Existen días que son de paso, en los que sé que me limitaré a diluirme en las tareas irremediables. Hoy es uno de esos, quizá, porque espere a que cuando vaya acabando, me sorprenda la voz, las luces y las manos de la verdadera vida, de los posos que quedan una vez se han esfumado los sueños.
Podría decir que es esa hora de más a la que no le saco rendimiento aún, quizá si me apuro, podría pensar que es como si mi cuerpo esperara de una vez por todas la llegada del frío. Si me detuviese y contemplara en el silencio interior que ya no lo es tanto tal vez llegaría a la conclusión que sólo es falta de luz y la ausencia repetida de otro cuerpo y otros ojos devorando ese día a día que se va poblando de documentos y tareas administrativas. Pero si hiciera eso, si me conformara con la explicación más sencilla obviaría ese sentimiento extraño que me lleva de la mano desde hace muchos años. Un sentimiento ambiguo de práctica y miedo, un sentimiento que espera, que tiene miedo a salir a recorrer las calles.
Y si pudiera poner palabras a "eso" y "eso" pudiera hablar, pobrablemente diría que esperar es creer que va a vivir para siempre, como si cada día en el que no se hace lo que uno quiere hacer, es como alargar un día más la vida, como si una vez hecho todo lo que se tenía que hacer a uno se le acabara la vida.
La otra noche soñé con mi abuelo. No contaré el sueño, era angustioso. Llevo ese sueño pegado al cuerpo como aquellas calcomanías que llevan los niños y que acaban por deshacerse con el paso de los días.
Supongo que son demasiadas cosas, demasiados objetivos a corto y medio plazo. Supongo que es esa novela que hace tiempo que abandoné y que imagino todavía abierta. Supongo que esta forma de escribir que cada día tiene menos que ver conmigo, y supongo también que son todos los proyectos que tenía y que no acaban de concretarse.
Debe ser que todo tiene su tiempo. Debe ser que los días son una contínua línea discontínua, que llevo mal las facturas y los retrasos, que ya es noviembre siendo aún octubre, que naufragué en los ojos azules de la chica de la bicicleta, que no es ni verano ni otoño ni invierno, que no tengo horarios, que son las once y tengo que ir al banco.
No sé si es una buena noticia o no lo es. El caso es que lo primero que he hecho es pasear con desespero blogs y páginas, como si en realidad fuese cierto eso de que soy adicto a ciertas personas y ciertas veredas que son mi mapa y mi camino, que forman parte de mí aunque no sepa cómo han llegado a serlo.
Vuelvo a tener ADSL en casa, me pregunto si me calmará ese insomnio que ya no tengo.
A veces siento la extrema necesidad de ser el de antes (sin saber muy bien quién era el de antes y quién soy ahora). Imagino que echo de menos este blog y a quien lo escribía, como si ahora viviera del rendimiento de aquellas palabras, como aquél que ha escrito lo mejor que ha podido y sabe que nunca podrá escribir nada que se le iguale.
A veces siento que mi alma vive dentro de un líquido pegajoso y que me supura como la resina del tronco de los pinos que hay entre la casa de mis padres y la de mi hermana. Y no sé ponerle palabras, es como si me estuviese prohibida la melancolía, como si al final, la medicina fuese como esas pastillas que impiden que llores a cambio de que no sientas nada de nada. A veces me siento como un mosquito encerrado en ámbar. A veces pienso que el sentido de las cosas no encuentra una explicación en esto a lo que me voy acostumbrando.
Y sigo leyendo en los muros de vuestras páginas y sigo volcado en un recuerdo inmediato e incluso en ocasiones, me pregunto si no seré un adicto al pasado, que en realidad estoy enganchado a deshilachar recuerdos, y en caso de no tenerlos, crearlos.
Y entro a hurtadillas y me enamoro de frases, frases que pasan a ser en ese mismo instante mías del todo, y miro por la ventana y me pregunto el porqué de esta insana sensación de estar siempre incompleto.
A veces echo de menos al náufrago habitante que lanzaba botellas al cielo desde mí. Y a veces, cuando estoy solo y a oscuras, cuando mis dedos buscan y encuentran el lomo duro y suave del teclado, vuelvo a respirar y a sentir, vuelvo a ser yo.
He cambiado de compañía telefónica. Me han desconectado y la nueva compañía, hasta que me llegue el router ADSL me ofrece conexión gratis hasta ese momento. ¿Cómo? con el módem interno del portátil, es decir a 56 k de rapidez. Un caracol artrítico va cien mil veces más ràpido.
Así que me he visto obligado a vivir como antes de la aparición del ADSL, es decir, con tranquilidad y paciencia. Aunque parezca una estupidez, tan sutil modificación en mi vida diaria ha desembocado en una cierta activación de mi persona. Ahora yo voy más ràpido, tengo más ganas de hacer cosas. Hace días que me conecto mucho menos pero esto ha colmado el vaso.
El doctor Medrer (alias doctor Mabuse) que me trata de mi adicción a internet, a las relaciones virutales, a los diarios digitales, a las musarañas cibernéticas y demás pobladores de la red, dice que voy por buen camino. Hoy le he pinchado las cuatro ruedas de su flamante Mercedes porque las dos horas que me da para conectarme se han reducido a una. Le he pedido de rodillas que entendiera que son 56 k de mierda. "Te basta y te sobra para responder a los emails del trabajo" ha dicho. Pobre inconsciente, mi venganza irá mucho más allá de esos insignificantes donuts de caucho vacíos bajo su coche. Mi venganza será el tiempo, y el tiempo es un inmisericorde aliado de los que no tienen nada que perder.
Perder. Extraño verbo. Si yo pierdo, otro gana. No se puede perder sin que nadie gane. Por tanto, todo es movimiento y perder o ganar sólo extremos de una gigantesca e invisible balanza en la que pesan tanto nuestras virtudes personales como el lastre de miles de antepasados y su visión del mundo que les rodeaba y que hemos heredado.
Hoy no hay foto, ni canción, sólo las palabras blancas sobre el fondo negro. Como yo, mis palabras son lo único que destacan sobre lo oscuro, muy oscuro, casi negro de mi corazón.
Sé que debo explicaciones y que nadie entiende nada. "Pero sigues escribiendo en el blog". ¿Qué puedo decir? ¿Que cuando más cerca estoy del infierno mejor me siento? Porque es así. Cuanto más abajo estoy, más me siento yo mismo, cuanto más arriba estoy, más me cuesta saber de qué material estoy hecho.
Prometo escribirte pero no me pidas que lo haga éste en lo que me he convertido. Dame la oportunidad de romper esta película que, como una segunda piel, me enfunda como si estuviese envasado al vacío. Prometo escribirte. Tú sabes que lo haré, yo sé que lo haré. Porque aunque resulte extraño, no hay un día que no piense en tí al menos durante dos horas, dos horas a las que debo vencer para recuperar el control de algo que ni yo mismo sé si quiero recuperar.
Me vuelco en el blog como se hace con un cajón encima de la cama. En lugar de objetos rebusco sentimientos y pienso cuántos tiraré y cuántos volveré a guardar en el mismo cajón, en esa parte de mí mismo en la que se suelen depositar por su propio peso las horas vividas que el corazón, según sus leyes, decide que son las que importan. He de decir que mi corazón y yo no coincidimos casi nunca; he de decir que mi corazón y yo somos como esas parejas de ancianos que siempre discuten al tiempo que no pueden vivir el uno sin el otro.
Estos días han transcurrido extraños. El jueves murió la madre de mi amigo y ex-socio Jose y el viernes el padre de mis amigos Pedro y Benjamín. Así que ha sido extraño porque he visto de cerca lo absurda que es la vida, lo a medias que lo deja a uno, la poca explicación que se puede dar, lo mucho que nos separa.
Conocía a la madre de Jose. Tenía una vitalidad que vivía hacia afuera. Era de esas personas que se echan de menos por la ausencia del torbellino que deja de remover las cosas a su alrededor. Sólo había tenido a Jose y supongo que lo quería como sólo los hijos únicos quieren a un hijo único. Siempre que me la encontraba por la ciudad o cuando iba a su casa para llevar o traer alguna cosa en los traslados que aquejaron la empresa que Jose y yo teníamos, siempre demostraba ser optimista, siempre tenía la idea de que todo iría a mejor. La echará de menos el padre de Jose, como se echa de menos lo que uno más necesita. La echará de menos Jose, como echan de menos los hijos únicos a sus madres únicas. La echará de menos, sin saberlo, el bebé que Jose y Marta esperan para últimos de marzo.
Conocí al padre de Benjamín y Pedro. Su casa siempre tuvo las puertas abiertas a los amigos de sus hijos. Era un hombre dicreto y tímido. Nunca nadie le oyó decir una palabra más alta que otra, le dio una buena educación a sus hijos y éstos la aprovecharon. Recuerdo cuando solía ir, hace más o menos quince años, a su casa. Había un ambiente distendido alrededor suyo, como esos anfitriones que lo son simplemente estando. Le echarán de menos las tardes y sus plantas, su mujer lo echará de menos ahora que la jubilación ya llegaba, lo echarán de menos sus hijos y sus nietos.
Estos días me he dado cuenta de dos cosas: una, la muerte me deja sin palabras. dos, me gobierna un falso sentimiento de eternidad que no me hace nada bien.
Ayer, en el súper, cuando volví del entierro, me encontré con Carmen y Esteve. Me enseñaron con orgullo a su niña de veinte días, Abril. No voy a decir que unos nacen y otros mueren, que es el ciclo de la vida. Pero coincidió que hacía mucho tiempo que no iba a un entierro (quizá cinco años) y mucho que no veía al niño recién nacido de un amigo o un conocido. La coincidencia fue extraña pero no reflexioné en absoluto hasta ahora.
Hago balance de mi vida, es decir, vuelco el cajón imaginario encima de mi cama imaginaria y veo y escojo con qué me quedo y con qué no. Y hago sitio para que quepan más y más buenos recuerdos y más y más compromisos.
Como no conocí a Isabel y como tampoco conocí a Benjamín directamente pero sí como la madre de Jose y el padre de Pedro y Benja, colgaré algo que creo que estarían de acuerdo, lo mismo que Jose Agustín Goytisolo y que escribió una vez a su hija Julia.
Mejor la vesión de Los Suaves porque la de Paco Ibáñez es más triste.
Sospecho que el olvido tiene puertas y ventanas por donde se crean corrientes y que tarde o temprano una puerta se desliza lentamente, coge velocidad y se cierra dando un portazo. Supongo tembién, que "el olvido" es un término casi literario, tan necesitados estamos de que nuestra vida sembrada de rutina viva una emoción vestida de palabras que indiquen que esa vida tiene cumbres borrascosas, cien años de soledad, un palacio en la luna.
Lo cierto es que la cabeza olvida, los álbumes de fotos olvidan y por supuesto, hasta el corazón se hace el desmemoriado durante tanto tiempo que acaba también por olvidar. No sé hacia qué dirección van los recuerdos que uno ya no siente, si hacia atrás porque somos un tren que avanza, si hacia abajo porque los enterramos como sepultureros, o hacia arriba porque es como soltar un globo lleno de Helio que se pierde de vista. Lo cierto es que nunca va hacia adelante, los recuerdos que se olvidan ya no vuelven a aparecer en nuestro camino. ¿Quiero decir con ésto que las personas que pasaron por nuestra vida deben desaparecer para siempre? ¿debemos negar que exisitieron y que una vez sentimos profundamente amor, amistad, deseo? Yo creo que no. Creo que somos lo que somos gracias a que aprendimos juntos. Somos lo que somos porque tuvimos que afrontar situaciones nuevas y tuvimos que ingeniárnoslas, escucharnos, escuchar al otro. Sé que hace años, cuando estuvimos juntos, Esther me quiso, y sé que entonces yo la quería. ¿Acaso hay alguien que esté con otra persona y no la quiera?
Duele que eso se acabe. Pero se acaba. A veces incluso se acaba una y otra vez durante un largo período de tiempo. Pero se acaba acabando también. Se acaba sin dejar cabos sueltos, sólo recuerdos. Hoy me preguntaban si volvería con ella. He respondido que no. ¿Porque estás con la chica de la bicicleta? siguieron preguntando. No, respondí, no volvería aunque estuviese solo. Las relaciones se acaban aunque las personas continúen.
A veces las relaciones han de acabar así, un día dejan de estar y no las vuelves a ver. Supongo que hay dos tipos de personas: los que se van del todo y los nunca acaban de irse.
A la chica de la bicicleta la llaman antiguos amores, antiguos amantes. No me importa, sé que está conmigo. Me lo dice: me llamó tal, me llamó cual. Me lo dice y yo sé que al decírmelo exorcisamos el fantasma del secreto, de lo oculto. Sin embargo, al decirle que me había llamado Esther obvió que fue ella quien me llamó y dedujo que yo aún sentía algo indefinido por ella. Cogió su bicicleta y se fue, dejándome con cara de idiota, pensando que tal vez prefería que yo no hubiese correspondido a sus confesiones con las mías.
Se fue con su bicileta calle abajo, sin decirme a dónde iba, sin saber qué venganza tomaría, y yo me quedé pensando que tal vez yo no tenía derecho a descolgar esa llamada de hola ¿qué tal? ¿cómo te va la vida? que para qué voy a engañar, ni me quitó el sueño ni me provocó ningún desasosiego, tal vez me hizo pensar qué rara es la vida y tuve el deseo de que le fuera bien, que diga adiós no significa que no desee lo mejor para con quien ya no tengo contacto.
En cuanto a la chica de la bicicleta, sospecho que a veces es mejor escuchar al otro y callar lo propio. No hemos vuelto a hablar desde que le conté que recibí una llamada lejana. La llamo y no me coge el teléfono.
Empiezo a pensar que uno vale lo que calla, que uno es el personaje y no la persona.
Surgió de la nada cuando ya todo eran huellas en la niebla. Llamó por teléfono como si no hubiese ocurrido nada, como si, al final, todo pudiera suceder de nuevo una y otra vez. Al cielo, que en ese momento estaba nublado, se le cayeron las estrellas al suelo haciendo agujeros diminutos en las nubes. Era de noche y pensé que quizá algunas llamadas llevan necesariamente impresas la premisa de que se han de perpetrar al menos con insidiosa nocturnidad. Y hablamos y reímos. Sí, quizá fue eso lo peor: que reímos. Y me preguntó qué tal todo y yo le dije que existía una chica y una bicicleta. Y le pregunté qué tal todo y me respondió vagamente que regresaba de un infierno. Otro infierno, otra vez. Y no supe qué sentir ni mucho menos qué pensar porque regresar del infierno y sentir que lo primero que necesita es llamarme por teléfono me produjo desasosiego. Y eso, en cierta forma me animó, porque antes estas llamadas me producían cierta alegría. Una alegría sucia y deshilachada pero alegría al fin y al cabo.
Llevo toda la mañana inquieto, hablándole al desierto de las páginas en blanco, no saliéndome una sola línea a derechas, borrando una y otra vez las malditas cartas de presentación. Hojas caídas de un otoño que no acaba de llegar. Sé que su llamada ya no conlleva ningún peligro y sin embargo, llevo quince horas perdido, durmiendo como mucho antes, no reconociéndome en los espejos, teniendo la certeza de que nunca se sale del todo del infierno, de que algunas personas representan para nosotros una gran hecatombe de la que se sobrevive por casualidad y nos obliga a reconstruirlo todo.
A eso de la una, he encontrado la calma. Estaba bajo el teclado, estaba en las palabras, estaba en la historia perdida y olvidada que se reencuentra y automáticamente despierta en la memoria las escenas que a uno le gustaron, obviando aquellas que a uno le atormentan el transcurso de algunas noches de insomnio. Me pregunto si volveré a padecer insomnio y si es así, en que invertiré ese tiempo. Me pregunto si volverá a llamar y se me enviará la fotografía que me prometió que me enviaría y que aún no ha hecho.
Esta mañana, cuando la chica de la bicicleta me llamó recuperé la alegría, como si la oscuridad de la noche anterior tuviera que disiparla con su llamada matinal y optimista. A veces, para vivir la luz y el sol tiene uno que haber pasado una temporada a tientas por la niebla.
Al final, a uno no le duele que las cosas no hayan podido ser. Al final, a uno lo que verdaderamente le duele, es que sean tan fáciles de olvidar.
Ayer hice lo que pocas veces hago: dejarme llevar por una intuición que sé que tiene muchos más números de ser errónea que de ser cierta. El caso es que me llamó Jesús por teléfono. Hablamos de psicosocionomía y del curso de George Escribano en Zaragoza. Casi al final me dijo: "Esta tarde voy a una conferencia que Álex da en Zaragoza. Vienes y hablamos". No tenía entrada y eso era un problema porque la asistencia requería de rigurosa invitación. Jesús llamó a alguien que sí sabía, esta señora, muy amable, me dijo que había habilitada una sala con pantalla para seguir la conferencia. Como mal menor, pensé que por lo menos hablaría con Jesús y decidiríamos qué hacer con la piscosocionomía.
Una de las cosas que siempre he tenido por cierto es que nunca hay que dar nada por perdido. Soy un optimista con tendencia a la tristeza pero un optimista al fin y al cabo. Dos horas y media después de hablar con Francesca, la amable señora a la que llamé por mediación de Jesús, estaba en la puerta de Ibercaja, a doscientos sesenta kilómentros de mi casa. ¿Una locura? ¿un gasto innecesario? Sin entrada, esperaba en la puerta a que llegara Jesús y saludarlo. Entonces recibí una llamada.
Era Francesca que me anunciaba que la iban a ingresar de urgencias (nada grave) y que tenía dos entradas disponibles (la de ella y su hija) en la lista de entradas que tenían que pasarse a recoger. Me dijo el número. Fui hacia adentro y nervioso, como si estuviese haciendo algo malo, entré, busqué en la lista los números, dije el nombre y entré.
Una vez dentro pensé que habían hecho falta varias variables, todas ellas encadenadas:
1ª Que Jesús me llamara por la mañana y me dijera que por qué no nos veíamos y que Alex hacía una conferencia en Zaragoza (donde Jesús vive)
2º Que ayer por la tarde no tuviese un compromiso ineludible
3º Que contactara telefónicamente con Francesca y ésta se preocupase de informarme.
4º Que yo cogiera el coche y me lanzara a toda velocidad hacia Zaragoza y llegara a tiempo.
5º Que yo conociera Zaragoza y supiera llegar al lugar en un tiempo adecuado.
6º Que Fracesca realizara un acto tan desprendido de estar en urgencias y acordarse de mí (esto me pareció tan extraordianrio). Ni a Paul Auster se le hubiese ocurrido en una de sus novelas.
7º Que la voluntaria de la entrada me dejara pasar a pesar de no tener aspecto de llamarme Francesca y mucho menos aparentar ser la hija de Francesca.
Así pude asistir a la conferencia de Alex, sentado al lado de Jesús. Así pude ver in situ las explicaciones de Alex y me transportó al día que lo conocí y que cómo pude poner palabras a gran parte de lo que vivía en mi interior.
Imagino que no hay responsabilidad que más pese que abrir la caja de Pandora que es uno mismo, no hay mayor responsabilidad que sacar todos los miedos, enfrentarse a ellos, pero también poder asumir los propios talentos no como algo que pincha sino como el oficio al que estás destinado a trabajar. Miedos e inseguridades; filias y talentos, lo que asusta es la responsabilidad de saber qué hacer con ellos y cómo el mundo los va a acoger.
Ayer no saqué nada en claro. Alex se tuvo que ir pronto, Jesús se enrocó en el guión que sigue la psicosocionomía desde que fue concebida por Alex y por George y que deberá superar para darse a conocer (no tengo la menor duda de que lo hará). Bueno, sí que saqué algo en claro. No equivoqué el camino. Y tengo miedo a la responsabilidad de ganarme la vida siendo lo que soy y haciendo lo que sé hacer.
Una de las cosas que nunca hago es marcarme fechas. Esta vez sí lo voy a hacer. Un año para solucionar temas pendientes: la empresa, las importaciones desde Alemania, los cursos de psiconomía. Tres meses para acabar la novela. Ni un segundo más para asumir la responsabilidad de ser yo mismo y actuar en consecuencia.
Casualmente ayer fueron varias personas con las que hablé o me escribieron dando vueltas sobre el mismo asunto.
Todo tiene un sentido cuando nada tiene sentido.
Es la tercera vez que lo cuelgo. A veces me asusta ver todo lo bueno y hermoso que me rodea y lo empeñado que estoy en no disfrutarlo.