Ayer estuve todo casi todo el día conduciendo. Salí a las seis de la mañana de casa y entré en el hotel a las nueve de la noche. Me equivoqué en un cruce y atravesé la sierra de Gredos por un carretera serpenteante y con precipicios a ambos lados. Creo que la llaman la calzada romana. Me gusta más coger curvas que recorrer kilómetros en línea recta. Supongo que es mi carácter, no sé, debo preferir lo complicado. Hay algo de riesgo en los trayectos desconocidos y abruptos que me atrae.
Me recordó a mi viaje por la costa desde Los Angeles a San Francisco. Me gusta conducir solo y a mi aire, parando poco, sin que nadie me moleste. Dicen que los hombres, al igual que los chimpancés, a medida que nos hacemos viejos tensamos cada vez más las relaciones con los demás.
Supongo que por eso pienso que soy un alma vieja: porque no me gusta mucho la gente en general, sólo unas pocas personas. No soporto lo cercano, lo inmediato, lo insustancial me desespera.
El caso es que ayer tuve mucho tiempo para pensar. Me pasé todo el camino triste sin un motivo que lo explicara. Llevaba días esperando una respuesta a una pregunta que nunca debí formular. Sé que esa respuesta ya no llegará a tiempo, porque ya me despedí; a decir verdad, me pasé despidiéndome casi mil kilómetros.
Imagino que uno se despide no de la otra persona, sino de lo que esa persona significa en su vida. Creo que en el fondo, uno sólo toma conciencia de que, en realidad, se cierra una etapa de años y que es mejor no insistir más. No deberíamos insistir más allá de lo necesario. Uno nunca sabe dónde termina la dignidad y empieza la mendicidad emocional.
Creo que lo que peor llevo es no significar nada, no dejar huella, morir para esa otra persona sólo para resucitar cuando le haga falta y volver a caer.
No sé si existe el síndrome de Quasimodo, el personaje de la novela de Víctor Hugo, Nuestra Señora de París, pero el caso es que me siento así, y supongo que, en el fondo, algo de razón hay. Y como el título de este blog, Quasimodo decide morir cuando muere su amor imposible Esmeralda.
Es decir, muere por ella.
No sé qué decir, una vez llegado aquí, creo que ya no hay nada más que contar.
Ésta era la herida.
Siempre lo ha sido.
En realidad, todo lo que he escrito se resume en esto.
Por eso escribo, por eso tengo la necesidad de escribir...
la necesidad de ser otro.
Creo que esa también es la razón por la que rehuyo el contacto humano, salvo contadas ocasiones.
El porqué siento esa animadversión por el género humano y al mismo tiempo siento la necesidad de ser aceptado como parte de él.
Nunca perdono, pero siempre estoy dispuesto a echar una mano.
Hasta mi casa tiene su propia torre de Nôtre Dame.
Quiero decir que, bueno, esto era todo.
No sé si acabaré publicando esto...
y claro, éste es el vídeo.
Aprendiendo a vivir con ello.