América era una locura, un dulce olor a azaleas, un océano de edificios, una carretera infinita bordeando salvajemente la costa, una road movie de moteles baratos y redwoods intentando alcanzar el cielo, Los Ángeles, Carmel, San José, San Francisco...
Y Bandini en Bunker Hill saliendo por la ventana del sexto piso a la calle, Y Grand Street. Y Olive Street. Y Camila López despreciando a Bandini en la terraza del Figueroa Hotel, tan años treinta, tan fuera de lugar y tan susurrándole al polvo. Cumplí mi sueño. Podría cerrar este blog y si mi alma fuese de esas que se mueven en círculos se habría cerrado uno de esos que duran diez años.
Y la biblioteca pública de Los Ángeles
Y San Simeón y Carmel entre copas.
Y Clint Eastwood.
Y Silicon Valley y el Biocube.
Y el Golden Gate. Y el Fisherman´s wharf. Y las cuestas de diez metros rompiendo como olas surfeadas por tranvías contra casas de ensueño. Llovía. Alcatraz entre la bruma, me reconocieron por los zapatos, sabían que venía de la vieja Europa.
Sé que volveré a San Francisco.
México era un batallón irlandés que se pasó del bando equivocado al de los que saben que la muerte es sólo un trámite hacia la leyenda, que sin ser ni irlandés ni mexicano, ya es casi mía. Porque uno siempre se hace del bando de los que odian el destino al que están destinados.
Y conocí a la sirena con reflejos de luna en escamas de voz. Era como la había imaginado, y lo supe: que en otra vida fuimos contadores de historias, que fuimos el sur de un norte, peregrinos, buscadores, que fuimos lo que no nos atrevemos a ser porque nos pesan, dulces, los afectos.
Y los danzantes y almas viejas y katrinas y Sant Jordi.
Y el metzcal con limón y sal roja como chile.
Y el gran hombre y la gran dama y el palacio de las formas donde me sentí tan a gusto que un ángel se me posó en las rodillas mientras comía.
Y el síndrome de Stendahl en el Museo Nacional de Antropología, donde me quedé sin habla, abrumado por tanto.
Y la despedida sin destino.
Porque hay lugares de los que uno parte sin que su cuerpo quiera irse.
Y un concierto de gaitas irlandesas el día de los muertos. Héroes del cuarenta y siete.
Y pirámides enterradas en el cielo.
Me faltaron palabras, me despidieron las luces de Distrito Federal, ese océano de luciérnagas donde se me quedó algo que aún no tiene nombre y que acabará por brotarme, lleno de vida, en alguna página perdida entre las muchas que me habitarán para siempre.
No sé si uno se puede enamorar de unas coordenadas en un mapa, pero fue lo más parecido a soñar que se sigue soñando.
Me quedé con las ganas de pasear por Garibaldi