Era curioso cómo una podía pasarse la vida leyendo revistas de divulgación científica sin llegar a entender completamente lo que decían, para, en un instante, experimentar en su propia piel lo que le habían estado diciendo durante meses, o incluso años. El sentido del olfato era el que más unido estaba a la parte del cerebro que se ocupaba de la memoria, decían, y Clara, cabezona ella, insistía en que eso dependía de las personas, que ella, por ejemplo, era más visual. Y entonces abrió un frasco de crema para la cara y, al sentir el suave olor, la cabeza se le llenó de imágenes que creía olvidadas. Vaya, pensó, si al final la Muy Interesante va a tener razón.
La primera vez fue al día siguiente de que Eduardo se fuera de casa, y a partir de aquella noche la sensación fue la misma todos los días. El olor a lavanda de la crema –Dulces Sueños, Elizabeth Arden, con una suave fragancia que te ayuda a dormir mientras tu piel se recupera de los estragos del día– le trajo a la mente las peleas de todas las noches, con gritos en voz baja y palabras hirientes seguidas de cariño, y muchos sabes que te quiero, pero… que a menudo terminaban con ella llorando y él dándose la vuelta en la cama y apagando la luz. No recordaba una en concreto, sino más bien esa sensación general de miedo e impotencia que le provocaba Eduardo con sus exigencias y deseos. Porque las peleas eran siempre por lo mismo, siempre por la noche y siempre en la cama: sexo (Clara seguía sonrojándose al pensar siquiera en la palabra, incluso cinco años después de la separación. Joder con la crema). Eduardo quería acción, pasión, originalidad. Clara no sabía que tenía la opción de querer todo eso, y desde luego no tenía ni puta idea de cómo dárselo a su marido, así que se negaba por principio (decía) y por ignorancia (no lo decía, pero él lo sabía. Tenía que saberlo). Su marido era demasiado versado en las artes amatorias, como hubiera dicho un antiguo, y ella era la hija única de un matrimonio que, aunque iban de modernos y republicanos, hubiera muerto del disgusto si su niña no hubiera sido virgen en la noche de bodas. Ponte boca arriba y disfruta, le había dicho Eduardo. Y ella lo había hecho. Más o menos. Pero con los años, o la crisis de los cuarenta, o vaya usted a saber qué, Eduardo había empezado a pedirle más. Cosas que Clara no había visto ni en la enciclopedia sexual que unos amigos les dieron como regalo de bodas.
Cerró la crema y la guardó en el armarito del baño. Quizás fuera hora de cambiar, se dijo. Al fin y al cabo, ya tenía una edad. Ya había pasado los cuarenta –con creces–, tenía una hija adolescente y todo. Sí. Definitivamente, era hora de cambiar.
“Mañana mismo compro una crema nueva para pieles maduras”.