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miércoles, julio 12, 2017

'La guerra del planeta de los simios', otra portentosa lección de cómo hacer blockbusters

Incluso asumiendo que El origen del planeta de los simios es una película ligeramente sobrevalorada, es evidente que ya podemos decir que este serie es, con diferencia, uno de los mejores reboots que se ha realizado nunca. Quizá debiéramos decir que el mejor, así, sin tapujos. La guerra del planeta de los simios, tercera entrega de la serie moderna, confirma las magníficas sensaciones que dejó la anterior entrega, El amanecer del planeta de los simios. Y lo hace además, saliéndose del camino más sencillo, el que en realidad marca su propio título. Estamos en guerra, sí, pero no es exactamente la guerra lo que vemos. No a una escala gigantesca, como podríamos haber pensado. Y sin embargo, funciona. Como guerra, como planeta de los simios y, sencillamente, como película. La forma en la que Matt Reeves está dignificando el blockbuster hollywoodiense con las dos últimas entregas de esta serie no tiene parangón.

Reeves supo aprovechar un personaje magistralmente detallado en la primera película, de Rupert Wyatt, y lo ha convertido en leyenda. En La guerra consigue servirnos una película que mezcla géneros a conveniencia, por momentos parece un western, pasa a ser un drama carcelario con su correspondiente huido, no deja de ser una película bélico y, por supuesto, es una sensacional muestra de ciencia ficción. El director maneja con tiento cada fase de la película, mima cada personaje que aparece en pantalla y ofrece un relato que alcanza un nivel de intimismo que no suele verse en las superproducciones norteamericanas. Hay mucho diálogo y mucha expresión que comunica. Hay planos mudos, que sirve a la historia con una sencillez descomunal, que transmiten más que películas enteras, y que demuestran que, por encima de todo, estamos ante una magnífica historia. No es una secuela forzada. No es solo cine para recaudar. Es cine. Y punto.

¿Por qué este entusiasmo? Porque estamos ante una película de imponentes efectos visuales, protagonizada de una manera muy acusada por un grupo de simios creados digitalmente a partir de actuaciones tan soberbias como la de Andy Serkis (¿cuánto tiempo se va a resistir Hollywood a que trabajos como este puedan ser nominados a un Oscar de interpretación?), que desemboca en un clímax épico y espectacular, pero que tiene su base en la historia, en los personajes, en la metáfora, en el homenaje a grandes títulos de la historia del cine y, por qué no decirlo, a nuestro presente oscuro, al miedo a lo diferente. Hay tantas capas en La guerra del planeta de los simios que es una película que no cesa de sorprender. Lo hace con sus transformaciones de género, con la forma en la que cambia el propio César, y por el añadido de personajes tan opuestos como el de la encantadora niña a la que da vida Amiah Miller o el despiadado general que interpreta un brillante Woody Harrelson.

Todo engancha con una naturalidad que parecía imposible cuando el mundo decidió lapidar a la en todo caso entretenida revisión de este universo que hizo Tim Burton en 2001. Esta serie está convenciendo porque ha encontrado un camino nuevo y diferente, arriesgado y valiente, pero firme y decidido. No es que tenga un sublime cuidado técnico, que lo tiene, es que a nivel narrativo y cinematográfico está a un nivel colosal. La forma en la que Reeves rueda por igual tiroteos y escenas con personajes llorando es inaudita. El cine espectáculo está evolucionando, y por este camino nos reconcilia a cualquier con las propuestas de los grandes estudios. Estamos en pleno verano, y muchas películas nos harán olvidar esta tendencia, nos defraudarán y nos recordarán que esa es la faceta más idiotizante del cine moderno. Pero siempre nos quedará El planeta de los simios para recordar que es posible hacer cine con mayúsculas gastando y recaudando mucho dinero.

jueves, mayo 25, 2017

'Wilson', cinismo interrumpido

Wilson tiene un buen triángulo de partida. Daniel Clowes, creador del cómic en el que está basado, es uno de los nombres más importantes del cómic independiente norteamericano, y para garantizar la pureza del proyecto se ocupa también el guión, como ya hiciera hace muchos años en Ghost World. Craig Johnson venía de rodar la muy interesante The Skeleton Twins, y parecía el director indicado para sacar toda la mala leche y el cinismo que tiene la obra de Clowes. Y Woody Harrelson es uno de esos actores que pueden meterse en la piel de personajes tan descarados como este sin el más mínimo problema. Pero Wilson no alcanzar todo su potencial. Su cinismo se ve interrumpido por un lenguaje no tan cinematográfico como cabía esperar y que acaba logrando que el gag, la anécdota, la escena suelta, sea más divertido y eficaz que la película como conjunto.

Empecemos por lo que sí funciona, y por supuesto por lo que realmente sostiene la película: Woody Harrelson. Hay una serie de actores, y es obvio que Bill Murray es un representante arquertípico, que han convertido su madurez en una forma de interpretar personajes maduros y pasados de rosca que contienen de una manera admirable. Wilson es así. Es un tipo extraño, que quiere relacionarse con la gente pero que no sabe cómo hacerlo porque es, en realidad, un bocazas, incapaz de manejar habilidades sociales básicas. Su presentación en la película, rodada a modo de gags concatenados que respetan la estructura de la novela gráfica en la que se basa el filme, es brillante, divertida y cínica. Pero el problema arranca en cuanto Johnson y Clowes quieren construir una historia a partir de ese retrato.

Quien sabe si Alexander Payne, que fue el primer director vinculado al proyecto, habría sido capaz de lograr una historia más cohesionada, pero resulta evidente que a Craig se le escapa algo el relato en cuanto se van sumando elementos, en cuanto la película se convierte en un salto a la madurez de un personaje que ni sabe ni realmente quiere ser maduro. El gag siempre funciona, incluso los más evidentes, pero a la película le falta cohesión. Y quizá incluso algo de mala leche, que se atisba, se toca en muchos momentos, pero termina resultando algo menor de lo esperado cuando la película llega hasta su último acto, si es que se puede hablar de actos en este carrusel de escenas cómicas. Ni siquiera el giro que hay en esa parte de la cinta, uno que cambia por completo el escenario, o quizá precisamente por un cambio tan radical e incluso algo inesperado, la película se escapa y deja sin mucha fuerza las escenas finales.

Wilson es divertida. Lo es. Pero el hecho de que parezca más divertida por Harrelson que por el trabajo de Clowes o Johnson, incluso con escenas bien planteadas como la de la cena o como el montaje paralelo entre los personajes de Wilson y su hija por un lado y las dos hermanas que interpretan Laura Dern y Cheryl Hines, deja una idea clara de por qué la película no es tan completa como habría sido deseable. Se deja ver con agrado, gracias también a su contenida duración que apenas supera la hora y media, pero no da la sensación nunca de que estemos viendo una historia sacada del cómic independiente americano más cínico, gamberro y políticamente incorrecto más que en el sugerente prólogo que tiene. A partir de ahí, risas esporádicas, algún momento brillante, pero un conjunto bastante irregular.

viernes, noviembre 22, 2013

'Los juegos del hambre. En llamas', mejorando la saga

El reto de una secuela ha de ser la mejora del original. Los juegos del hambre. En llamas sin duda mejora el resultado de la película que dio inicio a la saga. Esa es la primera consideración a la que obliga el filme, reconociendo que avanza en prácticamente todos los sentidos y mejora algunos de los problemas que hicieron que Los juegos del hambre fuera una película en general decepcionante. Y dentro de esa mejora, funciona bastante mejor una primera hora que sí ofrece las sensaciones adecuadas en torno al mundo que muestra, las que no terminaba de mostrar la primera película, que los elementos de acción de la segunda parte. Funciona mejor la intriga política y las confrontaciones personales que hay en ese primer acto, y los dilemas morales de Katniss (Jennifer Lawrence), que la lucha por la supervivencia planteada en esta entrega. Entretiene mucho más que la primera, a pesar de que su duración, cercana a las dos horas y media, es tan exagerada para lo que plantea como ya le sucedió a la primera parte.

Si hay algo que no cuajó en Los juegos del hambre fue la credibilidad y la trascendencia del mundo que creaba. El arranque de En llamas viene a suplir todo lo que faltaba en aquella. Aunque en realidad sea un problema que sentar las bases de un universo tenga que llegar en la segunda película de una franquicia, lo cierto es que ahí está lo mejor de las dos películas. En las conversaciones que mantienen Katniss y el presidente Snow (Donald Sutherland), éste con Plutarch Heavensbee (Philip Seymour Hoffman), el nuevo alto mando a cargo del funcionamiento de los juegos, y éste con la propia Katniss. Es ahí donde se esconden las mejores claves de la película, en sus palabras, en sus gestos y en sus comportamientos a partir de esos diálogos. Y eso es porque estas escenas sí fundamentan el mundo de Los juegos del hambre, el presente, el pasado y el que está por venir en las próximas películas basadas en los libros de Suzanne Collins.

Hay un pequeño bajón de intensidad precisamente donde este tipo de cine suele crecer, y es cuando arrancan los juegos de esta entrega. La acción, pese al habitual esfuerzo para hacerla más impactante y espectacular, no deja de ser un más de lo mismo. Entretenido, sin duda, pero ya visto. Antes, en cambio, se ha planteado un entorno político más que atractivo. Katniss descubre los problemas y los dilemas de su nueva posición, avanza como personaje atormentado y complejo, no sólo como una bidimensional heroína de película, que es lo que llegaba a parecer en la primera entrega. Incluso, y a pesar de que ahí están los mayores tópicos del filme, interesa el triángulo amoroso que forma ella con su compañero tributo del distrito 12, Peeta (Josh Hutcherson), y Gale (Liam Hemsworth), pero no tanto por el lado más sentimental sino por la motivación que eso supone para Katniss. Incluso están mucho mejor aprovechados los personajes secundarios, con unos Woody Harrelson y Stanley Tucci mucho más contenidos y una Elizabeth Banks más importante en la trama y no sólo en la imagen.

Con En llamas, Los juegos del hambre da el necesario paso adelante, aunque la saga mantiene algunos de los defectos que aquejan a todo el cine contemporáneo que se corta por patrones similares en casi todos los terrenos, incluyendo la exagerada duración el más que previsible giro final, que se apunta durante todo el filme sin reparo alguno. Vista la segunda entrega, da la sensación de que lo mejor es lo que está por venir y, en realidad y con cierta crueldad (seguro que así lo juzgarán los aficionados a las novelas), se puede decir que lo que hemos visto hasta ahora se podría haber liquidado en una introducción de la tercera película, que es la que en realidad promete ser la valiente historia de fantasía y aventura con trasfondo social que se intuye en la sinopsis de Los juegos del hambre. Con todo, y abstrayéndose de sus flaquezas, un digno entretenimiento que supera a su predecesora.

jueves, julio 18, 2013

'Ahora me ves...', un espléndido truco de magia

No existe el truco de magia perfecto, pero sí aquel que entretiene durante su disfrute. La analogía con Ahora me ves..., una película que se centra precisamente en el mundo de la magia, es muy adecuada. Puede estar lejos de la perfección y tiene defectos bastante evidentes que no son ajenos a las modas que crea y exporta el cine norteamericano de puro escapismo, pero al mismo tiempo es una película enormemente entretenida, que engancha desde su eficaz prólogo y que mantiene en tensión hasta el final gracias a un cásting sensacional, una historia atractiva y un efectismo visual sobresaliente por momentos. Es, en realidad, un gran truco de magia en sí mismo, que basa su éxito en sus propios méritos pero también en las ganas del espectador de dejarse sorprender. Y si eso sucede, si el espectador se deja llevar y cree en la magia que se le ofrece, es difícil sustraerse al encanto del plan de cuatro magos para convertirse con sus trucos en los mejores ladrones del mundo, a la vista de todo su público y de unos desesperados agentes de la Ley.

Vamos por un momento a ese prólogo. Cuatro magos, cuatro escenas consecutivas formidablemnte musicadas por Brian Tyler, cuatro habilidades completamente diferentes, cuatro vidas que no tienen nada que ver salvo por los trucos que practican. Los cuatro son citados en un extraño lugar de una forma muy peculiar, a través de una carta del tarot. Ese prólogo contiene lo mejor de la película, el carisma de sus protagonistas y un ritmo endiablado. Y pasado el prólogo tenemos una elipsis de un año. Lo que esconde esa elipsis puede ser más o menos fácil de adivinar para cada espectador, pero da absolutamente igual. Ahora me ves... es, decía, un truco de magia, y como tal hay que confiar en él y disfrutar del tiempo que dure. Apresurar conclusiones o restarle mérito al sólido y contundente entretenimiento que ofrece sólo por anticipar el final no sirve de mucho. Y es un final que se puede anticipar, sí. Pero, reitero, da igual, no tiene tanta importancia como para arruinar las casi dos horas de disfrute que tiene la película.

Viendo la filmografía de Louis Leterrier (El increíble Hulk, Furia de titanes), se puede afirmar sin problemas que ha firmado aquí su mejor película, a pesar de que mantiene las constantes de su cine: escenas meritorias conjugadas con un excesivo descontrol de la cámara. Su capacidad para rodar bien queda de manifiesto en la formidable escena en Las Vegas, captando a la perfección el sentido del espectáculo que reina en el escenario y en el mundo que tan notablemente quiere retratar. El exagerado movimiento de la cámara, esa mareante costumbre del cine contemporáneo, amenaza en algunos momentos con sacrificar la atención del espectador, pero es más poderoso el influjo de la historia. Pero también hay que reconocer que la historia convence, además de por el misterio, también por el efectismo de Leterrier. El tipo sabe rodar, aunque de vez en cuando se le olvide.

Y el tercer elemento en el que se sustenta la película, además de un guión inteligente aunque discutiblemente resuelto y una dirección eficaz aunque no en todo momento, es un reparto admirable que permite ver la película desde numerosos puntos de vista. No estaría de más que alguien le dijera a Jesse Eisenberg que actuar implica que no todos sus personajes hablen igual, pero tiene carisma junto a la socarronería, también muy repetida, de Woody Harrelson, la presencia desenfadada y puro show bussiness de Isla Fisher y la acertada expresión corporal de Dave Franco. Ellos son los magos, los ladrones, los que hacen realidad está muy atractiva mezcla de The Prestige y Ocean's Eleven. Pero es Mark Ruffalo el que da cuerpo a todo, interpretando al agente del FBI que les persigue. Que Morgan Freeman y Michael Caine coincidan siempre es un gusto, y aunque ninguno de los dos haga el papel de su vida, tienen un empaque que para sí quisieran todos los actores del mundo. Y Mélanie Laurent, como la agente de Interpol que ayuda al FBI, completa el cuadro. Insisto: formidable reparto.

Leterrier aprovecha notablemente un guión de Ed Solomon (sorprendente su buena labor, siendo el autor de Los Ángeles de Charlie o Super Mario Bros.), Boaz Yakin (lo mismo: Prince of Persia. Las arenas del tiempo o El Vengador) y Edward Ricourt (debutante). Funciona la química entre los personajes, desde el odio que el agente del FBI muestra ante los magos hasta su frustración ante su compañera de Interpol o el personaje de Morgan Freeman, un desenmascarador profesional de magos que siempre se cree un paso por delante de lo que piensa la Ley, pasando por la arrogancia del mecenas de los artistas con el rostro de Michael Caine o la tensión sexual entre Eisenberg y Fisher. Funciona su presentación, su desarrollo y, obviando el mareante problema del cine de Leterrier, las escenas de acción, las persecuciones en coche o a pie. Funcionan los diálogos, brillantes en ocasiones. Funciona casi todo. ¿El final? Un tanto complaciente aunque esté anticipado en una de las frases más emblemáticas de la película. Pero qué más da. Es un detalle sin importancia ante una de las sorpresas comerciales de la temporada. Muy, muy, muy entretenida.

lunes, marzo 04, 2013

'Siete psicópatas', copiando (¿mejorando?) a Tarantino

He aquí, en la figura de Martin McDonagh, otro director que quiere seguir la estela de Quentin Tarantino. Y como el reciente ganador del Oscar por su guión de Django desencadenado no termina de ser santo de mi devoción, por decirlo de forma suave, Siete psicópatas tenía muchas papeletas de caer en el baúl de los recuerdos olvidados una vez deglutidos. Pero no ha sido del todo así. McDonagh no me convenció especialmente con Escondidos en Brujas, una película que generó una gran admiración entre la crítica y que recuerdo como una película amable y simpática, pero carente de la genialidad que muchos vieron. Siete psicópatas sigue un camino parecido, destaca de la misma manera en sus interpretaciones, pero viene a ser mucho más divertida por presentar un juego no exento de cinismo sobre la propia realización de este tipo de películas. Y es en esa autoparodia donde este filme alcanza sus mejores momentos. Cae en la locura desenfrenada que por lo visto tan bien le funciona a Tarantino, al que copia descaradamente por momentos. Pero le mejora en algunos aspectos, por mucho que a algunos les suene a sacrilegio.

La película sigue los pasos de Marty Faranan (Colin Farrell), un guionista que trata de escribir el libreto de una película titulada Siete psicópatas mientras reniega de sus problemas con el alcohol. Su amigo actor, Billy Bickle (Sam Rockwell), no es capaz de conseguir un papel por lo que se dedica a robar perros para que su compañero Hans Kieslowski (Christopher Walken) los devuelva a sus dueños y cobre la recompensa. Y todo ello mientras se van presentando los siete psicópatas que dan título a la película (aburridamente predecible la presentación del primero, hay más sorpresas en algunos de los restantes), siendo uno de ellos precisamente el dueño de los perros robados, un capo de la mafia llamado Charlie Costello (Woody Harrelson) que no se detendrá ante nada para encontrar a su mascota perdida. Por supuesto, toda la trama adquiere rápidamente un aire de caricatura que hace imposible tomarse en serio nada de lo que vemos, ni siquiera la escueta y tópica presencia femenina... que rápidamente es despachada con humor en un diálogo entre Farrell y Walken.

Sin embargo, y aunque el exceso es la nota dominante (¿no lo es siempre en este tipo de películas que quieren imitar a Tarantino... especialmente las de el propio Tarantino?), hay momentos logrados. Algunas de las presentaciones de los psicópatas, narradas casi como películas dentro de la película, tienen interés, por mucho que casi pidan a gritos una reescritura del guión para encajarlas con firmeza en la historia central. Lo mejor, sin duda, está en la autoreferencia a este tipo de cine, afrontada con un sentido del humor sincero y, quizá, excesivamente irónico si se ve desde el punto de vista del espectador que consume con frecuencias películas similares a ésta. Para que eso funcione, era indispensable que los actores se lo pasaran tan bien como parecen haberlo hecho. Y es que esta es la clásica película en la que se intuye que la consigna a los intérpretes es justo esa: salirse de los esquemas, olvidar la contención y bordear la caricatura. Rockwell es el que se lleva la mejor parte en ese sentido, seguido de cerca (éste lo suele hacer casi siempre) de Woody Harrelson, aunque todos tienen mucho, pero mucho que aprender de Walken.

Sin haber conectado de una forma más completa con ninguna de las dos películas de McDonagh, el guión de Siete psicópatas parece menos hecho que el de Escondidos en Brujas. No obstante, veo más elementos divertidos en ésta última, aunque sea de forma aislada con respecto a la historia. No creo que ninguna de las dos sea una gran película, pero ambas pueden hacer que el rato se pase con más o menos agrado. Es cierto que, sobre todo Siete psicópatas, forma parte de un tipo de cine al que no le encuentro la gracia, uno en el que los personajes tienden a la caricatura, en el que la violencia tiene que ser obligatoriamente tan salvaje como divertida, en el que el "se ha pasado" es la expresión más fácilmente repetible y en el que hay personajes que no son más que vehículos prescindibles para un único chiste (le sucede tanto a Olga Kurylenko como a Abbie Cornish). Pero en algún momento consigue ser simpática. Y siempre nos quedan Sam Rockwell y Christopher Walken pasándoselo bien. Menos es nada.

martes, enero 24, 2012

'Bunraku', fuegos artificiales que no esconden nada

En la eterna cuestión de la forma y el fondo en el cine moderno, al menos en lo que se refiere al cine de acción y fantasía, está venciendo claramente la primera. Hay muchas películas contemporáneas que se venden con el envoltorio, con el aspecto visual, con matices visuales cargados de originalidad y fantasía. Pero, escarbando, resulta que no esconden nada más que historias convencionales, ya vistas, vacías incluso. Bunraku es justo eso. Muchos fuegos artificiales pero nada debajo de ellos. En el fondo es la típica película de peleas y artes marciales que cree tener alma de western (en realidad, de spaguetti western), pero que no deja de ser un refrito de una especie de subgénero cuyo mejor exponente (y con mejor no quiero decir bueno) sigue siendo Quentin Tarantino. Y, claro, los imitadores no suelen llegar al nivel del original, así que Bunraku, insisto, es eso: mucho ruido y pocas nueces. Pero habrá quien disfrute del ruido.

Lo bonito de Bunraku nace precisamente de lo que implica ese término, que se refiere al teatro japonés de marionetas. De ahí nacen escenarios de papel maché en los que acontece la película, las secuencias de animación y de imágenes generados por ordenador que sirven generalmente como transiciones y otros tantos elementos visuales que adornan el filme. Es un universo hermoso de contemplar, original y diferente en un mundo de imágenes cinematográficas que apuestan por el realismo incluso en los entornos más fantásticos. Lo mejor, de hecho, es la secuencia inicial hecha a base de marionetas y sombras chinescas, un prólogo que casi se puede entender como un corto desconectado de la película. Y es que, claro, si detrás de todo esto no hay una historia solvente y entretenida que utilice ese escenario, lo único que puede suceder es que ese notable trabajo quede engullido por una película que roza el aburrimiento en demasiados momentos.

La premisa de partida de la historia es tan interesante como inane en toda la narración más allá del prólogo: estamos en un mundo en el que las armas de fuego han sido prohibidas, por lo que las peleas, que se siguen produciendo, son con los puños o con cuchillos y demás armas cortantes. En ese escenario, hay un jefe criminal (Ron Perlman) con el que se acabarán enfrentando dos hombres misteriosos, un jugador de cartas (Josh Harnett) y un samurai (Gackt), con la ayuda de un peculiar camarero (Woody Harrelson). Por supuesto, en este cóctel no falta la femme fatale de turno, interpretada por Demi Moore. Nada original ni en la historia, ni en el reparto. Todo se ajusta a lo que cabe esperar. No hay sorpresas, no hay puntos álgidos, los personajes son tópicos y responden a cánones muy claros. En realidad, ese es el gran problema de Bunraku. Uno se podría saltar diez o quince minutos de película y no tendría la sensación de haberse perdido nada, siempre y cuando llegue a la también tópica pelea final (donde sí hay originalidad es en la penúltima pelea) más que nada para saber cómo acaba el invento.

Guy Moshe, su segundo trabajo tras la cámara, escribe y dirige una película (rodada en 2008, por cierto, aunque vista por primera vez en septiembre de 2010 y estrenada comercialmente un año más tarde; quizá ahí esté la clave de lo que cabe esperar de este producto) que parece un batiburillo entre las mucho más logradas Sucker Punch y Sin City en su aspecto visual y Kill Bill y demás historias de Tarantino e imitadores en cuanto a la historia. Quizá si no durara los 124 minutos que dura podría haber gozado de mayores simpatías, pero de esta forma cae en la repetición en el aburrimiento con mucha facilidad porque lo que cuenta no atrapa del mismo modo que sí podrían capturar los escenarios. El resultado es apto para fans de los sucedáneos de Tarantino y para quienes quieran echar un vistazo a un estilo visual llamativo que, en beneficio de otra historia mucho más inteligente y completa, podría haber encontrado muchos más adeptos.

miércoles, julio 22, 2009

'El último show', un canto a la vida

El último show es una de esas películas de las que es muy fácil hablar. Que sea la última obra de Robert Altman facilita mucho las cosas. Que tenga un reparto impresionante ayuda aún más. Pero que además sea una película tan sincera, tan hermosa, tan llena de vida, es lo que hace necesario hablar de ella. Porque uno se pone a verla esperando quizá un trabajo más o menos eficaz de Altman. Esperando una peliculita entretenida, con buena música, para pasar el rato y poco más. Pero cuando acaba, uno se da cuenta de que tiene en su rostro una sonrisa de oreja a oreja, que ha visto un filme precioso, entretenido, muy bien hecho y, sobre todo, un auténtico canto a la radio, al espectáculo y a la vida. A la vida de estos hombres y mujeres que hacen posible un show en directo cada semana. A la vida de esta gente de la radio y de más allá de las ondas. A la de los propios espectadores y sus experiencias.

La película nace en la figura de Garrison Keillor, un tipo que lleva treinta años haciendo radio y nada menos que 25 (aunque con algún intervalo dedicado a otros proyectos) con A Praire Home Companion, un espectáculo de variedades emitido en directo desde un teatro. Eso, exactamente eso, es lo que se ve en la película: una de esas retransmisiones. En concreto, la última, lo que le da una emotividad completa y compleja al filme. Hay quien no se hace a la idea de que ese día el telón se cerrará por última vez, hay quien piensa que todos los espectáculos son el último, hay quien piensa en cómo evitar el cierre definitivo. Pero todos saben que es el último día que estarán todos juntos. La presencia, tanto en el patio de butacas como entre bambalinas, de una misteriosa mujer acentúa esa sensación.

El propio Keillor escribió la película para que Robert Altman la dirigiera. Éste leyó todos los borradores del guión y lo único que le decía es que se iba acercando a lo ideal. Lo cierto es que el guión nunca dejó de escribirse y durante el rodaje fueron surgiendo nuevas ideas y nuevas escenas. Altman le devolvió la broma colocando a Keillor como protagonista de la película, haciendo de sí mismo. Su presencia es un motivo más que suficiente para ver la película en versión original y escuchar su auténtica voz, puro sonido radiofónico. Como el hecho, que mencionaba antes, de que sea la última película de Altman. El director tenía 80 años cuando emprendió el rodaje (murió ocho meses después del estreno, con 81), por lo que se contrató a un segundo director en caso de que tuviera que hacerse cargo del proyecto. El elegido fue Paul Thomas Anderson (Magnolia, Pozos de ambición). Aunque el título original es el nombre del show en que se basa, A Praire Home Companion, esta vez los dobladores españoles no andan muy desencaminados, pues el filme estuvo cerca de titularse The last broadcast.

El último show es, en última instancia, una película musical, canciones country seleccionadas e interpretadas por los artistas regulares del show y por los actores, tan pegadizas que algunas se quedarán en la cabeza del espectador durante días. Pero es también, y aunque parezca mentira por su naturaleza, una película de actores. Ver cómo se mueven en sus camerinos, tras el escenario y compararlo con lo que hacen después en directo es maravilloso. Es increíble ver a Meryl Streep y compararla, por ejemplo, con la actriz que aparece en La duda. Es muy interesante ver a Lindsay Lohan interpretar a su hija o a Lily Tomlin dar vida a la hermana de Streep. Es divertidísimo el dúo que forman Woody Harrelson y John C. Reilly. Es una gozada ver a uno de los mejores actores cómicos que existen (Kevin Kline; el papel lo iba a interpretar George Clooney. Sobra decir que se ganó una barbaridad con el cambio...). Y así hasta completar todo el reparto.

La misteriosa mujer de la que hablaba antes (su personaje está acreditado como Dangerous woman, mujer peligrosa) corre a cargo de Virginia Madsen (Entre copas), una intérprete interesante y algo desaprovechada durante largos años. La primera actriz elegida para el papel fue Michelle Pfeiffer y aquí se me ponen los dientes largos al pensar que habría hecho la protagonista de Los fabulosos Baker Boys, Batman vuelve o la más reciente Stardust. Sin embargo, Madsen lo borda. De hecho, el personaje no le gustaba nada a Robert Altman y trató de recortar su presencia en el guión hasta el mínimo y fue Madsen quien le convenció con su trabajo de que podía dar mucho juego. Y lo dio, gracias sobre todo a la etérea y mágica presencia de la actriz, que protagoniza brillantes escenas con Kline, Keillor y Tommy Lee Jones, que tiene una breve aparición en la película.

Altman rodó la película sobre un escenario real, grabó la música en directo, captó la esencia de lo que es hacer radio sin red, en el constante salto al vacío en el que viven quienes se ponen cada semana delante de un micrófono. Y el resultado es hermoso, inspirador y una de las películas de los últimos tiempos más indicadas para levantar el estado de ánimo de un espectador de edad comprendida entre los 0 y los 152 años. ¿Que sólo es una película? Pues sí, sólo es eso. Nada más que eso. Pero se puede mirar desde el otro lado y pensar que es un prodigio mágico. También es eso. Nada más que eso.