Reciclando
La Ventana
Buenas tardes, agente, pase, pase. Sí, ya me imagino que tiene que preguntarme algo, les estaba esperando. Aunque no sé si voy a poder ayudar mucho, mire que yo apenas salgo de casa, pero usted pregunte, pregunte, que ya veré lo que sé. ¿Quiere tomar algo? Un café, una copita… Vamos, hombre, que yo no voy a decir nada, anímese con un orujito… Bueno, como usted quiera.
Sí, los vi pelearse aquella tarde, claro que lo hice, como lo he hecho docenas de veces antes, por eso no les presté demasiada atención. Aquí todas las parejas se pelean de vez en cuando, no es ninguna sorpresa, tarde o temprano pasan debajo de la ventana hablando más o menos alto, pero ya nadie se fija en esas cosas. Todo el mundo tiene sus trapos sucios, aunque algunos los airean más que otros, ¿no le parece?
Primero aparecieron los chavales del portal de la esquina, los hijos de Marcela y su vecina, Susana creo que se llama, que vaya pinta llevan, yo no sé cómo les dejan salir así de su casa. Vaya usted a saber lo que andarían haciendo, porque iban hablando muy bajito, con las cabezas muy juntas y mirando para atrás todo el rato, como vigilando que nadie les viera, seguro que estaban haciendo algo que no deberían. Quizás debiera usted investigarlos, agente, poruqe no me parecen a mí trigo muy limpio, con tanto pendiente y tanto trapo colgando, que parece que no les hayan lavado la ropa en una eternidad. Si es que hay mujeres a las que no debería dejárseles tener hijos, oiga, para que los críen así…
Sí, sí, ya le he dicho que los vi pelear el viernes por la tarde, que no me ha dejado llegar todavía. Iban detrás de los chavales, juntos, que rara es la vez que se les ve separados. Debe ser el amor que se tienen, que no saben vivir el uno sin el otro, aunque mire que llevan años juntos, que normalmente los arrumacos son el primer mes y después de la boda si te he visto no me acuerdo, más que los sábados por la noche para… Bueno, usted ya me entiende. Vamos, sí, las parejas de hoy en día hacen de todo y un poco más antes de pasar por la vicaría, pero esa persecución, ese no poder quitarse las manos de encima… Yo, la verdad, no me puedo quejar, porque vivo muy feliz con mi José, que tampoco me deja ni a sol ni a sombra. Mi José es muy cariñoso, sabe usted, y todo un caballero, no como estos chicos de hoy en día, que van de modernos porque saben cocinar pero no son capaces de abrirles la puerta a una dama. Mi José me trata como a una reina, porque sabe que sin mí no podría vivir.
Qué impaciente es usted, oiga. ¿De verdad que no quiere ese orujo? ¿Pacharán? Vale, vale, ya sigo.
Iban como siempre, qué quiere que le diga, hablando más que discutiendo según empezaron a aparecer por la calle, o al menos desde donde yo podía verles por la ventana, aunque se fueron acalorando y los gritos se oían desde el cuarto piso cuando llegaron al portal. Gritos de los dos, no se crea, que él tiene carácter pero ella también gasta una mala leche que para qué le voy a contar. Que si no te quiero volver a ver con esa ropa, que si pareces una ya-sabe-usted-qué, que tú a mí no me dices lo que me puedo poner, que no me hables con ese tono… No, no, yo no le vi pegarla, aunque qué quiere que le diga, no me hubiera extrañado. La culpa la tiene la tele, con tantas historias de malos tratos y cosas de esas, que parece que todo el que pega a su mujer va a terminar matándola, y tampoco es eso. Y ojo, que no estoy diciendo que esté bien pegar, pero tiene que reconocer que esto es como con los niños, un sopapo a tiempo ahorra muchos disgustos y educa más que un sermón. Fíjese mi José y yo qué bien nos llevamos, y puedo contar con los dedos de las manos las veces que me ha dado. Ni una pelea en los últimos dos meses, oiga, y es que una no es tonta, y es que hay que aprender a callarse…
Sí, cuando subieron a casa se les oía gritar desde las escalera, sobre todo a ella. Creo que ahí le cayó el primer bofetón, porque se oyó el ruido, supongo que sería para calmarle la histeria. Pero no pareció funcionar, oiga, que los gritos siguieron toda la tarde. Sí, viven justo aquí debajo, el escándalo que montaron fue insoportable. Sobre todo por ella, porque con la voz de pito que tiene retumbaban hasta las paredes. A él se le oía poco, aunque muy fuerte; creo que era el que andaba rompiendo cosas por toda la casa, sólo se oían los crujidos de platos al partirse y a ella gritando. Pena de vajilla, sonaba cara. Cristal o porcelana.
El último grito lo dio él. Ella pegó un alarido muy fuerte y después hubo un silencio. Supongo que fue cuando él le pegó la cuchillada y ella se cayó al suelo, se oyó un golpe de algo pesado cayendo, y tuvo que ser ella porque estaba gordísima últimamente, se cuidaba muy poco, y no sería por lo mucho que cocinaba, que ya le gritaba él que no sabía ni freír un huevo. Yo me quedé escuchando unos segundos, por si acaso tenía que llamar a la ambulancia otra vez, pero de repente sonó un grito, un alarido como de guerra, como esos de los indios en las películas del oeste, y entonces el que gritó, y cómo gritó, fue él. Al ratito la oí a ella llorar muy quedo y luego me pareció que hablaba con alguien, aunque no estoy segura porque lo hizo muy bajito. Y luego aparecieron las ambulancias y la policía, y se llevaron el cuerpo de él en una y a ella esposada en la otra.
Mi marido está en el bar de la esquina, agente, si quiere usted hablar con él es el del final de la barra, no tiene pérdida. Verá usted, el difunto y él eran buenos amigos, les gustaba tomarse unos vinillos juntos por las tardes, y esto ha sido un mazazo para él. A mí, la verdad, ella nunca me gustó demasiado, para qué le voy a engañar. Sí, muy calladita, muy maja las pocas veces que hablaba, siempre dando pena con su moretón en el ojo, que vaya torpeza la suya para darse tantos golpes con el armario de la cocina, pero a mí siempre hubo algo que no me gustó de ella. Y mire usted si tenía yo razón. Diez cuchilladas, ¡a su propio marido! Qué no le hubiera hecho esa a un desconocido, imagínese si llegan a tener niños. Suerte que tuvimos que no nos acuchillara a ninguno al cruzarse con nosotros en la escalera.
No hay de qué, agente, para eso estamos. Si me quiere para algo más, ya sabe dónde encontrarme. Oiga, por cierto, que no le decía en broma lo de los hijos de Marcela y Susana, que cualquier día nos van a dar un disgusto. A ver si puede usted investigar un poco, ya verá como están metidos en algún tipo de trapicheo, esos niños no son trigo limpio, se lo digo yo.
¿Seguro que no quiere ese orujito para el camino? Bueno, ande, pues nada, encantada y buena suerte.
De nada, de nada, a usted.
Hasta la próxima.
Escasez de entradas
He abierto otro blog, para el que quiera practicar inglés. El tema de la historia sobre mis experiencias en EEUU me ha hecho pensar que no estaría mal hablar del cambio tan radical que ha supuesto mi vuelta. Supongo que solo tiene sentido si se conoce el sistema americano, pero quizás alguien suelte un par de carcajadas con las salidas de los niños. Espero que os guste. Sólo tenéis que ir a ver mi perfil y elegir el otro blog.
Voy a seguir con mis excusas para no escribir.
El mejor regalo de cumpleaños
Así que, en principio, ya lo he conseguido: me van a publicar en un libro de tapas duras. No en una revista, como me pasó con quince años, no en el "magazine" de la escuela de primaria. En un libro de tapas duras. Que va a tener presentación oficial y todo, seguro.
Aquí os va lo que le he mandado (no dice nada sobre que tenga que ser inédito, así que supongo que lo puedo poner en el blog). A ver si os gusta y os parece digno de una publicación.
King City Connection
Nunca me he considerado una persona valiente y para mí, en el año noventa y nueve, todo aquel que se embarcara en la aventura de ir a vivir a un país extranjero lo era, y mucho. Nunca había salido del país. Mi inglés, de un nivel medio, era puramente teórico, y los únicos momentos en los que lo utilizaba era para corregir los ejercicios de mis alumnos en un pueblo perdido de Álava, o en la misma Vitoria si tenía suerte y había plazas de sustitutos abiertas.
Un día, por pura casualidad, encontré en la escuela donde trabajaba un periódico del que nunca he vuelto a ver un ejemplar –ni siquiera recuerdo el título, pero era una publicación para escuelas-. Allí se mencionaba el programa de profesores visitantes; yo tenía una amiga muy interesada en irse al extranjero, así que recorté la noticia y se la pasé. Pero ella no tenía el CAP, requisito indispensable, y, sin saber muy bien cómo, me encontré rellenando yo la solicitud. Primero hice los papeles para Louisiana, pero no me cogieron (visto lo visto, menos mal) y al año siguiente, con los tres años de experiencia justitos que requería el estado, me presenté para California. Para mi sorpresa, pasé las pruebas y me encontré haciendo la entrevista para el distrito de King City. Me cogieron. Y ahí empecé a darme cuenta del “embolao” en el que me había metido.
Nunca había montado en un avión, la primera vez que lo hice fue para volar a San Francisco. El primer recuerdo de California que tengo es ir montada en un taxi, atontada por el viaje y el cambio de hora pero incapaz de cerrar la boca de asombro ante una ciudad que me impactó (todavía hoy, siete años más tarde, me impresiona). Lo primero por lo que pasé fue el curso de adaptación, al que probablemente le deba el hecho de no haberme vuelto el primer año. La frase que se me quedó grabada de los tres días de cursillo (del resto ya no me acuerdo, he pasado tanto tiempo allí que lo he normalizado todo, aunque en el momento estaba aterrada ante tanta novedad): nunca les digáis a vuestros compañeros americanos lo que ganáis. Ellos creen que ganáis menos. Qué razón tenían.
Vinieron a buscarme dos profesores de King City: la que sería mi mentora (King City tenía un excelente programa para nuevos profesores, antes de los recortes presupuestarios), que gracias al cielo hablaba español muy bien, y otro profesor al que me costó varios años entender, con un acento tan cerrado que no tenía muy claro si estaba hablando inglés o algún otro idioma (pero cuando conseguí entenderle, supe que había dominado el inglés). Mi primera sorpresa al llegar al pueblo fue encontrarme con el rechazo de algunos profesores, que no entendían por qué habían tenido que traer a gente de tan lejos habiendo profesores bilingües en la zona. La segunda, que aquel año sería el último en el que se iban a dar las clases en español. Muchos esperaban que yo me fuera entonces, pero para su sorpresa me quedé. Tengo que decir que alguno se alegró, pero la mayoría no me entendió.
Así que, de los siete años que pasé en King City, sólo el primero pude dar lectura en español. Después me metieron con los recién llegados en un programa de inmersión al inglés –a mí, a quien la mitad de los profesores no entendían cuando hablaba- y ahí me quedé hasta que me fui. Me cambié de escuela, de Santa Lucía con su calendario tradicional y sus ocho clases de primero a Del Rey, con diferentes vías y sólo un compañero con quien ponerte de acuerdo, donde me enamoré del calendario “year round”, que consiste en trabajar tres meses y descansar uno. Iba a Vitoria tres veces al año, viajaba por el país todos los fines de semana, vivía en una casa con piscina y podía ir andando a trabajar. Me hice adicta a los Starbucks. Soné con comprarme una casa en la bella San Francisco, los suficientemente cercana para poder pasar casi todos nuestros fines de semana allí, pero nunca me atreví a pedir el cambio de distrito y dejar a mis adorados alumnos. Los niños (todos de origen hispano, los míos al menos) eran respetuosos con los profesores; trabajaban para mí más de lo que cualquier alumno en Vitoria lo había hecho nunca; tenían unos padres que, lejos de enfrentarse al profesor, te daban permiso por escrito para que les pegaras si no prestaban atención, y te traían regalos el día de San Valentín y Navidad. Sé que mi experiencia no tiene nada que ver con la de los profesores de secundaria, que todo el mundo se queja de la disciplina y los problemas que tienen en clase, pero yo no cambiaría a mis alumnos de King City por nada del mundo. Ahora, dando inglés a la clase media vitoriana, les echo más de menos que nunca.
Me fui por mil motivos, el más importante que sentía que, después de siete años, necesitaba una etapa nueva en mi vida, nunca porque dejara de gustarme mi profesión o lo que estaba haciendo en la escuela. Me llevé de allí grandes amigos (la mayoría españoles, aunque algún americano también cayó), la experiencia de haber sobrevivido en una tierra que no era la mía y un montón de lecciones que me dieron mis alumnos sobre humildad y aprender a aprovechar lo que tenemos hoy, que puede que no esté ahí mañana. Crecí mucho más de siete años y, sobre todo, le quité el miedo a probar cosas nuevas. Llevo en Vitoria desde junio y sé que, en cuanto se me ofrezca una oportunidad, me iré a cualquier otro país de habla inglesa, en principio para un año, como me pasó con la aventura americana, pero luego ya se verá.
Se supone que debo dar algún consejo a los nuevos profesores o todos aquellos que se estén planteando viajar a California. El único que se me ocurre es no convertirse en americanos. No os concentréis en el trabajo tanto que os haga olvidar que estáis viviendo una experiencia irrepetible, que hay un millón de cosas a vuestro alrededor por descubrir. Algunos compañeros americanos iban a trabajar los fines de semana, y yo les imité dos veces. Me agarré tal depresión esos dos días que me juré no volver a hacerlo nunca más. Aprovechad para viajar y recordad que, por mucho que pretendáis quedaros, nunca sabéis cuál será vuestro último año. A mí me pilló mi marcha con muchas cosas pendientes por hacer. No dejéis que eso os pase a vosotros.
Si volviera atrás en el tiempo y me encontrara de nuevo aquel periódico, ni siquiera me molestaría en ofrecérselo a una amiga. Evitaría directamente Louisiana para apuntarme a California y ganar un año. Y, quién sabe, quizás me quedara aún más tiempo.
NaNoWriMo
Pero eso se acabo. Noviembre es el mes de "escribe una novela en treinta días". Si os pasáis por la página www.nanowrimo.org, veréis una curiosa iniciativa de algunos escritores estadounidenses que se van a olvidar por un mes de la perfección para lograr cantidad. Cualquiera puede inscribirse y creo que también está en castellano. A partir del uno de noviembre (o sea, hoy, siento el corto aviso pero yo me enteré ayer), cada participante debe intentar escribir 50.000 palabras (unas 175 páginas) antes de la medianoche del 30 de noviembre. Lo mejor: que nadie tiene por qué leerlo -aunque se puede subir la novela y dejar que otros participantes la lean- y que no pasa nada si no se consigue.
Yo me he apuntado. No creo que vaya a escribir 175 páginas en treinta días cuando llevo meses sin pasar de diez, pero, aunque consiga escribir la mitad y sólo pueda aprovechar una cuarta parte de ellas, ya habré avanzado algo. Y me habré entrentenido con lo que más me gusta.
Animaos, puede ser divertido.
La sombra
Tomó aire y se tragó las lágrimas que inundaban su cara. La mano derecha en la herida del costado y la izquierda sujetando el esqueleto de la cama, Ana se arrastró por el suelo hasta donde ella creía que estaba la luz. Cada movimiento arrancaba de su boca un gemido de dolor que ella trataba de ahogar mordiéndose los labios; no quería llamar la atención de la sombra que había irrumpido la tranquilidad de su casa y todavía podía estar acechando al amparo de la oscuridad. ¿La había oído marcharse? Quizás hubiera perdido el conocimiento unos segundos, los suficientes para que la sombra tuviera tiempo de huir, salir de su casa, dejarles en paz. Ana se arrastró unos centímetros más y sintió que su costado se abría con un leve crujido de carne rajada. Tenía que llegar a la luz y encontrar su teléfono. Necesitaba pedir ayuda.
Le costó dos interminables minutos recorrer los escasos metros que la separaban de la mesilla de noche. Sin soltarse de la cama, temiendo que si dejaba su soporte se hundiría sin remedio y no podría volver a alzarse, Ana buscó el cable de la lámpara y lo siguió hasta encontrar el interruptor. Lo accionó. Nada. La oscuridad siguió siendo inexpugnable.
Temblando de pies a cabeza, Ana deslizó su mano por el cable de nuevo, rogando que estuviera desenchufado, rogando que la solución fuera tan sencilla como aquella. Pero, por supuesto, no lo era. La sombra había cortado la luz de toda la casa y Ana no podía encontrar el teléfono móvil que le había arrancado de las manos y lanzado a través de la habitación. Soltó un gemido mezcla de dolor y llanto. Una risa débil, tan cercana que sintió su aliento, la sobresaltó.
-¿Qué vas a hacer ahora, Anita?
No había motivos para ahogar su llanto. Gimiendo, enloquecida de miedo y de dolor, Ana se arrastró por el suelo de la habitación, tratando de ignorar la humedad cálida que sentía bajo sus dedos al pasar las manos por el suelo, al restregarse por todos los rincones de la estancia buscando un teléfono que podía ser inservible, que podía estar roto o en manos de la sombra. La risa no cesaba. Era débil, sutil, irreverente. Ana sintió furia mezclada con su terror. Si no hubiera estado tan segura de desmayarse por el esfuerzo, se habría tirado a ella y le habría sacado los ojos con sus propias manos. En su situación, su única esperanza era encontrar su teléfono. Su mano dio con algo cálido y su llanto se recrudeció. Miguel.
-Ya le has encontrado. ¿Era eso lo que buscabas? ¿A tu amado esposo?
Ana acarició la mano que aún tenía pulso, subió por el brazo, rozó el hombro y llegó a su cara. Tenía los ojos cerrados. Aún respiraba, aunque muy débilmente. Ana acercó la cara a la suya. Una carcajada cargada de furia llegó hasta ella.
-¡Qué bonito! ¡Qué tierno! Se me caen las lágrimas de la emoción. ¿Todavía le quieres? ¿Después de todo lo que te he demostrado esta noche?
Ana no contestó. Había perdido demasiada sangre. Se sentía débil, a punto de desmayarse, y una parte de ella insistía en que era mejor dejarse llevar, acabar con todo, rendirse. La voz de la sombra le llegaba desde muy lejos.
-Te creía distinta, Ana. Miguel hablaba tan bien de ti que te imaginaba otro tipo de mujer, más fuerte. La Ana que yo había imaginado nunca se arrastraría hacia su marido después de todo lo que ha pasado esta noche. No, la Ana que yo imaginaba le dejaría morir, porque es lo que se merece. ¿No te parece? ¿No crees que se merece morir?
-No –se oyó decir, sorprendiéndose a sí misma al darse cuenta de que aún podía hablar-. Sólo ha cometido un error. Nadie merece morir por eso.
La carcajada fue hiriente. Ana sintió su conciencia alejándose de ella.
-¿Un error? ¿Lo llamas error? Qué buena eres, Ana, te admiro. Mira, en eso tenía razón Miguel. No debe haber nadie tan bueno como tú sobre la faz de la tierra.
Su parte más fuerte, aquella que pensaba que la había abandonado, tomo control de su ser una vez más y Ana pudo oír los pasos de la sombra acercándose hacia ella. Ni siquiera veía su contorno, tan profunda era la oscuridad, pero podía sentir su presencia, su calor. Su ira.
-Miguel tenía unos ojos muy bonitos. Creo que es lo primero que me gustó de él.
El cuerpo de Miguel se sacudió bajo la patada de la sombra. Ana le abrazó, llorando, sintiendo cómo su respiración se iba debilitando cada vez más. Necesitaba su teléfono, pero ya no tenía fuerzas para buscarlo. Miguel iba a morir primero, y después lo haría ella, escuchando la voz de la sombra hablar en pasado de su marido.
-Cuando tomábamos café juntos sólo hablaba de ti. Al principio, claro, porque luego, cuando empezó lo nuestro, ya no te mencionaba. Se sentía culpable, supongo, engañándote. Yo también me hubiera sentido culpable, pero habría sido sincera. Yo te habría contado que estaba teniendo un lío con mi secretaria. Te habría dicho que quería dejarte, que me iba a ir con ella. Él no fue valiente. Su sentido de culpabilidad pudo más que él y al final se echó atrás.
-Nunca pretendió dejarme –susurró Ana, sin importarle si la sombra la oía o no-. Mi marido nunca dejó de quererme.
-Sí, creo que ese fue el problema. Yo le dije que tenía que elegir, tú o yo. Y él eligió mal. Tonto.
Otra patada, pero esta vez falló y golpeó también la mano de Ana, que abrazaba a Miguel con las pocas fuerzas que le quedaban. Ana se sentía al borde de la pérdida de conciencia. Un zumbido lejano empezó a inundar sus oídos.
-Se lo advertí. Le dije, “yo no puedo ser la otra, Miguel, yo tengo que ser la primera. No soy segundo plato de nadie, si quieres seguir conmigo tendrás que dejar a Ana”. Y él me contestó que entonces no podría seguir conmigo. Fue un cobarde. Pero pensaba que tú eras lista y que te ibas a dar cuenta de qué pasta estaba hecho. Ahí me equivoqué yo. Nunca pensé que te pondrías entre él y la pistola para salvarle la vida.
-Es mi marido… Le quiero…
-Yo también. Le quise, supongo, porque sólo se puede querer a alguien hasta que dejan de serte fieles. ¿No? ¿No te pasa a ti?
El zumbido iba creciendo, y Ana se dio cuenta de que no estaba dentro de su cabeza. Era la alarma de un coche de policía. Los vecinos debían haber oído el disparo.
-No vas a morir, Ana, tu vida nunca estuvo en peligro –Otra patada hizo temblar el cuerpo de Miguel, que ya no respiraba-. La suya sí, por cobarde, pero tú no tienes la culpa de que tu marido no sea digno de ti. Ni de mí.
Un chasquido de metal sobre metal cortó el aire, y Ana, sin saber por qué, hundió la cabeza en el cuello inerte de Miguel, apartando la cara de una imagen que no podía ver. La explosión de la pistola retumbó en la estancia vacía. Ana perdió el conocimiento.
La policía siguió el ruido del disparo y encontró tres cuerpos, un hombre y dos mujeres. Él tenía una bala en el corazón, una de las mujeres un disparo en el costado y la otra se había volado los sesos. Un agente se agachó junto al cuerpo de la mujer que abrazaba al hombre.
-Está viva. Llama a una ambulancia.
El sociopata
Luego llegó la mujer con el cubo del agua sucia. Ni siquiera se acercó al bordillo de la acera, la tiró en medio de la calle y empapó unos buenos metros cuadrados de cara vía pública con el agua que ella no quería en su casa por pestilente y sucia. Una mujer la miró con el ceño fruncido al pasar, pero nadie le dijo nada. Alfonso quería gritarle, llamarla cerda, incívica, darle de bofetadas por guarra, y esta vez se tuvo que agarrar al borde de su silla para no saltar y causarle el daño que su interior estaba rogando que le infringiera.
Pero la gota que colmó el vaso fue el grupito de adolescentes que pasó por la avenida en bicicleta y a punto estuvieron de atropellar a una señora que movía con dificultad sus cerca de ochenta años con la ayuda de un taca-taca y que no cayó al suelo cuando ellos pasaron rozándola porque tuvo el buen juicio de aferrarse a su andador con todas sus fuerzas. Les insultó, les increpó, pero los jóvenes, lejos de pararse a ver si a la señora le había pasado algo, soltaron una carcajada y siguieron corriendo con sus bicicletas sin importarles que la avenida estuviera llena de gente paseando un domingo por la tarde. La gente se apartó a su paso, pero lo único que hicieron fue gruñir un reproche por lo bajo. Nadie hacía nada. Nadie decía nada.
Alfonso no pudo más. Con manos temblorosas, echó mano a su bolsa de deporte y la puso sobre su regazo. El calor de la escopeta de caza que guardaba en ella le tranquilizó de inmediato y sus manos dejaron de temblar. Sacó su arma, la cargó con parsimonia sin que ninguno de los que compartían terraza con él se inmutaran y se levantó. Primero apuntó al niño con el balón, quien no había dejado de molestar a todos los que disfrutaban de los últimos rayos de sol de aquel final de verano en aquella terraza otrora tranquila. Le voló la cabeza con un tiro certero y una puntería envidiable. Detrás de él fueron sus padres, los culpables de que aquel monstruo se hubiera llegado a convertir en la réplica exacta de los adolescentes que acababan de escapar y que no tuvieron el buen juicio de tirarse al suelo, sino que fueron al auxilio de su hijo. Luego le llegó el turno a la dueña del bar, la del agua sucia, que salió a ver qué eran esos petardazos. Alfonso sintió una extraña satisfacción al verla caer en el charco de agua mugrienta que ella misma había creado. Y por fin le llegó el turno a la mujer del taca-taca, que hacía todo lo posible por escapar de allí tan rápido como sus cortos pasos le permitían. Alfonso no tenía claro por qué la mataba a ella también, pero supuso que tenía que terminar lo que había empezado. Y, qué demonios, aquella señora tenía cara de haber tirado el agua de la fregona a la calle más de una vez.
Alfonso guardó su arma en la bolsa de deporte, esquivó a los cadáveres poniendo buen cuidado de no pisar la sangre que se esparcía a su alrededor y echó una última mirada a la escena. Estaba mejorando su puntería. Todos aquellos a los que había disparado habían muerto en el acto, sin sufrir, y no había herido a nadie que no mereciera morir. Muy bien, Alfonso, estás mejorando, se dijo. Tenía que decírselo al psiquiatra.
Estaría orgulloso de él.
El hipocondriaco
Todos los médicos de mi ciudad me conocen. En urgencias, cuando me ven llegar, levantan la vista al cielo y sueltan una oración en busca de paciencia mientras me indican dónde está la sala de espera –como si no lo supiera ya- y me tienen ahí encerrado un par de horas para ver si se me pasa el susto. Pero a mí nunca se me pasa. Verás, yo me conozco bien y sé que soy un exagerado, por eso no voy a urgencias al primer síntoma. Antes sí, antes lo hacía, pero el día en que un médico me llevó directamente a la consulta del psiquiatra cuando quise que me desinfectara un grano para que no se gangrenara y me comiera la piel, empecé a pensar que igual tenía que tomarme las cosas con un poco más de calma. Por eso ahora espero unas horas, a veces hasta un día entero, antes de acudir llorando al médico que esté de guardia, pero una vez que estoy allí quiero ser atendido. Si me he pasado veinticuatro horas viendo y sufriendo los cambios de mi cuerpo, no me importa esperar un par de horas más para que alguien me salve la vida.
La semana pasada fui a urgencias por una mancha que me había salido en la mano. No quise ser alarmista y pensé que quizás me había dado un golpe sin darme cuenta y que aquello no era más que el moratón que sale después, pero me extrañaba que no me doliera al tocarme. Esperé unas horas, de la mañana a la noche, y después de cenar ya no pude más y me dirigí al hospital. Cuando entré por la puerta corrediza, me recibió una enfermera a la que nunca había visto antes, una sustituta que cubría el puesto que la enfermera fija había dejado al irse de vacaciones. Me miró la mano, frunció el ceño y, en vez de hacerme pasar a la sala de espera, me indicó que esperara allí mismo mientras ella llamaba al doctor. Mi ciudad no es turista y en verano hasta los hospitales están vacíos; por primera vez en mi largo historial médico, no iba a tener que esperar a que me atendieran.
El médico llegó volando, y cual sería mi alegría al darme cuenta de que éste también era nuevo, un sustituto que no me conocía y al que, por tanto, me podía quejar todo lo que quisiera sin temor a ver de nuevo al psiquiatra. Me miró la mano ahí mismo, frunció el ceño y me llevó a una sala de reconocimientos. Yo estaba preparado para desnudarme y tumbarme en una camilla, pero él se limitó a hacerme sentar y analizarme con detenimiento la mano. Me raspó con un instrumento metálico –le pregunté si estaba bien esterilizado, no la fuéramos a liar-, volvió a fruncir el ceño y me informó de que tenían que hacerme una biopsia.
-¿Es grave, doctor? –pregunté, muerto de miedo y de orgullo por no estar llorando.
-No lo sé. No quiero mentirle, podría ser leucemia. ¿Cuánto tiempo hace que tiene usted la mancha?
-Unas horas. Ha aparecido esta mañana, creo.
Me miró con gesto de sorpresa. Encima era un caso digno de estudio clínico.
-¿Tan grande? Entonces tenemos que darnos prisa. Si se ha desarrollado a esa velocidad, puede ser un cáncer muy agresivo. ¿Quiere tumbarse?
Pensé que me iba a reconocer, pero luego me di cuenta de que lo hacía porque me había quedado tan pálido que tuvo miedo a que me cayera de la camilla. Llamó a las enfermeras, les indicó que me llevaran a hacer análisis de sangre y que me ingresaran en urgencias. Yo sólo pensaba en llamar a mis padres, pero estaba tan nervioso que sabía que no iba a poder marcar ni el número. El médico me dio algo para calmarme después de que las enfermeras me sacaran sangre. Me quedé dormido en seguida.
Cuando me desperté, la cara del médico me sonrió y me dijo que había habido suerte, que el quirófano estaba libre y que iban a poder hacerme la biopsia en ese mismo instante. Yo temblaba de pies a cabeza mientras me preparaban para la operación. Me dijeron que era un procedimiento rutinario, que no me iba a doler nada, que la epidural era mano de santo e iba a poder estar despierto mientras me lo hacían. Por un lado me alegré, no quería que me pusieran anestesia general, la de gente que se muere en un quirófano cuando lo anestesian del todo, pero por otro me daba mucho respeto ver lo que me hacían, tenía la completa seguridad de que me iba a marcar un Castro e iba a empezar a corregir a los médicos en la mitad de la operación. Tragué saliva y sentí la boca seca. Mi hipocondría me iba a salvar la vida, al fin y al cabo.
Es una sensación extraña, la epidural. Me habían dado un montón más de calmantes, así que sentía la cabeza ligera mientras nos deslizábamos por los pasillos hasta el quirófano. No sentía para nada la mano derecha, era como si mi cuerpo terminara a la altura del hombro. Miré a las enfermeras que iban a mi lado y les sonreí, bobalicón. Ninguna de ellas era conocida.
Por fin me pusieron en la camilla del quirófano. Sacaron toda la parafernalia para la operación y taparon la mano con una sábana azul colocada a modo de telón para que yo no pudiera ver lo que hacían. Mejor, pensé, tampoco es cuestión de tener pesadillas. Gracias a las drogas que me habían dado, era capaz de pensar en cómo iba a cambiar mi vida cuando me dijeran que tenía leucemia y no salir corriendo de pánico. Vi a una enfermera pasarle una esponja empapada en un líquido rojizo al médico y supe que me estaban desinfectando la mano. Sonreí al doctor, que no me miraba. Frunció el ceño de nuevo. Algo iba mal y todavía no me habían cortado.
-¿Pero qué es esto?
Yo intenté levantar la cabeza para mirar por encima de la sábana, pero alguien me sujetó y me dejó pegado a la camilla. El médico siguió trapicheando con mi mano, su gesto cada vez más ceñudo. Cuando terminó lo que estuviera haciendo –era cierto, no había sentido nada, los milagros de la medicina-, se giró hacia mí, arrancó la sábana y me mostró mi mano. Estaba limpia.
-¡Doctor! ¡Me ha curado!
Nadie sonreía, nadie lloraba de emoción al ver semejante milagro, nadie gritaba “aleluya”. Todo el mundo me miraba con gesto que adivinaba serio tras las mascarillas del quirófano, algunos negando con la cabeza.
-Ha sido una broma de muy mal gusto, señor –masculló el médico.
-¿Qué quiere decir? ¿No es leucemia?
-No. Era tinta. Se le ha explotado un bolígrafo en la mano.
Soy hipocondríaco. Y no veas lo difícil que es serlo en un mundo donde todo el mundo se cree sano.
Depresión vacacional
Ni escribir me motiva ya. Supongo que un escritor que se tome su "trabajo" en serio habría aprovechado los dos meses de asueto para escribir por lo menos la mitad de la próxima gran novela, pero yo no he tocado tecla. Lo que significa, supongo, que no soy escritora, y que estoy a mucha distancia de serlo. Qué le vamos a hacer, cada cual con sus miserias.
Nunca pensé que diría esto: tengo ganas de empezar a trabajar y volver a una rutina. Y de terminar mi puzzle de dos mil piezas, que sólo a mí se me ocurre comprar un puzzle abstracto.
Reflexion
Me refiero, en este caso, al mundo del entretenimiento. ¿Quienes son los que ganan más dinero en el mundo? Los actores y actrices, los cantantes, los presentadores de televisión. ¿Y a qué se dedican? A entretenernos. Nuestra sociedad podría, perfectamente, seguir adelante sin ellos. No los necesitamos para ir a trabajar, para curar enfermedades, para salvar a los niños de Etiopía. Sin embargo, es a los que más pagamos. Y ya no me meto con los del Gran Hermano, Operación Triunfo y similares, porque entonces en vez de reír, lloro de rabia.
¿Y quienes son los únicos "entretenedores" que no están bien pagados? Los escritores. La profesión que más mérito tiene dentro de esta gama de entretenimiento, la que más trabajo conlleva, la que más enseña (al menos de vez en cuando) es la que peor considerada está. Conozco gente que hace paralelismos entre vagos, escritores y lectores. Para ellos, es mejor tirarse a ver el "Tomate" que sentarse en el sofá con un libro, por increíble que parezca. Estamos mal vistos. Ser escritor es perder el tiempo. La gente cada vez lee menos, y cuando lo hacen prefieren las revistas del corazón. Es vergonzoso. Vivimos en una sociedad que da vergüenza.
Más mérito a los mineros, los recoge basuras, los peones, los limpia tuberías. Sin ellos sí que nos iríamos al garete. Podríamos vivir sin Brad Pitt y Angelina Jolie, pero a ver quién es el guapo que sobrevive con basura en la calle o sin un mal fontanero que le arregle el lavabo.
He dicho.
En el cuartel
-¿Puedo ayudarle en algo?
El hombre le miró y parpadeó dos veces, como si quisiera convencerse de que el guardia civil era real y no un efecto de su borrachera. Manuel esperó, paciente. Mientras no le atacara o se pusiera violento, no le molestaba.
-¿Se encuentra usted bien? ¿Puedo ayudarle en algo?
Se acercó al mostrador y puso las manos sobre el, con las palmas hacia arriba.
-Vengo a que me detenga.
Manuel levantó las cejas y sonrió.
-A ver, ¿qué ha hecho usted?
-Todavía nada.
-Pues entonces no puedo detenerle. Venga cuando haya hecho algo.
-Es que quiero matar a mi mujer. Y luego había pensado entregarme. Así que he pensado que mejor me entregaba primero.
Manuel le miró a los ojos, esos ojos que un segundo antes habían estado perdidos y semi ocultos en un mar de párpados caídos, pero que ahora brillaban con tanta vida que le dieron miedo. Dejó el informe sobre el mostrador, salió de detrás de él y esposó al hombre con las manos a la espalda. No opuso ninguna resistencia.
-Muchas gracias por venir. Venga, pase por aquí que le hacemos la ficha.
Coche de alquiler II
Me mantuve en mi sitio -a varios metros del coche y con la mirada fija en el capó- durante varios minutos, tratando de decidir qué hacer. Tenía las llaves del coche en la mano –y los puños cerrados alrededor de ellas con tanta fuerza que se me estaban clavando en las palmas-, podía acercarme, descerrajar la portezuela y salir corriendo antes de que aquella cosa –“persona, persona”- me atacara, pero volvía a tener el problema de la completa incomunicación en la que me encontraba. ¿A dónde iba a ir? ¿Y si aquello podía correr como un animal de presa? Por poco que me gustara, era la única opción que me quedaba, no podía pasarme allí el resto de mi vida. Miré alrededor. Había cerca un roble lo suficientemente ancho para darme cobijo provisional. Podía meter la llave, soltar el cerrojo y esconderme detrás. Si no me buscaba, no me encontraría. Si la “cosa” tenía hambre, ya sería otra historia.
Aprovechando que la intensidad de los golpes parecía disminuir, me animé a abrir. Mantuve el cuerpo tan alejado del coche como la largura de mi brazo me lo permitió y eché a correr en cuanto escuché el clic del cerrojo. Estaba tan asustado que mis piernas apenas me respondían y el árbol resultó estar mucho más lejos de lo que me había parecido en un principio. La carrera sobre mis rodillas de mantequilla pareció interminable. Me escondí detrás del tronco, jadeando tan fuerte que tuve que taparme la boca con la mano para no delatar mi posición.
No me atrevía ni a mirar. Esperé detrás del árbol unos segundos. Los golpes se habían detenido en el momento en el que yo me había acercado al coche. Nada. Ni un ruido. Asomé la cabeza.
¡PUM!
Un terrible empujón levantó el capó del coche con tanta fuerza que la tapa volvió a caer, pero no se cerró de nuevo porque tocó algo blando que no era parte de la carrocería del coche. Me escondí de nuevo, temblando de pies a cabeza, y esperé a que la cosa saliera del capó. No oía ningún ruido. Si estaba saliendo, lo estaba haciendo de una manera sumamente silenciosa. Empecé a oír algo en la distancia. Aguanté la respiración, imaginando que la cosa estaba haciendo esfuerzos por salir del capó. ¿Qué me esperaba? Un alien, quizás. Incluso un animal. Un perro de presa del que sus amos ya se habían calmado. Pero, ¿por qué no había ladrado antes?
Eran jadeos. Gemidos ahogados que no había podido oír con el capó cerrado. Asomé la cabeza con mucho cuidado, y lo que vi me asustó más que si un enano verde con tres pares de ojos hubieran estado mirándome. Eran un par de piernas atrapadas bajo la tapa del capó, asomando grotescas sobre la matrícula del coche.
Había estado viajando con un ser humano en el capó.
No sé de dónde saqué las fuerzas, pero antes de darme cuenta me estaba acercando al coche. Las piernas estaban atadas por los tobillos y mostraban unos pantalones vaqueros y unas zapatillas de deporte blancas. Era un chico joven, a juzgar por su manera de vestir. Abrí la portezuela con cuidado.
Estaba maniatado. Tenía los ojos tapados con un burdo pañuelo y cinta aislante en la boca. Le levanté la venda. Me miró con ojos de pánico. Le quité la mordaza. Gritó. Yo pegué un salto hacia atrás.
-¡Quién es usted! ¡Dónde estoy! ¡No tengo dinero, no sé lo que quiere de mí!
Me acerqué lo suficiente para que me viera la cara pero no tanto como para que pudiera pegarme una patada con las piernas que había empezado a sacudir. Intenté calmarle con las manos, pero, a juzgar por su pánico, cualquiera hubiera pensado que estaba intentando estrangularlo.
-Tranquilo, chaval, que yo no te he hecho nada. He alquilado el coche esta mañana, no sabía que llevaba paquete.
-¡Déjeme marchar! ¡No tengo nada que darle, se lo juro! Me caso dentro de dos semanas, ¡no me mate, por favor!
-¡Que no, coño, que esto no es un secuestro, que no sabía que estabas ahí! Anda, ven que te suelto.
Me costó, pero conseguí incorporarle y soltarle las manos que llevaba atadas a la espalda. El chaval saltó del coche, se cayó de morros contra la gravilla suelta de la carretera y no se molestó en soltarse las ataduras de los tobillos para alejarse de mi. Me miró desde el suelo, andando hacia atrás sobre las palmas de las manos como un vulgar cangrejo.
-¿Quién es usted, entonces? ¿Por qué estaba yo en su coche?
Suspiré. Tenía que entender que estuviera confuso, aunque empezaba a cargarme.
-No es mi coche, es de alquiler. Lo he cogido esta mañana para un viaje largo, he empezado a oír unos ruidos extraños, he parado y te he encontrado. ¿Se puede saber qué hacías tú en el capó de un coche? ¿Y por qué no has empezado a dar golpes antes de salir de la ciudad?
El chaval me miró extrañado, aunque era fácil darse cuenta de que era más por su propia historia que por la mía. Abrió la boca un par de veces, pero no pareció encontrar las palabras adecuadas y la volvió a cerrar. A la tercera fue la vencida.
-Estaba… Estaba dormido, creo. Cuando me he despertado me he visto atado de pies y manos y he sentido que me movía. He intentado salir del coche a patadas, pero no he podido.
-Casi lo consigues, vaya golpes. ¿Y cómo acabaste ahí dentro, si se puede saber?
Y entonces hizo una cosa muy rara. Primero bajó la mirada y negó con la cabeza, intentando recordar. Luego volvió a levantar la vista y me miró con ojos muy abiertos, y acto seguido se echó a reír. Yo no le veía la gracia por ninguna parte. Tardó unos segundos en calmarse y explicarme el chiste.
-Vaya bromistas que son… -farfulló entre carcajadas-. Esta vez se han pasado, pero hay que reconocer que es buena… Joder, cuando los pille…
-¿De quién hablas?
-De mis amigos, joder, han sido ellos. Ayer era mi despedida de soltero. Bebí hasta la botella de alcohol del botiquín, debí quedarme inconsciente en algún punto de la noche y ellos me metieron en el capó del coche. ¡Qué cachondos! Cuando los pille…
Eso mismo pensaba yo. El chaval estaba muerto de risa, soltando la cuerda que tenía amarrados sus pies. Se levantó, mirándome entre risotadas, y se dirigió a la puerta del copiloto del coche. Yo me quedé donde estaba.
-¿Qué haces?
El chaval se giró con una sonrisa tonta.
-Me llevarás a casa, ¿no? No me vas a dejar aquí tirado.
-Pero es que yo voy en dirección contraria.
-Ya, hombre, pero no me vas a dejar aquí, yo tengo que volver a casa.
Negué con la cabeza. No me daba la gana.
-Mira, chaval, es que la broma aún no ha terminado. Me han contratado tus amigos para que te saque de la ciudad y te deje tirado en mitad de la nada. Es parte del juego.
El chaval me miró con el ceño fruncido.
-Pero si tú no sabías que yo estaba en el capó.
-Sí lo sabía, todo ha sido parte de la broma. Tenía que fingir que no lo sabía para asustarte más aún. Vamos, ellos me pidieron que simulara un secuestro, pero yo no tenía corazón y les dije que no.
-Ya –Aún no parecía muy convencido-. Pues yo hubiera jurado que estabas tú más cagado que yo.
-Es que soy buen actor.
Me monté en el coche, el chico aún con la mano en la manilla de la puerta. Bajé la ventanilla.
-Estás a la altura de Burgos, aunque no tengo muy claro dónde. Si vas para atrás, está la autopista y puedes hacer autostop. Suerte, majo.
Quitó la mano de la puerta al fin, me miró una última vez y volvió a sonreír, haciéndome un gesto con el pulgar hacia arriba. Yo le hice un corte de mangas que pareció hacerle mucha gracia y arranqué, dejándole tirado en mitad de la nada. La compañía de seguros iba a cargarme un ojo de la cara por las abolladuras del coche. No sentí ninguna pena.
El siguiente coche que me compré fue un SEAT Ibiza que aún conservo y que no me ha dado ningún problema. Hipotequé mi casa para poder comprármelo, pero mereció la pena: no he vuelto a necesitar un coche de alquiler.
Antes en tren. Aunque no me dejen fumar.
Mas temitas y mas historias.
-Es el día de la boda de tu protagonista, pero algo sale muy mal. Escribe una historia muy corta sobre lo que puede ocurrir.
-Viajas en un coche de alquiler cuando oyes el golpeteo de una rueda desinflada. Paras el coche para cambiarla cuando te das cuenta de que el ruido no viene de la rueda, sino del capó. ¿Qué, o quién, está en el capó haciendo ese ruido?
-En muchos programas de televisión, el detective tiene una cualidad especial –poderes paranormales, atención especial a los detalles- que le ayuda a atrapar al malo. Escribe una historia corta presentando a tu detective.
COCHE DE ALQUILER
Cada vez que veo anuncios de coches de segunda mano en el periódico, me dan ganas de llamar por teléfono al anunciante, insultarle y colgar. Los muy sinvergüenzas anuncian sus vehículos como si estuvieran en mejor estado que uno nuevo, como si comprar un coche que ya ha sido de alguien fuera lo más “chic” que uno pudiera hacer. Mentira, todo mentira. Ni el coche tiene sólo cuatro mil kilómetros, ni ha dormido en garaje todos los días de su corta vida, ni ha pasado por el taller sólo para hacer revisiones. Es sólo una estrategia de venta. Yo lo aprendía de la peor manera.
Hace dos años me compré un coche de segunda mano. El que lo vendía me dijo que apenas había salido del garaje, que sólo lo había usado su hijo para ir a la playa y que lo habían cuidado como a uno más de la familia. Dos meses después, cuando el coche me dejó tirado en plena autopista con humo saliendo del motor y me explicaron en el taller que a aquel coche le habían hecho todo lo que nunca se le debe hacer a un coche, me entraron ganas de denunciar a aquel hombre por malos tratos a su familia. Pero no lo hice, porque mi mayor preocupación ya no era el coche, sino el viaje que tenía que hacer en dos días. La empresa me había elegido a mí para representarles en un simposium sobre nuevas tecnologías. Mil kilómetros yo solo, a un pueblo perdido del sur de Andalucía y sin más compañía que la radio. Necesitaba un coche urgentemente.
Comprar uno estaba fuera de mis posibilidades. Aparte de tener un presupuesto limitado –de ahí que me hubiera comprado un coche de segunda mano en lugar de uno nuevo para empezar-, el concesionario nunca me hubiera dado uno en tan corto plazo de tiempo. Podía ir en transporte público, por supuesto, pero eso significaría no poder fumar en el tren o en el autobús durante al menos diez largas horas, hacer tres transbordos bajo el sol del sur y llegar al pueblo con el tiempo justo, sin siquiera media hora para pasar por el hotel y ducharme después de un viaje tan largo. No, necesitaba un coche, así que me decidí por el alquiler.
Poco tardé en descubrir mi error. Pero ya era tarde.
El taller donde había arreglado el coche me recomendó un sitio con muy buena fama en el que, según habían oído, alquilaban coches para los diputados y gente de muy alto nivel. Supuse que no iba a ser barato, pero después del disgusto que me había llevado con mi nuevo auto no estaba dispuesto a pasar otro susto en carretera, más aún en un viaje tan largo por caminos que no conocía. Así que el día del viaje me fui al “rent a car”, les pedí el coche más barato que tuvieran y me dieron un Alfa Romeo que habían devuelto el día anterior. Por suerte para mí, el fin de semana se adivinaba tranquilo y tenían el garaje lleno de coches, con lo que me hicieron un precio especial por llevarme aquél. El interior estaba inmaculado, olía a limpio y los ceniceros estaban vacíos. La radio tenía reproductor de Cds y en ningún momento me pidieron que no fumara en el coche. Tiré mi escaso equipaje en el asiento trasero y me monté. Me sentí feliz por primera vez desde que me viera tirado en la carretera.
El Alfa andaba como una seda. El cuentakilómetros no pasaba de los tres mil, por lo que supuse que aquel coche era la última adquisición del lugar; las marchas entraban casi sin tocar la palanca y el motor ronroneaba tranquilo. Me metí en la autopista. Encendí un cigarro. Puse la radio a tope. Me recosté en el asiento para disfrutar del viaje. Recordé los tiempos en los que conducía por placer, no porque tuviera que hacerlo.
Llevaba como una hora de viaje cuando oí el primer golpe. Un golpe seco, un pum que me heló la sangre. Bajé el volumen de la radio. Pum, pum, pum. Venía de atrás. Sonaba a rueda pinchada.
Mierda, pensé mientras tomaba la primera salida que encontré, que por suerte estaba muy cerca. No había cambiado una rueda en mi vida, no sabía ni cómo montar uno de esos gatos desmontables que vienen con los coches. La carretera no tenía arcén y tuve que seguir andando hasta encontrar un lugar seguro donde poder parar el coche. Reduje la velocidad gradualmente, pero el ruido no se detuvo. Pum, pum, pum. Si era un pinchazo, el tiempo entre los golpes debía ser menor al aminorar la marcha. Aquello era muy extraño. Sin saber por qué, el sudor que me había estado acompañando desde que salí de casa se me heló en la espalda. Pum, pum, pum. Tenía que ser la rueda destrozada golpeando el asfalto. Me miré en el espejo retrovisor. Estaba pálido.
Detuve el coche en un terraplén al lado de la carretera y abrí la puerta, dudando un segundo antes de salir. El ruido había parado. Claro, el coche estaba quieto, así que la rueda no podía seguir dando golpes. Me bajé y fui hacía la parte de atrás. La rueda izquierda estaba intacta. Di la vuelta al otro lado. Aquella rueda no estaba ni rota ni pinchada.
Pum, pum, pum.
El ruido venía del capó. Había algo dentro golpeando la portezuela.
En Vitoria, al fin
Y, al fin, mi casa. O eso se supone, porque ahora mismo no me siento en ella. Tengo la sensación de estar en una situación temporal, como cuando he venido de vacaciones y sé que me quedo un mes y luego me vuelvo a mi otra vida, sólo que esta vez es definitivo. Esto es lo hay. Éste es mi lugar. No hay más. Es mi casa hasta que me decida marcharme de nuevo (porque sé que lo voy a hacer, sé que tengo el gusanillo de viajar y terminaré yéndome a otro lado). En septiembre volveré a trabajar, a acostumbrarme a una rutina completamente nueva, a conocer a desconocidos, a empezar de cero, pero hasta entonces tendré la sensación de que dentro de cuatro semanas tendré que coger un avión y volverme a mi otra casa, esa que me he hecho a muchos, muchísimos, kilómetros de aquí. Ahora mismo estoy en shock, como cuando se muere alguien y no te das cuenta de que te falta hasta que no te enfrentas a una situación en la que esa persona siempre estaba presente. En mi caso va a ser la hora de la comida, cuando no pueda bromear como antes con mis compañeros de mesa, o a la hora de dar clase, cuando ya no me llamen “maestra” y me hablen en un inglés entrecortado. Las vacaciones son siempre iguales, pero la vuelta a la vida real me va a costar.
Ya estoy en Vitoria. Ya estoy en casa.
Creo.
Vale, pongo la historia
Si ya habéis leído la historia, no os molestéis en seguir leyendo.
Un abrazo a todos/as.
¿A quién se le ocurre cumplir años la víspera de Reyes? Sólo al capullo de Felipe, por supuesto. ¿Y a quién se le ocurre salir a comprarle un regalo el mismo día de su cumpleaños? Sólo al capullo de… mí. Soy así. Me encanta dejar las cosas para el último día. Pero esta vez me he pasado. Hay tanta gente en El Corte Inglés que no sé si me están pisando o me estoy pisando yo a mí mismo. La señora que me mete el codo hasta la garganta para coger “El Código DaVinci” de delante de mis morros huele a pachuli que echa para atrás. El niño que berrea porque su padre no quiere comprarle el muñequito de Harry Potter me ha pegado ya incontables patadas en la espinilla. Pero yo voy a lo mío. Concentración y a por la cartera de piel que he visto en Internet. Si no me diera tanto recelo comprar on line… Yo no estoy hecho para este siglo.
Odio comprarle regalos a Felipe porque es un pijo asqueroso, pero tengo que admitir que me encanta recibir regalos de él, así que habrá que invertir en él para que dé frutos en mayo, que es cuando yo cumplo años. El año pasado me cayó el i-pod que yo no me había atrevido a comprar por ser demasiado caro; el anterior, un equipo de música, y hace tres una tele para el piso nuevo. Es majo, Felipe. Es de ese tipo de gente que tiene dinero hasta dar asco pero sabe acordarse de los amigos y le gusta pagarse rondas porque puede. Le tienes rabia, claro, porque el tío está forrado, pero en el fondo se porta. A ver si hay suerte y me han puesto la cartera de piel en oferta. Que tenga un defectillo, no importa. Total… No la va a usar…
Llego a la sección de marroquinería. Hay docenas de carteras, todas de piel y todas pasando de los sesenta euros. Joder con la carterita, me va a salir la gracia cara. Aquí no hay tanta gente, se nota que la economía no está para tantas alegrías. Lo que más me jode es saber que en dos días va a estar a mitad de precio. ¿Y si le hago un vale y le compro el regalo entonces? No va a colar. Venga, a apechugar. Escojo la más barata –ochenta y tres euros, ¿de qué está hecha?, ¿de piel de tigre?-, me la pongo debajo del brazo y tiro para la caja, que tiene una cola que llega casi hasta la calle.
Habrá que armarse de paciencia. No es fácil.
Señora con los brazos llenos de ropa que me está metiendo la percha por el ojo, delante. Señora que no sabe guardar distancias y que se piensa que por acercarse mucho a mí la cola va a ir más rápida, detrás. Niño que berrea siendo arrastrado fuera de los grandes almacenes, a dos pasos. Señor con mirada ausente que no tiene muy claro en qué piso se ha dejado a la mujer, al pie de las escaleras mecánicas.
Mi turno.
-¿En efectivo o tarjeta?
Saco el billete de cien euros y la chiquita me lo quita de las manos antes de que me dé tiempo a arrepentirme. Me da las vueltas –lo justo para un café y una coca cola, qué triste, en qué se ha quedado mi bello billete- y empieza a hablar con la señora de detrás de mí antes de que yo me haya quitado de en medio. Me pongo a guardar los billetes en la cartera y me fijo que el billete de diez euros está todo pintarrajeado. Me doy la vuelta, dispuesto a protestar para que me lo cambien –a ver si me van a poner pegas en el bar-, y entonces me doy cuenta de que tiene mi nombre escrito. Y mi apellido.
“Manuel Molina: sal por salida calle Paz. Cruza calle sin mirar atrás. Coge sobre grande papelera. Tira en papelera frente a Zara”.
Una señora del tamaño de una ballena pequeña me pega un empujón que me saca de mi estupor. Releo el billete una, dos, tres veces, y miro a mi alrededor. La chiquita que me ha cobrado no me hace el menor caso, si es una broma y está compinchada con mis amiguetes, la verdad es que lo hace muy bien. No hay ninguna cara conocida cerca. Siento un escalofrío un poco tonto. Me río. Seguro que es la cuadrilla tomándome el pelo.
Decido que me hace gracia y voy a seguir la broma. Salgo por la puerta que me indica el billete y siento que me pica el cuello de las ganas que tengo de mirar hacia atrás, pero no lo hago. Cruzo la calle y me dirijo a la papelera más cercana. En efecto, un sobre marrón y enorme me está esperando. Lo cojo. Parece lleno de papeles. Le doy la vuelta para abrirlo, sin pensar siquiera que eso no es parte de las instrucciones, pero está lacrado con cera, como las cartas de la edad media, y la imagen de unos ojos con pupila rasgada me desconcierta ligeramente. ¿Seré gilipollas? Seguro que es la pandilla tomándome el pelo, pero prefiero no abrirlo. Sigamos con la broma hasta el final, a ver cómo acaba.
Cruzo la calle, giro a la izquierda, me meto por otra calle y me planto delante de Zara. Ahí está la papelera. Miro a mi alrededor: hay cientos de personas, cualquier conocido mío puede estar escondido entre la muchedumbre. Bah, qué tontería. No sé ni por qué me he puesto a jugar a esto. Es una chorrada, seguro, no sé por qué me tiemblan las manos. Tiro el sobre a la papelera. Espero a que Felipe y Ramón aparezcan por algún sitio, muertos de la risa. Pero no lo hacen.
Cinco coches de la policía nacional aparecen de la nada y diez policías uniformados se bajan y me apuntan con sendas pistolas. Yo me tiro al suelo, pensando que hay algún terrorista suelto por la zona y que yo estoy en la zona de tiro. Me tapo la cabeza con las manos. Joder, por qué todo me pasa a mí. Un megáfono dice mi nombre. ¿Mi nombre? Levanto la cabeza lo justo para poder ver al poli más cercano con el embudo en la boca. Creo que me he meado.
-Manuel Molina, queda usted detenido por terrorismo internacional.
Empiezo a pensar que no es una broma.
Creo que me he cagado.
Para ayudar a la creatividad
Todas mis revistas están ya en Vitoria, así que no puedo empezar con ello (tampoco tendría tiempo), pero ojeando la página web, www.writersdigest.com, he encontrado una lista de ideas para escribir un poco todos los días que quizás os sean útiles para esos días que os apetece escribir pero no sabéis sobre qué. Así que allá van. Mando unos pocos, traducidos muy libremente, y os invito a usarlos para despertar el genio que todos tenéis dentro. Algunos son peores que otros, pero alguno os servirá. Y, por supuesto, si vuestro inglés es relativamente bueno, os invito a visitar la página y verlos en versión original. Hay cientos.
Estás en tu tienda favorita comprando un regalo para un amigo/a. Cuando el cajero te da las vueltas, te fijas en que uno de los billetes tiene garabateadas unas instrucciones muy específicas. ¿Qué dicen las instrucciones? ¿Las seguiste? ¿Cómo?
Tu amigo/a te pide que le prestes un par de CDs. Mientras rebuscas en tu colección, te encuentras con la vergüenza de tu colección, un CD que preferirías que nadie supiera que posees. No quieres que tu amigo sepa que te gusta ese disco, así que te inventas una excusa para tenerlo. ¿Cuál es tu excusa? Cuanto más disparatada, mejor.
Has inventado un nuevo refresco que no sólo tiene un sabor delicioso, sino que además te ayuda en tu capacidad para____________ (rellena el espacio). Escribe un anuncio para tu nuevo refresco.
Espero que os sirva de algo...
Feliz dia del escritor/a
"Hoy" ya no es hoy en muchas partes del mundo, porque aquí son ya las seis de la tarde y eso significa que en el hemisferio este ya es día catorce, pero para mí sigue siéndolo y voy a empezar a celebrarlo ahora. ¿Y qué mejor manera de celebrarlo que con gente que entiende que no hace falta ser leído por millones de personas para ser escritor? Así que abrid la botella virtual de champán, daos todos y todas por felicitados/as (permítaseme ser políticamente correcta, que ademas de ser vasca estoy en el país de las formas y maneras) y que cumplamos muchos más.
Algún día nosotros también recibiremos regalitos de las editoriales que tengan el placer de habernos publicado; hasta entonces, valgan estas líneas.
Cambio de planes
Y entonces tuve la brillante idea de ponerme a buscar web y blogs de gente que, como yo, no puede dejar de escribir aunque sólo lo vaya a leer una misma, y me he sorprendido (pero qué inocente soy, madre) al darme cuenta de que ser publicada no tiene nada que ver con ser buena escritora o no. Tiene más que ver con conocer a gente determinada, con encontrar una persona con corazón en el pecho en lugar de calculadora, con dar con el tema adecuado que vaya a llamar la atención del público. En un blog he llegado a leer la recomendación de una escritora de tratar de abrirse hueco en el mundo editorial escribiendo cuentos para niños o libros de no ficción. Claro, como si eso fuera más fácil que escribir una novela. Esa señora igual se cree que los niños son tontos y se tragan cualquier cosa, o que con un par de dibujos vas a enganchar a un chaval. Y que me explique alguien quién se ha abierto paso con una antología de anécdotas del escarabajo pelotero.
Así que he cambiado de meta. Como dice Marina, voy a intentar ser la mejor escritora que pueda ser. Voy a seguir aprendiendo de los demás -hay ganadores de concursos ahí fuera, yo pensaba que eso era un mito, imaginaba que los premios eran de mentirijillas-, voy a seguir escribiendo y publicando en internet -tenía miedo de que alguien fuera a copiar mis historias... ¡Ilusa soy!- y voy a seguir mandando cuentos a concurso, que igual que la flauta sonó para otros, puede sonar para mí.
Gracias a todos los que pasáis por aquí, aunque sea de casualidad y de camino a otros lugares. Me haceis sentir querida.
(Mi ordenador nuevo está que echa humo, como podéis observar.)
Claustrofobia
Cuento los pasos con cuidado. Uno, dos, tres, cuatro… Dos más y llego al portal. Siento el sudor en las manos, pero no me preocupa, no de momento. Aún puedo abrir las puertas sin que el pomo me resbale en las manos.
Llamo al ascensor y espero mirando hacia arriba, tratando de no pensar en el descenso de la caja, de no oír el ruido de la maquinaria, el lento traqueteo de engranajes, el persistente ronroneo que me advierte que se acerca. Hay telarañas en la esquina que forman el techo y la pared. Una araña del tamaño de mi pulgar se pasea por una tela que podría sujetar un gato, reptando hacia una descuidada mosca que no miró por dónde volaba. Aparto la vista, pero no sé qué es peor. La luz de la puerta se ilumina.
Dentro del ascensor, aprieto el botón del tercer piso intentando que la claustrofobia no se apodere de mí. Son sólo unos segundos, puedo hacerlo, me repito, pero en el segundo piso empiezo a sentir que me falta el aire, que tengo que salir. El tercero llega justo a tiempo, un segundo antes de que el pánico se apodere de mí, y una vez fuera tomo aire como si llevara meses sin respirar. Estoy frente a la puerta. A la angustia del ataque de pánico tengo que unirle los nervios del momento. Debería haber subido andando. Pero no, tengo demasiada prisa. Puedo calmarme y hacer lo que he venido a hacer.
Llamo al timbre y oigo sus pasos al otro lado de la puerta. Meto la mano al bolsillo y espero, el corazón latiéndome tan fuerte que creo que me va a reventar el pecho. Cuento sus pasos: uno, dos, tres… Dos más y estará frente a la puerta. Se detiene para mirar por la mirilla, como siempre hace. Me ve. Se lo piensa. La puerta se abre con lentitud exasperante.
-¿A qué has venido?
Su voz es cortante, su cara no muestra ni rastro de una sonrisa. Tiene una bata puesta y debajo no se adivina ropa. Son las cuatro de la tarde. Él está con ella.
-¿Te importa si entro? Tengo que hablar contigo, no me gustaría hacerlo en el rellano.
Ella frunce el ceño, niega con la cabeza un segundo.
-Podías haber llamado.
-Lo he intentado, pero siempre me cuelgas el teléfono.
-Porque siempre llamas para lo mismo, y ya te he dicho un millón de veces que no.
El sudor de mis manos es más copioso ahora. Siento una prisa inmensa, la misma prisa que me ha hecho coger el ascensor en lugar de subir andando. Necesito que me invite a pasar. No se oye nada. Quizás él no esté con ella.
-Por favor, déjame pasar. Los vecinos no tienen por qué enterarse.
-¿Desde cuándo te ha importado a ti eso?
-Por favor.
-No.
Y entonces sé que tengo que hacerlo. Y tengo que hacerlo cuanto antes, porque mis palmas están ya empapadas y pronto me será imposible, y si no lo hago todo habrá sido inútil. Mis prisas, mi viaje en ascensor. La angustia, la falta de aire. Todo mi sufrimiento.
Mis manos actúan sin esperar órdenes. Antes de darme cuenta, la navaja está frente a mí, perforando su estómago, ella tan sorprendida que no puede gritar. La cuchilla penetra en su carne, gira y se vuelve a hundir; ella me coge de la mano, y yo me sorprendo al darme cuenta de que su tacto ya no me importa, de que ya no la deseo, de que ya no la quiero.
Está muerta antes de caer al suelo.
El ascensor me está esperando. Nadie lo ha llamado todavía. Pero yo ya no tengo prisa y prefiero bajar los tres pisos andando. No merece la pena pasar por eso otra vez.
Mi claustrofobia es una condena.
Mañana de invierno
Quizás no se den cuenta. Tampoco me miran tanto, a veces creo que no se percatan de que yo estoy ahí. Yo me fijo en todos ellos. Les veo pasar delante de mi cubículo y observo sus gestos, sus movimientos, sus palabras cuando las oigo. Conozco los gustos de cada uno, las miradas que se cruzan cuando creen que nadie les mira. Hay miradas tímidas, engatusadoras, provocadoras de sonrojos, amenazantes. Pero ninguna va dirigida a mí. No, no creo que nadie se dé cuenta de que hoy no voy a trabajar. Mejor me quedo en la cama.
No ha parado de llover. ¿Cuándo amanecerá?
Nuevo ordenador, nuevas historias
Ya no más excusas. Nunca he tenido una válida, pero desde luego las de no tengo tiempo, no tengo conexión a internet o no me apetece escribir en esa patata a la que llamo ordenador ya no me valen. Tengo ordenador nuevo, portátil, como el de cualquier profesional del gremio, y con un teclado que hace volar los dedos. Llevo una semana sin escribir una sola palabra y viene otra más en la que poco voy a hacer, pero no será por no tener una fantástica máquina a mi entera disposición.
La semana que viene va a ser movidita, y pronto tendré que empezar a tomarme en serio lo de la mudanza, pero luego prometo ponerme formal y recuperar mi rutina de una hora al día, a ver si ocurre alguno de esos famosos milagros. Espero hacerlo cuando vuelva a Vitoria y me levante a las cinco de la mañana, incapaz de dormir por el famoso "jet lag". Entonces escribiré historias que tengan que ver con California, igual que aquí escribo cosas que tienen que ver con Vitoria. Una vez leí una entrevista a un autor que decía que sólo podía escribir sobre lugares de los que ya se había ido, así que supongo que no soy tan rara.
Voy a seguir curioseando en las entrañas de este artefacto, a ver si descubro qué demonios he hecho mal y por qué me echa del Word (no es un buen comienzo...).
Soy escritora
Hoy he madrugado para continuar con una novela que empecé hace años y tiene tantas versiones como cambios ha habido en mi vida. Nunca he terminado ninguna de ellas, por mil motivos: me parecía ñoña, no creía que le fuera a gustar a nadie, ya se ha escrito mil veces... Ayer me puse a leer lo que tenía y me di cuenta de que, a pesar de que todo lo que había pensado de ella era cierto, a mí me gustaba. Y me quedé con ganas de leer más. Por tanto, si a mí me gusta, puede que a alguien más también le guste. Y si no, con que me guste a mí debería valerme, porque no me gano la vida con esto -por suerte, a veces, o por desgracia, las más- y no necesito vendérsela a nadie. Así que la voy a terminar para que dentro de unos años, cuando me haya olvidado del esfuerzo que me costó escribirla, pueda leerla y me guste a mí. Espero.
Y también espero tener algo que publicar en el blog en breve. De momento, voy a echar dos sendos sobres a dos sendos concursos allende los mares. A ver si algún día suena la flauta y dejo de ser la única a la que le gusten mis obras.
Qué lista soy
Hoy no me apetecía escribir y no lo he hecho. En lugar de ello, me he puesto a imprimir los cuentos que he escrito en los últimos dos meses, e imaginaos mi sorpresa cuando me he encontrado con ocho relatos. Ocho, y yo pensaba que no escribía. Me he puesto a releerlos tirada al sol de mayo, con la espalda achicharrada pero resistiéndome a ponerme a la sombra, y me he sorprendido aún más cuando me he dado cuenta de que, a pesar de lo crítica que soy conmigo misma, muchos de ellos me han gustado. Hay un par que son pura basura, pero todo el mundo tiene un mal día y sólo suponen un pequeño esfuerzo en el gran esquema del mundo. Otros que en su momento no me gustaron parecen haber cobrado vida nueva después de haberlos dejado "macerar" en la memoria de mi ordenador. Y un par de ellos necesitan pequeños cambios, pero pueden llegar a ser buenos.
Nunca edito. Me da vergüenza releer mis propios textos, y luego me sorprendo cuando me gustan. Tengo que hacer esto más a menudo. Ahora mismo me voy a ir a la página de Eldigoras a buscar concursos literarios a los que mandar por lo menos dos cuentos.
Sólo espero acordarme de mandarlos con doble espacio, para no volver a recibir un email que rechace mi cuento sólo por el formato.
La culpa es de Ikea
Quizás cuando vuelva a la normalidad vuelva a escribir. O quizás debiera dedicarme a otra cosa, ya que obviamente esto no me motiva lo bastante.
Las bolitas
Lo malo de tanta bolita, al menos para mí, es la falta de tiempo. Hoy no he madrugado tanto como me hubiera gustado y sólo he tenido tiempo para seguir con mi novela, que algún día terminaré, antes de que la rutina diaria me engullera. Pero he apuntado las ideas del coche y espero que algún día (esta misma semana, a poder ser) los pedacitos de nada que voy robando de la gente que me rodea se conviertan en relatos que merezcan la pena ser leídos. Espero que la bolsa de la musa no se me llene tanto que luego me dé pereza rebuscar en su interior para encontrar las bolitas adecuadas.
Vacaciones
Un beso, nos vemos pronto (espero).
¡SOY LA MEJOR Y LA MAS GUAPA!
Soy muy nula en informática y me hace mucha ilusión haberlo descubierto. Tenía que echarme flores. Me permitiréis el auto-adulamiento.
Prometo flagelarme en público cuando meta la pata.
Vuelta a la normalidad
Pero esta semana tengo tres días de relativa normalidad, de escribir una horita, ir al gimnasio, educar a estos hijos de mejicanos que han tenido la mala suerte de nacer en Estados Unidos y soñar con qué haría si tuviera todo el dinero del mundo o mi hipoteca ya estuviera pagada. Nunca pensé que me alegraría de volver al trabajo. Qué cosas tiene la vida.
Para los que no sois de blogger, creo que he cambiado mis opciones para que cualquiera pueda hacer comentarios, pero como esto no es lo mío, no estoy segura.
Un besazo para todos, seáis o no de blogger.
Allá va
María observaba a su hijo desde la casa. La primavera había llegado pronto aquel año y Alberto estaba jugando en el jardín, arrodillado de espaldas a ella y concentrado en algo que había colocado en el suelo. Podía pasarse horas jugando solo en el jardín. Alguien le había dicho que no era sano que pasara tantas horas solo, pero a María no le preocupaba. Alberto era un niño muy inteligente y no todo el mundo le comprendía. A veces era más fácil para él aislarse de los demás.
María estudió su espalda, tan estrecha y frágil como la de un niño varios años menor que él. Alberto nunca sería tan alto como su padre, había salido a la familia de ella. El pelo rubio y lacio rozándole los hombros de ella, los ojos azules con aquel brillo pícaro del abuelo, los rasgos suaves de la abuela, todo gritaba mamá. Era su niño, tan suyo que a veces no sabía donde terminaba Alberto y dónde empezaba María, tan suyo que le dolía su dolor y sentía sus lágrimas. Su marido decía que le tenía mimado. Pero era obvio para María que lo que su marido sentía eran celos porque su hijo nunca sería tan suyo como lo era de ella.
Alberto cambió de postura y se sentó en el suelo con las piernas abiertas, la cabeza baja y las manos ocupadas. Diez años ya. Diez años de maternidad que la habían cambiado tanto como sólo una madre puede cambiar. Había pasado de ser una mujer egoísta que sólo pensaba en sí misma a no poder pensar en otra cosa que no fuera su hijo. Sus prioridades estaban definidas por las de su hijo. Fiesta de cumpleaños. Partido de fútbol. Mal día en la escuela. Hora de comer, de cenar, de acostarse. Todo rondaba alrededor de Alberto, ella había dejado de existir. Su marido se lo recriminaba a veces, pero ella no le escuchaba. Necesitas una afición fuera de casa, le decía. Pero eso significaría no estar pendiente de Alberto las veinticuatro horas del día. Eso significaría tener otra cosa en la mente que no fuera Alberto. Y él era todo para él, no había más María sin Alberto, su vida era sólo su hijo. Alberto, Alberto, Alberto.
Sintió unas ganas terribles de abrazar a su hijo. Hacía más de media hora que no le tocaba, que no le acariciaba la cabeza o le daba un beso en la mejilla. Necesitaba sentir el calor de su hijo contra ella. Salió de la casa y se acercó a él. Le llamó de lejos, pero él no se volvió hacia ella. María sonrió. Debía estar construyendo una pequeña casa con palillos, o quizás estudiando un hormiguero. Se acercó más. Volvió a llamarle. Él siguió sin girarse.
Vio la sangre por encima de su hombro. No era mucha, pero la suficiente para que el pánico se apoderara de María. Se puso delante de su hijo, las manos en sus hombros y un grito en la garganta. Qué te has hecho, hijo, dónde te duele, qué ha pasado. Pero la sangre no era de Alberto. Cubría sus manos y salpicaba su cara, pero no era de Alberto.
El gorrión aún sacudía el ala que le quedaba y sus gemidos, que María había tomado por cantos, eran los gritos de auxilio de un ser vivo que había sido un pájaro antes de ser desplumado y perder un ala y las dos patas. Alberto tenía una expresión de éxtasis en su rostro. Las partes del animal que había arrancado estaban ordenadamente colocadas junto a su pierna: plumas en un pequeño montón, seis diminutos dígitos, dos patas, un ala. Levantó la cabeza y miró a su madre con una sonrisa. Volvió a bajar la vista y se dispuso a arrancar la segunda ala con sus propias manos.
María tuvo el tiempo justo para apartar la cabeza y evitar que el vómito salpicara a su hijo. Alberto no se inmutó. El pájaro dejó de piar.
Me siento inadecuada...
Marina, estoy contigo en lo de que lo más importante es escribir bien, pero creo que el paso más difícil para un escrito (al menos para mí) es perder el miedo a que los desconocidos nos lean, y vosotros, los escritores semi profesionales que he descubierto, no parecéis tener ese miedo, o si lo tenéis, lo disimuláis muy bien. A mí me aterra que alguien me lea. Sólo dejo que me lean los jurados de los escasísimos concursos a los que he escrito, y una vez, una sola vez, dejé a una amiga que me leyera. Y no he vuelto a enseñárselo a nadie.
Voy a ponerme una meta -aparte de la hora de escritura todos los días, aparte de mandar un cuento a concurso una vez al mes, aparte de darme un año para terminar una novela que nunca verá la luz del día pero será mi manera de probarme que puedo terminar una novela-: voy a "publicar" un cuento en este blog. Todavía no sé cuál, ni cuando, pero lo voy a hacer. En cuanto se me pase el furor de la novela y pueda concentrar mis energías en un cuento corto. En cuanto consiga una bolita que me permita hilar una historia.
Me inspira esto de "bloguear" (no confundir con vaguear). Tenía que haberlo hecho antes.
La lentitud de Internet
Grupos de escritura
Me viene rondando la cabeza una idea que quiero poner en práctica. Me gustaría empezar un club de escritura, pero me da algo de miedo. No sé como hacerlo. Me gustaría que fuera en persona, no enla red, y me gustaría que estuviera compuesto por gente a la que realmente le fascine escribir, no quinceañeras con historias de amores imposibles que se escriben en media hora y cinco minutos más tarde no gustan ni a la que la escribió. Había pensado en poner anuncios por la calle, reclutar a desonocidos si hiciera falta, pero me parece un riesgo. ¿Y si me quedo atascada con gente que no me gusta, cuyo estilo detesto, que sólo va al grupo para oír lo maravillosos que son pero no quieren dar su opinión? ¿Y si me encuentro rodeada de gente que descarga su mala leche en los demás, quiere ser el protagonista absoluto de la velada o peor, no participa en absoluto?
¿Hay alguien ahí fuera que haya sido miembro de un grupo de escritura, o que esté en la misma tesitura que yo? Esta es una afición muy solitaria, y compartirlo con alguien tiene que ayudar. Digo yo, ¿no? Empezar a endurecer la piel para que cuando los editores echen mano de nuestra obra -algún día...-, no nos sorprendan ni nos hieran sus malas críticas.
Si alguien tiene un consejo, por favor, que me lo diga. Estoy abierta a cualquier sugerencia.
Mi primer intento
No, no debería llamar a este mi primer intento, porque ya he tratado de crear un blog antes y ha sido un pequeño desastre. Como he leído en algún sitio, mi vida no es lo más interesante del mundo, así que experiencias personales pocas; me paso el día trabajando, voy del trabajo a casa y me pongo a escribir. Hago "pira" del gimnasio para poder meter una horita frente al ordenador y dedicarme a lo que de verdad me gusta y con lo que me gustaría ganarme la vida, a pesar de saber que es casi imposible abrirse hueco en el mundo de la escritura y que no me vendría mal perder un par de kilitos. Pero esta es una afición muy esclava.
Así que aquí estoy, en lo que debería denominar mi segundo intento, y a ver si esta vez me lee alguien más aparte de mis amigas (a quienes adoro y sin las cuales no tendría lectoras) y algún/a despistado/a que buscaba Galicia y se encontró en Sevilla.
Al ataque. Y a escribir.