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viernes, agosto 28, 2015

'Ricki', buen rollo... ¿demasiado?

De los tres nombres que componen la plana central de Ricki, dos andan en camino descendente y uno ha llegado un punto en el que puede hacer lo que quiera, que va a encontrar el fervor popular y crítico de todas las maneras. En el primer lado están la guionista Diablo Cody, que sorprendió a todo el mundo con el ácido guión de la apreciable Juno para después caer muchísimo con sus siguientes trabajos. Junto a ella, Jonathan Demme, que alcanzó la cima hace ya demasiado con El silencio de los corderos y lleva años sin destacar tanto como entonces. Y en el lado opuesto, Meryl Streep, aplaudida sin cesar haga lo que haga. Sobre todo la presencia de Cody invita a pensar que Ricki va a ser una película muy cínica y dramática, pero no lo es. Tiene algún momento en que roza esas sensaciones, pero acaba siendo un filme de buen rollo, que arranca y acaba con música y sensaciones agradables. ¿Demasiado quizá? Puede ser, porque eso hace que sea algo más intrascendente de lo que le gustaría, pero el buen rollo que propone funciona.

Si lo hace es probablemente porque la simple presencia de Meryl Streep, y también la de Kevin Kline, predispone a que el espectador se meta en la historia. Streep es de las pocas actrices que sobrepasa la edad que Hollwyood considera peligrosa para las mujeres que sigue haciendo de todo, y aquí vuelve a moverse por terrenos novedades interpretando a una madre de familia que lo abandonó todo por su grupo de música pero que no tiene suerte en ese mundo y que tiene que regresar temporalmente a su pasado cuando su hija sufre un severo problema en su vida. El planteamiento sí encaja con lo habitual del singular y bastante sobrevalorado mundo femenino de Cody, pero la película pronto cae a derroteros mucho más amables. Y, a la vez, previsibles. Los conflictos se resuelven como por arte de magia, donde había insalvables enfrentamientos personales acaba llegando una felicidad algo ficticia y la tensión dramática se deja en un rincón, olvidada por completo, porque el objetivo de Ricki es muy distinto.

Eso, en cierta medida, es algo decepcionante. Sobre todo, más allá de las pretensiones habituales de Cody o de la capacidad de Demme, porque en el fondo Meryl Streep y Kevin Kline no tienen la oportunidad de lucirse que se intuía en la propuesta. Para ellos resulta una película fácil, no hay un esfuerzo palpable en la construcción de sus personajes. Simplemente están en la pantalla y se lo pasan bien mostrando alguna gota de su talento. Por eso Ricki es una película que se vende más fácilmente por ser aquella en la que comparten espacio Meryl Streep y su hija, Mammie Gummer (que también en la ficción desempeñan esos roles), que una verdaderamente trascendente por su talento cinematográfico. Importa bastante más que el espectador se deje contagiar por la música, algo evidentemente fácil de conseguir viendo la espléndida selección de canciones y lo acertado de sus versiones, que por el conflicto que plantea la película.

Y eso no es necesariamente un defecto insalvable. Es, sin más, una valoración de lo que podría haber sido Ricki con otro enfoque, una que no pretende restar eficacia a ese buen rollo que persigue la película y que, además, suele tener buen eco entre el público. No todas las películas han de ser dramas o tragedias, pero sí es verdad que ver el nombre de Diablo Cody es una invitación a otro tipo de filme. Ricki no lo es. Aunque hay alguna escena de una enorme tensión (la conversación entre Ricki y la nueva esposa del personaje de Kevin Kline, interpretada por Audra McDonald, que no por casualidad es la mejor de la película), lo cierto es que la película es mucho más amable de lo que podría haber sido. La desviación hacia ese buen rollo no es artificial por el simple hecho de que, y eso es un acierto, la película empieza con un número musical. Así queda claro que esto va de Meryl Streep disfrutando como rockera. No hay mucho más, pero eso también tiene su encanto.

viernes, enero 23, 2015

'Into the Woods', el infalible encanto del cuento de hadas

Por mucho que la sociedad evolucione y avance en su descreimiento, el cuento de hadas tiene un encanto infalible. Por eso es un género que se adapta a diferentes tonos y sensibilidades, que puede parecer clásico o moderno, para niños o para todos los públicos, más divertido o más serio. La irreverente musicalidad de Into the Woods es por eso la enésima demostración de que el cuento de hadas no puede morir. Es fácil pensar que los méritos de la película proceden del musical de Broadway de Stephen Sondheim por mucho que Chicago o Nine ya hubieran puesto sobre la mesa las irregulares habilidades de Rob Marshall para el género, pero viendo la fantástica inmersión en el mundo de fábula que se consigue con lo que aparece en la pantalla y con el formidable trabajo del reparto, es imposible no disfrutar de un filme que quizá como único defecto tenga una excesiva duración, especialmente en el tercio final, el más oscuro y menos divertido que llega justo detrás de una escena que tiene sabor a final. Pero, en todo caso, es un musical muy apreciable.

Si el cuento de hadas es inmortal, también hay que decir que el sello perfecto para que alcance su máxima expresión es el de Disney. Puede parecer intrascendente para el disfrute de la película, pero ver el logotipo de Disney al comienzo es la mejor manera de sentirse transportada al mundo que propone Marshall, uno en el que la magia, la fantasía y la diversión están prácticamente garantizados. Into the woods esquiva además con facilidad los posibles elementos repetitivos con películas relativamente recientes, como Caperucita Roja, Enredados o Jack, el caza gigantes, títulos que tratan las mismas fábulas que aparecen aquí, y no sólo por el hecho de que la película sea un musical sino también el tono escogido y por el buen uso de las elipsis, imprescindibles en Broadway por una cuestión de espacio pero aquí muy bien llevadas para que contribuyan al sano humor que desprende el filme.

Con el formidable despliegue visual que tiene la película y una música con la garantía de su funcionamiento en el teatro, a Marshall le quedaba un elemento final para redondear su película: el reparto. Esta es una de esas películas en las que la diversión tiene que ser de doble vía, el público ha de disfrutar pero también el reparto. Por eso funciona tan bien Into the Woods. Lo fácil es quedarse con Meryl Streep (sorprendemente nominada al Oscar por este papel), pero con diferencia el mejor trabajo es el de Emily Blunt, una actriz formidablemente dotada para la comedia que tiene algunos de los mejores momentos de la cinta, incluyendo su última canción en solitaria. Pero también destaca un divertidísimo James Corden dando vida al panadero o Anna Kendrick haciendo de Cenicienta a la carrera cantando sus dudas desde la escalinata del castillo. Eso sí, con diferencia, el mejor momento de la película es el dúo que se marcan los dos príncipes, Chris Pine y Billy Magnussen, absolutamente delirante y delicioso.

Esa escena es la mejor muestra de la divertida irreverencia que tiene Into the Woods, nada demasiado exagerado como para que no la pueda disfrutar un público de todas las edades pero con la sutileza necesaria para que haya algo más que fantasía y música. De hecho, la cinta funciona mejor cuanto más humor de ese tipo hay, como en las reacciones del panadero ante las apariciones de la bruja o la brutal sinceridad de Caperucita (enorme acierto de casting el de la joven debutante Lilla Crawford), y seguramente por eso es el tercio final lo que más largo se hace, porque al margen del mencionado número musical de Blunt es el tramo menos divertido, el más oscuro y el que se hace más largo. Son detalles menores para una película que funciona como un reloj para lo que quiere ser, desde el espectacular despliegue musical del primer número para presentar a todos los personajes hasta la formidable adaptación de las historias para que todas desemboquen en el escenario perfecto del cuento, el bosque, un sitio en el que todo es posible.

viernes, enero 10, 2014

'Agosto', el poder de los actores

El poder de los actores es innegable en el cine. Una cara popular vende más entradas por sí misma que una buena película. Y un buen reparto puede convertirse en la mejor razón para ver un filme. Sucede en Agosto, una cinta que parte de una obra ganadora del premio Pullitzer y que, aún así, tiene su mejor razón de ser en un espléndido reparto. Eso es, obviamente, porque los nombres que lo conforman son muy buenos pero también porque John Wells (que debutó en el mundo del largometraje con la desinflada The Company Men) no está a la altura y se limita a dejar que sus actores campen a sus anchas por la pantalla con un guión que deja algunas lagunas pero con unos diálogos a ratos sensacionales. Aún viéndose a la legua el origen teatral de la historia, el resultado es satisfactorio. No tan grande como podría haber sido en manos de otro autor, porque Wells se limita en muchas ocasiones a colocar sin más su cámara y no domina el montaje tanto como lo necesitaba la película, pero sus actores hacen que la cinta valga la pena con creces.

Viene a ser una vergüenza que quienes se dedican a dar premios en el arranque del año hayan decidido considerar a Julia Robert como secundaria de Meryl Streep, en un nuevo triunfo del márketing por encima del cine como arte, pero que eso al menos no engañe a nadie. Ambas son las protagonistas absolutas. Y ambas están sensacionales. Cada vez que Meryl Streep aparece en un filme me siento pensando lo mismo. Es sólo una actriz. Es sólo una mujer. No puede haber siempre gestos, miradas o diálogos que me parezcan descomunales. Y casi siempre salgo pensando que su leyenda se queda incluso corta. Hasta dejándose llevar en la sobreactuación como aquí, porque hay pocas actrices que sepan transmitir tanto con cada palabra que pronuncian. Julia Roberts ha sido la novia de América durante un par de décadas, el tiempo hábil que le da Hollywood a una actriz antes de cumplir una máxima de la que, curiosamente, hace uso la película, la de que siempre habrá una más joven. En Agosto ya no es la novia de América y encuentra como base de su personaje una amargura que nunca antes había mostrado.

La película es, en realidad, una historia sencilla sobre una familia que se va destruyendo poco a poco y en un intervalo de tiempo muy escaso, tras un dramático suceso que les obliga a todos a convivir (una mujer, sus tres hijas y las parejas de dos de ellas, la única nieta, su hermana y su marido, y el hijo de éstos; a veces da la impresión de que Wells y la guionista Tracy Letts no saben qué hacer con tantos) hace que salga lo peor de cada uno de sus integrantes, a veces por voluntad propia, a veces por hartazgo y a veces por las circunstancias de la vida. Porque Agosto, en realidad, va sobre miserias humanas. Buscar un atisbo de felicidad en la película es complejo, porque además el final, tan demoledor como probablemente innecesario en la trama, es el golpe definitivo a esa felicidad. El único atisbo de esperanza que había en esta familia queda aniquilado. Y perdura la sensación de haber asistido a un dramático escenario familiar durante dos horas de las que dejan un nudo en el estómago pero a las que les falta algo para ser grandes de verdad.

Lo que queda, no obstante, no es menor, porque está basado en dos pilares esenciales, el ya mencionado reparto (donde no hay que menospreciar a los nombres menos populares, como Julianne Nicholson o Margo Martindale) y unos diálogos cortantes y brutales. Entre ambos elementos hacen que la tensión se pueda cortar en un cuchillo en numerosas escenas, casi en toda la película. Y además del disfrute que proporcionan Streep y Roberts, queda la sutil interpretación de un gran Chris Cooper (que desemboca en una furia sensacional; lástima que la película no siga progresando en su personaje, aunque también es verdad que él no era el centro de atención inicial), una muestra de la camaleónica capacidad de Benedict Cumberbatch, una de las mejores broncas de pareja que se recuerdan protagonizada por Roberts y Ewan McGregor y, sobre todo, la sensacional secuencia en la que se juntan todos los personajes en torno a una mesa, bendición incluida de la comida y con devastadores consecuencias para todos.

lunes, octubre 01, 2012

'Si de verdad quieres...', dos monstruos a los que no les hace falta guión

Cuando uno junta en pantalla a Meryl Streep y Tommy Lee Jones, tanto da que les de un guión o no. Si de verdad quieres... es una película de apariencia normalita que trata de la crisis de un matrimonio maduro, con un desarrollo normalito y pocas aspiraciones más allá de la que hacer un retrato medianamente atractivo de la pareja. Pero están Meryl Streep y Tommy Lee Jones. Palabras mayores. No hay una sola escena de la película en la que al menos uno de los dos esté presente y eso hace que la película sea gozosa y divertida. Los dos bordan sus papeles, las partes más divertidas (aquí gana él porque es imposible no reírse con sus expresiones de viejo malencarado) y en los más dramáticos (¿de verdad hace falta decir que ella borda ese tipo de escenas...?). Y la película es de consumo fácil, porque seguramente se olvida tan rápidamente como han pasado los 100 minutos que dura. Pero son Meryl Streep y Tommy Lee Jones. Dos monstruos.

Arnold (Tommy Lee Jones) y Kay (Meryl Streep) son un matrimonio que tiene una vida basada en la fría costumbre. Duermen en habitaciones separadas, ella siempre le prepara el mismo desayuno a él para que se lo tome leyendo el periódico, apenas hay interacción verbal ni contacto físico entre ellos, ambos se van a trabajar y cuando vuelven ella hace la cena y friega los platos mientras él se queda dormido viendo un programa sobre golf. Así todos los días. Tienen dos hijos que ya no viven con ellos y 31 años de matrimonio a cuestas. Pero mientras para él no hay ningún problema, o al menos no aparenta que los haya, ella le da vueltas a la cabeza y se pregunta si el matrimonio que tiene es el que quiere o el que tendría que tener. Y, así, ella decide recurrir a un particular consultor matrimonial (Steve Carell).

Descrita de esta manera, Si de verdad quieres... se asemeja a una docena de películas que se estrena cada año, esas que cuentan preferentemente con actores de prestigio para evitar el tono de telefilme inevitable. Y todas esas películas presentan una condición indispensable para superar el aprobado: que su pareja protagonista evidencia química, que conecten en la pantalla, que parezcan reales. Si ese es el mejor baremo posible para medir este tipo de cine, obviamente Si de verdad quieres... es una de los mejores títulos al alcance del espectador. Ya desde la primera escena, memorable por melancólica, Meryl Streep y Tommy Lee Jones se comen la pantalla, se meten en la piel de sus protagonistas para convertirlos en personas de carne y hueso. Y de esta forma, experimentar un viaje con ellos no sólo no cansa, sino que divierte. Con ellos en el plano, hasta Steve Carell funciona, y hay que reconocerle un gran esfuerzo de contención para dejar el tono cómico en manos de Tommy Lee Jones y del guión.

El gran acierto de la película es que, hablando mucho de sexo (y es un tema recurrente en las bromas más fáciles de películas protagonizadas por actores de más de 60 años), de lo que está hablando en realidad es del amor. Y el sexo ofrece algunos de los momentos más divertidos del filme (Arnold y Kay hablando de sus fantasías sexuales o la escena del cine), pero adquieren sentido más allá del gag porque el amor es el tema de la película. Ahí destaca el guión, en que retrata una realidad en su conjunto, mostrando un presente pero con un pasado. Y ahí destaca la dirección de David Frankel (El diablo viste de Prada, El gran año o Miami, que también escribió), en que no intenta recargar la película con añadidos superfluos, lo que le lleva a usar a un rostro conocido como el de Elisabeth Shue en un papel que casi es un cameo. Sabe que lo mejor que puede hacer es no desviarse del tema y deja que sus dos actores se comen la pantalla. Y lo hacen.

Si de verdad quieres... es una película más que agradable para pasar el rato. No es una profunda reflexión sobre la vida o la muerte, ni siquiera una película a tener en cuenta para analizar el amor en la madurez o la perdurabilidad del matrimonio, porque no son esos sus objetivos, mucho menos elevados. Pero, insisto, son Meryl Streep y Tommy Lee Jones. Ellos son las dos razones para sentarse de la pantalla y disfrutar. Lo menos disfrutable está en los títulos de crédito, con el desarrollo de una escena más que superflua y que se come el gran efecto que tiene la escena final de la película, de largo una de las más divertidas y un cierre perfecto que Frankel se carga con esa manía, agradable en algunos casos y difícil de explicar en otros como éste, de tener que rellenar los títulos de crédito con algo más que los nombres de las personas que han hecho el filme. Pero aún así se sale satisfecho del cine cuando se ve a dos monstruos disfrutando tanto con lo que mejor saben hacer.

viernes, enero 20, 2012

'La dama de hierro', más Meryl Streep que película

El descomunal talento de Meryl Streep hace sencillo el balance de una película en la que aparezca como protagonista. Demasiado sencillo a veces. Y es que su brillantez como intérprete permite a cualquier filme que tenga la suerte de contar con ella esconder sus carencias y rendirse a la evidencia de que nada de lo que se haga superará su actuación. En La dama de hierro viene a suceder algo parecido. Como película no termina de convencer, demasiado dispersa, incluso demasiado caricaturesca. Pero tiene a Meryl Streep interpretando con maestría a un personaje además lo suficientemente reconocible como para que le suponga un reto, la ex primera ministra británica Margaret Thatcher. Y Streep lo borda. Contribuye en parte a la caricatura que queda de ella, pero triunfa moviéndose con elegancia en la frontera entre esa caricatura y el retrato realista. Y es que cuando termina la película, sólo queda una recuerdo: Meryl Streep.

Da la impresión de que Phyllida Lloyd, directora del filme (y también de Mamma mía!), ha tratado de abarcar demasiado en muy poco tiempo, y por eso el resultado final es difuso. No es fácil determinar si es una película sobre una mujer que supera todos los prejuicios machistas y clasistas para llegar al poder, sobre una política de derechas recta y atípica o sobre una mujer recordando lo mejor y lo peor de su vida. El inicio, y a la vez tronco de la película, incita a pensar en lo tercero, con una Margaret Thatcher anciana. Los primeros flashbacks, que es como está contada toda la película, llevan a pensar que el tema central es el primero de los tres mencionados. Y, en realidad, sus mejores escenas apuntan a un retrato político diferente. En estos tres tramos, sobre todo en el último, hay grandes momentos, grandes flashes, grandes frases, pero no termina de hilarse una historia, no hay una película en el conjunto de todo ello.

Y sin embargo, la hay. ¿Por qué? Por Meryl Streep. Porque cada una de sus presencias enciende lo que está sucediendo en la pantalla, aunque nazca de un brusco salto en el espacio o en el tiempo, aunque quede totalmente descontado de la siguiente escena, o por el brusco cambio que supone ver a Margaret Thatcher de joven con le rostro de Alexandra Roach (no por falta de calidad, sino por el abismo que hay entre las dos actrices). El hilo conductor de la película es el de la Historia misma y no es fácil abarcar once años de la vida de su protagonista, los que pasó en Downing Street. Lloyd, incluso, quiere mostrar más, y se nota que es demasiado. Abandonada la esperanza de dar coherencia a un relato tan prolongado, lo que importa entonces es definir la personalidad de la protagonista y siempre da la sensación de quien consigue eso es Meryl Streep. No el guión, no la película en sí misma, ni siquiera el recuerdo que el espectador pueda tener del personaje real. Es la actriz, con un gran trabajo interpretativo, vocal y gestual. Rozando la caricatura, sí, pero quizá de la única forma en la que se puede encajar algo así en una película.

Tal es el dominio absoluto de Meryl Streep sobre lo que sucede en la pantalla, que apenas queda hueco para mucho más. Lo que sucede es siempre por, para y alrededor de ella. Sólo hay otro detalle de la película que permanece en la memoria, al margen de la inclusión de imágenes documentales (en un cierto abuso de ellas, como recurso para hacer que el tiempo avance con rapidez y así abarcar todo lo que se quiere contar en los pocos más de cien minutos que dura la película), y es el personaje de su marido, Dennis. Jim Broadbent está brillante, tanto en la amargada faceta real de un hombre que no deja de sentirse a la vez orgulloso de su mujer y abandonado por ella como en la divertida y juguetona visión con la que Margaret Thatcher convive en su última época. El resto de personajes no son tales. No son más que instantes que sirven para articular el retrato de la proytagonista.

Eso hace que La dama de hierro deja un poso ligeramente decepcionante como película. A pesar de que hay en la historia muchos elementos interesantes, casi todos se quedan en la superficie, y escenas brillantes se mezclan con apresurados montajes que no consiguen explicar la importancia de los asuntos que trata. El conjunto está bastante desequilibrado y el mensaje difuminado. Pero Meryl Streep es otra historia. Ella crea un personaje fascinante, esencial para entender su carrera desde el mismo momento en que irrumpe por primera vez en la pantalla. Es tanta la genialidad de su trabajo que cabe preguntarse qué habría sido de esta película sin ella. Probablemente sólo habría generado morbo como un pasatiempo que no perduraría. Probablemente. Pero tiene a Meryl Streep. Hoy por hoy, y aunque el conjunto a su alrededor no sea deslumbrante, eso sigue siendo una garantía de que hay categoría en la pantalla.

miércoles, julio 22, 2009

'El último show', un canto a la vida

El último show es una de esas películas de las que es muy fácil hablar. Que sea la última obra de Robert Altman facilita mucho las cosas. Que tenga un reparto impresionante ayuda aún más. Pero que además sea una película tan sincera, tan hermosa, tan llena de vida, es lo que hace necesario hablar de ella. Porque uno se pone a verla esperando quizá un trabajo más o menos eficaz de Altman. Esperando una peliculita entretenida, con buena música, para pasar el rato y poco más. Pero cuando acaba, uno se da cuenta de que tiene en su rostro una sonrisa de oreja a oreja, que ha visto un filme precioso, entretenido, muy bien hecho y, sobre todo, un auténtico canto a la radio, al espectáculo y a la vida. A la vida de estos hombres y mujeres que hacen posible un show en directo cada semana. A la vida de esta gente de la radio y de más allá de las ondas. A la de los propios espectadores y sus experiencias.

La película nace en la figura de Garrison Keillor, un tipo que lleva treinta años haciendo radio y nada menos que 25 (aunque con algún intervalo dedicado a otros proyectos) con A Praire Home Companion, un espectáculo de variedades emitido en directo desde un teatro. Eso, exactamente eso, es lo que se ve en la película: una de esas retransmisiones. En concreto, la última, lo que le da una emotividad completa y compleja al filme. Hay quien no se hace a la idea de que ese día el telón se cerrará por última vez, hay quien piensa que todos los espectáculos son el último, hay quien piensa en cómo evitar el cierre definitivo. Pero todos saben que es el último día que estarán todos juntos. La presencia, tanto en el patio de butacas como entre bambalinas, de una misteriosa mujer acentúa esa sensación.

El propio Keillor escribió la película para que Robert Altman la dirigiera. Éste leyó todos los borradores del guión y lo único que le decía es que se iba acercando a lo ideal. Lo cierto es que el guión nunca dejó de escribirse y durante el rodaje fueron surgiendo nuevas ideas y nuevas escenas. Altman le devolvió la broma colocando a Keillor como protagonista de la película, haciendo de sí mismo. Su presencia es un motivo más que suficiente para ver la película en versión original y escuchar su auténtica voz, puro sonido radiofónico. Como el hecho, que mencionaba antes, de que sea la última película de Altman. El director tenía 80 años cuando emprendió el rodaje (murió ocho meses después del estreno, con 81), por lo que se contrató a un segundo director en caso de que tuviera que hacerse cargo del proyecto. El elegido fue Paul Thomas Anderson (Magnolia, Pozos de ambición). Aunque el título original es el nombre del show en que se basa, A Praire Home Companion, esta vez los dobladores españoles no andan muy desencaminados, pues el filme estuvo cerca de titularse The last broadcast.

El último show es, en última instancia, una película musical, canciones country seleccionadas e interpretadas por los artistas regulares del show y por los actores, tan pegadizas que algunas se quedarán en la cabeza del espectador durante días. Pero es también, y aunque parezca mentira por su naturaleza, una película de actores. Ver cómo se mueven en sus camerinos, tras el escenario y compararlo con lo que hacen después en directo es maravilloso. Es increíble ver a Meryl Streep y compararla, por ejemplo, con la actriz que aparece en La duda. Es muy interesante ver a Lindsay Lohan interpretar a su hija o a Lily Tomlin dar vida a la hermana de Streep. Es divertidísimo el dúo que forman Woody Harrelson y John C. Reilly. Es una gozada ver a uno de los mejores actores cómicos que existen (Kevin Kline; el papel lo iba a interpretar George Clooney. Sobra decir que se ganó una barbaridad con el cambio...). Y así hasta completar todo el reparto.

La misteriosa mujer de la que hablaba antes (su personaje está acreditado como Dangerous woman, mujer peligrosa) corre a cargo de Virginia Madsen (Entre copas), una intérprete interesante y algo desaprovechada durante largos años. La primera actriz elegida para el papel fue Michelle Pfeiffer y aquí se me ponen los dientes largos al pensar que habría hecho la protagonista de Los fabulosos Baker Boys, Batman vuelve o la más reciente Stardust. Sin embargo, Madsen lo borda. De hecho, el personaje no le gustaba nada a Robert Altman y trató de recortar su presencia en el guión hasta el mínimo y fue Madsen quien le convenció con su trabajo de que podía dar mucho juego. Y lo dio, gracias sobre todo a la etérea y mágica presencia de la actriz, que protagoniza brillantes escenas con Kline, Keillor y Tommy Lee Jones, que tiene una breve aparición en la película.

Altman rodó la película sobre un escenario real, grabó la música en directo, captó la esencia de lo que es hacer radio sin red, en el constante salto al vacío en el que viven quienes se ponen cada semana delante de un micrófono. Y el resultado es hermoso, inspirador y una de las películas de los últimos tiempos más indicadas para levantar el estado de ánimo de un espectador de edad comprendida entre los 0 y los 152 años. ¿Que sólo es una película? Pues sí, sólo es eso. Nada más que eso. Pero se puede mirar desde el otro lado y pensar que es un prodigio mágico. También es eso. Nada más que eso.

miércoles, enero 28, 2009

'La duda': sencillamente perfecta

Salir del cine con la sensación de haber visto una película perfecta no es corriente. Por eso, cuando sucede, lo mejor que puede hacer uno es saborear lo que acaba de ver, debatirlo, analizarlo, comentarlo, sacarle todo el jugo. Eso es lo que me pasó ayer con La duda, película que se estrena este viernes. Soy consciente de lo complejo que es defender una afirmación como ésta hablando de arte, pero es sencillamente perfecta. Salí del cine con la impresión de que nada sobra, nada falta, todo (lo que vemos, lo que intuimos, lo que se dice y lo que no se dice) tiene un sentido y todo lo que se hace en pantalla alcanza una brillantez exquisita. Es una película sublime que deja huella en el espectador, en el fondo y en la forma, que deja para el recuerdo dos o tres escenas brillantes, unos diálogos prodigiosos y unas actuaciones inolvidables. Una joya que, por algún extraño motivo, no figura entre las cinco nominadas al Oscar a mejor película a pesar de optar a cinco premios.

¿Qué hace La duda tan especial? Sin duda, por encima de todo, su guión. Es una película adulta que trata a los espectadores como personas inteligentes. Plantea debates, pero no da respuestas. Ofrece todos los elementos para que cada una de las personas que vea el filme saque sus propias conclusiones, pero no sentencia, no manipula. Ahí radica buena parte del valor de una película que se mueve en aguas peligrosas, en un tema complejo de tratar. El escenario de la película es un colegio religioso del Nueva York de los años 60, en el que acaba de entrar su primer alumno negro y en el que se libra un enfrentamiento (primero soterrado, después a tumba abierta) entre la directora del colegio, la hermana Aloysius (Meryl Streep) y el párroco de la iglesia, el padre Flynn (Philip Seymour Hoffman), todo ello bajo la atenta mirada de una joven e ingenua profesora, la hermana James (Amy Adams).

Pocas veces se encuentra una película que tenga un título tan acertado. Incluso más acertado en el original, Doubt, que en el traducido en España, La duda. Porque no es una sola duda lo que centra el interés del filme. La película es todo un tratado sobre las dudas de todo tipo, desde las espirituales a las personales, pasando por las sociales. Todos los personajes, por muy seguros que aparezcan en determinadas escenas, se mueve en escenarios de duda. La obra de teatro, por cierto, se llegó a representar en Madrid hace algunos años bajo el título de La sospecha, un título que desvirtúa bastante la carga de la historia. El autor de la obra, también guionista y director de la película, es John Patrick Shanley. Es más conocido por su faceta de dramaturgo y guionista, pero ha dirigio ya una película hace nada menos que 18 años. Y sorprende saber que esa película (que no he visto) es Joe contra el volcán, con Tom Hanks y Meg Ryan.

Tan importante como el guión son las interpretaciones. Meryl Streep es una diosa intocable del mundo de la interpretación. Nunca he sentido por ella el fervor que parece sentir toda la profesión, pero es obligado decir que cuando está sublime no hay actriz en el mundo que pueda superarla. Y aquí lo está. Compone un papel inolvidable, lleno de matices, enseñando todo un pasado que no se ve en la película pero que pesa sobre el personaje en todo momento. Y lo mismo se puede decir de Philip Seymour Hoffman, maravilloso como casi siempre. Amy Adams está igualmente brillante, y su presencia es todavía más reconfortante. Una actriz joven y guapa que podría quedarse en su imagen Disney (es la protagonista de Encantada) da un paso arriesgado y valiente. Que siga así y tendrá un lugar de honor en el mundo del cine. Y Viola Davis, en un brevísimo papel, es capaz de sobrecoger de una forma notable. Ellos cuatro y Shanley como guionista son quienes optan a un Oscar dentro de algo menos de un mes.

La conjunción de un espléndido guión y estos maravillosos actores deja, como decía, secuencias inolvidables. Destacan, por encima de todo y en un conjunto tan notable como homogéneo, el sermón del padre Flynn sobre el chismorreo (hermosísimo el relato sobre las plumas, toda una lección para la vida) y las dos escenas en el despacho de la directora: la primera con la presencia de la hermana Aloysius, la hermana James y el padre Flynn (se palpa la creciente tensión, desde el inicio de la charla, con temas intrascedentes como las canciones de Navidad hasta que por fin se descubren las cartas), y la segunda, en la que sólo están los dos personajes que rivalizan en la película, que confrontan sus distintas visiones de la vida y de la fe. Y el hermosisímo final, que deja una sensación de desasosiego y, sobre todo, de duda. Si alguien espera ver un alegato contra la Iglesia, se equivoca de película. Si alguien quiere encontrar una reafirmación de la fe cristina, también. Esto es, simplemente, cine. Puro cine. Sublime y altamente recomendable.

jueves, noviembre 15, 2007

Irak según Brian De Palma, Afganistán según Robert Redford

Me gusta que el cine no eluda las cuestiones más polémicas, que no esquive la política, que se moje en temas importantes, que sea reflejo de su tiempo. Me gustó la valentía de hacer películas sobre el 11-S como World Trade Center o United 93. Me encantó ver una película sobre la corrupción política que pasó muy desapercibida el pasado año, Todos los hombres del rey. Me maravilla ver cine europeo como Las vidas de los otros. Y ahora me gusta que Hollywood lance una mirada crítica hacia la intervención del Gobierno norteamericano en Irak y Afganistán. Y me encanta que detrás de estos proyectos haya nombres importantes. Redacted y Leones por corderos son películas valientes. Y por eso, por encima de todo, me gustan.

Redacted la he podido ver en un preestreno (llega a los cines mañana viernes) y, como dije en mi blog Un mundo peculiar, tuve la suerte de poder comentarla a la salida con una persona que conoce de sobra la situación de Irak tras la guerra iniciada por Estados Unidos, el periodista Jon Sistiaga. Éste nos contaba que la película refleja muy bien esa realidad, como en las escenas sobre los controles de carretera del ejército norteamericano. Nos decía que, a pesar de que sea una película sobre Irak, cosas como las que se relatan pasan en todas las guerras. En todas partes, decía, sólo hace falta un loco para que estalle un conflicto. En Redacted se ven dramatizaciones de vídeos colgados en Internet, desde denuncias en Youtube hasta reivindicaciones y asesinatos en webs islamistas. Me dio la sensación de que esto fue lo que más poco creíble le pareció.

Brian de Palma ha hecho una película diferente a lo habitual. Es un falso documental. Vemos a un soldado americano grabar con su cámara digital sus experiencias en Irak. Vemos a periodistas franceses rodar imágenes del conflicto. Y vemos vídeos colgados en Internet. Sólo al final vemos imágenes reales. Fotografías de víctimas civiles en Irak. Instantáneas durísimas, como toda la película. Cuando acaban las imágenes y empiezan unos títulos de crédito sin música alguna, el silencio se apodera de la sala. Algún crítico lo ha interpretado como indiferencia ante la película. Yo creo que te deja tan hecho polvo lo que ves que tardas en reaccionar.

Es obvio que De Palma ha hecho una película claramente partidista. Como nos decía Jon Sistiaga, algunas situaciones están muy exageradas (especialmente la del coche que se salta el control de carretera; los americanos disparan y matan a una mujer embarazada. Podría haber sido un hombre de 47 años o incluso uno de esos que ahora llaman "insurgentes", pero no, era una mujer embarazada) para reforzar el mensaje en contra de esta guerra de Irak. Pero no es un panfleto. No me gusta que en el cartel se haya escrito que ésta es "la película que Bush no quiere que veas". Esos mensajes le restan credibilidad y provocan que la gente se crea que va a ver un panfleto ideológico.

Redacted no es un panfleto. Para mí es una película necesaria. Cuenta los hechos anteriores y posteriores a la violación y asesinato de una cría iraquí de 15 años a manos de dos soldados norteramericanos. No es un tema nuevo para De Palma. Hace muchos años, con Corazones de hierro (una película que no sé si muchos recuerdan, fue el mayor intento de Michael J. Fox de convertirse en actor serio, y contaba con el tan espléndido como comprometido Sean Penn), trató un tema bastante similar con la guerra de Vietnam de fondo. Pero como estas situaciones siguen produciéndose en escenarios bélicos, los medios de comunicación (y el cine no deja de serlo) tienen la obligación de ser reflejo de la realidad. De Palma dramatiza y exagera, desde luego, aunque tenga un tono de falso documental, es una película de ficción que además toma partido. Pero no por ello engaña. Merece bastante la pena.

Muy distinta es Leones por corderos. No en cuanto a calidad, porque ambas películas me han parecido bastante buenas, de una calidad más que aceptable y con indudables aciertos cinematográficos. Pero ésta sí es una historia abiertamente de ficción. En realidad son tres historias entrelazadas. Vemos por un lado a dos soldados norteamericanos (un hispano y un negro) que han decidido alistarse en el ejército en contra de la opinión de su idealista profesor y que participan en una misión sobre el terreno en Afganistán. Vemos al senador que ha diseñado esa operación contestar a las preguntas de una veterana periodista que duda de todo. Y vemos a aquel profesor tratar de enseñar a uno de sus alumnos más cualificados que ha caído en la apatía, en esa sensación de que nada de lo que hagamos merece la pena porque no vamos a cambiar nada.
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Lo mejor de la película dirigida por Robert Redford está en las interpretaciones. Ya sé que Tom Cruise no le cae demasiado bien a mucha gente, pero a mí siempre me ha parecido un actor valiente. Desde el comienzo de su carrera se lanzó a actuar con los mejores intérpretes. Y no solía salir malparado. Cruise está impresionante en Leones por corderos. Sus escenas son un brutal duelo de actuación con Meryl Streep. Redford parece que se queda un paso atrás de lo que hacen sus compañeros de reparto, pero está tan correcto como siempre. Y me gustó el chaval con el que dialoga en la mayoría de sus escenas, Andrew Garfield. Le seguiré la pista. Leones por corderos es, por encima de todo, una película muy dialogada. Sin buenos actores, habría fracasado.
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Como Redacted, pero de forma más sutil, Leones por corderos también toma partido hacia el mismo espectro ideológico. Es una película contra los intereses que esconden guerras como las de Afganistán o Irak. Redford tiene para todos. Para los políticos como el que interpreta Cruise, para los medios de comunicación, para los mandos militares. Pero el mensaje que más me gustó es el que menos relación tiene con la guerra de Afganistán o con la de Irak. Me encanta el alegato que hace Redford contra la apatía de la juventud. Él mismo se ha reservado en su papel como actor ese mensaje, con esa parte de la historia cierra la película y es, sin duda, la que más puede calar en el ciudadano de a pie. Porque nosotros no vamos a formar parte de la guerra de Afganistán. Pero habrá otras situaciones que demanden acción. La juventud pierde valores y perspectiva, y contra eso sí hay que rebelarse.
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La parte más sencilla de Leones por corderos es precisamente los retratos algo estereotipados del político, del medio de comunicación o incluso de los soldados en Afganistán (ya hemos visto muchas veces la historia del soldado que se queda atrapado en la línea enemiga), pero eso no le resta valentía. A Redford siempre se le ha acusado de ser blando, pero yo creo que su trabajo es abrir el debate, no cerrarlo. En la película se ven todo tipo de personajes, idealistas y tramposos, soñadores y apáticos. Es el espectador el que decide qué postura se acerca más a sus planteamientos personales. Toma partido, sí, pero de forma sutil. No es un mensaje contra nadie. Es una película para empezar a pensar de nuevo. Y por eso tiene el magnífico final que tiene.