De los tres nombres que componen la plana central de Ricki, dos andan en camino descendente y uno ha llegado un punto en el que puede hacer lo que quiera, que va a encontrar el fervor popular y crítico de todas las maneras. En el primer lado están la guionista Diablo Cody, que sorprendió a todo el mundo con el ácido guión de la apreciable Juno para después caer muchísimo con sus siguientes trabajos. Junto a ella, Jonathan Demme, que alcanzó la cima hace ya demasiado con El silencio de los corderos y lleva años sin destacar tanto como entonces. Y en el lado opuesto, Meryl Streep, aplaudida sin cesar haga lo que haga. Sobre todo la presencia de Cody invita a pensar que Ricki va a ser una película muy cínica y dramática, pero no lo es. Tiene algún momento en que roza esas sensaciones, pero acaba siendo un filme de buen rollo, que arranca y acaba con música y sensaciones agradables. ¿Demasiado quizá? Puede ser, porque eso hace que sea algo más intrascendente de lo que le gustaría, pero el buen rollo que propone funciona.
Si lo hace es probablemente porque la simple presencia de Meryl Streep, y también la de Kevin Kline, predispone a que el espectador se meta en la historia. Streep es de las pocas actrices que sobrepasa la edad que Hollwyood considera peligrosa para las mujeres que sigue haciendo de todo, y aquí vuelve a moverse por terrenos novedades interpretando a una madre de familia que lo abandonó todo por su grupo de música pero que no tiene suerte en ese mundo y que tiene que regresar temporalmente a su pasado cuando su hija sufre un severo problema en su vida. El planteamiento sí encaja con lo habitual del singular y bastante sobrevalorado mundo femenino de Cody, pero la película pronto cae a derroteros mucho más amables. Y, a la vez, previsibles. Los conflictos se resuelven como por arte de magia, donde había insalvables enfrentamientos personales acaba llegando una felicidad algo ficticia y la tensión dramática se deja en un rincón, olvidada por completo, porque el objetivo de Ricki es muy distinto.
Eso, en cierta medida, es algo decepcionante. Sobre todo, más allá de las pretensiones habituales de Cody o de la capacidad de Demme, porque en el fondo Meryl Streep y Kevin Kline no tienen la oportunidad de lucirse que se intuía en la propuesta. Para ellos resulta una película fácil, no hay un esfuerzo palpable en la construcción de sus personajes. Simplemente están en la pantalla y se lo pasan bien mostrando alguna gota de su talento. Por eso Ricki es una película que se vende más fácilmente por ser aquella en la que comparten espacio Meryl Streep y su hija, Mammie Gummer (que también en la ficción desempeñan esos roles), que una verdaderamente trascendente por su talento cinematográfico. Importa bastante más que el espectador se deje contagiar por la música, algo evidentemente fácil de conseguir viendo la espléndida selección de canciones y lo acertado de sus versiones, que por el conflicto que plantea la película.
Y eso no es necesariamente un defecto insalvable. Es, sin más, una valoración de lo que podría haber sido Ricki con otro enfoque, una que no pretende restar eficacia a ese buen rollo que persigue la película y que, además, suele tener buen eco entre el público. No todas las películas han de ser dramas o tragedias, pero sí es verdad que ver el nombre de Diablo Cody es una invitación a otro tipo de filme. Ricki no lo es. Aunque hay alguna escena de una enorme tensión (la conversación entre Ricki y la nueva esposa del personaje de Kevin Kline, interpretada por Audra McDonald, que no por casualidad es la mejor de la película), lo cierto es que la película es mucho más amable de lo que podría haber sido. La desviación hacia ese buen rollo no es artificial por el simple hecho de que, y eso es un acierto, la película empieza con un número musical. Así queda claro que esto va de Meryl Streep disfrutando como rockera. No hay mucho más, pero eso también tiene su encanto.