajes femeninos y hoy voy a hablar de una de mis series favoritas, si no la favorita por excelencia. No solo porque tiene, junto con Buffy la cazavampiros, uno de los personajes femeninos más completos y creíbles de la televisión, sino porque está dirigida mayormente a un público adolescente y yo… Digamos que me gusta.


(Decidme que habéis podido contener las ganas de bailar con esta canción y no os creeré.)

Verónica es un garbanzo negro en una sociedad elitista y clasista. La serie empieza unos meses después de que hayan asesinado a la mejor amiga de Verónica, que además resulta ser hija de uno de los hombres más poderosos de California. Hasta entonces, Verónica y su familia formaban parte de la alta sociedad de Neptune (lugar ficticio en algún lugar de California; aquí se juega con que ella se apellida Mars, conduce un Saturn y vive en Neptune, ja, ja); el padre era el sheriff y la madre se dedicaba a… Bueno, nunca me quedó claro qué hacía la madre, pero eran una familia feliz. Pero cuando Lilly muere, el sheriff Keith Mars pone a la familia de la chica como principales sospechosos, sobre todo al hermano, que resulta ser el ex novio de Verónica. Por supuesto, la sociedad le salta al cuello, se queda sin su puesto de sheriff y termina trabajando de detective privado y viviendo en un apartamento de mala muerte. Su mujer le abandona y Verónica aprende a cuidar de sí misma y de su padre, al tiempo que guarda un secreto que la atormenta: en una fiesta, alguien la drogó, dejándola inconsciente, y ella fue violada. Tiene que descubrir quién lo hizo.



Desde el primer momento vemos a una adolescente que no tiene nada que ver con las típicas niñatas de Beverly Hills que se nos vendieron en los noventa. Verónica ayuda a su padre en el trabajo, hasta el punto de poner su vida en peligro muchas veces, sin necesidad de que nadie le salve el pellejo (bueno, sí, su padre le salva la vida en un par de situaciones, pero no hay príncipe azul que valga). Su objetivo en la vida no es echarse un novio –lo hace, varios, a cada cual más mono, pero eso es circunstancial–, sino ir a la mejor universidad que pueda permitirse, ayudar a su madre a salir del alcohol y descubrir quién mató a su amiga y quién la violó a ella. De las tres temporadas que duró la serie, las dos primeras rondaron estos temas; la tercera, tratando de ser más visible para el público en general, fue un fiasco en todos los sentidos y probablemente la razón de que no hubiera una cuarta. Una pena.

Para mí, el éxito de Verónica está en un guión muy bien escrito, un personaje perfectamente delineado y la fuerza que tienen las chicas de la serie. La violación es un tema recurrente a lo largo de los tres años (creo que no se libra ninguna de las amigas de Verónica, incluida ella misma), hasta el punto de abusar de él, y es uno de los pocos temas que se pueden criticar de la serie (junto con la forma de estereotipar a los personajes no blancos, quizás). La única debilidad que admiten los personajes es la física; Verónica, con su uno cincuenta escasos, no puede vérselas con los más gallitos del barrio, pero es lista, muy lista, y siempre encuentra la manera de librarse de sus oponentes sin necesidad de usar una fuerza física que no tiene. El hecho de que tiene todos los gadgets habidos y por haber también hace que aquí, servidora, babee cosa mala.



Luego está Mac, su amiga geek que tiene una excelente mano con los ordenadores, personaje poco habitual en las series de teenagers donde lo normal es que el geek sea un chico. Su amistad no depende de los chicos con los que salen, o a quién han besado, o quién les gusta. Su amistad es verdadera, una unión de fuerza y talento que ayuda a ambas a salir de más de un atolladero. En un mar de series de adolescentes donde lo único que los personajes femeninos comentan es qué mono es el chico nuevo, es refrescante. Ni siquiera cuando se echan novio pierden su manera de actuar, lo que también es de agradecer. Verónica sigue siendo ella, fiel a sus principios, independientemente de con quién esté en ese momento. Hasta es capaz de tener un amigo (su mejor amigo, de hecho) sin que haya ningún tipo de tensión sexual y logrando que la amistad suene a verdadera, con sus tira y afloja y los celos que puede haber en cualquier relación, por muy amistosa que sea.



A veces pienso que si mi generación hubiera tenido más modelos como el de Verónica, muchas de las pavadas que me ha tocado ver en la vida no habrían existido. Y, quién sabe, la que aquí escribe igual hubiera terminado de detective privado en lugar de profesora de inglés, porque la buena de Kirsten Bell consigue que parezca divertidísimo eso de jugarse la vida con dieciséis años.
(Si tenéis un rato, ved este vídeo de Anita, que lo explica todo mucho mejor que yo.)

Mujeres en Serie I: Castle



A los seguidores del blog (y a las que me conocen en persona) no les sorprenderá mucho que empiece con esta serie, visto el coñazo que llevo dando todo el verano con el dichoso Nathan Fillion. Para los que no la hayan visto nunca, diré que es una comedia procedimental de las de toda la vida: detective femenina dura y profesional que trabaja con escritor graciosejo que la persigue a todas partes con la excusa de documentarse para sus novelas. Por supuesto, entre ellos surge la chispa, se enamoran perdidamente aunque ninguno de los dos lo ve y capítulo tras capítulo se van dando esa serie de situaciones “sí pero no” a las que tan acostumbradas nos tienen series como “Expediente X” o “Bones”, en las que parece que se lían, que hoy sí, que va a haber tomate, y luego “ná de ná”. Vamos, que no es una serie que se salga de madre por original; es divertida, se deja ver y alegra el ojillo con el dichoso Castle que está de untapanymoja.



Como digo, uno de los personajes principales es Kate Beckett, una detective que sabe lo que hace, dura, profesional, a quien no le tiembla el pulso si tiene que disparar a los malos, con un claro sentido del bien y del mal y que se lleva bien con todos sus compañeros, a pesar de su condición de mujer con poder en un mundo de hombres. En su pasado está la muerte de su madre, el hilo conductor de la serie aparte de la relación amor-odio Castle/Beckett. Poco a poco se van desvelando hilos de esa trama, hasta el punto de poner la vida de muchas personas en peligro (tranquilos, que no me la cargo, no hay spoilers), dejando atrás el tonito humorístico de la serie y haciéndola algo más formal.

Hasta aquí todo estupendo desde el punto de vista de una feminista a ultranza como servidora… sobre el papel. Porque luego me encuentro con dos problemas que claman al cielo:
El primero es físico: vemos a Kate Beckett, interpretada por Stana Katic (guapísima, fantástica, maravillosa), y no tenemos muy claro si estamos viendo a una detective en las calles de Nueva York o a una modelo en una pasarela de París. Pase que siempre vaya con la raya del ojo hecha. Pase que siempre parezca que acaba de salir de la peluquería. Pase (con recelo) que utilice el flirteo en más de un capítulo (y más de dos, y más de tres) para coger a los malos. Pero que me persiga a los sospechosos con zapatos de tacón de aguja y corra más que todos sus compañeros, no. Eso sí que no. Con esos zapatos no se puede apenas andar –fijaos alguna vez en las mujeres que van con tacones de diez centímetros por la calle, ved la cara de “que no se note que me duelen los pies” que llevan–, olvídate ya de correr. Estoy hasta las narices de que se nos venda la moto de que las mujeres no solo tienen que ser listas, profesionales, ágiles, deportistas y un largo etcétera, sino que, además, tienen que ir inmaculadas al trabajo. A una poli de Nueva York me la imagino con coleta, la cara lavada y zapato liso –y de cordones, bien sujeto–, no vaya a ser que tenga que echar a correr en cualquier momento. Ninguna mujer con un trabajo físico puede llevar zapato incómodo. ¡Por dios, si yo solo soy maestra y tengo que ir con zapatillas!



Lo peor de todo, sin embargo (bajo mi punto de vista, obviamente), es la puta manía de Castle de proteger a su “compañera”, sobre todo en los últimos capítulos de la tercera temporada. Ella lleva una década de policía y sabe lo que se hace; él no tiene ni puta idea de lo que es ser poli, pero se pasa el día diciéndole que lo deje, que no se meta, que le van a disparar… Vale, sí, estará muy enamorado y todas babeamos con lo mucho que la quiere, pero por un momento, pensad que fuera al revés. Si el detective fuera él y ella le dijera que lo dejara, que no se metiera, ¿no pensaríamos todas y todos “joder qué pesada, qué metete, es su trabajo, si no te gusta búscate a otro”? Beckett es una mujer sin cargas familiares que investiga el asesinato de su madre; si quiere arriesgar su vida, allá ella, leches.

(El vídeo contiene spoilers. No lo veáis si tenéis intención de seguir la serie y no habéis visto el último capítulo de la tercera temporada.)



Eso en lo que respecta a la pareja principal, porque no voy a entrar a juzgar a la hija y la madre de Castle, que son también de armas tomar. Rick Castle no sabe quién es su padre porque es fruto de un “one night stand” (sospecho que esto se resolverá más adelante); su hija Alexis, a quien ha criado él, es la hija perfecta, aunque, por lo que podemos ver, él es todo menos perfecto. Volvemos a la fórmula de “el protagonista tiene muchos fallos, pero es tan mono, y tiene tan buen corazón, y las quiere tanto que le perdonamos todo”. Es ficción, ya lo sé. Es lo que vende. Pero sigo pensando que se pueden hacer series igualmente atrayentes para público masculino y femenino en las que las mujeres sean algo más que meros instrumentos. De hecho, he encontrado unos cuantos ejemplos. Eso sí, hay que buscar un poco.

Dicho lo cual, babeemos un poquillo.

Mujeres en Serie

Cuando el común de los mortales piensa en el verano, todos tienen en mente las mismas imágenes: solecito, piscinita, mojito y fiesta. Cuando vives en Vitoria, eres profesora y todo el mundo trabaja, mi verano se resume en: veintiún días seguidos de mal tiempo, mucho mes al final del sueldo, libros, ordenador y series de encefalograma plano. Qué se le va a hacer, así es el norte.

Y como lo único que me sobra es tiempo, y en ese tiempo tengo la mala costumbre de pensar, se me ha ocurrido que voy a aprovechar mis horas de nubes (y de sol: ahora hace bueno) para empezar una serie en blog que espero que dure: Mujeres en Serie. A grandes rasgos, y si la inercia dura, quiero compartir con vosotros y vosotras mi opinión sobre los personajes femeninos de las series que voy descubriendo. Por desgracia, la mayoría dejan mucho que desear; por fortuna, alguna se salva. A algunos os rechinará a feminismo puro y duro y lo dejaréis después de la primera lectura. Otros quizás aguantéis hasta el final (o hasta que me canse). Sea como sea, me gustaría que compartierais vuestras opiniones conmigo; eso sí, de forma respetuosa, porque al primero que me llame talibán feminazi le mando todo el mal karma del mundo y le bloqueo pero ya.

Espero que os guste.











Por qué escribo

A veces me pregunto por qué escribo.
La gente suele decir que es porque les gusta. Yo no. Si soy sincera conmigo misma, muy sincera, llego a una terrible conclusión: no me gusta escribir. Es como si a un heroinómano le preguntas si le gusta la heroína. Me gusta cómo me hace sentir en los momentos de subidón, por supuesto; cuando todo fluye, cuando la historia se escribe sola, cuando no hay que pensar mucho. Pero luego viene el bajón. Los momentos en los que no te sale nada. Los momentos en los que escribes y te das cuenta de que eso no era lo que estaba en tu cabeza, que no encuentras las palabras, que esa frase que habías pensado no tiene sentido en ese contexto. No te gusta el tono, ni la historia, ni la escena, y de repente ni siquiera la idea que habías creído tan buena antes de empezar te parece ya buena. Lees lo escrito y quieres gritar, y te preguntas a qué estás jugando, por qué coño no me dedico a hacer calceta, o patchwork, que es mucho más reconfortante.
Te dices que no tienes por qué escribir. Que nadie espera que lo hagas. Que no es tu trabajo, que no es lo que eres, que si no escribes ni una línea, el universo no va a implosionar. A nadie le importa. Solo a ti.
Y entonces lo dejo. Me rindo. No escribo durante meses y reniego de mis ínfulas de escritora. Pero luego siempre hay una chispa, como el alcohólico en recuperación que sin querer da un trago a un vaso de champán pensando que es zumo de manzana. Y caes otra vez, irremediablemente, con tu idea y tus personajes, y la estúpida convicción de que esta vez sí, esta vez vas a escribir una obra de cagarse por la pata abajo, que vas a ganar cuanto premio exista. Y empiezas. Y paras. Y vuelves a empezar. Y te vuelves a odiar, y no sabes cómo seguir, y piensas en dejarlo, pero ya te has rendido tantas veces que crees que si te rindes una vez más te odiarás toda la vida, aunque sabes que ya te odias por dejarte engañar otra vez.
Así que no tengo ni idea de por qué escribo. Solo sé que llevo tanto tiempo haciéndolo que ya es parte de mí. Y es frustrante, porque es una parte de mí que no me gusta, pero soy incapaz de librarme de ella, por más que lo intento.
Y no sé qué hacer.

CLIL, o cómo perder tres días y setenta y cinco euros

Hoy he terminado un curso de verano de la UPV. Tras tres días de levantarme a las cinco y media de la mañana y soportar una Donosti lluviosa y mucho más fría que Vitoria (sí, hacía más frío que aquí, os lo juro), me vuelvo con la sensación de que no he oído nada que no supiera antes. Y que los hay con una cara muy dura.
Para el que no lo sepa, CLIL son las siglas de Content and Language Integrated Learning, un término que ahora está muy de moda en las escuelas de media Europa y que básicamente trata de enseñar contenidos en una lengua distinta de la materna. Yo andaba con la mosca detrás de la oreja, convencida de que el acrónimo era una bonita manera de nombrar lo que yo conozco desde los dos años por haber aprendido euskera con lo que antes llamábamos "método de inmersión", pero, como está en boca de todo el mundo, me apunté en cuanto lo vi ofertado. Ilusa de mí, pensé que me iban a aclarar de una vez por todas esas dudas que me afectan desde que empezaron con esto del trilingüismo en Euskadi: cómo favorecer al inglés sin perjudicar al euskera; cómo encontrar un término medio entre objetivos lingüísticos y de contenido; cómo llegar a todos los niños, incluso a esos que acaban de llegar a la comunidad y no hablan ninguno de los dos idiomas oficiales; cómo hacer que los chavales hablen en inglés cuando están en grupos; cómo lidiar con los errores lingüísticos cuando lo que buscas es corrección en el contenido... Y un largo etcétera que no viene al caso, porque todas han tenido el mismo resultado: me he quedado igual que he entrado. Ni una sola respuesta.
Y es que el principal problema estaba en quién daba el curso: una asociación de ikastolas privadas, con lo que ello supone de selección del alumnado. La primera selección, porque ir a una ikastola en lugar de a un colegio donde solo se estudia en castellano ya demuestra un nivel socio cultural medio-alto, o al menos una especial sensibilidad hacia el aprendizaje de lenguas. La segunda, huelga decirlo, va implícita en el concepto de "privadas". Todo lo que nos han dicho estos tres días se invalida absolutamente cuando una piensa en una escuela llena de extranjeros con un nivel socio económico y cultural bajo. No vale de nada hablar de trilingüismo cuando un niño o una niña entran en quinto de primaria sin saber ninguno de los tres idiomas. Es ridículo. Solo con eso, el resto ya pierde sentido. Todas las dudas que tenía antes siguen siendo las mismas.
Pero no me rindo. Creo en el trilingüismo. Creo que se puede hacer bien. Creo que tiene que haber una fórmula ahí fuera con la que nuestros alumnos y alumnas sean capaces de mantener su lengua materna, aprender una lengua minoritaria y milenaria y moverse con soltura en la Europa del inglés. Pero creo que, si buscamos una fórmula que funcione por igual para todos los niños y niñas y para todas las escuelas y regiones, vamos de culo. No se puede tratar igual a una ikastola de Bermeo y a un colegio de modelo A de Vitoria. Maneras hay, estoy convencida. Pero todavía no las hemos encontrado. Será cuestión de seguir buscando.

Porque hoy es hoy

Porque hoy es hoy.
Porque empieza a salir el sol, a pesar del mal tiempo que está haciendo.
Porque estoy de vacaciones.
Porque hoy me he levantado a las cinco y media de la mañana para ir a un curso por voluntad propia.
Porque adoro a mi gato.
Porque mi gato me adora a mí.
Y porque hoy puedo decir, con más razón que nunca, que hoy es el primer día del resto de mi vida.

Disfrutad de mi canción de buen rollito.



P.D: Soy funcionaria.

Clara

Era curioso cómo una podía pasarse la vida leyendo revistas de divulgación científica sin llegar a entender completamente lo que decían, para, en un instante, experimentar en su propia piel lo que le habían estado diciendo durante meses, o incluso años. El sentido del olfato era el que más unido estaba a la parte del cerebro que se ocupaba de la memoria, decían, y Clara, cabezona ella, insistía en que eso dependía de las personas, que ella, por ejemplo, era más visual. Y entonces abrió un frasco de crema para la cara y, al sentir el suave olor, la cabeza se le llenó de imágenes que creía olvidadas. Vaya, pensó, si al final la Muy Interesante va a tener razón.
La primera vez fue al día siguiente de que Eduardo se fuera de casa, y a partir de aquella noche la sensación fue la misma todos los días. El olor a lavanda de la crema –Dulces Sueños, Elizabeth Arden, con una suave fragancia que te ayuda a dormir mientras tu piel se recupera de los estragos del día– le trajo a la mente las peleas de todas las noches, con gritos en voz baja y palabras hirientes seguidas de cariño, y muchos sabes que te quiero, pero… que a menudo terminaban con ella llorando y él dándose la vuelta en la cama y apagando la luz. No recordaba una en concreto, sino más bien esa sensación general de miedo e impotencia que le provocaba Eduardo con sus exigencias y deseos. Porque las peleas eran siempre por lo mismo, siempre por la noche y siempre en la cama: sexo (Clara seguía sonrojándose al pensar siquiera en la palabra, incluso cinco años después de la separación. Joder con la crema). Eduardo quería acción, pasión, originalidad. Clara no sabía que tenía la opción de querer todo eso, y desde luego no tenía ni puta idea de cómo dárselo a su marido, así que se negaba por principio (decía) y por ignorancia (no lo decía, pero él lo sabía. Tenía que saberlo). Su marido era demasiado versado en las artes amatorias, como hubiera dicho un antiguo, y ella era la hija única de un matrimonio que, aunque iban de modernos y republicanos, hubiera muerto del disgusto si su niña no hubiera sido virgen en la noche de bodas. Ponte boca arriba y disfruta, le había dicho Eduardo. Y ella lo había hecho. Más o menos. Pero con los años, o la crisis de los cuarenta, o vaya usted a saber qué, Eduardo había empezado a pedirle más. Cosas que Clara no había visto ni en la enciclopedia sexual que unos amigos les dieron como regalo de bodas.
Cerró la crema y la guardó en el armarito del baño. Quizás fuera hora de cambiar, se dijo. Al fin y al cabo, ya tenía una edad. Ya había pasado los cuarenta –con creces–, tenía una hija adolescente y todo. Sí. Definitivamente, era hora de cambiar.
“Mañana mismo compro una crema nueva para pieles maduras”.

Diario de un personaje



Lo peor del pasado es ver las cosas que no has hecho. Mirar atrás y recordar lo que no dijiste, lo que no explicaste, las normas que no rompiste. Y saber –porque lo sabes, porque no eres tonta– que ya no hay vuelta atrás y que nunca podrás hacerlo. Que el pasado está a años luz y no hay segundas oportunidades.

El pasado se esconde de nosotras en nuestros recuerdos. Tenemos imágenes en la cabeza, pero no podemos fiarnos de su veracidad. Sus ojos no eran tan azules, ni mi risa tan aguda. Aquel trabajo no era tan grandioso, pero cualquier cosa es mejor que lo que sufres ahora, o eso te parece (pero no es cierto). Las situaciones no cambian, cambiamos nosotras, y así cambiamos a nuestras hijas, que terminan enfrentándose a las mismas situaciones que vivimos nosotras, pero de otra manera. Es un círculo vicioso. No cometas los mismos errores que yo –pero lo hará–, no te dejes ninguna sensación –pero lo hará–, no dejes nada por decir porque te arrepentirás cuando seas mayor –pero lo hará, vaya si lo hará–. Solo nos damos cuenta de la brevedad de la vida después de haberla vivido. Antes nos creíamos invencibles. Ahora sabemos que nacimos derrotadas.

El pasado es pasado, el futuro no ha llegado. Lo que nos queda es el presente. Solo una adolescente sabe vivir el presente. El resto solo sabemos lamentarnos. La putada de ser adulta es la perspectiva que te da la vida. Quién pudiera haber muerto a los veintitrés.

Quizás y gracias

Y fue solo un segundo, pero me miraste, y sonreíste, un segundo, quizás dos, tal vez cinco, porque la mantuviste, tus ojos y tu sonrisa, y yo tonta de mí boba sosa pavisiesa, miré para otro lado, y qué hubiera sido de mí si te hubiera sonreído también. Ya no importa, ha llovido mucho, y sé que es mejor no saber qué significaba aquella sonrisa, porque dentro de mí me queda la seguridad de que, si te hubiera sonreído, tú y yo, quizás, quién sabe, pero si lo supiera, si me dijeras que solo fueron cosas mías, mi yo de quince años de entonces se daría de bruces contra el suelo. Y quizás, quién sabe, lo que son las cosas, es esa mirada y es esa sonrisa que no contesté y que yo creo que significó lo que puede que no significara lo que me dio alas para volar y convertirme en yo hoy y ahora. Y hoy y ahora me quiero mucho. Así que, gracias. Te devolveré la sonrisa la próxima vez que te vea.