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miércoles, marzo 23, 2016

'Batman v Superman. El amanecer de la justicia', gozoso despropósito

Zack Snyder ha optado por un camino complejo y ha transformado al más luminoso de los superhéroes en un figura oscura, nolanizada y quizá exageradamente compleja. Lo hizo en El Hombre de Acero, una película más que interesante, pero con muchos altibajos. Y Snyder es verdad que ha tomado nota de sus errores. Todos los personajes que había en aquella y que reaparecen en Batman v Superman. El amanecer de la justicia parecen haber mejorado. Y todo lo nuevo resulta, como poco, bastante atractivo. Pero la película es un despropósito. Juega demasiadas cartas a la vez, quema demasiados conceptos, tritura un número demasiado amplio de cómics y trastea demasiado con la posibilidad de un universo expandido que ya es real y que terminará de plasmarse este año con Escuadrón Suicida y, sobre todo, cuando llegue la ansiada película de la Liga de la Justicia. Pero hay demasiada prisa. Sencillamente, demasiada. Y por eso la cosa no funciona tan bien como debiera.

El caso es que Snyder juega buenas cartas. Arranca la película, secuela directa de El Hombre de Acero por mucho que se haya querido jugar a decir que no, con una secuencia doble muy potente que deja a las claras que esta, en realidad, es sobre todo una película de Batman hasta que la acción, sorprendentemente muy ausente a lo largo de todo el metraje, se desboca en los dos clímax finales, brillantes e intensos en muchos aspectos, en realidad las dos escenas anticipadas por los trailers que cualquiera que pague una entrada de Batman v Superman está deseando ver. Lo demás, una complicada construcción para dar base a que el Caballero Oscuro y el Hombre de Acero estén enfrentados durante toda la película que el guión acaba diluyendo entre esas dos secuencias de gran envergadura. Y saliendo del cine con el espléndido sabor de boca que dejan clímax y epílogos, lo cierto es que no basta para que la película alcance el nivel que podía anticiparse.

Y es una pena, porque la posibilidad de hacer algo mejor estaba ahí. Los temas que trata el filme, incluso alguno imposible de analizar sin caer en spoilers, son fascinantes. Pero a Snyder se le va la mano en muchos sentidos. La película, como ya es costumbre en el género, cae en un galimatías argumental en el que las cosas suceden porque sí y el tiempo y el espacio se saltan todas las leyes físicas de nuestra realidad para que todo acabe encajando. Hay muchas absurdeces de este tipo como para no lamentarlo. Eso puede no suponer gran cosa para quienes se centren en los personajes y en esas dos grandes batallas finales, pero importa, porque lastra buena parte de la propuesta del filme. Y eso que Batman se adueña de la película mientras Superman mejora al personaje de la película precedente, Jesse Eisebnberg compone un formidable Lex Luthor y la Lois Lane de Amy Adams, el Perry White de Laurence Fishburne o el Alfred de Jeremy Irons son geniales.

Por eso es gozoso, porque lo bueno que tiene que ofrecer Batman v Superman es francamente bueno, entretenido e incluso fiel a los personajes, siempre eso sí desde una vertiente oscura que no todo el mundo entenderá con la misma facilidad. Pero es un desporpósito porque comete errores de bulto. Es complicado entender que una película de esta envergadura apenas ofrezca acción hasta su tramo final. O que en un filme titulado Batman v Superman los momentos más brutales los protagonice la Wonder Woman de Gal Gadot, sensacional aportación al panteón del universo DC que bien hubiera merecido un espacio en el título y en el cartel del filme. Las comparaciones son odiosas, pero sigue dando la impresión de que hay muchas ganas de alcanzar el mismo estatus que Marvel se ha ido fraguando con un número importante de películas y Snyder, ya con casi cinco horas de historia, parece haber quemado cartuchos demasiado importantes como para seguir en una casilla de salida. El amanecer de la justicia aprueba, pero por desgracia sin alardes.

jueves, diciembre 25, 2014

'Big Eyes', Tim Burton cambia más de lo que mejora

Que Tim Burton no atraviesa el mejor momento de su carrera es algo notorio. La inesperadamente aburrida Alicia en el País de las Maravillas y la intrascendente Sombras tenebrosas, con el juguetón y genial paréntesis de Frankenweenie, sembraron dudas sobre la carrera del director, que rápidamente ha buscado un cambio radical de registro con Big Eyes. La película es correcta, no está mal llevada, deja buenas interpetaciones y la historia es atractiva, pero la mejora no es tan palpable como ese cambio de rumbo. No es que Tim Burton se mueva mucho mejor en mundos de fantasía (eso es innegable, por mucho que ya antes haya sabido imprimir genialidad a historias de corte más realista como la extraordinaria Ed Wood), es que Big Eyes no termina de encajar en las inquietudes burtonianas casi en ningún momento de la película, por lo que el resultado es frío y carente de emoción. Hay momentos en los que no es así, en los que sí se ve genialidad, pero son fugaces, más localizados de lo que seguramente esta historia permite.

Big Eyes sigue los pases de Margaret (Amay Adams), una pintora que realiza unas curiosas figuras de grandes ojos, que tiene que rehacer su vida con una hija y se encuentra casi por casualidad con Walter (Christoph Waltz), un tipo de marcada sensibilidad artística. El filme cuenta un hecho real bastante popular en el mundo del arte del siglo XX, pero para quien lo desconozca por completo lo mejor es dejar ahí la sinopsis y sorprenderse con la narración. Y hablando de sorpresas, la principal está en el tono de la película, alejado de los burtoniano casi de principio a fin. Parece evidente que Burton ha buscado una forma de recuperar prestigio por una vía que le alejase de su mundo gótico y siniestro, pero lo único que ha ganado es tiempo. Big Eyes no es una película que merezca críticas negativas como las de sus dos anteriores filmes de imagen real, pero tampoco nos devuelve al mejor Burton.

La clave hay que buscarla en que no saca partido del material que tiene entre manos. La historia pone sobre la mesa muchos temas, pero Burton no termina de rematar ninguno, hasta el punto de que la película se convierte en una narración lineal que no explota en ningún momento y que deja por el camino tramas (el ex marido de Margaret). Hasta su final sorprende porque no da la sensación de serlo. Si los temas se quedan a medio confeccionar, lo mismo se puede decir de muchos personajes. Los secundarios son inexistentes en su mayor parte, y se nota que hay personajes sumamente desaprovechados como el del periodista que interpreta Danny Huston (que, para colmo, es el narrador de la película, por mucho que desaparezca durante incontables minutos), el crítico de arte de Terence Stamp o hasta la hija de Margaret, Jane (primero Delaney Raye y después Madeleine Arthur). Big Eyes se centra exageradamente en la relación entre Margarte y Walter, y es, por tanto, una película para que se puedan lucir Amy Adams y Christoph Waltz.

Aunque ninguno de los dos deja una interpretación especialmente memorable, siempre da la sensación de que ella está un peldaño por encima de él, y eso que Waltz abraza un histronismo que quizá tendría mejor encaje en los gustos burtonianos y que deja los momentos más divertidos en el tercio final, pero la poca sensibilidad que en realidad tiene la película es la que desborda Adams. Lástima que Burton no desarrolle más a su protagonista femenina, dejando escapar incluso algunas obsesiones que se intuyen a lo largo de la historia. Burton se acaba quedando en un biopic simpático en el que el paso del tiempo es casi inadvertido, y que tarda bastante en arrancar y en llegar a los momentos más interesantes. Poca cosa para un director capaz de construir universos atractivos con tanta facilidad, pero sin duda una mejora con respecto a sus películas previas. Con todo, aún es difícil decir qué puede ofrecer Tim Burton en el futuro, Big Eyes no arroja demasiada luz sobre la supervivencia de este otrora genial director.

viernes, febrero 21, 2014

'Her', bellísima carta de amor

Tengo que confesar que no soy un apasionado del cine de Spike Jonze. Le reconozco el carácter rompedor de sus ideas, la inmensa originalidad de su cine a todos los niveles y su capacidad para encontrar los recovecos del alma humana en las más insospechadas situaciones. Pero normalmente sus películas no llegan a emocionarme del todo. Me pasó con Adaptation. El ladrón de orquídeas, me pasó en Cómo ser John Malkovich y me pasó con Donde viven los monstruos. Originales, atractivas, incluso interesantes, pero lejos de ser inolvidables. Her destroza para siempre esa percepción. La bellísima carta de amor que escribe y dirige es una extraordinaria maravilla de principio a fin, planeada con mimo y ejecutada con cariño, interpretada con maestría y montada con inteligencia. Original en su planteamiento, pero brillante más allá de su sinopsis. Ni un pero se le puede poner a esta película tan preciosa como magnética, irresistiblemente humana dentro de su más que atractivo envoltorio de ciencia ficción.

Empezando por su punto de partida, todo hechiza en Her. Theodore (Joaquim Phoenix) trabaja en una empresa que se dedica a crear cartas manuscritas que otras personas no son capaces de redactar, se está divorciando y es un tipo triste y solitario. Un día instala en su ordenador un nuevo sistema operativo, una personalidad más que real a la que decide dar voz de mujer (Scarlett Johansson) y ella misma se pone el nombre de Samantha. Y poco a poco van enamorándose. Qué fácil parece con una sinopsis así caer en los terrenos de la caricatura o, por qué no decirlo, del ridículo. Pero Her está siempre alejadísima de esos peligros porque todo lo que acontece en la pantalla genera empatía, conmueve y emociona. Todo está formidablemente bien hecho a todos los niveles Spike Jonze, un autor de ideas como poco enrevesadas, encuentra aquí el escenario tan innovador en su envoltorio como clásico en su desarrollo y hace posible lo imposible: recrear una vibrante historia de amor en la que sólo llegamos a ver en la pantalla a uno de los dos integrantes de la pareja. Al otro sólo lo escuchamos.

Lo grandioso de Her es que para crear una carta de amor de toques humanamente imposibles describe con absoluta precisión humana todas las etapas del enamoramiento, y lo hace con una delicadeza sensacional. Es Spike Jonze en estado puro, pero también Spike Jonze llevado a su máxima capacidad. Es reconocible en su brillantez formal, pero en lo que toca el corazón merece el aplauso siempre y no a ráfagas como hasta ahora en su filmografía. Y consigue lo mejor de un reparto brillante encabezado por un hombre (Phoenix) y cuatro mujeres (a la ya mencionada Johansson hay que sumar a una Amy Adams que demuestra una vez más que su portentosa creatividad ni tiene límites ni están supeditados a su aspecto físico, una Rooney Mara brillante en su dureza y una Olivia Wilde que casi siempre da la sensación de ser mejor actriz de lo que se reconoce, y que ella prueba en papeles secundarios de mucho peso). De una forma u otra, Theodore enamora a esas cuatro mujeres. Y, de paso, el espectador sale irremediablemente enamorado de la película.

Her es tierna, bonita, triste y melancólica, se inicia con maestría y se cierra aún mejor. Y en su brillantez, la que hace que se recomiende este filme con entusiasmo a todo tipo de públicos que quieran experimentar emociones ante una pantalla (¿no trata de eso el cine?), Her abre además un debate necesario y fascinante. Teniendo en cuenta que Samantha es un personaje del que sólo escuchamos su voz, ¿quien vea la película doblada habrá disfrutado realmente de Her? ¿Cómo se puede convencer a alguien de que Scarlett Johansson es la coprotagonista del filme si su rostro no llega a verse en la pantalla? Doblada, Her deja de ser una película de Scarlett Johansson y su personaje pertenece por completo a otra actriz. ¿Es eso justo? Probablemente no. Pero no lo es ni con el trabajo interpretativo de la actriz ni tampoco con el propio espectador, que recibe algo diferente de lo que ha creado Spike Jonze (quien, por cierto, completa lo más divertido de la película prestando su propia voz al pequeño alienígena del juego). Una película más que evidencia lo necesaria que es la versión original. Y además, una película grandiosa.

viernes, enero 31, 2014

'La gran estafa americana', embaucadores maravillosos, actuaciones memorables

De una forma inconsciente y quizá limitando su alcance a la promoción de la temporada de premios, La gran estafa americana remite a El lobo de Wall Street. Pero es una referencia equivocada. No tienen nada que ver, aunque el subconsciente empuja a compararlas. Quizá porque son las dos grandes películas de los Oscars que se entregarán en unas semanas que se centran en granujas, en ambientes delictivos de cierto guante blanco. Pero no, olvidemos esa comparación porque no procede y asimilemos la última película de David O. Russell como la sobresaliente obra que es. Lo que ofrece La gran estafa americana es una historia de embaucadores maravillosos que poco a poco se confirma como una película sensacional en casi todos los campos en los que puede sobresalir el cine. En uno de ellos alcanza lo memorable: la interpretación. Russell es un espectacular director de actores que aquí ha conseguido ensamblar un reparto descomunal. Se les podría ir dando uno a uno la estatuilla y nadie podría rechistar. Si fuera lo único sensacional de la película, ya sería un título enorme, pero es que hay más. Mucho más.

Lo verdaderamente atractivo de La gran estafa americana es la extraordinaria definición que hay en sus personajes y en la forma en que la película nos va contando cómo es cada uno de ellos. Eso tiene culpables delante y detrás de la cámara. En el primero de esos terrenos, la película explica la imposibilidad de medir con tablar humanas el talento que derrochan Christan Bale, Amy Adams, Bradley Cooper, Jennifer Lawrence y Jeremy Renner, encabezando un reparto sensacional (del que también cabría destacar un mínimo papel de un grande del que es mejor no desvelar su nombre; consideraos afortunados los que veáis la película sin saber de quién se trata). Por tiempo en pantalla, es inevitable asombrarse un poco más con Bale, al que el adjetivo camaleónico se le queda corto y que adquiere maneras cercanas a las de Robert DeNiro en su impresionante trabajo, y Adams, cuyo nivel de registros es tan inmenso que el espectador deja de ser consciente de la herramienta que está usando para transmitir, su es cuerpo, su boca, sus ojos, su voz o todo a la vez.

Pero esa maestría cuenta además con el apoyo de David O. Russell, cuya brillantez con el reparto es una marca que estalló a lo grande en El lado bueno de las cosas. No sólo brinda su apoyo como el extraordinario director de actores que es, sino con su aportación a que la película sea valiente y atrevida, a que cada escena esté pensada y meditada para hacer crecer a uno o más personajes al mismo tiempo, para que no sobre ni uno solo de sus espléndidos 138 minutos y no cesen los momentos memorables por distintos motivos. Tiene un montaje magnífico, que juega a su gusto con el tiempo y con la narración en off, que se mueve con la misma brillantez en la comedia y en el drama, en el thriller e incluso en la parodia (a eso ayuda que la película esté ambientada en 1978, con lo que eso supone en el vestuario y en los peinados, no sólo como elementos visuales sino como parte de esa mencionada construcción de los personajes) y que emplea la música con un gusto exquisito. Es verdaderamente complicado encontrarle un pero a la película, que también destaca en su mordaz guión, quizá un pelín complaciente en su tramo final, forzando la crítica y por encontrarlo algo que no sobresalga.

Y es que La gran estafa americana es una delicia que merece ser vista una y otra vez, que con su moderna forma de hacer cine vuelve al mismo tiempo a lo más básico, a los personajes, a su construcción y a su desarrollo, a los diálogos y a la transmisión de emociones más primaria y conseguida. No es sólo la historia de un timador, interpretado por Bale, que encuentra a la pareja perfecta para llevar a cabo sus planes, el personaje de Amy Adams, y se ven envueltos en una empresa mayor de lo que pueden digerir. Es, por encima de todo, un memorable estudio de personajes contado en un entorno que no hace más que engrandecer su historia, que no habría sido tan divertida ambientada en otro momento, que no habría sido tan memorable con otro reparto y que, probablemente, en manos de algún otro director, habría sido un quiero y no puedo aspirante a película del año. Y así, de la forma en que ha acabado siendo es, indudablemente, uno de los más serios contendientes para lograr ese título. Es, a todos los niveles, una absoluta gozada.

viernes, junio 21, 2013

'El Hombre de Acero', la mezcla de una absoluta genialidad y una torpeza importante

No va a ser esta una valoración extremista de El Hombre de Acero. No voy a ser fan irredento ni crítico sediento de sangre. Ni me ha fascinado sin remedio como cabía esperar en las sensaciones más optimistas ni me ha horrorizado hasta el punto de lanzarme a rescatar los DVDs de las películas protagonizadas por Christopher Reeve. Me quedo en el punto medio. Y es que no es nada fácil evaluar una película que tiene momentos de absoluta genialidad combinados con otros de una torpeza importante. Y tampoco calibrar en su justa medida un grandilocuente espectáculo visual, gozoso por su ausencia de límites visuales y de atrevimiento, pero que ahí mismo encuentra uno de sus principales defectos porque le falta dejar que la acción repose. Aunque es un entretenimiento muy apreciable, no termino de quitarme la sensación de que se ha dejado pasar la oportunidad de hacer el Superman definitivo. Puede que sea el primer paso para conseguirlo con una saga más extensa, pero los defectos son tan evidentes que impiden que la película alcance esa condición. Y aunque puede que suene más decepción que ilusión en mis palabras, eso no impide admitir tranquilamente que es una película que deja ganas de volver a ser vista.

El filme está dirigido por Zack Snyder, escrito por David S. Goyer y producido por Christopher Nolan. Y se puede notar la mano de los tres en algún momento, para bien y para mal. La del último está, indudablemente, en el tono de la historia. Es el origen de Superman contado de una forma que, montaje aparte (abundan los flashbacks y parece una buena solución para hacer de los progenitores de Superman personajes de la película y no sólo de su origen), no se aleja demasiado de lo que ya hizo en Batman Begins. Eso, la humanidad que desprende el filme, es lo mejor. Pero ya desde la primera secuencia es un espectáculo visual de primer orden, marca de Snyder (300, Watchmen, Sucker Punch), que acaba desmadrado por el reto imposible de llevar a la gran pantalla todo lo que a Goyer se le iba ocurriendo. El exceso en el largo clímax de la película es considerable. Y eso, añadido a la forma de rodar de Snyder (sorprendentemente, ni una sola cámara lenta), que sin duda intenta ser original y ofrecer un Superman diferente, hace que la acción sea atropellada, demasiado rápida para el ojo humano.

Quizá esa sea la mejor forma de cumplir el viejo sueño de los aficionados de ver a Superman utilizando sus poderes de forma ofensiva (¡ya lo creo que lo hace!), pero deja dudas. Donde no las hay en la descomunal senda de destrucción que muestra, asemejando la película más a un filme de catástrofes (con imágenes que parecen directamente sacadas en algún caso del 11-S) que a una de superhéroes. Pero Nolan (y en realidad también Snyder y Goyer, no hay motivos para negarlo) entiende al superhéroe, y eso está plasmado con brillantez. Superman es un héroe de carne y hueso, creíble, humano. Eso se aprecia con mucha valentía a lo largo de toda la película, aunque las divergencias entre esta historia y el cómic no son muy afortunadas, en especial las referidas a los padres del héroe (Jor-El en Krypton y Jonathan Kent en la Tierra) y el epílogo, sin duda colocado para contentar a los fans y abrir puertas a futuras secuelas (y no, no estaban hablando de una Liga de la Justicia, porque las hipotéticas referencias a nuevas películas de DC son escasas y muy veladas).

Que la parte humana sea lo mejor de este megaespectáculo visual se debe a un reparto de primerísimo nivel, que no sólo consigue las versiones más actuales de personajes con décadas de historia y con notables interpretaciones en diversos medios, sino que en muchos casos son las definitivas. El recuerdo de Christopher Reeve es imborrable (sobre todo, por paradójico que parezca, su Clark Kent), pero el Superman de Henry Cavill es formidable en todos los aspectos y durante toda su evolución en la película. Y el Jor-El de Russell Crowe, cuyo trabajo y lo apresurado del prólogo hacen pensar que ahí había una precuela por hacer. Y el Zod de Michael Shannon, inquietante de principio a fin, aunque el guión deje colgadas parte de sus motivaciones iniciales. Y la Lois Lane de la casi siempre formidable Amy Adams, que solventa las deficiencias del guión en su personaje con un carisma arrebatador y una química impresionante con Cavill. Y el Jonathan Kent de un Kevin Costner magnífico. Incluso en pequeños personajes como Martha Kent (Lois Lane), Lara (Ayelet Zurer) o Faora (Antje Traue) hay mucho que apreciar.

Pero algo falla. Y eso está en el guión. No por su historia, brillante y atractiva, con las dosis necesarias de drama, tragedia, atrevimiento, aventura y acción. No por su atrevimiento a la hora de cruzar algunas fronteras más que interesantes en la concepción del primer superhéroe de la historia. Es por los detalles. Muchos chirrían demasiado. Goyer se deja llevar en ocasiones por el síndrome del escritor vago y coloca sus explicaciones en rincones insospechados (se lleva la palma una escena de Jor-El como holograma, de largo la peor de la película por inexplicable e inmotivada ya desde su inicio, o la inasumible aparecición del traje de Superman), hace que las oportunas casualidades presidan el desarrollo de la película de principio a fin, y hay personajes que desfilan parece que por obligación (el Perry White de Laurence Fishburne) y simplificaciones difíciles de asimilar (el estamento militar se resume en tres personajes y parecen tomar todas las decisiones sin consultar con nadie más). Queda una extraña sensación de que una película de más de 200 millones de dólares de presupuesto no ha tenido tiempo de pulir el guión para eliminar estos problemas.

El Hombre de Acero es, probablemente, la quintaesencia del espectáculo cinematográfico y palomitero de hoy en día. Quizá Snyder ha conseguido adelantarse unos años y dentro de un tiempo todas las películas de personajes superpoderosos quieran seguir su ritmo visual y calcar sus elecciones. Pero hoy todavía choca bastante en algunos aspectos. No estoy diciendo, no lo creo, que El Hombre de Acero sea un fiasco. Ni mucho menos. Tiene momentos absolutamente deslumbrantes y, como decía, un reparto sencillamente extraordinario. Pero no termina de enamorar (¿tendrá algo que ver la siempre nostálgica sensación de no escuchar la mítica fanfarria de John Williams en la partitura de un Hans Zimmer que se queda un peldaño por debajo de sus logros con Batman?).Y eso que tenía todo a su favor para hacerlo y, de hecho, consigue explotar maravillosamente algunas de sus posibilidades, como en la hermosísima presentación de Superman, la notable relación trazada con sus padres o la violencia desatada de algunos momentos. Hay que verla, pero no alcanza el pedestal superheroico que tenía reservado.

Aquí, crítica de El Hombre de Acero en Suite 101.
Aquí, imágenes del photocall en la premiere que se celebró en Madrid.

domingo, abril 21, 2013

'On the Road', himno beat con alma menor

Siendo On the Road la adaptación de la novela de Jack Kerouac que narraba las aventuras de un grupo de amigos que cruzaron Estados Unidos en coche para vivir aventuras y su particular forma de entender la vida, no podía ser otra cosa que un himno beat. Y lo es con todas las consecuencias. Sexo, drogas y alcohol sazonan el viaje vital que Walter Salles lleva a la gran pantalla. Pero se le olvida el alma, que se queda en algo menor. Y el caso es que se intuyen cosas, se atisban momentos que podrían haber sido grandes, las interpretaciones son más que correctas y es obligado subir el nivel de los elogios al hablar de Garrett Hedlund, pero hay cierta sensación de vacío en el conjunto final, una acusada ausencia de implicación entre el espectador y los personajes y un ritmo tan lento que en ocasiones cede al aburrimiento. Y es una pena porque, insisto, mimbres hay. Salles rueda con inteligencia, pero no es capaz de dar al conjunto final la fuerza necesaria y, sobre todo, el alma que dio la aureola de mítico al libro original.

Es bastante probable que sea necesaria una cierta sintonía con los beats, o al menos un conocimiento básico de lo que representan, para asimilar y disfrutar lo que cuenta On the Road, sea el libro o la película. De lo contrario, existe el riesgo de considerarlo simplemente como la aventura alucinógena de dos amigos y la gente que les rodea en sus juergas sexuales, alcohólicas y de marihuana, y no prestarle así mucha más atención a partir de la segunda escena de excesos. Salvadas esas consideraciones y recordando que los personajes están basados en personas reales (el propio Kerouac entre ellos), On the Road, la película de Salles, se acerca mucho a un quiero y no puedo. Quiere, porque hay momentos logrados, un vértigo muy conseguido en las escenas festivas y un sosiego como contraste en las más familiares, además de un buen trabajo de dirección de actores.

Ahí, en el reparto, está lo mejor de On the Road. Y eso que es difícil quitarse de encima la impresión de que muchos actores han aceptado sus papeles en busca de un prestigio que sólo parece conseguirse en un cine de corte independiente. El que sale más triunfante en ese objetivo es Garrett Hedlund, que pasa de héroe de acción en Tron Legacy a clavar el retrato de Dean Moriarty, basado en Neal Cassady. Él es el motor de la película en todos los sentidos, narrativa, ideológica e incluso visualmente. Kirsten Stewart está lejos de quitarse la etiqueta de la chica de Crepúsculo, pero no desentona en el conjunto. Entre ambos, un Sam Riley, trasunto del propio Kerouac bajo el nombre de Sal Paradise, que convence por momentos y deja frío en otros, quizá porque su voz en off narrando el libro que está escribiendo no siempre termina de encajar bien en el conjunto final. Y los papeles de Kirsten Dunst, Viggo Mortensen, Steve Buscemi y, sobre todo, Amy Adams, son tan escasos que contribuyen a la sensación de desconcierto final que deja la película.

On the Road sufre con algunas incoherencias y con el abuso de las elipsis temporales, que dejan demasiados detalles en el tintero y obliga a una reconstrucción continua del cuadro por parte del espectador. Sufre con una historia errática, en la que no termina de quedar clara la importancia de cada uno de los personajes que desfila por la pantalla o si hay más objetivo que la descripción de un modo de ser, de unos años locos y de unos personajes sin más ambiciones que vivir la vida al límite. Es esa indefinición lo que termina por dejar On the Road como un filme más difuso y menos profundo de lo que le gustaría, de lento desarrollo y escenas que pueden parecer superfluas o reiterativas en demasiados casos, y que no termina de arrancar hasta sus momentos finales. Entonces sí se atisba lo que sí podría haber llegado a dar de sí la historia, pero es demasiado tarde como para que este himno beat ofrezca sólo un alma menor. Queda al menos el trabajo de Hedlund.

viernes, enero 04, 2013

'The Master', el aplauso fácil

The Master es una de esas películas que me descoloca. Formalmente hermosa y maravillosamente interpretada. Pero la sensación de vacío que me deja al salir del cine es igualmente enorme. Y no es la primera vez que me pasa con Paul Thomas Anderson, por lo que parece evidente que estamos ante una tendencia en su cine. El caso es que la película ha encandilado a la crítica. Fue la triunfadora del Festival de Venecia, ya está nominada a los Globos de Oro y suena con fuerza para los Oscars. Las estrellas le caen de cinco en cinco en cada crítica que encuentro. Y, sin embargo, no le encuentro propósito, guía o mensaje. La veo pretenciosa y muy olvidable. Me pregunto qué habría sido de esta misma película dirigida por un realizador desconocido y protagonizada por actores que no logren la excelencia de Joaquin Phoenix o Philip Seymour Hoffman. Y me pregunto si The Master no es una de esas películas que recibe el aplauso más fácil casi por obligación y no tanto por convicción.

La película, la larga película que ronda las dos horas y media (nada nuevo en el horizonte: Pozos de ambición, 158 minutos; Magnolia, 188; Boggie Nights, 155), gira en torno a un veterano de la Segunda Guerra Mundial, Freddie Quell (Joaquin Phoenix), que tiene dos problemas. Por un lado, una adicción al alcohol que le lleva a realizar sus propias y contundentes mezclas, no aptas para todos los hígados. Por otro, una adicción al sexo, que se muestra un poco a conveniencia a lo largo de la película. Por ello, Freddie tiene graves problemas para encajar en la sociedad que se encuentra tras la Guerra. De alguna forma acaba en el barco de Lancaster Dodd (Philip Seymour Hoffman), líder de una especie de colectivo pseudoreligioso que no parece separarse mucho de lo que vendría a ser la Cienciología, y se acaba convirtiendo en una mezcla entre un conejillo de indias y un discípulo aventajado que Dodd moldea a su gusto.

Phoenix y Hoffman están espléndidos. Son el sustento con mayúsculas del filme. Agradecen lo extremo de sus personajes y protagonizan escenas enormes. Hacen un gran esfuerzo en la película por asumir el rol que les ha tocado, incluso a pesar de la enorme indefnición en algunos aspectos como su edad, y triunfan en todas las escenas que protagonizan y, en su mayoría, comparten. Pero que la película tiene problemas en la construcción del resto del armazón se evidencia, sin ir más lejos, en el papel de Amy Adams, que interpreta a la esposa de Dodd. Su presencia es tan intermitente, como la de la mayoría de los demás personajes del filme, que incluso con su trascendente escena final no consigue variar el rumbo de una película que, realmente, no es fácil determinar si lo tiene. ¿Qué quiere contar The Master al final? La imprevisibilidad de sus personajes y una acusada falta de empatía impiden entrar tan de lleno como le gustaría al director y guionista en el juego que propone Paul Thomas Anderson.

Quizá ese sea el principal problema de The Master. Que el Paul Thomas Anderson director y el Paul Thomas Anderson guionista no terminan de encontrarse. Y el primero domina claramente sobre el segundo. La película encierra planos hermosos, casi poéticos, pero no parece necesitar tanto metraje (como en la aburrida Pozos de ambición). Muchas escenas que están funcionando acaban siendo menos impactantes por su larga duración. Y algunas de las ideas que su autor quiere que parezcan trascendentes, como el control que ejerce el maestro sobre el discípulo o la obsesión sexual del protagonista, quedan apenas esbozadas en otras escenas. Como dice uno de los personajes sobre Dodd, da la impresión de que el autor de los discursos se los está inventado sobre la marcha. No termino de ver dónde está el objetivo de la película ni quién es su verdadero protagonista. Lo veo tan difuso que, sin ánimo de pretender que el cine dé todas las respuestas a un espectador cómodo, acabo pensando que el comportamiento del director es más pretencioso que elevado.

Y es que con Paul Thomas Anderson tengo siempre la sensación de que me está contando cosas que no comprendo, que está filosofando en exceso sobre cuestiones que ni él mismo parece tener claro dónde le van a llevar. The Master no solo no es una excepción, sino la confirmación de que esas es una de sus características como autor. Es evidente que tiene talento para la construcción de imágenes, pero al mismo tiempo sus películas se escabullen entre mis recuerdos hasta el punto de no dejar huella. Y más allá de la memorable interpretación de Phoenix (borda el lenguaje gestual y da una personalidad única a su personaje) o la brillante, como casi siempre, de Hoffman, no me siento capaz de rescatar mucho más de un filme pretencioso y aburrido. Esta opinión, no hay por qué esconderlo, va a ser casi la excepción en el mar de alabanzas que ha recibido el filme. The Master cuenta con el respaldo absoluto e incondicional del grueso de la crítica. Yo no acabo de entender las razones, pero supongo que esa es una de las grandezas del cine, la disparidad de opiniones.

viernes, noviembre 23, 2012

'Golpe de efecto', los tópicos no pueden con Clint Eastwood

Que Clint Eastwood aparezca en pantalla es razón más que suficiente para ver una película. Golpe de efecto (horrendo título español para Trouble with the curve) es una película simpática, amable, tópica por encima de todo, aunque con algún que otro elemento de interés que excede lo previsible de su guión y, sobre todo, de su resolución. Pero con Clint Eastwood el filme es mucho más que eso. Porque supone una nueva oportunidad de verle actuar después de haber anunciado que no lo haría más. Porque da igual que su personaje recuerde a otros, siempre tendrá un arrollador carisma que borrará todos los defectos. Porque encuentra en Amy Adams la mejor contrapartida femenina en muchos años (¿la mejor sin más?). Se recordará Golpe de efecto por la presencia de Clint Eastwood, aunque el hecho de que aparezca en la película sea un favor personal que le hace a su habitual director de segunda unidad, Robert Lorenz, en su debut como realizador. El resultado, en cualquier caso, es un título digno, bien hecho y bastante entretenido.

Cada vez que se estrena una película con el beisbol como telón de fondo parece que son necesarias más explicaciones de las necesarias. Una vez más, no, no es una película para fans de este deporte tan americano que los demás mortales no serán capaces de entender o disfrutar. Es una película decente, correcta y que se deja ver con sumo agrado. Quizá sí le saquen algo más de jugo a algunas escenas quienes entienden algo de deporte (en general, no necesariamente sobre este), porque comprenderán muchas de las motivaciones de los personajes con mayor facilidad. Pero no es una película de beisbol. Aún así, insisto que solo para quienes quieran entender esas conexiones, es divertido colocar esta película como la antítesis de Moneyball. Aquella genialidad quizá no lo suficientemente bien valorada era el retrato de la nueva forma de entender el deporte que daba la tecnología. Golpe de efecto es lo contrario. Es la glorificación de los métodos más tradicionales. Y por eso la presencia de Clint Eastwood es sencillamente sublime.

El director de Sin Perdón, Mystic River, Million Dollar Baby, Cartas desde Iwo Jima y tantas otras maravillas no actuaba desde Gran Torino, de 2008. Y no lo hacía en una película que no dirigiera él mismo desde En la línea de fuego, de 1993. Solo por ese detalle, Golpe de efecto es ya una película apreciable. Clint ya sabe llorar, y emociona al hacerlo, pero domina mucho más los registros que le convirtieron en un icono. Es imposible no ver en este Gus Lobel, un viejo ojeador de béisbol que empieza a sufrir problemas de vista y al que algunos en su equipo quieren jubilar para dar paso a nuevos métodos (recordemos, de nuevo, la escena de Moneyball en la que Brad Pitt se enfrenta a su equipo de ojeadores), trazas del Walt Kowalsky de Gran Torino y, por qué no decirlo, por extensión también del mítico Harry Calahan (en el flashback de la película casi se ve al viejo Harry el Sucio). Clint, nunca suficientemente valorado como actor aunque sí como director, domina como nadie personajes como este. Y solo por escucharle gruñir (sí, gruñir) en pantalla ya merece la pena la película (y más en versión original).

La película es tan correcta como tópica. El padre gruñón, la hija responsable con la que apenas es capaz de comunicarse, el joven que aparece para recordar su admiración por el padre y se va enamorando de la hija... y de fondo un tema más o menos pintoresco que aquí es el béisbol. Nada nuevo, nada que chirríe, y todo encaminado a un final más que previsible. Pero por el camino, como decía, Clint Eastwood se topa con la mejor réplica femenina que ha encontrado en años. Amy Adams es una actriz deslumbrante que arriesga en cada papel que hace. Golpe de efecto no es una excepción, sino una confirmación. Una más. Como La duda o The fighter, por citar dos de sus grandes trabajos. Hay tantos matices en su mirada, en su rostro, en su sonrisa contenida y en sus lágrimas que merece la pena detenerse en cada plano en el que aparece. Justin Timberlake asume el papel de secundario en esa relación. No es más que el empujón dramático de algunas secuencias, pero funciona con corrección. Y, una vez más, es un placer ver al mejor John Goodman. Que haya juntado este trabajo con Argo es una espléndida noticia.

Pero hay que asumir que la razón principal para ver Golpe de efecto es Clint Eastwood. Se le vende como protagonista de la película, y da la sensación de que su papel se ha alargado, cuando en realidad el motor del filme siempre parece asumirlo con más claridad el personaje de Amy Adams. Y eso no es malo, porque Clint siempre será Clint. Nunca es tarde para recordar que podemos estar ante una de sus últimas interpretaciones y que verle en una película de estreno será un placer que no tendremos para siempre. Por eso vale la pena disfrutar de Golpe de efecto. Por eso y por su envidiable química con la espléndida Amy Adams. O por esos diálogos de viejos cascarrabias sobre cine (delirante el diálogo comparando a Ice Cube... con Robert De Niro). O, también, por ensalzar los valores del deporte que tan bien quedan en el cine norteamericano. Aunque sea blanda, con algún toque siniestro a lo Mystic River o Gran Torino, no hace daño ver una película amable de vez en cuando. Y más con Clint, tan grande como siempre.

miércoles, febrero 08, 2012

'Los Muppets', nostalgia y reivindicación

Habrá quien vea el cartel de Los Muppets y despreciará el producto en favor de títulos más taquilleros, estrellas más reconocibles o cine más trascendente. No puedo culpar a quien lo haga, pero desde luego no voy a estar de acuerdo. Para mí, y no soy todavía de los que peinan canas precisamente, la nostalgia es un factor a favor de ver una película. Los Muppets, lo que en su día fueron para mí los Teleñecos, forman parte de mi cultura, y eso cuenta. Quizá quien tenga a estos personajes como algo ajeno no entenderá la sonrisa que había en mi cara al salir del cine. Pero es que Los Muppets, y ahí está la sorpresa, es también un ejercicio de reivindicación. De una forma de entretenimiento que estamos olvidando en favor de espectáculos olvidables y de dudosa calidad, de los nombres que perduran en el tiempo y no están sujetos a modas. Y también del musical de comedia más Disney, ese que ya sólo Disney hace de vez en cuando y que sigue siendo tan bonito como la primera vez. No seré yo quien oculte que se lo ha pasado fenomenal con este revival.

Los Muppets es una comedia. Vaya novedad, ¿verdad? No, pero es que es una comedia. Eso que hace reír de verdad, eso que no tiene que estar recurriendo constantemente a la escatología o a las alusiones sexuales para intentar sacar de sus espectadores una carcajada. Hay buen gusto. Hay gracia. Y, claro, hay diversión. Porque eso no se puede negar, estos personajes que el legendario Jim Heson creó en los años 50 del siglo pasado siempre han sabido cómo hacer reír. Por supuesto, hacen reír con lo más clásico de su repertorio, con la batería de Animal, con el Mah na, mah na que todos somos capaces de cantar, con el eterno amor entre Peggy y Gustavo, con los trompazos de Gonzo. Pero esta reaparición de los personajes en la gran pantalla, es nada menos que su novena película, hace reír de muchas más formas, por ejemplo con bromas ácidas a la industria y a la vida de nuestros días, con bromas internas y con cameos divertidísimos (que aparecen listados justo cuando acaban las imágenes).

Hablar de esta forma de hacer reír no es en absoluto algo irrelevante a la hora de valorar Los Muppets. Yo es algo que echo de menos con frecuencia. No me gusta la comedia moderna. No me hace reír. Estos adorables personajes de trapo sí. Y será cine menor, desde luego, porque no tiene grandes pretensiones, ni un artesano detrás de la cámara, tampoco enormes interpretaciones o un inolvidable trabajo de producción en la pantalla. Pero tiene algo de lo que carece la comedia moderna: alma y corazón. Los Muppets, y lo hacen con toda la sinceridad del mundo, alegran antes de hacer reír. Hacen que te sientas como un niño pequeño, embobado frente a la pantalla, entendiendo que las marionetas tienen vida dentro de este particular universo, y después es cuando sueltan la gracia que provoca la risa. James Bobin, director británico de televisión, no podía debutar de mejor forma en la gran pantalla,. No, insisto, con una película inolvidable y digna de aparecer en los manuales de cine. Pero sí con un magnífico producto de entretenimiento que cumple con todo lo que se propone.

La película nos cuenta la historia de dos hermanos. Walter es un Muppet pero no ha crecido como ellos. Los descubrió en televisión y desde entonces se convirtió en su mayor admirador. Gary (Jason Segel) es un hombre, pero por su hermano vive la vida como si fuera un Muppet en todo... salvo en la relación con su novia, Mary (Amy Adams). Para celebrar su décimo aniversario de novios, Gary y Mary deciden irse a conocer Los Angeles, pero se llevan a Walter para que haga realidad su sueño de visitar el estudio de los Muppets. Una vez allí, Walter descubre un inquietante plan de un siniestro empresario (Chris Cooper) que pondrá en peligro la misma existencia de sus ídolos televisivos, y se pondrá manos a la obra para detenerlo. No es, obviamente, una película de actores, sino de marionetas, pero es imposible resistirse a la tentación de alabar una vez más a Amy Adams, una extraordinaria actriz tanto como una perfecta chica Disney, o la diversión que sin duda caracteriza el histriónico papel de villano de Chris Cooper.

Un par de números musicales como sólo Disney los puede hacer ya (y que Amy Adams ya había demostrado que los puede hacer con categoría en Encantada), incontables alusiones directas al modo de hacer una película, la divertida presencia de caras famosas a veces haciendo de sí mismos (como Jack Black, o al divertidísimo momento de Gustavo con Whoopi Goldberg, Selena Gómez, y....) y a veces con personajes de lo más excéntrico y divertido (ojo a la aparición de Alan Arkin o Emily Blunt) y la simple y agradecida presencia de Gustavo, Fozzie, Gonzo, Animal, Peggy y tantos otros hacen de Los Muppets una película entrañable y digna de disfrutarse. Porque, y ese es el mensaje real de la película, los Muppets, entendidos también como metáfora de tantas formas de entretenimiento nacidas en años pasados, no pueden morir, nunca formarán parte del ayer aunque es evidente que sí tienen un hueco mucho más estelar en tiempos pasados que no en estos tristes días que tenemos para tantos cosas. Hablar de nostalgia y diversión define lo que es ver esta película.

martes, febrero 08, 2011

Sobrevalorada 'The fighter', prodigioso Christian Bale

The fighter es una de esas películas que reciben una continua sobrevaloración, primero desde la crítica y después desde los premios. No es una película fácil de hacer, y su director, David O. Russell (responsable de Tres reyes), lo sabe. No es fácil sobre todo porque los precedentes del boxeo en el cine han dejado grandes obras maestras con las que se comparará inevitablemente este filme. Y en esa comparación, The fighter sale perdiendo. No porque no tenga virtudes, que indudablemente las tiene, sino porque no consigue elevarse por méritos propios de entre los títulos de este estilo. Sí destaca por un reparto sencillamente excepcional, encabezado por un correcto Mark Wahlberg y un prodigioso Christian Bale, al que merece la pena escuchar en versión original para poder detenerse en todos los pequeños detalles verbales y gestuales que conforman un papel inolvidable. Un reparto que se eleva por encima de la previsibilidad del guión y de los agujeros que deja, oportunidades perdidas para que el lucimiento de los actores hubiera sido todavía mayor.

Con un breve repaso del boxeo en el cine, uno se da cuenta de que el reto de crear una nueva película es inmenso. Más dura será la caída, Fat City, Rocky, Toro salvaje, The boxer, Million Dollar Baby, la injustamente olvidada Cinderella Man... Son muchos los títulos emblemáticos que ha dado este pequeño subgénero. ¿Qué tiene de nuevo The fighter para ganarse un rincón en el recuerdo? No demasiado, la verdad. La gran novedad estilística que presenta es integrar el formato televisivo en la pantalla, primero a través de un documental que un grupo de realizadores está haciendo del boxeador Micky Ward (Mark Wahlberg) y de su hermano y preparador Dicky (Christian Bale), y después con la filmación televisiva de los combates que hay en el filme. Pero como en realidad no estamos ante un filme de boxeo, sino ante un drama familiar ligeramente ambientado en ese mundo, la novedad estilística pierde peso en la narración casi sin que nos demos cuenta.

Lo que importa de The fighter está en la historia familiar. Comienza la película con dos hermanos, uno es boxeador y el otro le entrena. Su madre (Melissa Leo) actúa como su manager, mientras su padre y sus otras cinco hermanas son simples animadores. No son ricos, no tienen estilo, malviven como pueden a cuenta de los pequeños réditos que saca Micky de sus combates, mientras que Dicky vive una mala vida que amenaza la carrera de su hermano. En esta situación, Micky encuentra a una mujer, una camarera (Amy Adams) que cree que ya es hora de que el boxeador tome sus propias decisiones y, por su propio futuro, se aleje profesionalmente de su familia. Ese choque de personalidades femeninas apenas se ve esbozado en el filme. O'Russell, según el guión Scott Silver, Paul Tamasy y Eric Johnson, se ha detenido tanto en ambientarnos (gracias a una espléndida y muy adecuada selección musical) que se le escapa un mayor desarrollo de esta cuestión.

Y es una lástima, porque unos actores en estado de gracia pedían a gritos algo más. Sí tiene todo lo que necesita un Christian Bale que hace el mejor papel de su carrera, hasta el punto de que hay que preguntarse una y mil veces si estamos ante el mismo intérprete que da vida a Batman para Christopher Nolan. Sus aptitudes camaleónicas le dan mucho juego y muchas opciones. Él estaría en la misma esquina que una arrolladora Melissa Leo en esta confrontación personal que mueve el filme, lo hace avanzar, pero no termina de convertirse en su alma. En la otra esquina esta Amy Adams, una actriz inconformista, asombrosamente versátil, poderosa y siempre asombrosa que personifica esas ganas de más que deja el guión. Borda lo que hace, pero hay mucho más detrás de su actuación que no llega al metraje de The fighter. Entre ellos tres crean un marco prodigioso para que Walhberg se deje llevar con acierto como el pusilánime boxeador, atrapado entre la familia y el amor. Los quiere a todos, pero todos ellos se detestan.

Hay dos grandes escenas de enfrentamiento entre Leo y Adams, las dos formidables y tensas, las dos esbozos de un camino que la película no termina de tomar. Por ser un conflicto tan sugerente, duele que el guión le dé una resolución tan apresurada y hasta cierto punto inverosímil. Quizá haya que buscar el motivo de esa suavidad en los títulos de crédito finales, acompañados por las imágenes de los hermanos Ward reales, porque ésta es una película basada en la historia de un boxeador real. Se supone que si aparecen es porque están conformes con el guión y con el proyecto, lo que ya induce a pensar que todo queda algo edulcorado, al menos en el tramo final de la película. Y pese a tener ese referente en la realidad, otro de los grandes aciertos del filme es que mantiene la emoción y la tensión de saber qué pasará en ese combate final, clímax inevitable de toda película de boxeo aunque The fighter pidiera a gritos que su fuerza emocional estuviera en otras escenas.

The fighter es una buena película, aunque seguramente no tan buena como la publicidad, el marketing, la crítica y los premios nos han intentado hacer creer. Destaca y encuentra un lugar en el corazón de los cinéfilos por su maravilloso trabajo actoral, pero más allá de eso no hay muchas novedades a las que agarrarse. Quizá todo quede algo más claro si se explica que Martin Scorsese (director de Toro salvaje) rechazó dirigirla aunque Wahlberg (con quien trabajo en Infiltrados) se lo propusiera, o si se supiera que Darren Aronofsky (director de El luchador, sobre lucha libre en lugar de boxeo pero de tono y temática similar; ésta me pareció aún más sobrevalorada) se decantó por Cisne negro en lugar de por ésta cinta. Quizá ellos sí vieron lo difícil que era luchar contra los referentes, por muchas cualidades que uno pueda reunir en la pantalla. The fighter reúne unas cuantas, pero en otros aspectos se queda en el camino.

miércoles, enero 28, 2009

'La duda': sencillamente perfecta

Salir del cine con la sensación de haber visto una película perfecta no es corriente. Por eso, cuando sucede, lo mejor que puede hacer uno es saborear lo que acaba de ver, debatirlo, analizarlo, comentarlo, sacarle todo el jugo. Eso es lo que me pasó ayer con La duda, película que se estrena este viernes. Soy consciente de lo complejo que es defender una afirmación como ésta hablando de arte, pero es sencillamente perfecta. Salí del cine con la impresión de que nada sobra, nada falta, todo (lo que vemos, lo que intuimos, lo que se dice y lo que no se dice) tiene un sentido y todo lo que se hace en pantalla alcanza una brillantez exquisita. Es una película sublime que deja huella en el espectador, en el fondo y en la forma, que deja para el recuerdo dos o tres escenas brillantes, unos diálogos prodigiosos y unas actuaciones inolvidables. Una joya que, por algún extraño motivo, no figura entre las cinco nominadas al Oscar a mejor película a pesar de optar a cinco premios.

¿Qué hace La duda tan especial? Sin duda, por encima de todo, su guión. Es una película adulta que trata a los espectadores como personas inteligentes. Plantea debates, pero no da respuestas. Ofrece todos los elementos para que cada una de las personas que vea el filme saque sus propias conclusiones, pero no sentencia, no manipula. Ahí radica buena parte del valor de una película que se mueve en aguas peligrosas, en un tema complejo de tratar. El escenario de la película es un colegio religioso del Nueva York de los años 60, en el que acaba de entrar su primer alumno negro y en el que se libra un enfrentamiento (primero soterrado, después a tumba abierta) entre la directora del colegio, la hermana Aloysius (Meryl Streep) y el párroco de la iglesia, el padre Flynn (Philip Seymour Hoffman), todo ello bajo la atenta mirada de una joven e ingenua profesora, la hermana James (Amy Adams).

Pocas veces se encuentra una película que tenga un título tan acertado. Incluso más acertado en el original, Doubt, que en el traducido en España, La duda. Porque no es una sola duda lo que centra el interés del filme. La película es todo un tratado sobre las dudas de todo tipo, desde las espirituales a las personales, pasando por las sociales. Todos los personajes, por muy seguros que aparezcan en determinadas escenas, se mueve en escenarios de duda. La obra de teatro, por cierto, se llegó a representar en Madrid hace algunos años bajo el título de La sospecha, un título que desvirtúa bastante la carga de la historia. El autor de la obra, también guionista y director de la película, es John Patrick Shanley. Es más conocido por su faceta de dramaturgo y guionista, pero ha dirigio ya una película hace nada menos que 18 años. Y sorprende saber que esa película (que no he visto) es Joe contra el volcán, con Tom Hanks y Meg Ryan.

Tan importante como el guión son las interpretaciones. Meryl Streep es una diosa intocable del mundo de la interpretación. Nunca he sentido por ella el fervor que parece sentir toda la profesión, pero es obligado decir que cuando está sublime no hay actriz en el mundo que pueda superarla. Y aquí lo está. Compone un papel inolvidable, lleno de matices, enseñando todo un pasado que no se ve en la película pero que pesa sobre el personaje en todo momento. Y lo mismo se puede decir de Philip Seymour Hoffman, maravilloso como casi siempre. Amy Adams está igualmente brillante, y su presencia es todavía más reconfortante. Una actriz joven y guapa que podría quedarse en su imagen Disney (es la protagonista de Encantada) da un paso arriesgado y valiente. Que siga así y tendrá un lugar de honor en el mundo del cine. Y Viola Davis, en un brevísimo papel, es capaz de sobrecoger de una forma notable. Ellos cuatro y Shanley como guionista son quienes optan a un Oscar dentro de algo menos de un mes.

La conjunción de un espléndido guión y estos maravillosos actores deja, como decía, secuencias inolvidables. Destacan, por encima de todo y en un conjunto tan notable como homogéneo, el sermón del padre Flynn sobre el chismorreo (hermosísimo el relato sobre las plumas, toda una lección para la vida) y las dos escenas en el despacho de la directora: la primera con la presencia de la hermana Aloysius, la hermana James y el padre Flynn (se palpa la creciente tensión, desde el inicio de la charla, con temas intrascedentes como las canciones de Navidad hasta que por fin se descubren las cartas), y la segunda, en la que sólo están los dos personajes que rivalizan en la película, que confrontan sus distintas visiones de la vida y de la fe. Y el hermosisímo final, que deja una sensación de desasosiego y, sobre todo, de duda. Si alguien espera ver un alegato contra la Iglesia, se equivoca de película. Si alguien quiere encontrar una reafirmación de la fe cristina, también. Esto es, simplemente, cine. Puro cine. Sublime y altamente recomendable.