Por Sonia Rodríguez Fernández.
Con Café Society, Woody Allen vuelve a su amada Nueva York después de rodar lejos de él en sus últimas películas, Irrational Man, Blue Yasmine o Magia a la luz de la luna. Escogiendo cómo telón de fondo los años 30, años dorados del cine hollywoodiense, Allen nos muestra el conformismo como carcelero de la libertad, el glamour y la elegancia en la que se envolvían, pero también el cinismo, hipocresía y apariencias a las que se veían envueltos los participantes de este entorno tan superficial y lo atractivo que resulta para los aspirantes a ese sueño americano que ofrecen las películas. Comparando en multitud de momentos los dos lugares emblemáticos por excelencia de Estados Unidos, Hollywood y Nueva York, mostrando la luminosidad e hipnotismo que produce una, contra la sordidez y el misterio de la otra.
Con Café Society, Woody Allen vuelve a su amada Nueva York después de rodar lejos de él en sus últimas películas, Irrational Man, Blue Yasmine o Magia a la luz de la luna. Escogiendo cómo telón de fondo los años 30, años dorados del cine hollywoodiense, Allen nos muestra el conformismo como carcelero de la libertad, el glamour y la elegancia en la que se envolvían, pero también el cinismo, hipocresía y apariencias a las que se veían envueltos los participantes de este entorno tan superficial y lo atractivo que resulta para los aspirantes a ese sueño americano que ofrecen las películas. Comparando en multitud de momentos los dos lugares emblemáticos por excelencia de Estados Unidos, Hollywood y Nueva York, mostrando la luminosidad e hipnotismo que produce una, contra la sordidez y el misterio de la otra.
En
este caso se nos presenta un joven neoyorquino llamado Bobby, que no ha salido
de su barrio para nada, interpretado por un Jesse Eisenberg muy cómodo en el
papel, que se presenta en un ostentoso Hollywood con la esperanza de cumplir
ese sueño americano de casa y piscina, y para ello pide ayuda a un magnate de
la industria cinematográfica, su tío Phil (Steve Carell), que le echa una mano,
eso sí, sin mucho entusiasmo. Para ello se sirve de su joven secretaria Vonnie
(Kristen Stewart), que se encargará de mostrar a Bobby los recovecos más
terrenales dentro de esa burbuja de glamour en la que viven, enamorando por sus
ideales sin remedio al joven, que tendrá que luchar e insistir con tesón, pues
Vonnie mantiene una relación con un hombre mayor.
Lo mejor de la
película son la fotografía de la mano de Vittorio Storaro, tan variopinta y con
la tan distinta luminosidad que se hace de las dos ciudades, así como esa
música de jazz característica de las películas de Woody Allen, que consigue
transportarte a otra época. Destaca también el papel, aunque breve, de
Blake Lively, preciosa como siempre y atrapando con su increíble sonrisa.
Sorpresa también Kristen Stewart, mejorando notablemente su actuación respecto
a sus últimos papeles y que nos deja entrever la actriz que puede llegar a ser.
Respecto al argumento, sobresale una elegante y divertida manera de tratar la
pomposidad de la época, la impunidad hasta llegar al descaro de los grupos
mafiosos y el mencionado conformismo, ese que no deja vivir de verdad al que se
instala en él.
En definitiva, una
amable y cómica propuesta, con muchos chascarrillos sobre las peculiaridades de
los judíos, que aunque no hace reír a carcajadas, sí muestra a un Woody Allen
en estado puro: criticando lo que le da de comer, tratando temas realmente trascendentes,
sin importarle las consecuencias, hablando de unos sentimientos y unos temas
muy complejos como son la superficialidad de la sociedad, de antes y de ahora
pues el paralelismo es evidente, de la religión incluso, de manera magistral y
muy elegante. Todo ello con una guinda final en la que Allen parece haberse
instalado: un final amargo, que conmueve en lo esencial, y que deja al
espectador con una sensación de ¿y ahora qué? Queda demostrado, que
si la salud lo permite, queda Woody Allen para rato.